Autor:
Interrogantes.net
No me impongas tu verdad
¿Tiene alguien derecho a imponerme sus valores?
¿Existen
valores absolutos?
Cuenta Peter Kreeft que un día, durante una de sus
clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que él
como profesor no tenía derecho a “imponerle sus valores”.
Bien –contestó Kreeft, para iniciar un debate sobre
aquella cuestión–, voy a aplicar a la clase tus valores y no los míos. Tú
dices que no hay valores absolutos, y que los valores morales son subjetivos y
relativos. Como resulta que mis ideas personales son un tanto singulares en
algunos aspectos, a partir de este momento voy a aplicar esta: todas las
alumnas quedan suspendidas.
El alumno se quedó sorprendido y protestó diciendo que
aquello no era justo.
Kreeft le argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo?
Porque si la justicia es solo “mi” valor o “tu” valor, entonces no hay ninguna
autoridad común a nosotros dos. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de
la justicia, pero tú tampoco puedes imponerme el tuyo...
Por tanto, sólo si hay un valor universal llamado
justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar
injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores
absolutos y objetivos fuera de nosotros, sólo podrías decir que tus valores
subjetivos son diferentes de los míos, y nada más.
Sin embargo –continuó Kreeft–, no dices que no te
gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la
práctica, sí crees en los valores absolutos.
No me impongas tu verdad
Los relativistas y los escépticos consideran que
aceptar cualquier creencia es algo servil, una torpe esclavitud que coarta la
libertad de pensamiento e impide una forma de pensar elevada e independiente.
Sin embargo –como decía C. S. Lewis–, aunque un hombre
afirme no creer en la realidad del bien y del mal, le veremos contradecirse
inmediatamente en la vida prá ctica. Por ejemplo, una persona puede no cumplir
su palabra o no respetar lo acordado, arguyendo que no tiene importancia y que
cada uno ha de organizar su vida sin pensar en teorías. Pero lo más probable
es que no tarde mucho en argumentar, refiriéndose a otra persona, que es
indigno que haya incumplido con él sus promesas.
Cuando los defensores del relativismo hablan en
defensa de sus derechos, suelen desprenderse de todo su relativismo moral y
condenar con rotundidad la objetiva inmoralidad de quien pretenda causarle
daño. Y si alguien les roba la cartera, o les da una bofetada, lo más probable
es que olviden su relativismo y aseguren –sin relativismo ninguno– que eso
está muy mal, diga lo que diga quien sea (sobre todo si lo dice el ladrón o
agresor correspondiente). Porque si la palabra dada no tiene importancia, o si
no existen cosas tales como el bien y el mal, o si no existe una ley natural,
¿cuál es la diferencia entre algo justo o injusto? ¿Acaso no se contradic en
al mostrar que, digan lo que digan, en la vida práctica reconocen que hay una
ley de la naturaleza humana?
El relativismo, al no tener una referencia clara a la
verdad, lleva a la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Si
se analizan con un poco de detalle sus argumentaciones, es fácil advertir
–como explica Peter Kreeft– que casi todas suelen refutarse a sí mismas:
- "La verdad no es universal" (¿excepto esta verdad?)
- "Nadie puede conocer la verdad" (salvo tú, por lo
que parece)
- "La verdad es incierta" (¿es incierto también lo que
tú dices?)
- "Todas las generalizaciones son falsas" (¿esta
también?)
- "No puedes ser dogmático" (con esta misma afirmación
estás demostrando ser bastante dogmático)
- "No me impongas tu verdad" (tú me estás imponiendo
ahora tus verdades)
- "No hay absolutos" (¿absolutamente?)
- "La verdad solo es opinión" (tu opinión, por lo que
ve o)
- Etcétera ad nauseam
El boxeador que nunca sube al ring
Cuando uno dice que es muy difícil o casi imposible
saber lo que es verdad o mentira, o lo que es bueno o malo, porque asegura que
todo es relativo, adopta una cómoda postura en la que apenas necesita
argumentar nada. Elude cualquier debate o discusión seria, porque niega su
presupuesto. Por eso decía Wittgenstein que es como un boxeador que nunca sube
al ring.
En vez de subir al ring, lo que suele hacer en la
práctica es meter de tapadillo, en un descuido retórico, su propia verdad y su
propio concepto de bien. Porque también él guarda muchas certezas, aunque
quizá no las advierta por estar demasiado ocupado en acusar a los demás de
dogmatismo. Lo que el relativista suele mirar con sospecha no son las
certezas, sino más bien las certezas de los demás.
¿Se dejarían operar por un cirujano si no estuviera
seguro de su competencia? ¿Se subirían a un avión de u na compañía aérea que
manifestara incertidumbres sobre la seguridad del vuelo? Todo hombre, por
naturaleza, busca siempre certezas.
Según Christopher Derrick, la apoteosis del
relativismo puede deberse a esa impresión –vaga, pero persuasiva– de que
expresar duda es un signo de modestia y de democracia, mientras que hablar de
certidumbres se considera algo dogmático y casi dictatorial.
Sin embargo, el relativismo no puede llevarse hasta
sus últimas consecuencias. Por eso Ortega decía que el relativismo es una
teoría suicida, pues cuando se aplica a sí misma, se mata. La mayoría de las
veces, el relativismo es una especie de pose académica, una cómoda evasión de
la realidad.
¿Da lo mismo una religión que otra?
Charles Moore, director del Sunday Telegraph, relató
hace unos años su conversión al catolicismo.
Moore buscaba la religión verdadera, ante el asombro
de sus amigos que le decían que daba igual una religión que otra, y que lo
único importante era el deseo de hacer el bien. Él disentía completamente y
replicaba: «Eso sería como si unos médicos se reunieran en torno a un paciente
y concluyeran: “Bueno, todos queremos que mejore, así que todos los
tratamientos que propongamos serán igualmente buenos”. Sin embargo, es
evidente que no sucede así. Dar con el tratamiento adecuado puede ser cuestión
de vida o muerte».
Es cierto que personas de religiones distintas reciben
de sus creencias aliento y enseñanza para ser mejores. Todas las religiones
distintas de la verdadera contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que
proceden de Dios, y que reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a
todos los hombres. Pero deducir de eso que todas las religiones son iguales, o
que da igual una que otra, sería mucho deducir.
A la hora de elegir religión, hay que preguntarse
sobre todo qué puerta es la verdadera, no cuál es la que más nos gusta por sus
adornos o atractivos exte rnos. No basta la buena intención, pues no se puede
olvidar cuánto mal ha sucedido en la historia en nombre de opiniones e
intenciones buenas.
Cada hombre tiene la obligación –y también el derecho–
de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios
adecuados, llegue a formarse rectos y verdaderos juicios de conciencia.
—Entonces, lo que importa para salvarse es
vivir de acuerdo con la
propia conciencia.
Cuando se habla de vivir de acuerdo con la conciencia,
algunos lo entienden como un simple vivir conforme a lo que cada uno
subjetivamente piensa, como si en las cuestiones religiosas y morales no
hubiera nada objetivo. Pero no siempre basta con seguir la conciencia, pues a
veces su voz puede ser ahogada, o puede ser errónea. Por ejemplo, Hitler
escribió pocas horas antes de morir que no se arrepentía de nada, que de nada
pedía perdón porque afirmaba seguir de buena fe su conciencia...
La conciencia no es un simple reducto del
subjetivismo, sino el lugar donde se da la apertura del hombre hacia la
verdad, hacia Dios. El hombre, si busca, tiene posibilidad de conocer el
camino que le conduce a la verdad.
Y obedecer a la conciencia en ese camino puede exigir
un notable esfuerzo. Supone no dejarse guiar solo por lo que a uno le apetece,
sino mirar alrededor, purificarse y tener el oído atento a la escucha de la
voz de Dios para ponerse en camino hacia la verdad.
Solamente así se puede entender en qué consiste la
grandeza de la fe. Y las diferentes religiones pueden suministrar elementos
que nos conducen hacia ese camino, pero también nos pueden desviar de él.
—¿Entonces, la Iglesia no admite que el cristianismo
sea una vía de salvación entre otras muchas?
La Iglesia sostiene que Jesucristo no es un simple
guía espiritual, o un camino más hacia Dios entre otros muchos, sino el único
camino de salvación.
—¿Y eso no es una afirmación un poco arrogante por
parte de la Iglesia?
Pienso que no. Lo natural es que un creyente musulmán
reconozca a Mahoma como profeta, o que un fiel hebreo escuche la Torâh como la
palabra de Dios. Lo que dice la Iglesia católica no supone menosprecio ni
falta de consideración hacia otras confesiones religiosas. Dice que Jesucristo
es el único camino de salvación, pero también dice claramente que Dios salva a
los no cristianos que se hacen merecedores de ello.
La salvación –por decirlo de un modo un tanto
informal– es monopolio de Dios, no de los cristianos. Dios da a todos los
hombres luz y ayuda para salvarse, y lo hace de manera adecuada a la situación
interior y ambiental de cada uno.