Temas del Eco Catolico ( periódico Catolico de C.R.)

 

Escrito por el Padre Mario Montes:
 

¿Muerte en el Paraíso?

 

El pasado dos de noviembre, la Iglesia celebró la conmemoración de los fieles difuntos, celebración en la que hemos recordado a nuestros seres queridos, que yacen en el sepulcro. Esta fiesta, tan querida por todos nosotros, es una confesión de fe en la resurrección de Cristo y de todos los que, con la esperanza de resucitar, han creído en Él. Un día en que, a lo mejor, hemos dedicado un rato a orar por los que han muerto, celebrar la Eucaristía por ellos y visitar los cementerios en donde descansan... Ese día es una celebración de la vida y no de la muerte

Ahora bien, aparentemente la muerte estaba inscrita en el paraíso, en los comienzos de la humanidad, pues cuando leemos el libro del Génesis, siempre hemos creído que Adán y Eva eran inmortales. Que por haber sido creados por Dios sin el pecado, podían vivir para siempre. Además, en el libro del Génesis, se dice que Yahvé les prohibió terminantemente comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, ya que al hacerlo, morirían sin remedio (Gén 2,16-17; 3,1-7). Lo más llamativo es que ellos desobedecieron la orden de Dios, pero no se murieron de inmediato, como podía esperarse, sino que se dieron cuenta de que estaban desnudos (Gén 3,7).

Entonces, si el hombre y la mujer no se murieron en el acto ¿qué clase de muerte anuncia el texto bíblico? ¿cuál es la muerte que se introdujo en el mundo por el pecado? En realidad, no se trata de la muerte física, pues el mismo Dios le dice a Adán que volvería al polvo, de donde fue sacado, es decir, que moriría... (Gén 3,19). Dentro de los castigos que Yahvé le anunció a Adán y a Eva, no se menciona a la muerte, como se las tenía anunciada al hombre y a la mujer, si desobedecían la orden dada (Gén 3,1-19).

Los males que Dios les anuncia, son los que tendrán que sufrir, como dice el Génesis, “hasta que vuelvas al polvo, de donde fuiste sacado, porque polvo eres y en polvo te convertirás...”,   es decir, son anteriores a la muerte. 

 

La muerte natural

Por lo tanto la muerte no es un castigo impuesto por Dios al ser humano, sino que es algo que se presupone, es decir, que la muerte como fin de la vida de todo ser humano, era algo que los autores del Génesis sabían que sucedería tarde o temprano. De manera que Adán y Eva, pecadores o santos, se hubieran muerto como todos nosotros, los seres humanos, los animales y las plantas. Todo ser vivo muere, porque la muerte es algo natural. Y el mismo Jesucristo, al hacerse hombre, tuvo que morir, aunque no lo hubieran crucificado, simplemente porque compartió nuestra naturaleza humana mortal

Y la misma Virgen María también como ser humano, tiene que haber muerto, pues era un ser mortal, como los somos nosotros. Precisamente el Papa Juan Pablo II, en una de sus catequesis, en el año 1997, afirmó la muerte natural de María, cosa que el dogma de su Asunción no lo decía abiertamente.

El Papa seguía así la tradición de la Iglesia, que sostenía esta muerte de la Madre de Jesús, desde los primeros siglos de la Iglesia, y corroborada por figuras de renombre como san Epifanio, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Juan Damasceno y muchos otros Padres de la Iglesia. Sólo que María ha sido el único ser humano, que ha sido glorificado y resucitado, al ser llevada al cielo. Si Cristo murió, murió María y moriremos todos. Y para resucitar primero hay que morir. Pero por la fe, nuestro destino final, como el de ellos dos,  no es la muerte, sino la vida eterna, en la resurrección.

¿De qué tratan, entonces, los pasajes de la Biblia, en que hablan de la muerte, como consecuencia del pecado? (Sab 2,23-24; Rom 5,12). No se trata, pues de la muerte biológica o natural, sino  de la muerte espiritual, es decir, la muerte como alejamiento de Dios, causada por el pecado del ser humano.

 

La muerte espiritual y sicológica 

Es más, para la gente de los tiempos bíblicos, era cosa común y corriente ver la muerte física o natural como parte integrante de la vida, como la consecuencia de la vida misma (2 Sam 12,23; Jb 10,9; 14,10-12; Sal 88,6; 89,48; 2 Sam 14,14; Ecl 2,14; 3,2.19). La asumían sin mayores problemas, sin angustia ni traumas, sabiendo que todos y todas, tarde o temprano, tenían que pasar por ella e ir al sepulcro, a la morada de los muertos.

La muerte que sí entró a este mundo por el pecado, hemos dicho, fue la muerte espiritual. Y con ella también la muerte “sicológica”, es decir, no sentirla como algo natural o parte de la vida, sino como algo terrible, doloroso, pavoroso, situación a la que todos le tenemos miedo y horror, que nos angustia y doblega, en donde sentimos que todo se acaba, las ilusiones, los sueños, los proyectos y las esperanzas. Ante esta muerte, todos y todas temblamos. Esta es la muerte “sicológica”, es decir, el temor a la muerte natural. Esta fue la muerte que se introdujo en el mundo por el pecado. 

 

Jesucristo, el vencedor de la muerte

Pero de esta muerte, que es más terrible que la muerte física, nos ha liberado Jesucristo. No de la muerte física, connatural a los seres humanos, ya que Él murió, su madre María también (aunque fueron resucitados, uno por sí mismo y Ella gracias al poder de su Hijo), los apóstoles y los santos, pues todos han muerto físicamente, sino que nos ha liberado de la muerte como experiencia trágica y tenebrosa, y nos enseñó a asumirla como encuentro de amigos, en este caso del ser humano con Dios, al final de su vida, aquí en la tierra.

Por eso San Pablo habla de “dormirse en el Señor”. Ansía salir de su cuerpo para irse a vivir con el Señor y dice que para él, “la vida es Cristo y la muerte una ganancia, es con mucho lo mejor” (1 Cor 15,18; 2 Cor 5,1-8; Filip 1,20-26). Desde entonces, muchísimos cristianos, incluso ante el martirio, el dolor, la enfermedad y las pruebas, han tenido el valor de asumirla, de esperarla serenamente pues, cuanto más cerca de Dios se sienten, no le tienen miedo. La muerte, pues, es el abrazo con Dios Padre, el encuentro con Cristo al final de nuestra vida, que nos espera en el cielo con sus brazos abiertos... Por eso, Pablo aconsejaba a los cristianos de Tesalónica, a no llorar por sus difuntos, como aquellos que no tienen esperanza (1 Tes 4,13).

Jesucristo le arrancó la máscara de horror a la muerte. Porque él mismo pasó por el miedo a ella, ya en los comienzos mismos de su pasión en Getsemaní y venció ese miedo (Mt 26,36-42; Lc 22,39-46). Está en cada uno de nosotros en aceptarla, como lo fue antes del pecado, en una compañera y amiga. Para que la llamemos “hermana muerte”, como san Francisco de Asís. Para que, cuando venga, no nos asuste, ni nos amarguemos ante su venida pronta o lejana. Para que su recuerdo no nos entristezca en el tiempo que nos quede de vida y podamos decir, como Juan en el Apocalipsis: ¡Dichosos los que se mueren en el Señor! (Ap 14,13).

 

La otra “muerte” 

Para terminar, la muerte por la que sí debemos llorar, es la muerte de nuestros ideales, de nuestros valores y de nuestras convicciones. La muerte que produce la sociedad injusta en que la que vivimos, la soledad, la agresión a las personas y los atentados contra ellas, la corrupción imperante, la falta de solidaridad, la indiferencia, la apatía de los costarricenses, la muerte del amor por la patria, del amor por la Iglesia y por nuestras comunidades; la pobreza y la miseria de tantos hermanos y hermanas. El descalabro moral en el que vivimos, la cultura de la muerte que tanto dolor, muerte y lágrimas producen en nuestras familias y en nuestra comunidad.

Pero también debemos tratar de erradicarla y vencerla, porque Cristo ya la venció, por su muerte y resurrección.