Autor: P. Jorge Loring, S.I.
No puedo perdonar... ¿estoy ofendiendo a Dios?
El odio sólo sirve para fomentar el odio, y en la historia humana nadie ha conseguido ser libre gracias al odio
El
quinto mandamiento de la Ley de Dios, -no matarás- ordena no hacer daño
a la propia vida o a la de otros con palabras, obras o deseos (odio); es
decir, querer bien a todos y perdonar a nuestros enemigos. El desear la muerte
a sí mismo o a otro, es pecado grave si se hace por odio o desesperación
rebelde. El odio es incapaz de liberar a nadie. Sólo sirve para fomentarlo más
y en la historia humana nadie ha conseguido ser libre gracias al odio. El odio
nunca está justificado para un cristiano.
Las riñas, los insultos, las injurias, etc., pueden, a veces, llegar a ser
pecado grave si se desea en serio un mal grave a otro, si se falta gravemente
a la caridad y si son la exteriorización del odio. Pero de ordinario no lo
son, ya sea por inadvertencia, ya porque no se les dé importancia, etc. Cuando
dos riñen, de ordinario cada uno tiene la mitad de la razón y la mitad de la
culpa; pero cada cual mira la parte que él tiene de razón y la que el otro ti
ene de culpa. Por eso no se ponen de acuerdo.
Las riñas empiezan generalmente por pequeñeces, pero con el calor de la
discusión se van desorbitando hasta terminar en enemistades profundas..., y, a
veces, en crímenes. Lo mejor en las riñas es cortarlas desde el principio sin
permitir que adquieran grandes proporciones. Y si uno se encuentra de mal
humor, seguir el consejo de aquel inglés que contaba hasta diez antes de
contestar. Con calma y con sensatez se evitarían muchos rencores nacidos
generalmente por pequeñeces.
La venganza personal no está permitida en ningún sentido. Cristo la prohibió.
Si fuese permitida, no se podría vivir en el mundo, todos nos creeríamos con
derecho a vengarnos de alguien. No: hay que perdonar a los enemigos, y dejar
que Dios los castigue en la otra vida, y la Autoridad Pública en este mundo.
Como dice San Pablo, hay que saber «vencer al mal con el bien».
Es necesario saber perdonar a las personas que nos hayan ofendido. E s, desde
luego, indispensable estar dispuestos a conceder el perdón si nos lo piden,
quedándonos satisfechos con una moderada reparación. Quien niega el perdón a
su hermano, es inútil que espere el perdón de Dios. En el «Padrenuestro» tiene
su sentencia: como él no perdona, tampoco Dios le perdonará. Lo dijo
Jesucristo.
Y no seamos fáciles en echar al otro toda la culpa. Ordinariamente la culpa
hay que repartirla entre los dos. Uno fue el que empezó, pero el otro contestó
con ofensa más grave. Si los dos están esperando a que sea el otro el que se
adelante a pedir perdón, la cosa no se arreglará nunca. El que sea más
generoso con Dios es el que debe tomar la iniciativa.
Cristo habla de poner la otra mejilla. Es una fórmula oriental hiperbólica
para dar a entender que debemos estar dispuestos al perdón; pero no es para
que lo entendamos al pie de la letra. El mismo Cristo al ser abofeteado no
puso la otra mejilla, sino que respondió con toda energía, verdad y dom inio
propio: «Si he respondido mal, muestra en qué; mas si bien, ¿por qué me
hieres?».
Si la culpa ha sido nuestra tenemos obligación de pedir perdón de alguna
manera, pero incluso, aunque sea claro que toda la culpa es del otro, da una
muestra de virtud el que se adelanta a otorgar el perdón, por ejemplo,
dirigiéndole amablemente la palabra, ofreciendo un servicio, reanudando el
saludo, etc. Durante un tiempo puede manifestarse el disgusto, por ejemplo,
con una actitud más seria y distanciada; pero esto no debe durar
indefinidamente. Salvo en algunos casos excepcionales de ofensas gravísimas,
es muy de aconsejar que al cabo de cierto tiempo se reanuden los saludos
ordinarios entre gente educada. Negar el saludo no es cristiano. Si el otro no
contesta allá él; pero que la cosa no quede por tu parte.
Cuando han fracasado ya varios intentos de reconciliación, o el otro se niega
obstinadamente a devolver el saludo, o si parece cierto que nuestro esfuerzo
por la reconciliación puede ahondar la mala voluntad del otro, será mejor
esperar otra ocasión. Pero no abandonar el deseo de reconciliación, ni
escudarse en esta dificultad para no reconciliarse, por no desearlo. Nuestra
voluntad de reconciliación debe ser sincera. Si el otro no quiere saludarnos o
hablarnos, nosotros debemos estar dispuestos a hablarle cuando él lo desee, y
saludar cuando él nos salude. A veces puede facilitar la reconciliación la
ayuda de una tercera persona.
Distingue, con todo, entre el rencor admitido y un cierto distanciamiento para
evitar el chocar de nuevo. Y también entre el sentimiento de la ofensa y el
resentimiento admitido voluntariamente. Aunque la ofensa recibida nos duela,
no podemos desear mal a nadie. Esta voluntad de perdonar puede unirse a un
sentimiento inevitable de la ofensa recibida. Muchos se refieren a este
sentimiento cuando dicen que no pueden perdonar.
Es posible que la serenidad de espíritu, después de la ofensa, req uiera un
tiempo mínimo para sobreponerse al dolor. Una prueba de esta sincera buena
voluntad sería orar por el ofensor, nunca hablar mal de él y pedir a Dios la
gracia de saber perdonar. Cuando tengas antipatía por una persona, pide por
ella. Y cuando tengas ganas de desearle algo malo, reza por ella un
«Padrenuestro». Dice Jesucristo: «rogad por los que os persiguen».
Y si el que consideramos nuestro enemigo estuviera en una necesidad grave y no
pudiera salir de ella sin nuestro especial auxilio, tenemos obligación de
ayudarle, porque en estos casos hay obligación de atender al prójimo aunque
sea enemigo .
No es odio a una persona odiar lo que hay de malo en ella o el mal que nos
causa injustamente a nosotros o a otros. El amor a nuestros enemigos que pide
el Evangelio no obliga a la amistad con ellos, sino que prohíbe el odio y la
venganza o el desearles algún mal y manda tener un deseo de reconciliación.
«El ofendido está obligado siempre a perd onar al ofensor que le pide
perdón, en forma directa o indirecta. Si se niega a hacerlo, comete un grave
pecado contra la caridad, y regularmente no podrá ser absuelto mientras
continúe en su obstinación».
Por supuesto que es lícito exigir una reparación del daño recibido, pero no
por odio ni por venganza, sino por deseo de justicia. La buena voluntad de
perdonar de corazón a los que nos han ofendido no excluye utilizar todos los
medios justos para que se haga justicia.
Es verdad que hay personas que son indignas de nuestro perdón; pero nosotros
no perdonamos porque ellas lo merezcan, sino porque lo merece Jesucristo, que
es quien nos lo pide. Para eso nos dio Él su ejemplo: fue mucho más ofendido
que nosotros y sin embargo perdonó. No sólo en su corazón, sino que lo
manifestó exteriormente. El perdón de Cristo en la cruz es el modelo que
debemos imitar. Las almas generosas tienen en esto un inmenso campo de
perfección y santificación.
El mundo de los hombres no puede hacerse cada vez más humano si no
introducimos el perdón -que es esencial en el Evangelio- en las relaciones de
unos con otros.