No nos asombren nuestras faltas
Escrito por José Tissot
1. Es, al mismo tiempo, honra y tormento del hombre que ha caído el no poder
acostumbrarse a sus faltas. Es como un príncipe destronado, sin ningún
prestigio, por culpa de sus primeros padres; pero en el fondo de su alma
conserva siempre el recuerdo de la nobleza de su origen y de la inocencia que
tendría que ser su patrimonio.
Apenas puede contener una exclamación de sorpresa en sus caídas, como si le
hubiera ocurrido una desgracia inmerecida. Se diría que era Sansón, agotadas sus
fuerzas por la mano malvada que le cortó los cabellos. Le gritaron los
filisteos: «¡Levántate sobre ti!» El se levantó, creyendo que, como otras veces,
derribaría a sus enemigos; pero las fuerzas de otros tiempos le habían
abandonado (cfr. Jue 16, 20).
Por muy noble que este sentimiento sea en nosotros, sus resultados son nefastos
y hay que combatirlo. Como veremos muy pro nto, el desaliento es la pérdida del
alma; pero no podrá invadirnos, si el asombro que sigue a la falta no le abre el
camino. Contra este peligro nos va a prevenir San Francisco de Sales.
Igual que otros eminentes doctores y otros sabios lúcidos, el bienaventurado
Obispo siempre se enternecía a la vista de las flaquezas del hombre. «Miseria
humana, miseria humana —repetía—, ¡hasta qué punto estamos rodeados de
debilidades!... ¿Qué se puede esperar de nosotros, sino caídas?» Todas sus
palabras y todos sus escritos muestran que desde la cumbre de la santidad a que
había llegado veía con especial claridad, sondeando con mirada profunda el
abismo de miserias y de flaquezas que el pecado original había cavado en
nosotros. Su espíritu abierto no lo olvidaba, al tratar a las almas que acudían
a su dirección espiritual, y no se cansaba de recordarles su condición frágil.
«Vivís—escribía a una señora—con mil imperfecciones, según me decís. Es verdad,
hermana mía; pero ¿no tratáis s in descanso hacerlas morir? Es cosa cierta que,
mientras vivimos oprimidos por este cuerpo tan pesado y corruptible, siempre
habrá en nosotros algo que vacile.» En otro lugar decía: «Os quejáis de que en
vuestra vida se entremezclan muchas imperfecfecciones y defectos, contrariando
el deseo que tenéis de perfección de pureza en el amor de Dios. Os respondo que
no es posible desasirnos del todo de nosotros mismos hasta que Dios nos lleve al
Cielo; no llevaremos cosa de gran valor mientras tengamos que cargar con el peso
de nosotros mismos. ¿No es regla general que nadie habrá tan santo en esta vida
que no esté siempre sujeto a imperfecciones?»[1].
2. En efecto, la fe nos enseña que las malas inclinaciones permanecen en
nosotros, por lo menos en germen, hasta la muerte, y nadie puede, sin privilegio
especial, como el que la Iglesia reconoce en la Virgen María, evitar todos los
pecados veniales, al menos los no deliberados. En la práctica, nos olvidamos con
frecu encia de esta doble tesis, y será bueno que veamos cómo la desarrolla
nuestro Santo,
con su sencillo lenguaje: «No pensemos que, mientras estemos en esta vida,
podremos vivir sin imperfecciones, porque esto no es posible, ya seamos
superiores o inferiores, puesto que todos somos hombres; y todos necesitamos
estar persuadidos de esta verdad, para así no asombrarnos de vernos todos
sujetos a imperfecciones. Nuestro Señor nos mandó decir todos los días en el
Padrenuestro: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores. Y no hay excepción para este mandato, porque todos tenemos
necesidad de hacer esta súplica»[2].
«El amor propio puede ser modificado en nosotros, pero no por eso muere jamás;
así, de vez en cuando, en ocasiones diversas, vuelve a echar brotes, que
demuestran que, aunque está cortado por la base, no está desarraigado. A veces
no se mueve, pero no debemos extrañarnos de encontrarlo vivo. Como el zorro,
aparenta estar dormido alg una vez, pero de repente salta sobre las gallinas;
por eso es necesario vigilarlo con constancia y defendernos de sus asaltos con
suavidad y paciencia. Y si alguna vez nos hiere, estaremos curados si nos
desdecimos de lo que nos ha hecho decir o deshacemos lo que nos ha hecho
hacer»[3].Pero estaremos curados sólo temporalmente, hasta que se declaren
nuevas enfermedades, porque «hasta que nos veamos en el Paraíso»[4],añade
nuestro Santo, y mientras dure esta vida, por grande que sea nuestra buena
voluntad «es necesario tener paciencia, pues somos de naturaleza humana y no
angélica»[5] y debemos resignarnos a vivir, según la expresión de un ilustre
asceta, como incurables espirituales.
3. Principalmente a las almas que comienzan a dar los primeros pasos en el
camino de la perfección, San Francisco de Sales les inculca el conocimiento
práctico de su flaqueza.
Ellas son las que, por inexperiencia, con mayor facilidad se desconciertan
cuando han caído en una falta, c on las consecuencias funestas de ese
desconcierto. Perturbarse y desalentarse cuando uno cae en el pecado es no
conocerse a sí mismo. Veamos con cuánta gracia nuestro bienaventurado Doctor
reprende e instruye a esas almas: «Tenéis todavía, me decís, muy vivo y delicado
el sentimiento para sufrir las injurias.
Pero, hija mía, ese todavía ¿a qué se refiere? ¿Habéis ya derrotado a muchos
enemigos de esa clase?»[6].
«No es posible que tan pronto seáis dueña y señora de vuestra alma, como si la
tuviérais totalmente en vuestra mano. Contentaos con ir ganando, poco a poco,
alguna pequeña ventaja sobre vuestro defecto dominante»[7].
«Nuestra imperfección nos acompañará hasta el sepulcro. No podemos caminar sin
tocar el suelo. Es preciso no caer y no enlodarse, pero tampoco hay que pensar
en volar, porque somos polluelos y todavía no tenemos alas»[8]. «Las flechas que
vuelan a lo alto (Salm 90, 6) son las esperanzas vanas y las presunciones que,
al principio de su c onversión, ciertas almas deseosas de la perfección tienen
de llegar pronto a la santidad. Se figuran que van a llegar a ser muy pronto
nada menos que unas Teresa de Jesús o Santa Catalina de Siena, o de Génova. Esto
está muy bien, pero decidme: ¿Cuánto tiempo pensáis emplear en llegar a ello?
—Tres meses; menos, si es posible. —Hacéis bien en decir si es posible, porque
de otro modo podríais equivocaros»[9]. «San Pablo fue purificado en un instante,
con purificación perfecta, como lo fueron también Santa Catalina de Génova,
Santa Magdalena, Santa Pelagia y algunos otros santos; pero esta clase de
purificación es totalmente milagrosa, y tan extraordinaria en el orden de la
gracia, como la resurrección de los cuerpos lo es en el orden de la naturaleza;
por lo tanto, no debemos pretenderla. La purificación y curación ordinarias,
tanto de las almas como de los cuerpos, se verifica poco a poco,
progresivamente, pasando de un grado a otro, a fuerza de trabajo y de tiempo.
Los ángeles de la escala de Jacob tenían alas pero no volaban, sino que subían y
bajaban de escalón en escalón. El alma que sube desde el pecado a la devoción se
puede comparar con el alba que, al levantarse, no ahuyenta las tinieblas de
repente, sino que las va disipando poco a poco; la curación que se hace
lentamente es la más segura, pues las enfermedades, tanto del alma como del
cuerpo, vienen a caballo y corriendo, y se van a pie y paso a paso»[10]. «Hay,
pues, que tener paciencia, y no pretender desterrar en un solo día tantos malos
hábitos como hemos adquirido, por el poco cuidado que tuvimos de nuestra salud
espiritual»[11].
Y, como conclusión, el buen Santo no cesaba de decir: «Aunque, por nuestra
debilidad, vislumbremos muchas caídas, no debemos turbarnos de ningún modo»[12].
4. A ningún alma, por muy adelantada que estuviese en la perfección, concedía el
derecho de asombrarse después de una caída; incluso a sus más ferfovorosas
religiosas dirigía los siguientes avisos : «¿Tan gran maravilla es ver que
tropezamos alguna vez?»[13]. «La fiesta de la Purificación no tiene octava. Es
necesario que tomemos dos resoluciones: una, la de ver nacer malas hierbas en
nuestro jardín; otra, armarse de valor para verlas arrancar y arrancarlas
nosotros mismos, porque nuestro amor propio no morirá jamás mientras tengamos
vida, y él es la causa de tan inoportunos frutos»[14].
«Vi las lágrimas de nuestra pobre hermana N. y pienso que todas nuestras
niñerías no proceden más que de esta raíz: que olvidamos la máxima de los
Santos, que nos advierten que todos los días debemos empezar el camino de
nuestra perfección; si pensásemos en esto, no nos extrañaríamos de encontrar
tanta miseria en nosotros»[15].
«Me preguntáis qué haréis para arraigar vuestro espíritu en Dios de tal manera
que nada pueda desprenderlo ni retiraro. Dos cosas son necesarias para esto:
morir y salvarse. Después de esto ya no habrá más separación y vuestro espíritu
estará indis olublemente adherido y unido a Dios»[16], No hay nada tan
consolador como estos consejos, para las almas seriamente dispuestas a agradar a
Dios en todo y dedicadas a su servicio con un trato íntimo. Estas creen que
tienen menos excusa que otras, en las infidelidades que se les escapan, y parece
que sus caídas deben extrañarles más. Pero no es ésta la opinión de os maestros
de la vida espiritual. «De ordinario—dice el P. Grou—, nuestras caídas provienen
de la rapidez de la carrera y de que el ardor que nos impulsa no nos permite
tomar ciertas precauciones.
Las almas tímidas y cautelosas, que tratan de mirar siempre dónde ponen el pie,
que dan rodeos continuamente para evitar los malos pasos y tienen un temor
exagerado a mancharse, no avazan tan rápidamente como las otras, y la muerte las
sorprende, casi siempre, a la mitad del camino. Los más santos no son los que
cometen menos faltas, sino los que tienen más valor, más generosidad, más amor,
los que hacen más esfuerzo s sobre sí mismos, y no tienen miedo de tropezar, ni
aun de caer y mancharse un poco, con tal de avanzar»[17].
San Juan Crisóstomo dice lo mismo en otros términos: «Cuando un soldado que está
combatiendo recibe alguna herida o retrocede un poco, nadie es tan exigente o
tan ignorante de las cosas de la guerra que piense que eso es un crimen. Los
únicos que no reciben heridas son los que no combaten; quienes se lanzan con
ardor contra el enemigo son los que reciben los golpes»[18].