Miércoles Santo
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez
Jn 19, 1-6
Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser para nosotros un enraizarnos
profunda y convencidamente en los aspectos más importantes de nuestra vida. El
seguimiento de Cristo es para todos nosotros un atrevernos a clavar la cruz en
nuestra existencia, conscientes de que no hay redención sin sacrificio, no hay
redención si no hay ofrecimiento.
Quisiera proponerles estar con Cristo en el Pretorio antes de salir a ser
crucificado, como nos narra San Juan: “Entonces Pilatos se lo entregó para
que fuera crucificado”. Cristo, maniatado, coronado de espinas, flagelado,
sentado en un calabozo esperando como tantos otros presos, como tantos miles de
prisioneros a lo largo del mundo, el momento en el cual se abra la puerta del
calabozo para ir hacia el patíbulo, para ir hacia el cadalso.
Atrevámonos a contemplar a Cristo y veamos cómo, sobre su cuerpo, se ha ido
escribiendo como una historia trágica todos los recorridos de su pasión. En su
cuerpo están escritos, a través de las huellas, a través de las heridas, a
través de los escupitajos, a través de los golpes, a través de la sangre, todos
los momentos que le han acontecido. Por nuestra mente pueden pasar como un
relámpago las situaciones por las que Él ha querido atravesar. Hagamos nuestra
la imagen del Señor listo para ir al Calvario. ¡Cuántos dolores pasó desde el
momento de su prendimiento a través de los tribunales y a través de las burlas!
Si nos atenemos simplemente a lo que nos narran los evangelios acerca de los
golpes, la flagelación, la corona de espinas, y junto con eso todos los golpes
físicos, humillantes y dolorosos, sabremos por qué los evangelistas resumen en
una frase el tremendo suplicio de la flagelación..., ¡no hacía falta describir
más!: “Pilatos tomó entonces a Jesús y lo mandó azotar”. En el contexto
en el que son escritos los evangelios, todos conocían perfectamente lo que
significaba la flagelación. Y todo los dolores morales, las humillaciones, las
vejaciones, Cristo lo tiene escrito en su cuerpo, lo tiene grabado en su carne,
por mí.
A veces los dolores morales son mucho más intensos, mucho más agudos que los
dolores físicos. A veces podríamos haber perdido el sentido de lo que es la
carencia de todo respeto, la carencia de todo límite, de toda decencia.
¡Cuántas obscenidades, cuántas groserías, cuántas vejaciones habrá escuchado
Jesús! Él, de cuya boca jamás salió palabra hiriente, tiene que escuchar toda
una serie de insultos y vejaciones sobre Él, sobre su Padre, sobre su familia...
¡Y todo, por mí!
¡Cuántos dolores —en lo espiritual— al verse abandonado por los suyos! ¿Dónde
está Pedro?, ¿Dónde está Juan? “Prudentemente lo seguían”. ¿Dónde está Tomás,
Andrés, Nathanael y Santiago? ¿Dónde están los que querían hacer llover fuego
sobre la ciudad de Samaria por el simple hecho de que no recibían al Maestro?,
¿Dónde están, ahora que el Maestro no sólo no es recibido, sino que es condenado
a muerte, abandonado, traicionado?
Traicionado por los suyos, mal interpretado, injuriado, calumniado. ¡Qué
doloroso es ver que lo abandonan sus amigos, que es objeto de burlas soeces, que
sufre golpes, malos tratos, despojos! ¡Qué heridas le causan en el alma la
tristeza, el tedio, el miedo y las vejaciones!
Contemplemos la corona de espinas en la cabeza, la cara abofeteada y escupida y
el cuerpo lleno de heridas. ¡Y todo, por mí! Vayamos sobre nosotros mismos y
preguntémonos: ¿qué voy a hacer yo? Éste es el cuerpo de Cristo, el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo, ante el cual toda la Iglesia se arrodilla, y
ante el cual todos los hombres han pasado por encima del respeto humano y le han
ofrecido sus vidas.
Y ¿qué hay en el alma de Cristo? Antes de salir a la cruz, nos podría asustar
ver su cuerpo. ¿Qué sentimiento podría surgir en nosotros al ver su alma? ¿Me
atrevo a bajar ahí para ver qué hay en ella? Quizá nos podría asustar el ver la
soledad y el desamparo en que se debate su alma. En el alma de Cristo está
profundamente arraigada la soledad y el abandono.
Apliquemos esto a nuestra vida. Cristo acaba de sufrir todos los suplicios.
Cristo está sufriendo el suplicio interior de la soledad y la incomprensión.
¿Qué capacidad tengo yo de acompañar a Cristo en su soledad y en su abandono?
¿Hasta qué punto he comprendido yo a Cristo en su misión? Me podré espantar
quizá de que Pedro, Juan, Andrés, Santiago, no hayan comprendido a Cristo. ¿Y
yo? Si Cristo estuviese en el calabozo y viese mi alma ¿se sentiría acompañado,
se sentiría comprendido?
De cara a mi alma, ¿cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios
permite en mi vida, por parte, incluso, de los más cercanos?
Debemos ser para los demás testigos de que la soledad del alma es redentora, de
que la soledad del alma tiene una capacidad de fecundidad que, quizá muchas
veces, nosotros no somos capaces de valorar porque no la hacemos tesoro junto a
Cristo. Contemplemos a este Señor nuestro que tanto ha sufrido por nosotros,
para aprender también que nosotros podemos sufrir por Él.