En el origen del apego está el miedo, y el miedo, además, alimenta y
hace permanecer al apego.
El miedo es una emoción necesaria. Nos permite darnos cuenta de que existen
los peligros y defendernos de ellos. Podemos huir o luchar, pero con
frecuencia el miedo nos paraliza. Como seres racionales que somos, también
podemos experimentar un miedo anticipado, prevenir el peligro y protegernos de
él. Cuando los mecanismos del miedo están alterados, podemos sentir un miedo
desproporcionadamente grande respecto al peligro real; o, por el contrario, no
sentirlo en absoluto y volvernos temerarios. Un conductor que maneja un
automóvil en una autopista tranquila a no más de 110 Km. por hora y se siente
asustado por ello, probablemente está sintiendo un miedo excesivo; pero ese
otro que va a 180 Km. por hora, y se siente muy tranquilo, no está
experimentando el miedo necesario para proteger su vida y la de las personas
con quienes se cruza en el camino.
El miedo más grande, me parece, es el de no ser amado. Se trata, en su origen,
de un asunto de vida o muerte, y así es como puede quedar en nuestra fantasía
inconsciente. ¿Cómo surge este miedo? Un bebé, cuando nace, necesita ser
amado. Depende por completo de sus padres. El tener su amor es un asunto de
vida o muerte, porque si no lo tuviera en lo absoluto, literalmente, moriría.
De modo que cualquier amenaza de no tener ese amor le provoca un miedo
profundo. El niño necesita ser amado, de modo que decide que tiene que hacer
algo para lograr ese amor. Desde esa corta edad llega a la creencia equivocada
de que el amor hay que merecerlo y de que es necesario portarse bien, ser niño
bueno para obtener la atención y la aprobación de los padres. Este es el campo
propicio para que se desarrollen los apegos no sanos.
Es necesario que los niños están apegados a sus padres, es parte de su proceso
de crecimiento. Un apego no sano, por el contrario, es el de una persona
adulta que ha sido incapaz de desarrollar plenamente su individuación y crea
dependencias emocionales respecto a otras personas, objetos o circunstancias.
En un proceso normal, o más bien, ideal de crecimiento, el bebé nace, y lee en
la mirada de los padres que es bienvenido, que su presencia en el mundo les
provoca una gran dicha, que lo consideran un regalo, un don del cielo. El bebé
se siente seguro. El mundo es buen lugar para vivir. Él es una persona
adecuada, tiene derecho a estar aquí. Si el bebé entra, tal vez en brazos de
su madre, en una habitación donde se encuentran familiares y amigos, la
habitación se ilumina, hay sonrisas, alguien se levanta y acaricia al bebé, le
hace gracias... ¿Qué hizo el bebé para lograr esto, para merecer estas
muestras de alegría y cariño? Nada, sencillamente existir. Para cuando el niño
cumple dos años está tan seguro de que es amado y de que el mundo es un lugar
seguro para vivir, que puede arriesgarse a ser cada vez más autónomo. Puede
pararse frente a un hombre cinco veces más grande que él, y de quien depende
para vivir, y con todo, decirle: «¡no quiero!», puede hacer un berrinche
fenomenal y sabe que los padres siguen ahí, con su amor inalterable. A los
cinco años puede explorar y experimentar; sus padres son respetuosos de su
creciente ejercicio de la libertad, y el niño se siente seguro y protegido por
los límites que ellos le marcan. En la edad escolar el niño descubre, día con
día, sus capacidades y talentos, desarrolla su responsabilidad y continúa en
su camino hacia la independencia. Sabe que sus padres se alegrarán con él por
sus logros, y que lo apoyarán a superar sus fracasos, pero que el amor y la
aprobación de sus padres no depende de sus calificaciones, de sus logros, ni
de su conducta en general. En la etapa de la adolescencia el chico debe
cuestionar las ideas, los valores y las normas de sus padres para luego formar
sus propias ideas, valores y normas. Si hasta este momento ha sido guiado,
respetado y amado, este momento crítico en la vida de todo ser humano será
superado con éxito, con un mínimo de malestar en la familia. Para cuando esta
persona llega a la edad adulta, es un ser humano independiente, libre, seguro
de sí mismo, con un firme amor por sí mismo y capaz de amar en forma auténtica
y sin apego. Ya no necesita apegarse a sus padres, ni a ninguna otra persona.
No depende de la aprobación, de la atención o de la presencia de otras
personas para ser feliz.
Este desarrollo ideal, sin embargo, rara vez ocurre en forma perfecta. La
inmensa mayoría de los seres humanos encontramos dificultades en este proceso.
Puede ser desde que el bebé no haya sido deseado, que la noticia de su
existencia haya sido mal recibida, que durante la gestación la madre se haya
sentido angustiada o deprimida. Puede ser que al nacer el bebé en la mirada de
los padres haya leído «Esta es demasiada responsabilidad para mí» «Eres una
carga», «No eres bienvenido». Puede ser porque los padres eran demasiado
jóvenes, o tenían conflictos, o la madre estaba enferma, no importa, el
mensaje es el mismo. En la mente del bebé se va formando la idea de «no
merezco ser amado», «necesito luchar por ganar la atención». Después pueden
venir un sin fin de errores y de mensajes equivocados. Por ejemplo, el de una
educación autoritaria, que no permite al niño desarrollar su independencia; la
violencia, mental, emocional o física, que lastima gravemente la seguridad del
niño; la sobreprotección, que es una forma de manifestarle al niño que no
sirve; y especialmente, toda forma de amor condicionado: si te portas bien y
haces lo que quiero, te quiero mucho. ¿Y si no…?
La persona que no recibió amor incondicional, perdió su centro. Vive para
complacer a otros, con tal de obtener su atención, su afecto, su aprobación,
que no un verdadero amor. No logró su independencia ni su individuación,
siente que necesita de los demás para ser feliz, y se apega a ellos como
cuando era bebé, con un sentimiento, probablemente inconsciente pero
igualmente fuerte, de que el ser aprobado y aceptado es un asunto de vida o
muerte. Esta dependencia puede trasladarse al trabajo, al éxito, al prestigio,
al poder, a los bienes materiales… pero en el fondo sigue siendo el mismo
asunto: el miedo a no ser aceptado.
Vivir sin apego significa amar desde la libertad, no desde el miedo. Yo te amo
porque lo decido, porque me da la gana, porque para mí es un inmenso placer
amarte... y si me correspondes, el gozo es inmenso; pero si no, de todos modos
estoy bien, y disfruto de tu presencia cuando es posible.
Vivir con apego significa amar, o pretender amar, desde el miedo. Tengo miedo
de amarte, de que me lastimes, sin ti no puedo vivir, no puedo respirar, te
necesito... ¡Qué horror!
Vivir sin apego es conservar el poder sobre mí mismo. Vivir con apego es
otorgar el poder sobre mí mismo a otras personas, a las cosas o a las
circunstancias.
Es difícil soltar a las personas que amamos. Estamos llenos de mensajes
equivocados. El miedo nos paraliza. Escuchamos, e incluso lo creemos, que
podemos ser libres interiormente, que podemos ser felices aun si las personas
de quienes estamos apegados no nos amaran. Que podemos ser felices aun en el
utópico caso de que ningún ser humano nos amara. Pero no lo hemos
experimentado. Sería como dar un salto al vacío. Para lograrlo, no podemos
sentarnos a esperar a que pase el miedo, podríamos quedarnos sentados toda la
vida. El miedo no va a desaparecer tampoco a base de reflexión y de argumentos
lógicos. No. Las cosas en las que creemos hay que hacerlas pese al miedo, con
todo y miedo; ya desaparecerá éste al enfrentarse a la realidad. Si soltamos
el apego, pese al miedo, descubriremos el gran gozo de permitirnos ser
auténticamente nosotros mismos y de, por primera ver, amar verdaderamente.
(Participación en la mesa redonda sobre el miedo, del Seminario de Cultura
Mexicana, corresponsalía Querétaro, febrero de 2004)