NUESTRO ENCUENTRO CON EL PADRE

(Lc 15, 17-24; Gen 46,28-30; Ef 1, 3-14; Mc 10, 17-22)

El hijo le dijo: Padre, pequé contra el cielo y contra Ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo” (v. 21)

Les invito a iniciar una reflexión sobre cómo encontrarnos con el Padre para poder estar con él todo el tiempo, pues en esto consiste nuestra verdadera felicidad. El mismo Padre, invitándonos a estar con Jesús, nos muestra el camino para encontrarnos con el Padre, cuando nos dice en el monte: “Este es mi Hijo, el Amado, escúchenlo” (Mt 17, 5). Según la carta a los Efesios, Dios nos creó para ser hijos en el Hijo, por lo tanto necesitamos encontrarnos con nuestro Padre, conocerlo, amarlo, estar con Él, dejarnos amar por el. En esto está la plenitud y felicidad del hombre. Así lo dice el mismo Jesús: “Esta es la vida eterna que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que tu ha enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).

El hijo menor decide el regreso

Entrando en la parábola lucana, descubrimos a un hijo menor, “arrepentido y humilde”, que decide regresar a su casa, pero piensa quedarse en ella no como hijo sino como siervo, apegado a su propia voluntad: “Iré a mi padre y le diré: no soy digno de llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 18). Ser siervo implica menos compromiso y podrá, cuando se presente una nueva ocasión, cambiar a su patrón y marcharse con sus nuevas pertenencias. Esto no es regresar a su padre, sino regresar a la hacienda, regresar a las comodidades de que carece. Con esto está demostrando que aún no se siente hijo. Su conversión no es total. Es el gran problema del hombre de esta sociedad del bienestar, que ha ido perdiendo su ser de persona dejándose cosificar y necesita con urgencia recibir la revelación de ser hijo de su Padre-Dios. Así lo dice el Apóstol: “también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo” (Rm 8,23). Este muchacho, como el hombre de hoy, necesita descubrir y gustar la libertad de ser hijo de un Padre misericordioso, de un Padre que es amor santo y fiel.

Camino hacia el reencuentro

La lejanía era la morada que el hijo menor había escogido en su deseo de afirmar su personalidad, de vivir al fin independiente y sentirse haciendo su propia voluntad. Pero esa lejanía, esa independencia lleva al hombre y su vida en un declive cada vez más en bajada, cada vez más lejos del Padre y qué difícil salir de ese abismo. Es por eso que cuando se pone en camino hacia el padre, no está del todo convertido, y piensa únicamente en los jornaleros de su padre que “tienen pan en abundancia” mientras que él se muere de hambre (v. 17). La Palabra dice que “aún estaba lejos” (v.20). Ese “lejos” dice todo lo que la Escritura quiere expresar refiriéndose al pecado, a la falta de una verdadera y total conversión en el hijo, al descubrimiento verdadero del amor de su Padre. Esto era lo que el hijo daba de sí. Y es que la conversión es regalo de Dios, no logro nuestro.

El Padre sale a nuestro encuentro

Dice la parábola que “estando todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente” (v. 20). El amor no conoce lejanías. La mirada de amor del padre penetra las profundidades de la noche. Al abandono de la casa por parte del hijo menor, siguió la respuesta del padre, que dejó también su casa corriendo en busca de su hijo perdido, buscando hacerle sentir todo el estremecimiento del corazón paterno herido por su amor a el. Le fue siguiendo con esa mirada, salida de las entrañas que tiemblan conmovidas, semejantes al amor que tiembla y hace palpitar el útero de la madre ante el hijo que aparece. Lo expresa tiernamente el Profeta cuando dice: “Acaso olvida una mujer a su niño? Pues aunque ella se olvidase, yo no te olvido. Te tengo tatuado en las palmas de mi mano” (Is 49,15-16) y por eso, nunca se olvida, pues nunca deja de ser Padre. Pero, además, la mirada de nuestro Padre es purificadora, cura como el aceite, abrasa, ablanda, conmueve al venir acompañada con su beso.

Al abandono de la casa por parte del hijo menor, siguió la respuesta del padre, que dejó también su casa para correr en busca de su hijito perdido, alcanzarlo y abrazarlo con todo el estremecimiento del corazón paterno herido por el amor a su hijito amado.

¡Qué lindo! El Padre siempre llega hasta las lejanías más remotas como cuando bajó al jardín del Edén preguntando a su querido hijo: “Adán, ¿dónde estás?” (Gen 3,9). Todas las páginas de la Biblia nos hablan de la carrera del Padre detrás de sus hijos extraviados, sin temer los zarzales y los despeñaderos donde se han metido, para encontrar al hijo de sus entrañas. Y pensamos que es el hombre quien busca a Dios, cuando es el amor del Padre que lo lanza en busca de su hijo. Esta parábola, salida del corazón de Jesús, da la vuelta a esa interpretación y nos revela que es Dios Padre el que busca, el que corre detrás de su hijo, el hombre, y el que lo atrae hacia él con su amor. Cuando el hombre está pensando en regresar, es el Padre quien lo está cubriendo con su amor. Y no usa la fuerza de argumentos convincentes, sino solo su mirada tierna, amorosa y misericordiosa, envuelta en amor puro y eterno.

El Padre se le echó al cuello para abrazarlo

El hombre siente la urgencia de vivir una vida nueva, distinta, más recta, de cambiar su mentalidad, de convertirse al bien, no cuando se ve reñido, reprochado o castigado, sino cuando se descubre amado a pesar de ser malo, a pesar de ser un pecador. Descubre todo su pecado cuando se ve intensamente amado, cuando recibe el emocionado abrazo de alguien que le ama. El amor hace cambiar hasta al más duro y empedernido.

Es esto lo experimentó el hijo menor cuando recibió los abrazos y los besos de su padre. No logró pronunciar el discurso que había preparado en la soledad, cuando era siervo de un extranjero y se había dedicado a guardar cerdos. Al verse invadido por el amor de su padre, se descubre a sí mismo con una luz completamente nueva.

Cuando tuvo el encuentro amoroso con su Padre, cuando se le echó al cuello para entregarle todo su amor, cuando ese Padre querido logró darle la ternura y amor que tenía en su corazón, entonces le hizo cambiar radicalmente su mentalidad. Es el amor el que cambia a cualquier persona, el que modifica su mente, sus sentimientos, su voluntad, su misma identidad.

Hemos llegado al punto focal de la parábola. El encuentro amoroso del Padre con su hijo amado. Estamos tocando, también, el fondo, el punto central de la historia de la salvación: “Tanto amó Dios al mundo que el dio a su Hijo unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). El Padre, mediante el sacrificio de su Hijo, salva a la humanidad, amando al hombre herido mortalmente. El amor loco del Padre se realiza totalmente cuando ve a su oveja herida, extraviada, y la estrecha contra su corazón, colocándola en sus brazos amorosos y devolviéndole la posibilidad de vivir de nuevo el amor, la novedad. La persona, tocada de manera tan viva, tan directa por el amor, deja la mentalidad del hombre viejo y empieza a pensar como hombre nuevo, a entrar en la novedad del amor: el Amor le ha “revestido del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador” (Col 3,10). Ha sido convertido en hombre nuevo, re-creado en Cristo, imagen de Dios y vuelve así a encontrar la rectitud anterior y el verdadero conocimiento de su Señor. La experiencia del abrazo ha destruido en el hijo menor su condición “de hombre viejo, que se corrompe siguiendo la seducción de sus concupiscencias, renovando el espíritu de su mente” (Ef 4, 22-24).

El hijo exclamó: ¡Padre!

En su encuentro el hijo lo único que alcanzó a exclamar fue ¡Padre! En los abrazos y besos de su padre, recibió esa descarga de amor que cambió totalmente su vida. ¡Qué lindo que nos dejemos llenar del amor que el Espíritu de nuestro Padre, el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones! Este amor es sobre todo un principio interior de vida nueva que el Padre nos regala en abundancia, es un principio de resurrección a la vida nueva del amor, de la comunión con los hermanos. El amor es una dinámica irresistible de cambio y de conversión, que desemboca en la unión, en la comunión. Cuando el padre se echa al cuello de su hijo para abrazarlo con todo el temblor de sus entrañas, eso hace que el hijo se eche a su vez al cuello del padre, se deje llenar de sus besos y se deje transformar por su ternura.

Según esta parábola, amar quiere decir abandonar la propia casa, salir en busca del ausente para habitar con él. No es de extrañar que Jesús, Buen Pastor, me siga amorosamente con su amor, con su mirada y se deje llamar “amigo de pecadores” (Lc 7,34). Me ha seguido con su amor para alcanzarme y cenar conmigo y, con su presencia, hacer de mi corazón su casa, su mesa donde cenar permanentemente conmigo: “Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3,20).

===========================================

 

LA REACCIÓN DEL HIJO MAYOR

(Lc 15, 28-30)

El hijo mayor se enojó y no quiso entrar. Su padre salió a suplicarle” (Lc 15,28).

Les propongo que iniciemos una reflexión sobre la reacción del hijo mayor ante la fiesta que el Padre celebra, invitando a todos los de su casa, por la resurrección del hijo menor. Posteriormente podremos personalizar las reacciones del hijo mayor, pues en nuestra vida todos tenemos actitudes de los dos hijos. De todos modos, la pintura que hace Jesús del hijo mayor, es la de un fariseo clásico. Pienso que, cuando Jesús describe el modo de ser del hijo mayor, está describiendo, también, las actitudes de muchos religiosos y sacerdotes y de algunos hombres y mujeres “piadosos”, con actitudes más del hijo “fiel”, que del hijo menor. Imploremos, por tanto, la luz del Espíritu para que logremos descubrir si en nosotros se encuentran esas actitudes ocultas, disimuladas, que pueden estar obstruyendo nuestra relación con Dios y nuestra vida de relación amorosa y delicada con los hermanos.

Los dos hijos de la parábola son dos prototipos de la humanidad que se reproducen con celeridad. Muestras de ambos se van repitiendo a través de la Biblia, y en la vida de toda sociedad, también, de la nuestra. Pensemos en Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, en el hijo mayor y el hijo menor, en el fariseo y el publicano, en los dos crucificados a lado y lado de Jesús. En el AT esos prototipos tienen nombre; en el NT, aparecen sin nombre. Para que cada quien los descubra personalizados en sí mismo, en algunas de sus actitudes y así le ponga nombre propio a cada uno de los diferentes prototipos. Todos, hombres y mujeres, quién más, quién menos, vivimos las actitudes del hijo “pródigo” y/o las actitudes del hijo “fiel”. También a sacerdotes y religiosos nos resulta familiar la confesión del fariseo de la parábola del evangelista Lucas: “gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres: ladrones, adúlteros, injustos” (Lc 18,11); confesión semejante a la del hijo “fiel” de nuestra parábola, que se expresó en términos parecidos: “no he desobedecido jamás tus órdenes, ni he malgastado tu patrimonio con prostitutas“.

Una clave de vida espiritual para el cristiano, como termómetro de la propia fe, está en saber descubrir en el hermano el bien, en otorgar el perdón que él nos exige. La alegría que se experimenta por el bien del otro es un indicador infalible de la fe, del amor personal. El Padre celestial siente más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión. Pero el hijo mayor no quiere aceptar que su hermano se haya convertido, que su hermano se salve. Por eso no entiende el porqué de la fiesta que el padre de la parábola ofrece en honor de su hijo que ha regresado.

Dos modos contrapuestos de actuar

Reflexionemos comparando los siguientes dos textos de nuestro relato: “El hijo mayor se enfadó y no quiso entrar” (v. 28); “el padre, entonces, salió a suplicarle” (v. 28). Aparecen aquí dos situaciones antagónicas, por la actitud que anima al padre y al hermano mayor. El hijo, cerrado, porque es incapaz de amar, y el padre, abierto por su corazón rebosante de amor. Surgen así una cantidad de modos de actuar que muestra la parábola en los dos personajes.

Con la primera frase “se enfadó y no quería entrar“, además de su terquedad y cerrazón, se nos descubren mundos, hasta el momento, inexplorados en el hijo fiel y cumplidor, y talvez ni siquiera conocidos por él mismo. La información del criado hizo estallar la ira del hijo mayor, y ¡qué clase de ira! No quería recibir a su hermano. Reacciona con rabia donde el padre había expresado compasión y alegría. ¿Qué hay en ese muchacho que le hace explotar en esa forma tan refinada de desamor? Se trata de un corazón que no ha dejado penetrar el amor, y, por lo mismo, no ha podido entrar todavía en la lógica de la misericordia. Ha brotado una fiera, que hasta entonces vivía agazapada en su interior, pero que ante un estímulo poderoso ha salido al exterior, sembrando destrucción, matando en su corazón a su hermano. La envidia se ha despertado en el corazón del mayor, y le ha hecho explotar en una forma desacostumbrada. Ha matado necesariamente la alegría, ha hecho aparecer sentimientos hostiles de aversión, venganza, destrucción. Ha hecho a ese corazón nulo para el amor, la alegría. Por eso es incapaz de participar del gozo que ha causado el regreso a casa del hijo perdido. Según su mismo testimonio: nunca ha podido celebrar una fiesta con sus amigos.

El menor, de disoluto y perverso, ha pasado a ser redimido, se ha convertido y su padre ha celebrado una gran fiesta en su honor. ¡No puede ser! ¡Esto es una injusticia! ¡Yo acabo con ese hermano! Por eso, se enfada y no quiere entrar a la fiesta, no quiere tomar parte en la alegría que debería ser también suya por haber recuperado al hermano sano y salvo. No le interesa para nada la relación amorosa con su hermano: la envidia ha realizado esa destrucción. Ha matado a su hermano y otro tanto quiere que haga el padre. Para él ha muerto ya el hermano menor y en vez de fiesta, por haberle recobrado vivo, quiere celebrar los funerales. El hijo mayor está encarcelado en sí mismo, no llega a ver más allá del horizonte de su propio yo, de sus propios esquemas egoístas. Está recluido en su yo, y no quiere abrirse al amor, menos al perdón.

Por una mezcla de envidia, celos, resentimiento, desamor, no puede entrar en la casa familiar. Se ha empecinado en su modo de juzgar al hermano. Su pasión le lleva desde una susceptibilidad enfermiza y unos celos morbosos, hasta una testarudez que le impide ver más allá de sus propias ideas falseadas. Y a pesar de esto se cree fiel.

Jesús está describiendo, también, en el hijo mayor la hipocresía de los fariseos. Es esta la acusación más insistente que Cristo lanzó contra los fariseos. Sólo en el capítulo 23 de san Mateo Jesús repite ocho veces “fariseos hipócritas”. Por eso, nos dice a todos: “guárdense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12,1). Y es que a los fariseos lo único que les importa es la apariencia, el aspecto exterior. Aunque su corazón esté corrompido, lo único que les interesa es lavarse escrupulosamente las manos, apareciendo amantes de la limpieza. No importa que su interior esté lleno de podredumbre, con tal que su fachada, su exterior aparezca luciente, brillante. Les interesa la ostentación, mantener una reputación social aunque no corresponda a la verdad. En frase de san Juan de Ávila, “Tienen el cuerpo de rodillas y el alma tiesa”. Pero es terrible, pues el fariseo no se contenta con representar ese papel hipócrita ante los hombres, sino que lo hace también ante Dios. En cambio los sentimientos del padre son de perdón, jamás de venganza; son de amor, jamás de odio; son de vida, jamás de muerte.

Morir a nosotros mismos y resucitar a una vida fraterna no es fácil, pero es absolutamente necesario para ser discípulo de Jesús. No es un aspecto opcional o secundario, sino condición indispensable de todo cristiano. No podemos cumplir el Mandamiento Nuevo: “amar a los demás como Jesús“, a menos que hagamos morir en nosotros mismos el “yo”, nuestro egoísmo.

Los cristianos estamos llamados a entregar el amor más grande que se puede tener: “dar la vida por el amigo”. Esto forzosamente significa morir a nosotros mismos. Por eso, Jesús nos presenta el morir a nosotros mismos, como un requisito necesario si queremos ser sus discípulos.

Necesito, por tanto, desde la humildad, aprender a salir de mi mismo, de mis propios esquemas, liberarme de mis propias ideas egoístas, y encaminarme hacia el otro, orientarme radicalmente hacia Dios, hacia el hermano, hacia el amor. Tengo que dejar de vivir solamente para mí y mis deseos; llegar a ser una nueva criatura, con un corazón nuevo, con una nueva manera de pensar y de actuar, con un nuevo espíritu, con una nueva capacidad de amar. El hijo mayor, encarcelado en sí mismo, no llega a ver más allá del horizonte de su propio yo, de sus propios esquemas egoístas.

Salir de sí mismo

En la segunda frase dice que “entonces, el padre salió a suplicarle. Aparece nuevamente la actitud amorosa del padre. Así como había salido al encuentro del hijo menor, de la misma manera sale ahora al encuentro de su hijo mayor. Es el estilo amoroso, acucioso del padre. Es un gesto extraordinario con el hijo mayor, intentando hasta lo imposible por atraer al hijo y hacerlo salir de su cerrazón El amor le hace estar abierto a sus hijos, a pesar de las faltas que tengan, a pesar de las rebeldías, a pesar de la dureza de sus corazones. Y para él no hay hijo bueno ni hijo malo, simplemente son sus hijos.

Sorprende la respuesta del hijo mayor al padre que, suplicante, le invita a entrar al banquete: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que regresa ese hijo tuyo, que ha gastado tu dinero con prostitutas, haces matar para él el ternero cebado” (v.29-30).

Aparece primero la actitud amorosa del padre. Así como había salido al encuentro del hijo menor, de la misma manera sale al encuentro de su hijo mayor. Es el estilo amoroso, acucioso del padre.

Los dos versículos, en boca del hermano mayor, se refieren a él y a su hermano. Aparecen allí dos polos opuestos de una conducta religiosa. Con qué facilidad el mayor se compara con el pequeño, llamándolo libertino y teniéndose él como un intachable, como el que nunca ha cometido una falta. Se presenta como modelo de amplia, excesiva obediencia. ¡Hace ya tantos años”! Esa obediencia es fidelidad o ¿es tan sólo algo exterior, cumplimiento de un contrato laboral? ¿Ha sido obediencia a su padre o simplemente al patrón? Notamos un corazón endurecido para el amor que se queda en la contemplación de sí mismo, de su justicia y de su propia perfección.

Cuando creía ser justo al condenar al hermano, no pasaba de ser un simple justiciero. Y es que hay una mentalidad, una lógica que dificulta el conocimiento de Dios, que impide amar. Y es odiar al hermano, no querer otorgarle el perdón. No se puede amar a Dios y al mismo tiempo querer mal al hermano, no querer otorgarle e perdón.