Proemio

1. Dios

Para entender lo que es la Misa es indispensable tener ideas correctas acerca de Dios: de su existencia, naturaleza, operaciones, en especial, reconocer que es espíritu puro, libre, personal, providente y trascendente. Quien no tenga ideas correctas acerca de Dios, nunca sabrá lo que es la Misa. Las distintas formas de ateísmo que han invadido el campo católico, tienden, de suyo, a desconocer el puesto principal y primero que ocupa Dios en la Misa. Por eso hay tantos hombres y mujeres que no valoran la Misa, no la entienden y, en consecuencia, no participan o participan mal. De ahí que el principal enemigo de la participación eucarística sea el ateísmo teórico, pero, sobre todo, el ateísmo práctico o increencia.

El segundo gran enemigo de la participación eucarística es la falta de amor, sea por desconocer su verdadera naturaleza, sea por ser egoístas, sea por no saber obrar por amor. Los tales están incapacitados para poder entender lo que es la Misa, ya que la Misa es un inmenso acto de amor de Dios a nosotros, y, como consecuencia, debe ser un gran acto de amor de nosotros a Dios. Participamos de la Misa porque en ella nos sabemos amados por Dios y porque en ella satisfacemos nuestra necesidad de manifestarle nuestro amor a Él. Y no saber amar, no es otra cosa que ignorancia de lo que es el hombre, ya que el hombre sólo se realiza: «en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

2. Santísima Trinidad

El Hijo de Dios hecho hombre se inmola al Padre en el Espíritu Santo. Toda la Misa entra de lleno en lo que podríamos llamar ritmo trinitario. Del comienzo al fin. Comenzamos señalándonos con la Trinidad y terminamos recibiendo la bendición de la Trinidad. La impetramos en los Kyries. La glorificamos en el Gloria: «Gloria a Dios, Padre Todopoderoso, ... a su Hijo Jesucristo, ... al Espíritu Santo». La confesamos en el Credo: «Creo en Dios Padre Todopoderoso ... en su Hijo único Jesucristo ... en el Espíritu Santo». La invocamos al final de las oraciones principales. Le ofrecemos el sacrificio en la doxología (oración de alabanza) del final de cada plegaria eucarística: «por Cristo ... a Dios Padre ... en la unidad del Espíritu Santo...».

Toda la Misa está transida por la Santísima Trinidad. Todo es por el Hijo, en el Espíritu Santo, al Padre. De manera especial, en el momento de la consagración, en el cual, de hecho, aún prescindiendo de las palabras anteriores y posteriores, el Sacerdote Eterno, el Hijo encarnado, al consagrar su Cuerpo y su Sangre, se ofrece como víctima de expiación al Padre, en el Espíritu Santo.

Cuando se participa auténticamente de la Misa, la vida se hace más y más trinitaria. Uno va descubriendo cada vez mejor la presencia de la Trinidad en el alma y dialoga con las tres y con cada una de las Divinas Personas.

Aprendemos a dirigir todo nuestro obrar al Padre, lo obramos todo por el Hijo, nuestro único Mediador, y todo lo hacemos en el Espíritu Santo.

Además, no podemos prescindir de la Trinidad. Es el Hijo de Dios hecho carne el que perpetúa su sacrificio hecho en la Cruz, reiterando el rito incruento de la Última Cena en la Misa. No hay otro mediador entre Dios y los hombres: Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1Tim 2,5–6).

No podemos prescindir de la Trinidad. Es el Espíritu Santo de Dios el que hace presente el «mysterium» por la acción litúrgica, por eso lo invocamos, en especial, en la epíclesis; el mismo es el que hace posible que el «mysterium» se haga vida en nosotros (participación). De ahí que toda auténtica participación debe ser epiclética, es decir, celebrada en unión íntima con el Espíritu Santo. Vale recordar aquí la doctrina de la ley Nueva: La letra mata, el Espíritu da vida (2Cor 3,6). Como sería poner sólo el acento en los gestos, o en los cantos, o en las actitudes exteriores.

No podemos prescindir de la Trinidad. Porque el sacrificio de la Misa se dirige al Padre, como puede advertirse en todas las oraciones eucarísticas, porque es el principio sin principio.

3. Por Cristo, con Él y en Él

Es una fórmula espléndida que señala la esencia de la liturgia católica, cuál debe ser nuestra orientación para alcanzar la santidad y cuál debe ser el centro de la pastoral. La usamos en la Misa y constituye la doxología (= alabanza) más solemne: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

Allí se nos recuerda la gloria y honor de Dios, Uno y Trino, como fin último y absoluto de toda la creación y de nuestra vida. La unión a Cristo como camino para dar gloria a Dios y santificar nuestra vida.

«Por Cristo...». Jesucristo es el único Camino. Nadie puede ir al Padre sino por Él, ya que sólo Él conoce al Padre y aquel a quien Él quiera revelárselo.

De modo que todo lo que hagamos debemos hacerlo por Cristo. Especialmente, la Santa Misa. Es necesario incorporar a Cristo todas nuestras buenas obras, presentándolas ante el Padre por Cristo, a través de Cristo, por medio de Cristo. Lo cual complace al Padre celestial y le da una gloria enorme. La Iglesia, en su liturgia, no le pide nada al Padre en nombre propio, sino única y exclusivamente en el nombre de Jesucristo: Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo...

«...con Él...». Pero la liturgia no sólo nos enseña a hacer todas las cosas por Cristo, a través de Cristo. Hay que hacerlas con Él, unidos a Él.

Mientras estemos en gracia, Cristo está con nosotros, está dentro de nosotros, y no hay obstáculo a que hagamos todo con Él, juntamente con Él, íntimamente unidos a Él. Sin esta unión nuestras obras no valdrían absolutamente nada: Sin mi, nada podéis hacer, dice Cristo (Jn 15,5). Con Él, en cambio, adquieren un valor incomparable.

«...y en Él...». Hacer todas las cosas por Cristo y con Él es de un precio y valor muy grandes. Pero hacerlas en Él, dentro de Él, identificados con Él es aún más grande. Las dos primeras maneras (por, con) son algo extrínseco a nosotros y a nuestras obras; esta tercera nos mete dentro de Cristo, identificándonos, de alguna manera, con Él y nuestras obras con las suyas.

El «Cristo total» de que habla San Agustín es «Cristo más nosotros». El cristiano en gracia, forma como una misma cosa con Jesús.

«Se dice: el cristiano es otro Cristo, y nada más verdadero. Pero es preciso no equivocarse. Otro no significa aquí diferente. No somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero. Estamos destinados a ser el Cristo único que existe: "Christus facti sumus", "Somos hechos Cristo", según dice San Agustín. No hemos de hacernos una cosa distinta de Él; hemos de convertirnos en Él».

Así se pueden comprender algunas de las enseñanzas del Evangelio y de San Pablo: el menor servicio que se nos dé, lo acepta y recompensa como si se lo hubieran hecho a Él mismo. El último anhelo de Cristo en la noche de la cena es que seamos uno con Él de una manera cada vez más perfecta, hasta que lleguemos a ser «consumados en la unidad» en el seno del Padre; nuestros sufrimientos completan lo que falta a la pasión de Cristo; Él es el que combate con nosotros y el que triunfa. Cuando se nos persigue a nosotros, se le persigue a Él. De modo que está fuera de duda que Cristo nos ha incorporado a sí, nos ha hecho miembros suyos.

Nos enseña la liturgia que no sólo se ha de hacer todo por Cristo y con Cristo, sino también en Cristo, identificados con Él. Hemos de revestirnos de Jesucristo, de tal modo que el Eterno Padre, al mirarnos, nos encuentre siempre, por así decirlo, revestidos de Jesús. A semejanza de la beata sor Isabel de la Trinidad: «No veáis en mí más que al Hijo muy amado, en el que tenéis puestas todas vuestras complacencias». Y para llegar a este sublime resultado le había pedido a Cristo que la «substituyera»; y al Espíritu Santo, que realizara en su alma «como una nueva encarnación del Verbo», a fin de convertirse para Él en «una nueva humanidad sobreañadida, en la cual renueve todo su misterio».

En fin es hacer carne la enseñanza de San Pablo: Para mí vivir es Cristo (Flp 1,21), porque ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20).

«...a ti, Dios Padre omnipotente...». «En estos momentos, cuando la Iglesia está reunida en torno al altar para ofrecer el cuerpo del Señor que sobre él descansa, Dios recibe efectivamente toda honra y gloria».

Todo debe ordenarse, finalmente, al Padre. San Pablo nos lo recordó al enseñarnos –estableciendo con ello la jerarquía de valores en todo cuanto existe–: Todas las cosas son vuestras; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (1Cor 3,22–23). Más adelante, completa su pensamiento: Es preciso que Él (Cristo) reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies [...] pero cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas (1Cor 15,25–28).

«...en la unidad del Espíritu Santo...». Esta gloria de Dios, como es obvio, no pertenece exclusivamente a la persona del Padre. Es la gloria de la divinidad, del Dios Uno y Trino de la revelación. Por consiguiente, esa gloria que recibe el Padre por Cristo, con Él y en Él, pertenece también al Espíritu Santo, lazo divino que une al Padre y al Hijo en un inefable vínculo de amor que los consuma a los tres en la unidad de una misma esencia.

«...todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». Porque, en el plan actual de la salvación, toda la gloria que ha de recibir la Trinidad Beatísima de los hijos de los hombres ha de subir hasta ella por Cristo, con Él y en Él.

No cabe la menor duda. En la doxología mayor de la Misa tenemos una fórmula sublime de lo que es la liturgia, de lo que debe ser nuestra vida sacerdotal, religiosa y laical.

4. El monumento vivo del amor de Dios

Por amor envió Dios su Hijo al mundo para que este diese su vida por nosotros en la Cruz: Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo (Jn 3,16), de tal manera que: El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito ... En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,9–10). Amor, entonces, que se manifiesta en la Encarnación del Verbo, y en la Redención al morir como propiciación por los pecados de todos.

Amor precursor, porque Dios se adelanta. Lleva la iniciativa. Tiene la primacía en el amor: Él nos amó primero (1Jn 4,19).

Amor que tiene su origen en Él: La caridad procede de Dios (1Jn 4,7), Él es la fuente inexhausta de todo verdadero amor, y toda chispita de amor brota de esa hoguera ardiente de caridad que es el amor de Dios.

Es un amor más grande: Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15,13).

Es un amor de elección: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros... (Jn 15,16).

Es un amor fecundo, pleno, permanente: ...Y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca (Jn 15,16).

Pues bien, este amor de Dios no sólo se manifiesta por el hecho de que el Verbo se hizo carne (Jn 1,14), no sólo se manifiesta por su Pasión y Muerte en Cruz: Padre, perdónalos (Lc 23,34), sino que, además, ha dejado un monumento vivo, perpetuo, eficaz, máximo de su amor: ¡La Eucaristía!, porque habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1), los amó hasta no poder más, los amó hasta el extremo, los amó hasta quedarse bajo el pan y bajo el vino. ¡Nos amó hasta la Eucaristía!

La gran escuela del amor cristiano es la Misa. Ella abre sus puertas todos los días, y las abrirá hasta el fin del mundo, hasta que Él venga (1Cor 11,26). Para todo el que quiera aprender a amar como Cristo, ella es maestra solícita, que no sólo enseña con las palabras, sino, lo que es mucho más, con el mismo hecho.

En la Misa, al aprender a amar, nos manifestamos como hijos de Dios: Todo el que ama es nacido de Dios (1Jn 4,7); lo vamos conociendo más a Él: Todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (1Jn 4,7–8); vamos teniendo vida por Él: Para que nosotros vivamos por Él (1Jn 4,9).

En la Misa, con el pan eucarístico, Dios nos va enseñando, en el molino de su corazón, a dejarnos moler como el grano de trigo: En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere quedará solo; pero, si muere, llevará mucho fruto (Jn 12,24), hasta enseñarnos a amar con su mismo amor.

Al amarnos nos enseña a amar, ya que amor con amor se paga.

Nos enseña a amar a Dios: Dios es amor y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios en él (1Jn 4,16), Éste es el amor de Dios: que guardemos sus preceptos (1Jn 5,3); y nos enseña a amar al prójimo: Amémonos los unos a los otros, ... si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros ... si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto ... quien ama a Dios ame también a su hermano (1Jn 4,7–11.20–21).

En la Misa, la gran palestra del amor cristiano, nos habituamos a permanecer en el amor de Dios, abrevando en las fuentes del Espíritu Santo: Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio su Espíritu (1Jn 4,13); aprendemos a ser testigos de ese amor más grande: Damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo (1Jn 4,14); podemos alcanzar la perfección en el amor: La perfección del amor en nosotros se muestra en que tengamos confianza ... porque como es Él, así somos nosotros en este mundo (1Jn 4,17); todo el que ama al que le engendró, ama al engendrado de Él (1Jn 5,1). Y conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos (1Jn 5,2).

En la Misa, vamos conociendo y creyendo cada vez más en el amor: Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene (1Jn 4,16).

En la Misa, con el vino eucarístico, Dios nos va enseñando, en el lagar de su corazón, a triturar como los granos de uva, nuestros egoísmos, nuestras faltas de solidaridad, nuestros atentados contra la unidad: El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? (1Cor 10,16).

En la Misa, Cristo mismo nos va formando en la escuela de su amor. En la mesa del altar va amasando nuestro corazón con el suyo hecho blanca harina de trigo y nos enseña con delicadeza de Maestro, con cariño de Padre, con nobleza de Rey, con fuerza de León, con mansedumbre de Cordero, con seguridad de Camino, con exceso de Salvador, con compartir de Compañero, con cercanía de Hermano, con majestad de Señor, con confidencia de Amigo, que si no tengo amor, no soy nada [...] no teniendo amor, nada me aprovecha [...] el amor es paciente y servicial. El amor no es envidioso; no es jactancioso; no se engríe; no es descortés; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia. El amor se alegra con la verdad. El amor todo lo excusa. El amor todo lo cree. El amor todo lo espera. El amor todo lo soporta. El amor no morirá jamás (1Cor 13,2–8). Habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin, hasta no quedarse con ningún secreto en su corazón, hasta enseñarnos a amar con el amor de su mismo corazón, hasta hacernos «víctimas vivas para alabanza de su gloria».

Enseñaba San Fulgencio de Ruspe: «Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para anunciar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Y porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vida es vida para Dios, también nosotros vivamos una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios».

La Misa nos recuerda que: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado y la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados».

La Misa nos trasmite el don de su amor: «Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio».

En cada Misa, Dios nos dice a cada uno: «Te amo». Nos besa como una madre a su niño. Él nos ve en su Hijo, nos trata como «hijos en el Hijo» y nos dice: Tú eres mi Hijo, muy amado, en quien me complazco. Nosotros deberíamos responder, con los labios y con el corazón, pero sobre todo con nuestra vida: «Señor, te amo». Cada día a la pregunta del Señor: ¿Me amas más?, deberíamos poder responder ¡Señor, tu lo sabes todo; tú sabes que te amo! (Jn 21,17). El amor de Dios por nosotros lo llevó a instaurar la Eucaristía, es decir, a hacerse comida y bebida por nosotros, a hacerse sacrificio, a dejarse comer por su criatura para hacerse una sola cosa con ella, de manera que a semejanza del amor esponsalicio ya no sean dos, sino una sola carne, de ahí que, gracias a la Eucaristía, podamos no sólo considerar a Jesucristo como nuestro contemporáneo, sino además, llegar a ser Él: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20).

La crisis en la participación de la Misa dominical, que en algunas partes se va agravando, se debe a la crisis general de la fe, pero, sobre todo, su causa es la crisis de amor en que se debate el mundo contemporáneo, que nos hace recordar aquello de Jesús: Se enfriará la caridad de muchos (Mt 24,12).

El alma que ama a Dios no puede dejar la Santa Misa.

El hecho de que la Misa sea una obra de amor y que como respuesta requiera amor, hace que sea difícil enseñar la participación en la misma por medio de normas, como dice San Basilio Magno: «El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección».

Con este escrito sólo pretendemos ayudar a avivar el amor de Dios ya puesto en nuestros corazones el día del bautismo y el día de la profesión religiosa: «Por eso nosotros, dándonos cuenta de vuestro deseo por llegar a esta perfección, con la ayuda de Dios y de vuestras oraciones, nos esforzaremos, en la medida en que nos lo permita la luz del Espíritu Santo, por avivar la chispa del amor divino escondida en vuestro interior».

Todo aquel que se deje guiar por el fuego de la caridad, descubrirá el tesoro inconmensurable de la Santa Misa y participará de la misma con gran fruto: «Siendo esto así, lo mismo podemos afirmar de la caridad. Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar; y ello no necesita demostrarse con argumentos exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo por sí mismo y en sí mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos complacen y nos hacen el bien».

Pretendemos mostrar, en la medida de lo posible, la belleza divina plasmada en la Santa Misa: «Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la belleza de Dios? ¿Puede pensarse en algo más dulce y agradable que la magnificencia divina? ¿Puede existir un deseo más fuerte e impetuoso que el que Dios infunde en el alma limpia de todo pecado y que dice con sincero afecto desfallezco de amor (Ct 5,8)? El resplandor de la belleza divina es algo absolutamente inefable e inenarrable».

¿Cómo no captar la belleza intrínseca del Santo Sacrificio de la Misa?

– La materia: pan y vino, comida y bebida espirituales.

– La forma: expresa con palabras lo que sucede en la transustancia-ción, la presencia real del Señor como banquete y como sacrificio con su Cuerpo entregado, su Sangre derramada y el fin del sacrificio: el perdón de los pecados.

– Los colores: blanco nieve y rojo grana.

– El signo principal: un pan y un cáliz.

– Las dos especies: por la separación sacramental de la Sangre de Cristo de su Cuerpo se expresa magnífica y elocuentemente el sacrificio.

– La presencia: sustancial en especie ajena.

– El sacrificio: por la doble consagración sacramental. Sacrificio incruento (influencia cultural en la dulcificación de las costumbres).

– El cambio: selectivo –sólo la sustancia–, pero absoluto –toda la sustancia–, y discriminativo –ningún cambio en las especies, que quedan sin sujeto de inhesión.

– Acción: «ex opere operato», ni la malicia y limitaciones del ministro, ni de los participantes afectan la obra de Dios; pero, también la colaboración del hombre: «ex opere operantis».

– Comunión: Cristo no se convierte en nosotros, sino nosotros en Cristo, causándose el Cuerpo Místico de Cristo, la unidad eclesial.

– El envío misionero: «Ite, missa est».

¿Acaso, no podemos aplicar a la Misa en particular lo que se dice de la liturgia en general? En ella se superan todas las falsas antinomias, «aparecen las polaridades que la liturgia tiene que integrar: es intuición objetiva, que transmite el don del origen, que siéndonos entregado a la vez nos está sustraído; es universalmente válida pero se expresa en formas históricamente situadas (ritos diversos: bizantino, latino, mozárabe...); es la oración de la comunidad católica pero en ella el orante son siempre personas, que forman la comunidad aun cuando no se disuelven en ella; es don de Dios al hombre y respuesta del hombre a Dios; es presencia del Misterio y es a la vez fuente de mística; lugar concreto donde Dios se inserta y se nos da en este mundo pero a la vez es acción, ofrenda, don de nuestra poquedad agradecida, que le devuelve a él su entera creación ("de tuis donis ac datis"). La necesidad suprema del hombre que ama es ofrecer y pedir, suplicar y ser eficaz, pero a la vez allí descubre que lo más necesario y que escapa a sus esfuerzos es la gratuidad, el sentido, lo que no es directamente eficaz, lo que acoge a la persona por su sagrado valor y en su irreductible identidad; en una palabra, la salvación».

La Misa es la que ha formado la conciencia y el corazón bellísimos de todos los santos que fulguran en el cielo de la santidad de la Iglesia.

5. Sublimidad de la Santa Misa

El Sacrificio de la Palabra de Dios hecha carne es de riquezas insondables y tan inefable como la Palabra de Dios escrita. Lo que de esta última dice San Efrén, puede aplicarse a la Santa Misa: «Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque [...] (la Misa) presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su (sacrificio) [...] para que todo el que lo estudie pueda ver en él lo que más le plazca. Escondió en su (sacrificio) [...] variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos a que afocara su reflexión. [...] Aquel que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de este (sacrificio) no crea que en él se halla solamente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en él, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que esta sola parte ha podido llegar a ser entendida por él, tenga este (sacrificio) por pobre y estéril y lo desprecie, sino que, considerando que no puede abarcarlo todo, dé gracias por la riqueza que encierra.

Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás de nuevo beber de ella...

Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conseguido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desistas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco».

Juan Pablo II dice bellamente: «La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra… Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino».

6. El mundo sacramental

Debemos hacer una reflexión sobre lo que es el mundo fascinante y sobrenatural propio de los sacramentos. Y lo quiero hacer por medio de una comparación.

a. El mundo visible, sensible. En primer lugar nos encontramos en el mundo visible, sensible. Es este mundo que vemos, creado por Dios, y en él vivimos sumergidos en miles de formas distintas, agradables a los ojos con colores distintos sin número, cientos de perfumes deleitables al olfato, sonidos variadísimos que recrean el oído, tersuras de las más variadas que percibe el tacto deleitándose, multiformes comidas y bebidas que sacian el gusto.

Es el mundo de la creación visible: Multitud de seres bellos pueblan la tierra, el mar y el aire.

Debemos hacer rápida y brevemente una suerte de descripción, como para captar más la belleza de ese mundo visible.

Tenemos árboles con su variedad de formas de colores, unos se yerguen altos hacia el cielo, otros son bajos y achaparrados, y también observar la variedad de colores que tienen ¡La variedad de hojas verdes (que se puede apreciar aquí)!, con maderas de distinta fuerza, vetas, dureza, tersuras, formas y perfumes: el roble, el cedro, el pino, el álamo, los plátanos, los eucaliptos, las araucarias, el algarrobo, el jingo biloba (árbol de China), el quebracho, los abedules, las sequoias, las magnolias, el laurel... Y los árboles frutales en su inmensa variedad, de formas, colores, gustos (que pareciera sirven a los enólogos para clasificar todos los gustos conocidos)... Los arbustos ornamentales: las glicinas, la flor china, el farolito japonés, la Santa Rita...; las madreselvas, los jazmines del país, las hiedras, las retamas, helechos... Las demás flores orgullosas de sus olores y de sus colores: la rosa, reina de las flores, el jazmín, los claveles, siemprevivas, gladiolos, narcisos, orquídeas, azucenas, hortensias, calas, etc. Los granos: trigo, maíz, cebada, centeno... Las verduras... ¡Cuántos vegetales son curativos o se les da usos gastronómicos! Los distintos tipos de animales: vacuno, porcino, caprino, ovino, equino... El ganado selvático... Las aves de corral... El mundo viscoso de las sierpes... (si van alguna vez a un serpentario verán que no hay dos víboras iguales: más grandes, más chicas, unas de un color, otras de otro...).

Si miramos al aire veremos multitud de pájaros de variadas formas, colores, así la tijereta, el jilguero, los canarios, los zorzales, los horneros, benteveos... y vemos que unos tienen copete, otros no; unos tienen pico grande, otros pequeño...; o la diferente forma de cantar, como el zorzal, la calandria, o de volar, los gorriones; o de hacer sus nidos, como los de urraca u hornero, o como los que hacen las catas; o ponen huevos de distinto tamaño y color, así el de la urraca es redondo y con pintas, pero otros son ovalados o más pequeños, diferentes formas de empollar, de criar sus pichones...

Así en los insectos encontramos las variopintas mariposas, las abejas laboriosas, las molestas moscas y los mosquitos, los San Antonio apacibles...

Vemos en el cielo las nubes –agua en estado gaseoso– cambiantes de color y forma, eternas peregrinas que llevan en sus odres la lluvia para fecundar los campos y que son las que dinámicamente convierten en distinto un mismo paisaje salido de la paleta del Divino Pintor, y cambiante no sólo de día en día, sino de minuto en minuto. A veces esas mansas nubes nos ensordecen con sus truenos y deslumbran con sus rayos y relámpagos. Las montañas con «su blanco poncho de nieves» –agua en estado sólido–, grandes y bellos tanques de agua destilada que, según las variables meteorológicas, se van derritiendo de a poco, formando ríos y lagos, que luego de regar la tierra van a dar en el mar. Allí vemos el sol, la luna, las estrellas de distintas magnitudes, los planetas, las galaxias, las nebulosas, los quasar, los agujeros negros...

Y los ríos, lagos y mares –agua en estado líquido–, ¡cuán poblados de seres vivos, variadísimos! Peces de todo tipo, forma, color, gusto, costumbre... los moluscos (entre ellos los mariscos), grandes animales: ballenas, focas, lobos marinos, tiburones (con más de 340 especies conocidas y demás de la familia como los pez espada y las carpas...), delfines, cocodrilos, hipopótamos...

Debemos incluir aquí las obras de las manos del hombre... arte... Todo lo que el hombre hace... Las manifestaciones culturales en el baile, ballet... ciencia... la técnica... así los autos, aviones, barcos, submarinos, naves espaciales... los medios de comunicación... las industrias de todo tipo...

Y el hombre puede hacerlo porque Dios le dio el poder, la capacidad....

¡Es la belleza del mundo visible! ¡El cielo canta la gloria de Dios! (Sl 18,2).

b. El mundo invisible, no–sensible: Pero hay otro mundo, que ya no es visible. Es el mundo invisible. No sé si recordarán aquello del Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos», que de alguna manera ya lo había dicho san Pablo cuando dice: no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas (2Cor 4,18). El mundo invisible es bello, y podemos decir ¡infinitamente bello!, porque a él pertenece Dios que es infinito y es espíritu infinito. Es el mundo de Dios increado, el mundo de las tres divinas personas. Pero también hay criaturas creadas espirituales: los ángeles y las almas humanas con su inteligencia y voluntad racionales. Y lo que nuestra alma produce, y que no siempre sale al exterior: sus pensamientos, su querer, cosas realmente extraordinarias.

c. El mundo visible–invisible: Y ese mundo sacramental del todo especial, que es creado por Dios, y que toma algo del mundo visible, pero que también tiene mucho del mundo invisible. Toma algo del mundo visible, como nuestro Señor, que quiso ser bautizado con las aguas del río Jordán. ¿Qué es lo visible? El agua, que es un signo sensible. El mundo sacramental tiene leyes propias, consistencia propia, un obrar propio y sentido propio. Ese signo sensible cuando se une a la palabra que determina el porqué de esa agua, hace el sacramento. Como dicen hermosamente San Agustín y Santo Tomás: «La palabra se une al elemento (la materia) y se hace el sacramento». La materia indeterminada, por ejemplo, agua. ¡Cuánta agua hay!, pero por ella sola no hay bautismo, porque si no hay palabra, no hay determinación, y por eso no hay bautismo. Pero si hay agua y hay determinación, o sea, la palabra «yo te bautizo», ahí si hay sacramento. «Se une la palabra al elemento y se hace el sacramento». Ese signo sensible produce lo que significa, que es la característica propia del sacramento cristiano. No es un mero signo, como cuando uno va por la ruta y una flecha hacia la izquierda indica que hay una curva hacia la izquierda. No es eficaz, porque si uno no mueve el volante sigue de largo. El mundo sobrenatural es un mundo del todo particular, porque lo que significa, eso produce. Y por eso el agua significa limpieza, en el bautismo lava el alma de los pecados. Y significa fecundidad. Fíjense, donde hay algo verde, es porque hay agua o porque hay una acequia. Si no hay acequia, el árbol muere, como sucedió con este árbol seco del patio: No le llegaba el agua, y se secó.

Produce lo que significa. Tenemos la Eucaristía. Pan y vino: materia del sacrificio. La palabra se une al elemento: «Esto es mi cuerpo ... Ésta es mi sangre». Ese pan y ese vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Porque pertenecen al mundo sacramental, que produce eficazmente lo que significa. Por un lado tenemos la Sangre, por otro el Cuerpo. Sangre por un lado, Cuerpo por otro: Sacrificio. Produce lo que significa: perpetúa el sacrificio de Cristo en la Cruz. En el cual la Sangre se separó del Cuerpo. Y así con todos los demás sacramentos. Por eso es que debemos nosotros valorar lo que es el mundo sacramental, superior a este mundo físico. Parecido, porque tiene elementos en común, elementos sensibles, pero que lo supera infinitamente porque produce lo que significa y obra efectos invisibles.

Y no caigamos nosotros en esa falsa dialéctica que ya viene de la época del pontificado de Pablo VI, y que él refuta en la «Evangelii nuntiandi», porque hay algunos ahora que, siguiendo la tendencia protestante dicen: «lo que importa es la palabra, no los sacramentos». Sí, importa la Palabra, que también es un sacramento en sentido amplio, porque uno escucha una cosa y en la mente se forma un concepto que es invisible. Pero es que la palabra tiene que llevar de suyo al sacramento, como dice el Papa en la «Evangelii nuntiandi»: «Sin embargo, nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen.

La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco oponer, como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización.

Porque es seguro que si los sacramentos se administraran sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente la de educar en la fe de tal manera que conduzca a cada cristiano a vivir –y no a recibir de modo pasivo o apático– los sacramentos como verdaderos sacramentos de la fe».

Toda la actividad de la Iglesia tiende como hacia una cumbre hacia la Eucaristía, y brota de la Eucaristía como de una fuente, como dice el Concilio Vaticano II, en varios lugares.

7. Liturgia vívida y vivida

«Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación». Porque la Eucaristía es el fin de los demás sacramentos: «Los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él». Es cumbre y fuente: «La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor [...] la Liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados "con los sacramentos pascuales", sean "concordes en la piedad"; ruega a Dios que "conserven en su vida lo que recibieron en la fe", y la renovación de la Alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin». Es el centro de la vida de la Iglesia, por tanto, debe ser el centro y la cima de la vida pastoral: «No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad». Y también es el centro de la vida consagrada: «Al ofrecer la víctima divina, los consagrados se ofrecen a sí mismos con ella; pero lo hacen en fidelidad al propio carisma. Entiende, por tanto, modular también esta acción de gracias con gestos excesivos de amor, cuales son sus votos, en correspondencia al amor excesivo de Cristo redentor».

De allí que «la santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente, activa (...y fructuosa) en las celebraciones litúrgicas».

Es la participación litúrgica la que logra que la liturgia sea vívida y vivida.

La participación litúrgica de todo fiel debe ser –como enseña el Concilio– plena, consciente, activa y fructuosa.

¿Qué quiere decir plena? Que debe manifestarse tanto en lo exterior –actitudes, gestos, oraciones, cantos...– como en lo interior, con firme voluntad de unirse a Cristo y a todo el Cuerpo Místico.

¿Qué quiere decir consciente? Que cada uno –ministro o simple fiel– debe saber lo que hace y porqué lo hace. No hay que conformarse con una asistencia negligente, pasiva y distraída. Para ello es necesario una formación catequética que cada uno debe procurarse con lectura y estudios adecuados.

¿Qué quiere decir activa? Quiere decir que todos deben tomar parte. Los cristianos «no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores». Deben fomentarse las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales. Hay que empeñarse y enfervorizarse para entrar en íntimo contacto con Jesucristo, Sumo Sacerdote.

¿Qué quiere decir fructuosa? Quiere decir que «la participación más perfecta es la comunión», y por eso el concilio enseña: «Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la misa, la cual consiste en que los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor», el culmen de la participación litúrgica, la máxima y más efectiva, es la comunión sacramental. Nadie debería –estando en gracia de Dios– dejar de comulgar en cada misa que participa.

Todos tenemos que lograr, cada uno según su responsabilidad, realizar una liturgia vívida y vivida. Vívida, o sea, eficaz, con fuerza. Vivida, es decir, que tenga vida, que sea una inmediata experiencia de Cristo.

Introducción

Rito de introducción

Según la Ordenación General del Misal Romano, los ritos introductorios tienen como «finalidad lograr que los fieles reunidos constituyan una comunidad y se dispongan a oír como conviene la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía». Es el momento en que debemos prepararnos mejor para el encuentro con el Señor. Donde la acogida y hospitalidad nos «domestican», nos deben hacer sentir de la «domus Dei», de la casa de Dios. Estos ritos son:

La entrada del celebrante

Normalmente debe ir acompañada de un canto procesional, solemne y festivo que corresponde, de suyo, al pueblo, y pretende «abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido e introducir sus pensamientos en la contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta». Se acompaña la procesión de entrada estando de pie. Deberíamos reproducir en nosotros los sentimientos de nuestro Señor que ansiaba ir al sacrificio de la cruz: Él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén (Lc 9,51).

Veneración al altar

A la procesión de entrada sigue la veneración al altar, como símbolo de Cristo y lugar específico del sacrificio eucarístico. Esta veneración se expresa con tres signos: la inclinación, el beso y la incensación.

 

Es un beso de saludo y de amor entre la Esposa y el Esposo. Tiene una importancia especial, por ser el único –con el del final de la misa– previsto.

¡Nuestra mirada al altar del sacrificio debe ser un acicate más para disponernos mejor a participar del sacrificio de Aquél que es «sacerdote, víctima y altar»!

Saludo a la comunidad cristiana

La señal de la cruz, unida a la fórmula: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», acompaña el comienzo de todas las acciones cristianas. Luego, el ministro y los fieles se saludan, con lo que «el sacerdote manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo se pone de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada». Se desea que el Señor esté con el «espíritu» del ministro para que realice bien su ministerio.

Siempre la Iglesia se congrega junto al altar para el sacrificio del Señor. «La Eucaristía ... es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo». «El Sacrificio eucarístico ... se manifiesta, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica».

 

Rito penitencial

La Iglesia santa y, al mismo tiempo, integrada por pecadores, sabe que sus miembros necesitan convertirse para recibir el perdón de Dios, disponiéndose así para participar dignamente en la Misa.

Aquí debemos esforzarnos por tener un adecuado espíritu de penitencia, de humildad y de confianza en la misericordia divina.

Kyrie

Se rezan: dos Kyrie, dos Christe y dos Kyrie, con sentido cristológico. «Es un canto con el que los fieles aclaman al Señor y piden su misericordia». ¡Es la maravillosa súplica letánica que nunca debería caerse de nuestro corazón: Señor, ten piedad!

Gloria

Esta oración está dirigida al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Es himno trinitario: «El Gloria es un himno con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero y le presenta sus súplicas».

La oración colecta

El sacerdote invita al pueblo a dirigirse a Dios, pues debe conducirlo al Padre: «El sacerdote invita al pueblo a orar; y todos a una, con el sacerdote, permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus súplicas. Entonces el sacerdote lee la oración que suele denominarse "colecta". Por medio de ella se expresa la índole de la celebración, y con las palabras del sacerdote se dirige la súplica a Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo. El pueblo, uniéndose a esta súplica y dando su asentimiento, hace suya la oración, pronunciando la aclamación "Amén"».

 

 

 

Primera parte

 

Liturgia de la Palabra

Liturgia de la Palabra

«Espiritualmente alimentada en estas dos mesas, la Iglesia, en una, se instruye más, y en la otra, se santifica más plenamente; pues en la palabra de Dios se anuncia la alianza divina, y en la eucaristía se renueva esa misma alianza nueva y eterna. En una, la historia de la salvación se recuerda con palabras; en la otra, la misma historia se expresa por medio de los signos sacramentales de la liturgia

Por tanto, conviene recordar siempre que la palabra divina que lee y anuncia la Iglesia en la liturgia conduce, como a su propio fin, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la eucaristía. Así pues, la celebración de la misa, en la que se escucha la palabra y se ofrece y se recibe la eucaristía, constituye un solo acto de culto divino, con lo cual se ofrece a Dios el sacrificio de alabanza y se realiza plenamente la redención del hombre».

Para lograr una activa, consciente y fructuosa participación en la misma, lo más aconsejable es que se lean antes las lecturas del día, de ser posible. Hay que adoptar la mejor disposición de escucha a Dios, a través de su Palabra: «Cristo está presente en su Palabra, pues cuando se lee la Sagrada Escritura en Iglesia es Él quien habla». Cristo, Verbo encarnado, se hace realmente presente en la Palabra y la hace eficaz.

Gran amor debemos tener a la Sagrada Eucaristía como a la Palabra de Dios, ya que como dice San Jerónimo «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo», o como enseña San Juan de Ávila «ensalzar la Palabra de Dios es ensalzar al mismo Dios». Debemos aprovecharnos de sus riquezas, porque como dice San Lorenzo de Brindisi: «múltiples riquezas encierra la Palabra de Dios, ya que es como el tesoro en donde se encuentran todos los bienes».

Pero hay que leerla bien ¿Cómo hay que hacer? Repito los consejos que leí hace muchos años. Hay que leer la Biblia como se comulga, con sencillez y personalmente, con espíritu de fe, humildad y oración, con deseo de cambiar de vida y como la interpreta la Iglesia: «en Iglesia», para encontrarse con Jesucristo Nuestro Señor.

Con espíritu de fe: Sin mayores averiguaciones, reconociendo su autoridad: es «Palabra de Dios». Por tanto, debemos leerla con el corazón dirigido hacia Dios y no hacia la ciencia humana.

Debemos creer en la Palabra de Dios. En toda la Palabra de Dios, no aceptando lo que me gusta y rechazando lo que no me gusta. Quien no tenga fe, no entenderá ni jota de la Sagrada Escritura. Sólo tendrá un conocimiento superficial e infecundo. San Pablo temía que algunos despreciasen la Palabra de Dios, por eso previene a los Tesalonicenses: No menospreciéis las profecías (1Te 5,20).

Con espíritu de humildad: Sin discusiones, sin curiosidad malsana. Con toda pureza intelectual, con rectitud de intención y no para buscar satisfacciones intelectuales, literarias, históricas o arqueológicas. Debo ponerme en contacto con Dios. Ese es el objeto de la lectura de su Palabra; pero eso está oculto a los sabihondos: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque encubres estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelas a los pequeños (Mt 11,25).

Debo ponerme como el alumno frente al Maestro y ese Maestro es el Espíritu Santo. Decía Santa Margarita María: «Colóquense delante de Dios como una tela pronta para recibir los brochazos y pinceladas del pintor; cuando tenemos esa actitud de "tela de pintar", el Espíritu Santo puede obrar».

Con espíritu de oración: Debemos leer la Sagrada Escritura como se comulga: adorando con el Espíritu, amando con el corazón. Enseñaba el pseudo–Dionisio: «Leer la Biblia es rezar; meditarla es hacer oración; reverenciarla es adorar la grandeza y majestad de Dios; familiarizarse con la Biblia es entrar en conversación frecuente con Dios y es empezar a gozar de Él».

Con espíritu de conversión: Dejando transformarnos por Cristo, porque quien lee la Sagrada Escritura, sin transformarse, sin abandonar el espíritu del mundo, el pecado, los placeres desordenados, sus codicias, etc., obra como un insensato. Es como un espejo en el que debemos mirar para vernos cómo debemos ser: Pero haceos ejecutores de la palabra, y no oidores solamente, engañándoos a vosotros mismos (Sant 1,22). Dice San Juan de Ávila: «No hay ruibarbo (planta usada como purgante) ni caña fístola que así revuelva el estómago como la Palabra de Dios». ¿No es así mi palabra, como el fuego, y como un martillo que golpea la peña? (Jr 23,29), si no quema la raíz de nuestros vicios, si no rompe nuestro corazón pervertido, es señal que no obra en nosotros porque nosotros obramos mal y leemos mal la Palabra de Dios.

Antorcha para mis pies es tu palabra, y luz para mi senda (Sl 119,105). Si no ilumina nuestra vida es porque nos tapamos los ojos para no ver y los oídos para no oír, y «no hay peor sordo que el que no quiere oír».

Con espíritu eclesial: «Leer en Iglesia» entendiendo esto ante todo: Que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada (2Pe 1,20).

Todo lo que hagamos para aprovechar mejor de la Sagrada Escritura, redundará en grandes beneficios para nosotros, ya que será una ayuda inestimable para descubrir, cada vez más y mejor, los grandes tesoros de la Sagrada Eucaristía.

¡Cuánto tiempo empleamos en leer diarios, revistas y libros humanos! ¿Y no hemos de darle tiempo a éste que es el «Libro de los libros», el «Libro por excelencia», la Biblia?

Acudamos a la Sagrada Escritura que al alma buena es más dulce que la miel: ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca (Sl 119,103). A Santa Ángela de Foligno le fue revelado que la inteligencia de las Sagradas Escrituras encierra tales delicias que el hombre que las poseyera olvidaría el mundo... «no se olvidaría sólo del mundo el que gustase el deleite singular de entender los Evangelios; se olvidaría de sí mismo».

«La Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo».

 

 

 

Segunda parte

 

Liturgia de la Eucaristía

Primer momento:

Presentación y ofrenda de los dones

 

Capítulo 1º. Materia del sacrificio

La Eucaristía es una realidad tan maravillosa que, desde cualquier punto de vista que se la mire, supera todo lo que el entendimiento humano pueda pensar, aún desde aquel punto de vista que alguno pudiera considerar que es secundario, como ser lo que constituye la materia del sacrificio eucarístico.

¿Cuál es la materia? Pan y vino.

¿Qué calificación teológica tiene esta doctrina? Es de fe definida, por el Concilio de Trento, que la materia para la confección de la Eucaristía es el pan y el vino.

¿Qué pan y qué vino? Pan de trigo y vino natural de la vid (que el pan sea ácimo o fermentado no es una diferencia sustancial).

¿Por qué esto es así? Hay una sola razón: Porque el Señor así lo determinó. En efecto, nuestro Señor, en la Última Cena, empleó pan y vino. Por eso: «En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino».

Acerca de la materia del sacrificio, debemos hacer notar varias cosas:

– La materia es sencilla, ya que pocas cosas hay más sencillas que el pan y el vino;

– Fue materia viva, es decir, animada por un alma vegetal y tiene, por tanto, la nobleza de todo lo que fue vivo;

– Pero es materia elaborada por el hombre, porque no se dan naturalmente el pan y el vino, sino que es necesario el trabajo del hombre;

– Es materia cocinada. Ha tenido que pasar por un proceso de cocción. Con los granos de trigo molidos se produce la harina que se mezcla con agua y debe ser cocinada por el fuego, y los granos de uvas luego de ser molidos tienen una suerte de cocción por el «calor natural» del mosto;

– Además, es una materia compuesta por muchas unidades: El pan por muchos granos de trigo que el hombre tuvo que moler para hacerlos harina y el vino es formado por muchos granos de uva que el hombre tuvo que triturar en el lagar;

– Es materia doble: pan y vino, ya que en todo banquete hay comida y bebida. El pan tiene por función nutrir y el vino deleitar;

– Es materia no cruenta, porque es materia inanimada;

– Por último, es materia sensible, visible, que vela lo invisible. De ahí la necesidad de la fe para comprender lo que pasa en la Eucaristía más allá de lo sensible.

 

1. Hubo quienes usaron otras materias

Como suele pasar con muchas otras cosas, ha habido –y hay–, quienes pretendieron corregirle la plana a Jesucristo en la elección que Él hizo acerca de la materia del sacrificio eucarístico. El ridículo y la necedad suelen hacer brillar con mayor esplendor la verdad y la sabiduría. Los artotyritas, como dice San Agustín y Teodoreto, usaban de pan y queso, porque suponían que era lo que los primeros hombres ofrecían a Dios, como dice el Génesis, que eran los frutos de la tierra y de los animales, simbolizados en los productos indicados: el fruto de la tierra, y el queso, hecho de leche de ovejas.

Los catafrigios y pepucianos usaban pan de harina amasado con sangre de niños, para manifestar la realidad sacrificial de la eucaristía con la sangre inocente de los niños.

Los ebionitas y encatritas sólo ofrecían agua –de ahí que también se los llamara acuarios–, bajo pretexto de sobriedad. En esto los imitaron los severianos y los maniqueos. Otros usaron sólo agua por miedo en tiempo de las persecuciones, a quienes reprende San Cipriano. El Papa Julio reprende a los que «guardan durante el año un paño empapado en mosto y, cuando quieren sacrificar, lavan en agua una de sus partes y así ofrecen».

Los calvinistas sostienen que en caso de necesidad se puede usar como materia todo lo que tenga alguna analogía con el y con el vino.

Hace años escuché a alguno argüir en contra del pan y del vino porque en Alaska no se dan, no dándose cuenta que si el Señor hubiese elegido una materia que abundara en Alaska, ésta, probablemente faltaría en el resto del mundo. Más modernamente, en Estados Unidos uno propuso que sería más popular que la materia fuese pizza y Coca–Cola. En Salta un delirante afirmó que el pan de trigo era cancerígeno y algunos periodistas en vez de apuntar a las panaderías, apuntaron a la Eucaristía; y no faltó quien dijo que la materia se podía cambiar si Roma lo autorizaba, ignorando que ni un Papa ni todos los Papas juntos, ni un Concilio ni todos los Concilios juntos, pueden cambiar la materia establecida por Jesucristo.

2. Conveniencias

Digamos una vez más que la materia de los sacramentos es elegida libremente por Dios para ser signos visibles y eficientes –es decir, que causan lo que significan– de la gracia invisible. Pero no ha sido una elección arbitraria, sino conveniente.

a. Por el modo de usar el sacramento que es a la manera de manjar. El pan y el vino, que son comida común de los hombres, se reciben en este sacramento como manjar espiritual, que sostiene, aumenta y deleita.

b. Porque representa la Pasión de Cristo en que la Sangre fue separada de su Cuerpo; por eso en este sacramento, que es su memorial, se toman por separado el pan como sacramento del Cuerpo y el vino como el sacramento de su Sangre.

c. Por el efecto que produce en los que lo reciben, ya que sirve de defensa del alma y del cuerpo. Por eso se ofrece la Carne de Cristo, bajo especie de pan, como salud del cuerpo, y la Sangre de Cristo, bajo especie de vino, para la salud del alma.

d. Por lo que obra en toda la Iglesia constituida por muchos fieles, causando su unidad, como el pan se hace de muchos granos para formar una sola cosa y el vino de muchas uvas también para formar una sola cosa, así en la Iglesia dado que uno es el pan, un cuerpo somos los muchos; pues todos participamos del único pan (1Cor 10,17).

e. La primacía del pan y del vino sobre los otros alimentos del hombre por ser los más nobles y principales frutos del reino vegetal. San Ireneo los llama primicias de las criaturas, primicias de los dones de Dios.

¡Qué magníficas son las determinaciones del Señor! ¡Realizar algo tan grandioso con elementos tan sencillos como el pan y el vino! ¡Los miles de millones de seres humanos formamos un solo Cuerpo porque el Pan y el Vino son Uno!

Por si esto fuese poco todavía nos resta considerar otro pequeño «detalle».

3. ...y un poco de agua

Ya en el siglo II se habla expresamente de esta conmixtión en la Eucaristía. «El Sacrosanto sacrificio eucarístico debe ofrecerse con y vino, al cual se ha de mezclar un poco de agua» preceptúa la ley universal de la Iglesia.

Al hacerlo el diácono, o el sacerdote, dice en secreto: El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana. Ello es así porque se cree que el Señor instituyó la eucaristía con vino mezclado con agua, según costumbre del pueblo elegido en la Cena pascual.

Además, es así porque conviene a la representación de la pasión del Señor, por eso dice el Papa Alejandro: «No se debe ofrecer en el cáliz del Señor, vino solo o agua sola, sino los dos mezclados, porque se lee haber salido los dos del costado de Cristo en su pasión». También, porque sirve para significar el efecto del sacramento que es la unión del pueblo cristiano con Cristo, como dice el Papa Julio: «En el agua vemos sobreentendido el pueblo, y el vino significa la sangre de Cristo. Por consiguiente, al añadir en el cáliz agua al vino, se une el pueblo a Cristo», así también San Cipriano: «En el agua se simboliza al pueblo». Así como el vino absorbe el agua, así Cristo nos ha absorbido en sí mismo a nosotros y a nuestros pecados. Esta unión es tan fuerte, que nada la puede deshacer, lo mismo que es imposible separar el agua del vino.

Por último, porque es conveniente para significar el último efecto del sacramento, que es la entrada a la vida eterna. De ahí que San Ambrosio (o quien sea el autor del libro) diga: «Rebosa el agua en el cáliz y salta a la vida eterna».

Hubo quienes erraron en esto. Los armenios llevados de su error monofisista creyeron que debía consagrarse el vino sin mezcla de agua, para que no se pensase que con la mezcla del vino y del agua significaban la distinción de las dos naturalezas en Cristo. Los luteranos ofrecen vino puro, reprochándole a la Iglesia Católica que lo mezcle con agua. Los calvinistas también, pretendiendo que la mezcla solo tiene fundamento humano, opuesto a la pureza evangélica.

Contra eso el Concilio de Trento enseña: «Si alguno dijere que no debe mezclarse el agua con el vino en el cáliz que se ofrece, por ser esto contra la institución de Cristo, sea anatema».

Con todo, la mezcla del agua no afecta a la validez del sacramento (es sólo una añadidura que tiene una significación mística accidental), pero sí a su licitud.

Por eso se pone más vino que agua. Enseña el Concilio de Florencia: «...El sacramento de la Eucaristía, cuya materia es el pan de trigo y el vino de vid, al cual antes de la consagración se debe añadir una pequeñísima porción de agua».

¿Qué ocurre con las gotas de agua? Según Santo Tomás la opinión más probable es que el agua se convierte en vino. Así también se expresa el Catecismo de Trento: «Según la sentencia y el parecer de todos los eclesiásticos aquella agua se convierte en vino». Por eso debe añadirse poca agua.

Por si algo faltase a la Eucaristía, unas pocas gotas de agua, que suelen pasar desapercibidas por muchos, tienen también su significado profundo. Es que nada hay en la Misa que sea superfluo. Es una de las grandes obras maestras de Dios, en la que ni Él mismo se puede superar.

¡Todo es admirable en la Santa Misa! ¡Todo está cargado de sentido! ¡Todo ayuda para que nos vayamos adentrarnos cada vez más en el misterio! ¡Hasta unas pocas gotas de agua!

Y, ¿por qué es esto así? Porque detrás de la Misa hay una inteligencia poderosa y hay un corazón muy grande. La inteligencia y la voluntad de quien la hizo: Jesucristo. Inteligencia y amor desbordantemente geniales ya que inventó algo que viene realizándose en el mundo desde hace 2000 años y que se realizará hasta el fin de él: Hasta que Él vuelva (1Cor 11,26). Y ello con algo tan sencillo como pan y vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.

Debemos aprender, los sacerdotes y los fieles cristianos laicos, en la Misa, a valorar todos los hechos sencillos, los llamados medios pobres –como el pan y como el vino–, y a descubrir que nuestra vida, incluido nuestro trabajo pastoral, es una larga serie de pequeños actos, delicados y sacrificados, por medio de los cuales, nuestros prójimos deben ser capaces de descubrir nuestro amor a ellos, así como el pan y el vino transustanciados nos gritan, con voz imposible de enmudecer, ¡Cuánto nos ama el Señor!

 

Capítulo 2º. Nuestro ofrecimiento

«Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentre su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista en la reciente reforma litúrgica y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico. Es necesario algún espacio de tiempo, a fin de que todos puedan tomar conciencia de este acto, expresado contemporáneamente por las palabras del celebrante».

Es el momento de comenzar a ofrecer nuestra vida y nuestras cosas a Dios por medio de Jesucristo, para que se digne aceptarlas, bendecirlas y santificarlas. Nuestra vida quiere decir todo: oración, trabajo, recreación, deportes, estudio, familia, amistades, proyectos, alegrías, penas, gozos, dolores, inquietudes, esperanzas... Esta actitud ofertorial debe extenderse y seguir profundizándose en el transcurso de la Misa. Pueden ayudarnos mucho para adquirir esta disposición del alma los cantos propios de este momento de la Misa.

Enseña el Concilio Vaticano II que la misa debe ser el punto de la convergencia de toda nuestra vida. De allí que no alcance la sola presencia o la mera perfección externa en los ritos. Hay que poner «el alma», de lo contrario, no será «nuestro» sacrificio («este sacrificio mío y vuestro»).

1. Lo que somos

Todo lo que el hombre es, puede y hace se puede dividir en dos partes: una mala, la otra buena.

Por un lado tenemos la parte mala, porque del pecado de Adán y de los nuestros personales nos vienen todos los males que nos aquejan, males físicos y males morales: defectos personales, sobreestimación de nosotros mismos, egoísmo, soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza, pasiones desordenadas, movimientos del alma no–rectos, fracasos, frustraciones, la angustia por la situación económica. Con el prójimo: tirantez, rencores, enemistades, querellas. Esta es la parte mala.

Pero, por otra parte, tenemos la parte buena: bienes de naturaleza, como son el hecho de existir, la salud, inteligencia, voluntad, el podernos mover, la vista... los familiares, amigos... el trabajo... el espíritu de servicio, de iniciativa, de compromiso, de entereza... Los bienes de la gracia: el ser cristianos, la fe, la esperanza y la caridad... todas las virtudes morales... los éxitos personales y sociales. El sentido del deber. La nobleza del alma. El carácter definido. La fidelidad a la palabra dada. El abrazarse con amor a la cruz. Toda la capacidad de hacer cosas buenas para nosotros y nuestros semejantes.

2. Lo que hay que sacrificar

El verbo sacrificar quiere decir dos cosas:

a. Hacer desaparecer, hay que sacrificar a este animal, por ejemplo, como sucedía en los sacrificios del Antiguo Testamento. ¡La madre se sacrifica por sus hijos!, porque hace desaparecer sus propios gustos, sus comodidades, sus intereses...

b. Hacer sagrada una cosa = sacrum facere.

Y estos dos sentidos corresponden con las dos palabras con las que se nombra la materia sacrificada:

Víctima: lo que se sacrifica matándolo o haciéndolo desaparecer;

Hostia: lo que se sacrifica promocionándolo o sobrenaturalizán-dolo.

Y lo que con estos dos nombres se significa lo relacionamos con los dos aspectos que tiene la gracia divina, la doble vertiente de la santidad:

a. La de hacer desaparecer lo malo. El significado de la palabra griega «agióV » es «limpieza, hacer desaparecer lo sucio», de ahí que San Juan de Ávila dice: «Santidad, limpieza quiere decir».

b. La de elevar, dignificar, promocionar, perfeccionar, aderezar, hermosear, la de sanar, sobrenaturalizar (en latín sanctus, de sanguine tinctus = teñido, coloreado).

3. Lo que debemos hacer para poner «el alma»...

Participar del Santo Sacrificio de la Misa, no sólo «poniendo» el cuerpo sino, lo que más importa, poniendo el alma, quiere decir que cada uno de los que participan de la Santa Misa ponen en ella lo que se significa con lo realizado en el altar.

¿Qué se significa? La propia sacrificación de los participantes.

Sacrificación que referida a nosotros tiene dos vertientes correspondientes a las dos partes de nuestra vida, a los dos sentidos del verbo sacrificar y a los dos aspectos de la santidad, y de la gracia santificante.

– Hemos de llevar ante el altar la parte mala o no–recta de nuestra vida para sacrificarla–matarla. Todo lo moralmente malo, tendencias torcidas, caracteres difíciles, maneras de ser improcedentes, malos hechos sociales, familiares, personales, laborales, amistades peligrosas, los pecados... nada de lo malo debe excluirse; nada debe quedar fuera del altar. Hay que sacrificarlo para hacerlo desaparecer, para convertirlo en cenizas.

– También hemos de llevar al altar la parte buena, para sacrificarla, no haciéndola desaparecer, sino promocionándola. Buenas cualidades, rectas tendencias, buen carácter, buenos hechos sociales, familiares, personales, laborales... nada de lo bueno hay que dejar fuera del altar, sería dejarlo con una bondad natural, sólo al ras de la tierra, sin trascendencia. Hay que sacrificarlo para hacerlo sagrado, para sobrenaturalizarlo.

Ofrezcamos siempre, de corazón, toda nuestra vida junto con el Sacrificio de Cristo. Lo malo para que desaparezca, lo bueno para que se potencie. Esta doble sacrificación nos convierte en víctimas y en hostias agradables al Padre, haciendo de nosotros «una ofrenda eterna para ti», «una víctima viva y perfecta para alabanza de tu gloria».

Pongamos en el altar todo lo que somos, todo lo que podemos, todo lo que hacemos y todo lo que planeamos. Sólo así podremos decirle a Jesucristo, de verdad, que:

«Tu Misa es nuestra Misa, porque tu Vida es nuestra Vida».

Sólo así se cumplirá lo que pide el Concilio Vaticano II: «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella».

 

Capítulo 3º. Creación e Historia

La fe en Dios Redentor, que en su humanidad, históricamente, muere en la cruz por la salvación de todos los hombres, esta indisolublemente unida a la fe en Dios Creador del cielo y de la tierra, o sea, del cosmos. La liturgia católica une sin oponer estas dos vertientes del culto a Dios. En la Misa puede apreciarse ello. Se pone de relieve la orientación cósmica: «Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino, fruto "del trabajo del hombre", pero antes, "fruto de la tierra" y "de la vid", dones del Creador. La Iglesia ve en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que ofreció pan y vino, una prefiguración de su propia ofrenda».

«En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios. Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El cáliz de bendición (1Cor 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz».

El tiempo –también el litúrgico– es una realidad cósmica. Junto al ritmo solar, está el lunar. De ambos elementos cósmicos usa la liturgia católica para la Santa Misa: El ritmo solar, con la primacía del Domingo, que en el mundo mediterráneo era el día del sol, como todo apunta a la resurrección de Jesús «al tercer día», se convierte en la Nueva Alianza en el día del Señor, es la hora de la celebración cristiana, memoria de la acción de Dios, día del comienzo de la creación y del comienzo de la recreación, y por tanto, de un nuevo comienzo, de un tiempo nuevo que supera el tiempo antiguo y que conduce al mundo definitivo de Dios; al ritmo lunar lo tenemos en la Pascua que se celebra el primer Domingo después del primer plenilunio de primavera (en el hemisferio norte). De tal manera que los dos calendarios cósmicos están unidos en la historia de Jesús y en la historia de la Iglesia.

Y también se pone de relieve la orientación histórica en distintos momentos, en la Liturgia de la Palabra, y aquí: «En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: Tomó pan ... Tomó el cáliz lleno de vino...».

Así como la creación tiende al descanso del sábado, que a la luz de los relatos de la Toráh sobre ese día, es el símbolo de la Alianza de Dios con los hombres; el sábado –cosmos– recapitula desde dentro la esencia de la Alianza –historia–. «La meta de la creación es la Alianza, historia de amor entre Dios y el hombre». «La liturgia histórica del cristianismo es y seguirá siendo cósmica –sin separación ni mezcla– y sólo así ostentará toda su grandeza. Aquí radica la novedad de la realidad cristiana».

Toda la excelencia de esta grandeza –cósmica e histórica– de la liturgia católica se percibe aún con más fuerza, si cabe, cuando se canta en las Laudes de la Liturgia de las Horas de los domingos, dentro de la Misa, el Cántico de las criaturas de Daniel (3, 57–88).

 

Segundo momento:

Plegaria eucarística

Comienza la gran plegaria eucarística, también llamada «canon actionis», u «oración suprema», o anáfora, o canon, que se divide en varias partes importantes: el prefacio, la epíclesis, la consagración y otras.

«Ahora comienza el centro y cumbre de toda la celebración: La Plegaria eucarística, es decir, la plegaria de acción de gracias y de consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones al Señor en la oración y acción de gracias, y lo asocia a la oración que, en nombre de toda la comunidad, dirige a Dios Padre, por Jesucristo. El significado de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en la alabanza de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio».

En este momento debemos redoblar nuestra atención y nuestra unción. ¡Es muy grande lo que va a ocurrir!

 

Capítulo 1º. Prefacio

Del latín prex = oración; aunque ya se conocía la palabra «praefatio» en el lenguaje cultual de los antiguos (La preposición prae significa una acción que se hace delante de alguien y no antes de otra cosa).

Consta de dos partes:

1. «La acción de gracias (que se expresa principalmente en el prefacio), en la cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da gracias por la obra de la salvación o por otro aspecto particular de la misma, según los diversos días, fiestas y tiempos».

2. «Aclamación: en ella toda la comunidad, uniéndose a los espíritus celestes, canta o recita el Santo. Esta aclamación, que forma parte de la Plegaria eucarística, es dicha por todo el pueblo junto con el sacerdote».

Debemos actualizar nuestra intención de darle gracias a Dios por tantos beneficios recibidos, aclamando y bendiciendo la santidad de Dios, Señor del universo, porque su gloria llena todo, aclamando al que viene en su nombre, Jesucristo nuestro Señor.

 

Capítulo 2º. Epíclesis

Se llama epíclesis a la parte de la Misa en que se invoca al Espíritu Santo. En las Plegarias Eucarísticas suele haber dos epíclesis; una, antes de la consagración, sobre las ofrendas, pidiendo al Espíritu Santo que obre la presencia de Cristo; otra, después de la consagración, sobre el pueblo, invocando al Espíritu Santo para que colme al pueblo de bienes.

Las primeras epíclesis, por ejemplo, comienzan: «Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti»; «Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu»; «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti»; «Te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor».

Las segundas epíclesis comienzan así: «Te pedimos humildemente ... que esta ofrenda sea llevada a tu presencia ... para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo ... seamos colmados de gracia y bendición»; «Te pedimos ... que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo»; «Para que ... llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»; «Concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria».

Por eso enseña el Catecismo: «La Epíclesis (= "invocación sobre") es la intercesión mediante la cual el sacerdote suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios».

Las anáforas orientales del grupo antioqueno sólo suelen tener la epíclesis después de la consagración, lo cual tiene dos razones:

1. Declarar más explícitamente la conversión ya hecha por las palabras de Cristo; esta declaración no puede hacerse más que por palabras y acciones sucesivas, que deben considerarse en relación con la consagración realizada en un instante indivisible, por eso dice un teólogo: «Las palabras de esta invocación no se han de referir al tiempo en que se dicen (ad tempus quo dicuntur), sino al tiempo por el cual se dicen (ad tempus pro quo dicuntur)»; y,

2. Para rogar que el Cuerpo y la Sangre de Cristo ya presente, sea para santificación de los que lo van a comulgar.

En rigor, la acción del Espíritu Santo se extiende a toda la Misa; en este sentido toda la Misa es epíclesis en sentido amplio. Y aún se extiende a antes de la Misa y a después de la Misa. Es lo que hace que toda celebración sea nueva, inmensamente fecunda, única, irrepetible, porque el Espíritu Santo al conducir al cristiano a su madurez en Cristo, es el gran animador de la liturgia.

Así como el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, así es el alma de la liturgia. Sin el Espíritu Santo no hay liturgia. Por eso, para que la liturgia sea viva y verdadera debe ser epiclética, porque se invoca el poder del Espíritu Santo para que los dones se transformen en el Cuerpo y Sangre de Jesús y para que sea causa de salvación para los que lo van a recibir; y, a su vez, debe ser paraclética, o sea, animada por el Espíritu Santo:

– para convertir a cada hombre en Cristo;

– para hacer crecer progresivamente a cada cristiano;

– para manifestar en plenitud al Espíritu en el cristiano;

– porque a la kénosis del pan y del vino corresponde el don del Paráclito;

– para transfigurarnos con la presencia y acción del Espíritu;

– para que glorifiquemos a la Santísima Trinidad.

Toda Misa es una manifestación imperceptible, pero realísima del Espíritu Santo, quien de manera imprescindible obra en las acciones litúrgicas.

La presencia de Jesucristo va unida a la presencia del Espíritu Santo, la acción de Jesucristo va unida a la acción del Espíritu Santo. De tal modo, que la presencia de Cristo se da por obra del Espíritu Santo, dicho de otra manera, el Espíritu Santo obra para manifestar a Cristo y, donde está Cristo, está el Espíritu Santo, como decía San Ireneo: «El Espíritu manifiesta al Verbo [...]; pero el Verbo comunica al Espíritu», y San Bernardo: «Nosotros tenemos una doble prueba de nuestra salvación: la doble efusión de la Sangre y del Espíritu. Ningún valor tendría la una sin el otro: no me favorecería, por tanto, el hecho de que Cristo haya muerto por mí, si no me vivificara con su Espíritu».

El Espíritu Santo vivifica todo el misterio litúrgico, para que se vivifique siempre más la acción litúrgica, se constituya la Iglesia y la vida de los fieles refleje, cada vez más, lo celebrado en la celebración. De tal manera, que siempre se una, más y más, la celebración a la vida y la vida a la celebración. Y si es verdad que «la Eucaristía hace la Iglesia; y la Iglesia hace la Eucaristía», ello es posible por la presencia y acción del Espíritu Santo. «La Iglesia está allí donde florece el Espíritu». Por eso enseña San Ireneo: «Allí donde está la Iglesia, está el Espíritu Santo; y donde está el Espíritu Santo, allí está la Gracia y todo don, porque es el Espíritu de Verdad».

Sólo con el Espíritu Santo podemos decir con los labios y con el corazón: Señor Jesús (1Cor 12, 3); sólo con el Espíritu Santo podemos decir con los labios y con el corazón: Abba–Padre (Ro 8, 15. 26–27; Ga 4, 6). Es siempre el Espíritu Santo el que mueve desde dentro a los participantes para que se unan al misterio de Cristo que se celebra y aprovechen de la Palabra de Dios, del sacrificio y del sacramento. Toda Misa es una epifanía del Espíritu Santo.

De ahí que la oración de la epíclesis antes de la consagración, va acompañada por el gesto pneumatológico de imposición de manos sobre los dones que se van a consagrar, determinando así lo que constituye la materia del sacrificio y como apropiándose, el sacerdote, de esa materia determinada, que luego consagrará.

En el Antiguo Testamento, entre tantas prescripciones sobre los sacrificios, ocupaba un lugar indispensable el fuego, venido del cielo, que debía haber en el altar para la consumición de las víctimas y consumación de los sacrificios, ya que así las víctimas eran separadas totalmente de la tierra y subían a Dios. Pero también hay fuego en el altar en el Nuevo Testamento, aunque infinitamente superior. En efecto, en el Apocalipsis el ángel llena el incensario del fuego del altar (8,5). Por tanto, en los altares católicos hay «fuego». Ese fuego es el Espíritu Santo. Por eso, cuando entramos en los templos protestantes nos parecen fríos, no sólo por la ausencia de Sagrario, no sólo por la ausencia de la Madre, sino sobre todo por la ausencia «del fuego del altar» al no tener sacrificio. Por eso los que participan auténticamente en la Santa Misa, al igual que los discípulos de Emaús, experimentan que: Ardían nuestros corazones dentro de nosotros (Lc 24,32). ¡Hay fuego en nuestros altares! Sólo no se dan cuenta de ello quienes dejaron que se enfriara la caridad.

Nuestro prócer Fray Francisco de Paula Castañeda a quienes querían que dejase de polemizar y se contentase con limitarse a celebrar la Misa les decía: «Es precisamente la Misa lo que me enardece, y me arrastra, y me obliga a la lucha incesante». En la Misa es donde se forjan los grandes gladiadores de Dios. Es la Misa la que enardece y arrastra a los jóvenes para que se entreguen totalmente al Señor y allí los va formando para que lleguen a ser grandes sacerdotes. Es la Misa la que forma los grandes líderes católicos laicos, enardeciéndolos. Es la Misa la que enardece a las jóvenes para ser fidelísimas Esposas de Cristo. Es la Misa la que enardece y empuja a los esposos a ser verdaderos evangelizadores de sus hijos.

En la Misa, Jesucristo nos habla con su Sacrificio. Es un lenguaje «conciso, pero ardiente». Para captarlo necesitamos al Espíritu Santo. Por eso los que dejan de lado al Espíritu Santo, creen que hacen interesante la Misa con novedades extra litúrgicas, usurpan el protagonismo inderogable que corresponde al Espíritu Santo y al rebajar a mero nivel humano el Santo Sacrificio lo hacen, de hecho, para los feligreses, prescindible. Lo que se necesita es que los ministros del altar sean hombres llenos del Espíritu Santo, que no sean membranas del mismo, sino transparentes, que dejan percibir su presencia y su acción. El sacerdote carnal y el mundano no deja transparentar al Espíritu Santo, porque no lo ve ni lo conoce ni lo ama. Ya lo había señalado nuestro Señor: El Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce (Jn 14,17).

Una gran docilidad al Espíritu Santo es el mejor medio para lograr una participación litúrgica verdadera y profunda. La piedad y devoción al Santo Espíritu de Dios nos lleva a aprovechar al máximo del Santo Sacrificio, así como el Santo Sacrificio nos lleva a amar más al Espíritu Santo, ya que Jesucristo en la cruz por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios (Heb 9,14) y en la Misa se sigue ofreciendo por el mismo Espíritu.

Capítulo 3º. La consagración

A. Es el corazón de la Misa

¿Qué es lo que se hace en la consagración? En la consagración, al transustanciar separadamente el pan y el vino, se hacen tres cosas, que implican muchas más:

1º. El sacramento, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo.

2º. El sacrificio, por razón de representación, de memorial y de aplicación, con el doble acto de:

a. La inmolación, o sea, el acto del sacrificio eucarístico; y,

b. La oblación, es decir, el ofrecimiento del sacrificio; y,

3º. El Sacerdocio de Jesucristo, que actúa.

Pero, como si fuese poco, por ser la Eucaristía una realidad poliédrica, como una mina con muchos senos y vetas, que se presenta multifacética y poliforme, implica otras cosas:

4º. Tres actos;

5º. Tres Protagonistas (y María);

6º. Tres niveles;

7º. Tres signos;

8º. Tres instancias;

9º. Tres fines; y

10º. Dos clases de beneficiados.

B. Anunciamos la muerte del Señor

Además, debemos decir que: El anuncio o representación de la muerte de Cristo, de tal manera va unido a la celebración de la Eucaristía, que no puede existir sin ella. Como enseña el Apóstol San Pablo: Pues cada vez que coméis este y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga (1Cor 11,26). Cada Misa es el anuncio de la muerte del Señor en la cruz del Calvario de Jerusalén.

Pero, ¿de qué manera es anuncio? No es anuncio sólo porque se dice, o sea, sólo por las palabras que se pronuncian: «Anunciamos tu muerte», después de la consagración. Es anuncio con la realidad de los hechos, con lo que se hace. ¿Con qué se hace el anuncio? Con lo que se hace en la Misa, aunque no dijésemos las palabras: «Anunciamos tu muerte». ¿En qué momento se hace el anuncio? En el momento de la doble consagración, es decir, con la transustanciación del pan y con la transustanciación del vino, realizadas separadamente.

1. ¿Por qué es esto así?

Esto es así, porque Cristo, ¡así la instituyó!

La Eucaristía fue de tal manera instituida por Jesucristo, la noche del Jueves Santo en el Cenáculo de Jerusalén, que en virtud de las palabras de la consagración se pone, directamente, el Cuerpo bajo la especie de pan y se pone, directamente, la Sangre bajo la especie de vino. Ahora bien, esta separación es una separación simbólica del Cuerpo y la Sangre de Cristo; es como su muerte o inmolación mística, o sacramental o incruenta, que como por imagen real representa objetivamente la muerte de Cristo en la Cruz.

Y Cristo mandó a los apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio que reiterasen el mismo doble acto consecrativo sobre el pan y sobre el vino: Haced esto en conmemoración mía (Lc 22,19). No sólo sobre una especie. Ni sólo sobre la otra especie. Sino sobre las dos especies. ¡Qué maravilla de las maravillas! ¡Desde hace 2000 años que se hace así!

2. ¿Por qué es necesaria la doble consagración?

Dicho de otra manera, ¿por qué no basta con la sola consagración del pan? Porque sin la consagración de ambas especies no hay representación perfecta del sacrificio de la Cruz, ya que la sola consagración del pan con las palabras de la forma «Esto es mi Cuerpo», no representa, perfectamente, la muerte del Señor.

Sólo la oposición a la otra especie – el pan opuesto al vino y el vino opuesto al pan – y sólo la oposición a la otra forma –Éste es mi Cuerpo... opuesto a Ésta es mi Sangre... y Ésta es mi Sangre... opuesta a Éste es mi Cuerpo...–, muestra su Cuerpo como separado de su Sangre y, por tanto, muestra su Cuerpo como muerto y exangüe, o sea, desangrado, sin vida, entregado, sacrificado. Por eso: «Es propio de este sacramento que en su celebración Cristo se inmole».

Dicho de otra manera, ¿por qué no basta con la sola consagración del vino? Asimismo, la consagración sola del vino por las palabras de la forma: Ésta es mi Sangre ... que será derramada..., representa la Sangre del Señor como derramada, pero no ofrece a nuestros sentidos al Cristo, íntegro y total, inmolado por nosotros por la efusión de su Sangre salida de su Cuerpo. De ahí que enseñe Santo Tomás: «Es la Eucaristía memorial de la Pasión del Señor, por la cual la Sangre de Cristo fue separada de su Cuerpo y por eso se ofrecen místicamente separados en este sacramento». Y en otra parte: «La Sangre consagrada separadamente representa en especial la Pasión de Cristo, por la que su Sangre fue separada del Cuerpo».

Por eso: «Anunciamos tu muerte».

3. ¿Por qué primero se consagra el pan?

Es necesario que primero se consagre el pan y luego el vino, para tener primero el Cuerpo y luego la Sangre.

Porque primero debe haber el sujeto de quién se predica o anuncia algo. De ahí que es necesaria la consagración previa del Cuerpo, porque es menester, para que la representación de la Pasión pueda obtenerse, que haya sujeto, y en la Cruz lo fue el Cuerpo lacerado, es decir, golpeado, magullado, herido, lastimado y separado de su Sangre en el momento de la muerte. Por eso, primero se consagra el pan en el Cuerpo del Señor y luego, separadamente, se consagra el vino en su Sangre.

4. ¿Por qué en segundo lugar se consagra el vino?

Porque la Sangre consagrada separadamente del Cuerpo es representación viva y expresa de la Pasión de Cristo. Por eso se hace mención del efecto de la Pasión y Muerte del Señor en la consagración de la Sangre, más bien que en la consagración del Cuerpo, que es el sujeto de la Pasión. En la consagración del Cuerpo sólo se dice: «Éste es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros», como si dijera que «se somete a la Pasión por vosotros». Pero en la consagración de la Sangre se menciona el poder de la Sangre derramada en la Pasión, que actúa en el sacramento y que nos obtiene tres cosas. La primera y principal, alcanzar la vida eterna, por aquello de: Teniendo esperanza de entrar en el santuario en virtud de la Sangre de Cristo (Heb 10,19) y que expresamos al decir en la consagración: «Sangre de la Alianza Nueva y Eterna» ; la segunda, que se ordena a quitar los obstáculos para alcanzar la vida eterna y la justificación, según aquello: La Sangre de Cristo limpiará nuestra conciencia de las obras muertas (Heb 9,14), por eso se agrega: «Que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados»; y el tercer efecto de la Pasión de Cristo, nos alcanza la gracia de la justificación, que se nos da con la fe, según aquello: A quien ha puesto Dios como propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia ... y para justificar a todo el que cree en Jesucristo (Ro 3,25–26) y esto se significa por las palabras: «Éste es el misterio de la fe» o semejantes. De tal manera, que en la consagración de la Sangre se hace mención explícita de los tres grandes efectos de la Pasión que obran en la Misa: 1. Nos hace alcanzar la vida eterna, 2. Nos alcanza la justificación, 3. Quita los obstáculos para que alcancemos ambas.

Por eso, la consagración de la Sangre es la parte principal de la perpetuación del sacrificio de la Cruz que se verifica en la Misa, ya que en la consagración del Cuerpo se representa el sujeto de la Pasión, pero en la consagración de la Sangre se representa el misterio mismo de la Pasión de Cristo obrada por la efusión de la Sangre. Por eso Santa Catalina de Siena llamaba a los sacerdotes: «Ministros de la Sangre».

Por eso: «Anunciamos tu muerte».

5. La Misa es un sacrificio sacramental

En la Misa, estamos ante un sacrificio sacramental, o lo que es lo mismo, un sacramento sacrificial. Así como en el sacramento del bautismo el agua es signo sensible y eficaz, que realiza lo que significa, porque lava el alma de los pecados; así como en el sacramento de la confirmación el óleo es signo sensible y eficaz, que realiza lo que significa, porque fortalece el alma; así en el sacramento de la Eucaristía el vino consagrado separadamente del pan es signo sensible y eficaz de la separación de la Sangre del Cuerpo de nuestro Señor en la Cruz, y realiza lo que significa, por eso la Misa es la perpetuación del Sacrificio de la Cruz, por eso enseña el Angélico: «No ofrecemos otra oblación que la que Cristo presentó en favor de nosotros, esto es, su Sangre. De donde no hay otra oblación que la conmemoración de aquella víctima que Cristo presentó»; «en cuanto en este sacramento se representa la Pasión de Cristo, por la cual Cristo se ofreció a sí mismo como víctima a Dios, tiene razón de sacrificio».

Por último, Jesucristo ofreciendo cada día, cada Misa, es Sacerdote Eterno según el orden de Melquisedec. Melquisedec ofreció sacrificio de pan y vino. Para que al tipo responda el antitipo y a la figura lo figurado es necesario que se haga también en las dos especies de pan y vino la consagración del sacrificio eucarístico.

¡Qué maravilla de las maravillas! ¡Lo que ocurrió en el Cenáculo, ocurrirá aquí! ¡Lo que sucedió en el Calvario, sucederá aquí! ¡Lo que hizo Jesús en la Última Cena, anticipando el sacrificio de la Cruz, lo que luego repitieron los Santos Apóstoles y durante siglos y siglos siguieron repitiendo los santos Obispos y sacerdotes, se repetirá aquí! La Misa es sacrificio, el mismo de la Cruz, quienes comulgan de la Víctima ofrecida participan del sacrificio de la Cruz, como dice San Pablo: ¿No participan del sacrificio los que participan de las víctimas? (1Cor 10,18).

Nunca olvidemos que cada vez que participamos de la Santa Misa «anunciamos la muerte del Señor», pero también «proclamamos su resurrección», y no sólo por un tiempo, sino «hasta que vuelva».

 

Artículo 1º. Presencia real

Tal vez el pensamiento que más se reitera en nosotros cuando participamos de la Santa Misa es la certeza de la presencia misteriosa y real del mismo Jesucristo.

Y es así porque sabemos los católicos que Jesucristo está presente bajo el sacramento de manera singular. Está presente: «Verdadera, real y sustancialmente».

Por eso nuestro corazón repite una y mil veces actos de fe, esperanza y caridad, petición de cosas espirituales –gracia, perdón, perseverancia...– como de cosas materiales necesarias para la salvación ¡Él está allí!

Todo el poder del Creador, del Redentor y del Dador de Vida, se ha dado cita a una para producir ese milagro de los milagros que es la transustanciación y por eso: «¡Allí está Él!».

Así lo han reconocido, testimoniado, vivido y predicado los santos y santas de todos los tiempos, llegando algunos a dar la vida con tal de no traicionar la fe católica. Así lo ha enseñado el Magisterio de la Iglesia de todos los tiempos, dándole la máxima certeza teológica, lo cual implica de nuestra parte una recepción de esta verdad sin titubeos, sin vacilaciones, sin alteraciones: Es dogma de fe solemnemente definido; ¡Cristo está allí!

Nos enseña la santa fe católica que Nuestro Señor Jesucristo está verdadera, real y sustancialmente presente, en el Santísimo Sacramento del altar. Es sacramento porque es signo sensible –pan y vino–, y eficaz –produce lo que significa–, de la gracia invisible y porque contiene al Autor de la gracia, al mismo Jesucristo nuestro Señor.

Párrafo 1º. Presencia verdadera

La presencia de Nuestro Señor en la Eucaristía, no es al modo de nuestra presencia en un dibujo o escultura, no es un cierto modo de presencia figurada, como la de los políticos en los afiches antes de las elecciones. La presencia del Señor en el sacramento eucarístico es verdadera. No sólo como signo, sino como realidad.

¿Qué quiere decir, entonces, verdadera?

Verdadera quiere decir que su presencia no es en mera figura (como en una foto), como quería Zwinglio, sino en verdad. Miremos un crucifijo, vemos los dos palos cruzados y colgando el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, de alguna manera está allí, está de manera figurativa, pero no verdaderamente.

En la Eucaristía está verdaderamente como en el pesebre de Belén, como en la cruz del Calvario, como está en el cielo a la derecha de Dios Padre, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad.

Párrafo 2º. Presencia real

La presencia de Nuestro Señor, no es al modo de la presencia subjetiva de alguien en algún lugar porque así lo imaginamos, lo cual algunos consideran como presencia subjetiva, como los niños que imaginan que en la oscuridad está el «Cuco» o «el hombre de la bolsa», o los grandes que imaginan la felicidad en todos los lugares, menos en el lugar en que realmente está. La presencia del Señor en el sacramento es real. No sólo porque así lo creemos, sino que lo creemos porque «allí está».

¿Qué quiere decir realmente?

Realmente quiere decir que su presencia no es por mera fe subjetiva (no porque uno así lo opine o lo crea), como quería Ecolampadio, sino en la realidad. Cristo está presente bajo las especies sacramentales de pan y vino, no porque uno se imagine que está presente, sino porque ha ocurrido por la transustanciación un cambio en la realidad misma del pan y del vino. Como la realidad misma de la naturaleza humana y divina de nuestro Señor está en el cielo, así está en nuestros sagrarios, bajo los velos sacramentales.

 

Párrafo 3º. Presencia sustancial

La presencia de Nuestro Señor, no es al modo de la presencia de algo por los efectos que produce, lo cual es una cierta forma de presencia, llamada, virtual, de manera parecida a como está presente el Río de la Plata en todos los depósitos de agua de los edificios de la ciudad de Buenos Aires (nadie cuerdo después de lavarse dice: «Me bañé en el río de la Plata»). La presencia de Nuestro Señor en el sacramento eucarístico es sustancial. No sólo por los efectos buenos que produce, sino que, además, está presente como causa de los efectos que produce.

¿Qué quiere decir sustancialmente?

Sustancialmente quiere decir que la presencia del Señor en la Eucaristía no es meramente virtual (como la usina eléctrica está virtualmente presente en el foco de luz), como quería Calvino, sino sustancial. Jesucristo no sólo produce efectos buenos en la Eucaristía, como aumento de gracia, de fe, esperanza, caridad, paz, alegría, deleite, etc., sino que Él mismo está presente como fuente inexhausta de todos los efectos buenos.

El Concilio de Trento enseña que: «Si alguno negare que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real, y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre juntamente con el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema».

Doctrina que recoge el reciente Catecismo de la Iglesia Católica: «Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros (Ro 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que Él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre todo (está presente), bajo las especies eucarísticas"».

El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella «como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos». En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están «contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero». «Esta presencia se denomina "real", no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen "reales", sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente».

De tal modo, que Nuestro Señor Jesucristo está presente en la Eucaristía con el mismo Cuerpo y Sangre que nació de la Virgen María, el mismo Cuerpo que estuvo pendiente en la cruz y la misma Sangre que fluyó de su costado, el mismo que resucitó al tercer día.

Párrafo 4º. De la Transustanciación

Nuestro Señor se hace presente por la conversión del pan y el vino en su Cuerpo y Sangre. Esa admirable y singular conversión se llama propiamente «transustanciación», no consubstanciación, como quería Lutero.

Se dice admirable porque es un misterio altísimo, superior a la capacidad de toda inteligencia creada. Es el ¡Misterio de la fe!

Se dice singular porque no existe en toda la creación ninguna conversión semejante a esta.

En la transustanciación toda la sustancia del pan y toda la sustancia del vino desaparecen al convertirse en el Cuerpo, Sangre, alma y divinidad de Cristo. De tal manera que bajo cada una de las especies y bajo cada parte cualquiera de las especies, antes de la separación y después de la separación, se contiene Cristo entero.

Es de fe, por tanto, que toda y sola la sustancia del pan y del vino se transustancia en toda y sola la sustancia del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ahora bien, ¿Qué es lo que permanece? Permanecen, sin sujeto de inhesión, por poder de Dios, en la Eucaristía, especies o apariencias o accidentes del pan y del vino.

¿Cuáles son? Las especies que permanecen después de la transustanciación son: Peso, tamaño, gusto, cantidad, olor, color, sabor, figura, medida, etc., de pan y de vino. Sólo cambia la sustancia.

Por la fuerza de las palabras bajo la especie de pan se contiene el Cuerpo de Cristo y, por razón de la compañía o concomitancia, junto con el Cuerpo, por la natural conexión, se contiene la Sangre y el alma y, por la admirable unión hipostática, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Y, ¿qué se contiene por razón de las palabras bajo la especie del vino? Por razón de las palabras se contiene la Sangre de Cristo bajo la especie del vino y, por razón de la concomitancia, junto con la Sangre, por la natural conexión, se contiene el Cuerpo y el alma y, por la unión hipostática, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que: "No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas".

Y san Ambrosio dice respecto a esta conversión: "Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada. [...] La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela"».

Sigue diciendo el Catecismo de la Iglesia Católica: «El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transustanciación"».

Finalmente, enseña Dom Vonier, «el contenido de la Eucaristía es tan vasto que quienquiera acepte con fidelidad la Transustanciación y la Presencia Real no puede equivocarse fundamentalmente después», y posteriormente agrega: «No conozco mejor medio de explicar al lector la gloria de la Transustanciación, que decirle que, después que Cristo en la Última Cena hubo realizado el milagro de la primera consagración, el prodigio estaba completo, nada nuevo ha sucedido desde entonces. El hecho de que millares de sacerdotes consagren hoy en todas partes del mundo no constituye un nuevo prodigio. Todo estaba, desde el primer momento, contenido en la Transustanciación. Ella es el poder de Cristo para transformar el pan en Su Cuerpo y el vino en Su Sangre. Ahora bien, este poder es absoluto, nada lo limita. Si puede hacerse una vez, podrá repetirse siempre, en todas partes, en dondequiera haya pan y vino».

Respecto al término ‘transustanciación’ debemos decir que una tradición oral cassinense (o sea, del Monasterio benedictino de Montecassino) atribuye a San Bruno de Segni la introducción del término en el vocabulario teológico. San Bruno fue durante 44 años Obispo de Segni y es el patrono de la Casa Generalicia del Instituto "Del Verbo Encarnado".

De hecho él explica el significado del término y usa palabras como esencia o esencialmente, substancia o substancialmente, etc. que le ha merecido llevar el sobrenombre de Doctor Eucarístico. Como también su presencia en el Concilio Romano (1079), donde participó en la confutación de la herejía contra Berengario de Tours.

Párrafo 5º. Omnipotencia de Dios

El sacerdote ministerial predica la Palabra de Dios, presenta a Dios los dones de pan y vino, los inmola y los ofrece al transustanciarlos en el Cuerpo y la Sangre del Señor, obrando en nombre y con el poder del mismo Cristo, de modo tal que, por sobre él sólo está el poder de Dios, como enseña Santo Tomás de Aquino: «El acto del sacerdote no depende de potestad alguna superior, sino de la divina», de tal modo, que ni siquiera el Papa, tiene mayor poder que un simple sacerdote, para la consagración del Cuerpo de Cristo: «No tiene el Papa mayor poder que un simple sacerdote».

«Al mandar a los Apóstoles en la Última Cena: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1Cor 11,24), les ordena reiterar el rito del Sacrificio eucarístico de mi Cuerpo que será entregado y de mi Sangre que será derramada (Lc 22,19; 1Cor 11,24.25). Enseña el Concilio de Trento que Jesucristo, en la Última Cena, al ofrecer su Cuerpo y Sangre sacramentados: "A sus apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, les mandó [...] que los ofrecieran"». Todo sacerdote católico es sucesor de los Apóstoles, en su medida.

Y esto por el poder divino, ya que existe «en la misma transformación, una selección que indica penetración extraordinaria; dentro de una misma cosa material hay algo que cambia y algo que permanece inmutable; además el cambio produce algo nuevo». En la Divina Invocación, como llamaban muchos Santos Padres a la consagración, se da:

1. Una selección: entre la sustancia y las especies;

2. Una penetración extraordinaria: distinguir ambos elementos, para que desaparezca uno y permanezca el otro;

3. Algo nuevo aparece: el Cuerpo entregado y la Sangre derramada de Cristo, bajo especie ajena, o sea, sacramental.

Por esto, la conversión del pan y del vino en la Misa, implica dificultades más grandes que respecto a la creación del mundo, como dice Santo Tomás de Aquino: «En esta conversión hay más cosas difíciles que en la creación, en la que sólo es difícil hacer algo de la nada. Crear, sin embargo, es propio de la Causa Primera, que no presupone nada para su operación. Pero en la conversión sacramental (de la Eucaristía) no sólo es difícil que este todo (el pan y el vino) se transformen es este otro todo (el Cuerpo y la Sangre de Cristo), de modo que nada quede del anterior, cosa que no pertenece al modo corriente de producir, sino que también queden los accidentes desaparecida la sustancia».

Crezcamos siempre en la fe y el amor a Nuestro Señor presente en la Eucaristía.

Estimemos por «justa y conveniente» la palabra exacta que expresa la conversión del pan y del vino: ¡Transustanciación!, que debería sonar en nuestros oídos como música celestial.

Y admiremos siempre el poder de Dios que allí se manifiesta, como lo hace el pueblo fiel que dice, con las palabras del Apóstol Tomás, después de ocurrida la transustanciación: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,28).