ALBAN GOODlER, sj.

EL MEJOR CAMINO

El conocimiento interno de Jesús, el mejor camino para la vida espiritual

 

 

 

Título original de la obra: A MORE EXCELLENT WAY
Autor: Alban Goodier, sI.

Traducción: Alberto Hurtado Cruchaga, sI.
5a. edición - Santiago de Chile, 25 de septiembre de 1952

Actualización del texto: Félix Palencia, sI.
Hermosillo, Sonora, México, 12 de diciembre de 2003

 

El padre Alberto Hurtado Cruchaga, de la Compañía de Jesús, manifestó repetidas veces su deseo de que se reimprimiera El mejor camino: El conocimiento íntimo de Jesús, el mejor camino para la vida espiritual, como tituló y subtituló su traducción castellana de A more excellent way.

Con mayor gusto hemos tomado la tarea, ahora que Alberto Hurtado ha sido declarado Beato por Juan Pablo II, quien así confirmó en alguna manera la excelencia del camino propuesto por el ex-Arzobispo de Bombay y seguido y sugerido en Chile por Alberto Hurtado.

PROLOGO DEL TRADUCTOR

Monseñor Alban Goodier, sj., ex Arzobispo de Bombay, consagró su vida al estudio de Jesús. Sus obras La vida pública de Nuestro Señor, La pasión y la muerte de Jesús, Jesucristo resucitado, Las parábolas del Evangelio son un monumento de ciencia cristológica, de piedad y sobre todo de la más fina penetración psicológica de los sentimientos de Jesús, de sus discípulos y de la muchedumbre que siempre lo rodea. El lector ríe, llora, admira, como si fuera uno de los oyentes de Jesús.

Entre las obras de Mons. Goodier hay una especialmente atrayente: un folleto, modesto en apariencia, pero riquísimo en sabiduría, que editado repetidas veces y traducido a varias lenguas ha recorrido el mundo haciendo el bien. Su autor, con inglesa sobriedad, lo tituló A more excellent way, Un mejor camino: no el mejor, sino un mejor camino. Ese camino en la vida espiritual es Jesús íntimamente conocido, sobre todo a través de los evangelios.

Quien es familiar a Jesús terminará, según ley fundamental de la psicología del amor, por asemejarse a él.

No hemos querido retocar la introducción de este ensayo, a primera vista fría y desconcertante, seguros de que el lector comprenderá pronto el valor de esas sobrias páginas en su ardiente amor a Jesús, desiertas de la hojarasca palabrera que tanto molesta en algunos libros de piedad.

Alberto Hurtado Cruchaga, sJ.

 

 

El divino modelo en su original

1. El evangelio

Es muy necesario tener presente que la verdadera imagen y personalidad de Jesús tal como quienes convivieron con él y sus primeros seguidores la percibieron y recordaron en su fe y confianza en él, es la que los evangelios nos consignan. Las obras acerca de Jesús, escultóricas, pictóricas, cinematográficas, musicales, teatrales o escritas, como los textos varios de devoción o de oración, nos pueden ayudar a interpretarlo o darnos el resultado de descubrimientos ajenos; pero, a fin de cuentas, aun los más inspirados e inspiradores de sus autores tienen que reconocer a los evangelios como su origen y su fuente. Si el cuadro que nos ofrecen difiere del propuesto por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, por más hermoso, fascinante o motivador que nos resulte, no nos representa a Jesús mismo, sino sólo fantasías hermosas de la imaginación del artista.

Por esto, léase o estúdiese lo que se quiera: vidas de Cristo, tratados ascéticos, libros místicos, cartas y escritos de los santos, las más notables biografías e historias, actas de los martirios y anales de la Iglesia, teologías sutiles y sublimes poesías. Pero no se olvide que todo ello ha sido elaborado para enfocar, ensanchar o profundizar el conocimiento de Jesús; y que podrá auxiliar, pero nunca sustituir, la lectura constante de los evangelios, que busca a través de sus páginas a aquél a quien ellas, y solamente ellas, nos presentan como camino, como verdad y como vida.

Y, a decir verdad, con ellas tenemos suficiente..; aunque no lo bastante, es cierto, como para saciar nuestra curiosidad humana, porque tenemos ansia, ansia casi excesiva, de saber y paladear todo lo que pudiere ser conocido, hasta los pormenores más triviales, en referencia al más hermoso entre los hijos de los hombres. Pero sí lo bastante para formarnos una imagen perfecta; más aún: lo bastante para poner de manifiesto ante nuestros ojos una realidad viva cuya contemplación baste para ocupar toda nuestra vida y la de los hombres todos, sin que logremos nunca agotar tan rica mina.

 

Sin desechar la ayuda que nos puedan proporcionar otros auxiliares, pero sin estribar en ellos como en fundamento último, busquemos, pues, a Jesús en los evangelios, y tendremos la dicha de hallarlo por nosotros mismos.

 

Firmeza y seguridad de Jesús

Desde el primer momento descubriremos a este hombre, a Jesús, encaminado a su misión y a su destino por una decisión inalterable, tal que nada puede desviar, hacer vacilar o distraer:

A las lágrimas de su madre opone una respuesta franca: ¿No sabían que yo debo andar en los asuntos de mi Padre (Lc 02:49), y acalla con energía las protestas de Juan el Bautista, el mayor de todos los profetas de Israel: Deja que lo hagamos así ahora, para que respetemos el orden que conviene (Mt 03:15). Ninguna inseguridad, ningún titubeo al ir haciendo su camino: avanza entre la vida y la muerte con paso firme y actitud definida, consciente de quién es y a qué quiere llegar, y decidiendo siempre inequívocamente, en la más plena libertad y congruencia.

Resulta, pues, natural que lo encontremos siempre claro, firme y tajante en sus juicios y opiniones, hablando en todo momento como quien tiene autoridad (Mt 07:29), de manera que hasta sus enemigos no tengan más que exclamar reconociéndolo: Nunca había hablado nadie así como habla este hombre (Jn 07:46); sincero siempre y resuelto, sin dejarse vencer por circunstancias desfavorables, ni por asechanzas tendidas contra él, ni por esfuerzos empeñados por atraparlo en sus propias palabras (Mt 22:15), ni por precauciones o rodeos que a veces se vio obligado a utilizar.

Lo contemplaremos también infaliblemente certero en su apreciación acerca de los seres humanos: Nunca lo engaña una impresión pasajera, ni procede contra sus propias posturas bien establecidas, ni confunde la maldad con la desgracia; sino que distingue la verdad de la falsía, lo realmente malo de lo realmente bueno, lo que corroe la raíz misma de la vida humana de lo que solamente marchita sus ramas, lo que conduce a la verdadera paz (Lc 19:42) del mero y estéril formulismo; aprecia lo que hay de real y verdadero en cualquier persona humana: en el corazón de un amigo o en el de un enemigo, en el tenido por santo o en el considerado como pecador, en el creyente y en el no creyente, en el que es bueno por rutina, en el que se confunde entre el común de los mortales y en quien es catalogado como criminal o malhechor.

Es éste, pues, el primer rasgo que descubrimos en Jesús: un sello de cabal e infalible seguridad y certeza y de ser acreedor a nuestra más plena confianza, precisamente por esa su seguridad acerca de quién es y qué pretende.

 

Su amor universal

Si proseguimos nuestro acercamiento a él, lo descubriremos también como el más tierno de los corazones: un padre, una madre, un hermano, una hermana, un verdadero amigo que no ostenta superioridad alguna ni hace gala de inmerecida condescendencia: el mismo siempre para con todos y para con cada uno, que conoce y penetra con simpatía todos los corazones que se le abren confiados, y no confunde jamás una persona con otra, ni se fastidia con algunos presentes por echar de menos a un ausente, ni menos aún excluye a uno por preferencia para otros, ni disminuye el amor e interés que a cada quien profesa por más que sean muchos los amados.

Por otra parte, nunca es flojo ni débil, ni tan indulgente o cegado por el afecto que no vea los defectos e imperfecciones de a quien ama. Con prodigalidad hace particioneros de su amor a todos los que quieren aceptarlo, aun a los más desechados por el cariño humano, sin que ninguno pueda llamarlo sentimental o blandengue. Es él tan verdadero, tan magnánimo, tan olvidado de sí mismo en sus pretensiones, tan sencillo en sus miras, tan incapaz de engañar, que no puede menos de conquistar el amor de aquéllos a quienes atrae con su sola presencia.

Lo vituperaron y acusaron de otros delitos, incluso dijeron de él que, poseído de Belcebú, actuaba con poderes demoníacos, que era un impostor o era un blasfemo; pero nunca pudo decir alguien -aunque él amó mucho y no ocultó nunca su amor, y aunque se abajó hasta lo más vil y degradado, aun con escándalo de algunos-, que su amor era otra cosa que comprensión y verdad y generosidad, y virtud que todo lo sufre y todo lo dignifica, y que es en sí perfecta.

Su constancia

Otro rasgo que pronto advertimos en él es su constancia: Tiene un trabajo definido por hacer, una vida por vivir y una muerte por morir, que están escritos en cada página de su historia, en sus viajes, en sus enseñanzas, en su actitud para con los hombres, tanto como lo repite e inculca en cada una de sus palabras; y nunca, ni por un instante, titubea en su cumplimiento. Puede oprimirlo el fracaso, pero no desalentarlo; la contradicción puede alterar sus planes, pero no quebrantar sus esfuerzos; la malicia no le amarga; el engaño, la falsedad, las asechanzas, las torcidas y deliberadas interpretaciones de sus palabras y acciones, la deserción, los amigos engañosos, los compañeros infieles o tímidos, la falta de fruto en todas sus obras, aun el desprecio deliberado, no pueden quebrantar su abnegación, ni estremecer su mano bondadosa, ni hacer vacilar su pie por las montañas.

Nada de esto puede alterarle: siempre y en todas partes, desde el principio hasta el fin él es el mismo; parece no hacer caso de sus necesidades ni del fruto de sus trabajos. Sea cualquiera el resultado, tiene una misión que cumplir y sólo atiende a la realización de ella. Trabaja sin interés alguno por una recompensa, se afana sin pedir descanso, camina con seguridad por la senda de la vida hasta su fin dando testimonio de la verdad (Jn 18:37) ), hablando como quien tiene autoridad (Mt 07:29), haciendo siempre el bien (Mc 07:37) a todos indistintamente, al que lo merece y al que no lo merece, al amigo y al enemigo, a propios y extraños, a cuantos se dignen aceptar de su mano los beneficios que derrama a su paso.

 

Su bondad y misericordia

Estas tres notas que en El hemos descubierto: la seguridad y absoluta certeza de su conocimiento, la infinita ternura de su corazón, la constancia de su proceder, nos llevan como de la mano para considerarlo extendiendo sus ojos hacia todos con mirada de bondad ilimitada. Jamás un ser humano se ofrece a su vista sin que lo penetre él con juicio exacto, en verdad, pero infinitamente temperado por amor, lo interprete con comprensión íntima, lo reciba con bienvenida de la amistad; ni puede excogitarse bien alguno en favor de los hombres, ni es posible interpretación benigna alguna de los humanos extravíos que no encuentren lugar en sus entrañas.

Mientras otros encuentran razones para condenar justamente, él las encuentra para salvar; mientras la justicia pone un límite al tiempo para arrepentirse y permite a la ley seguir su curso, él aguardará hasta el último momento y se inclinará finalmente al perdón. Jesús no fuerza a los hombres: les tiene demasiada consideración como para poder hacerles violencia; se ofrece a sí mismo, y aguarda el desenlace. Cuando ellos sienten interés por él, los invita a acercarse. Algunas veces da él el primer paso, pero de ordinario han de ser el hombre quien lo dé; y, cuando realmente éste se acerca, cuando le deja ver que lo desea, brillan entonces sus ojos y su corazón se expansiona, y su mano se abre y cada gesto suyo y cada mirada suya traslucen su interés y su simpatía y su anhelo más profundo y más intenso. Nunca está tan a punto de parecer fuera de sí como cuando alguien, con su súplica, le demuestra que se fía de él y le corresponde, pues no puede menos entonces que soltar las compuertas del encendido afecto de su corazón.

 

Su perfección

Son estos los cuatro rasgos característicos que nos dan la fisonomía de aquél que viene de Edom y de Bosra, vestido de rojo, con ropa esplendorosa y con andar espléndido (Is 63:01), como los cuatro evangelios le describen insistentemente. El es aquél a quien, el evangelista, esforzándose por describírnoslo con palabras abstractas, no pudo sino decir con el profeta: No romperá la caña resquebrajada, ni apagará la llama que aún humea (Mt 12:20); el mismo a quien, sin embargo, llama el mismo profeta: Consejero Admirable, Dios Fuerte, Padre Inmortal, Príncipe de la Paz (Is 09:06).

Lo vemos claramente, y sabemos que no nos engañamos: Es el hombre de conducta firme e inquebrantable, aunque sin sombra de dureza. Es grave en su mirar, que inspira silencio, sin dejar por eso de atraernos; sus ojos otean al infinito, sin que nadie, sin embargo, se escape a su mirada, y lucen como velados por lágrimas, aun siendo penetrantes más que los del águila. Sus labios tiemblan como los labios trémulos de una virgen pudorosa, pero son tan firmes que comunican valor a los más débiles. Su pensamiento es tan profundo que da para reflexión interminable a los más sabios, pero él es tan sencillo que hasta los niños logran entenderlo. Traspasa los límites de la vida, y no hay una flor en los campos, ni un pájaro en los aires, ni un desechado pedrusco en el camino que le pasen inadvertidos o le sean indiferentes. Artesano de manos encallecidas, siente en su cerebro y corazón un anhelo ardentísimo de trabajar, y está siempre dispuesto a cesar en su faena cuando puede ser útil a algún compañero. El celo por la Casa de su Padre lo consume, la verdad y la justicia lo enamoran, y es al propio tiempo paciente y misericordioso, aun cuando lo están hiriendo, delicado como la más tierna de las madres.

 

Otros rasgos

Estos rasgos y otros muchos descubrimos en Jesús: amor a la soledad, aunque su mayor gusto es convivir con los humanos (Pv 08:31); amor a la oración, aunque no sabe arrancarse de la muchedumbre que lo sigue, ni siquiera para alimentarse; amor a la paz, aunque sus días son un continuo batallar; ardiente deseo de no sobresalir entre los demás, aunque no puede ocultar a los hombres lo que los incita a proclamarlo rey... Pero es inútil continuar describiendo su figura: a medida que avanzamos en su conocimiento, la fascinación que ejerce su persona aumenta más y más; cada nuevo paso que damos, la penetramos con mayor claridad, porque nada hay en él que no sea perfectamente transparente; y, con todo, también a cada nuevo paso nos convencemos más y más de que aún no hemos comprendido nada.

Los evangelistas lo conocían mejor que nosotros y no osaron describirlo: se contentaron con presentárnoslo en su narración predicando el Reino, sanando a los enfermos, compadeciéndose de la multitud o retirándose a la montaña para orar, porque comprendían que al obrar así no oscurecerían su figura con la minuciosa pintura de los pormenores: Su personalidad es demasiado sublime para ser descrita con minucias. Los escritores evangélicos sabían que su misión era dejarnos, en el sencillo relato de los acontecimientos, materia de contemplación y reflexión para las generaciones venideras, que jamás sería por ellas agotada.

Y verdaderamente que así es: A medida que atendemos más al relato evangélico y lo repasamos con una mirada de fe, animados por la esperanza y la confianza, vemos que el retrato se hace más vívido y las facciones más expresivas. Sí, son las suyas; lo sabemos: Encontré a mi amado y no lo soltaré (Ct 03:04). Otros retratos suyos, otras copias y esbozos trazados por artistas más recientes, sin duda que nos son de algún provecho; pero tienen todos sus limitaciones; algunos son exagerados, todos son imperfectos y ninguno nos satisface por completo. La vida que ellos poseen la han recibido del sublime original, y solamente en la medida en que participan de él tienen alguna inspiración.

 

 

2 El divino modelo estudiado y meditado

Nuestro esfuerzo personal

En las líneas anteriores hemos procurado reunir algunos rasgos de Jesús, como los evangelios nos lo muestran. Si queremos otros rasgos y sobre todo más pormenores acerca el Maestro, hemos de procurar reunirlos por nosotros mismos. Los puntos que hemos tocado no son sino cuatro líneas directivas, cuatro pinceladas, alrededor de las cuales podremos agrupar muchas otras si deseamos. No será un trabajo arduo, pues Jesús no es difícil de ser descubierto, ni se necesita mucha psicología y mucho análisis para conocerlo.

 

Por la sencillez y simplicidad

Jesús es la misma simplicidad y verdad, la misma mansedumbre y humildad de corazón, y por la verdad y simplicidad, por la humildad y mansedumbre fácilmente lo hallaremos. No olvidemos aquella acción de gracias escapada de su pecho cuando un letrado se retiró de él con desdén: Te alabo, Padre, señor del cielo y de la tierra, porque mantuviste ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has descubierto a los sencillos (Mt 11:25); ni tampoco aquellas palabras suyas de amonestación: Si no cambian ustedes y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos (Mt 18:03).

Bien vale la pena que gastemos un momento en ponderar el significado de estos dichos. Nos quejamos de la falta de fruto, de la sequedad y del vacío que experimentamos en la oración. Con frecuencia, aunque sin darnos cuenta de ello, parecemos apuntar no al fruto de la oración sino al del estudio; pretendemos el conocimiento reflejo que proviene de la meditación puramente intelectual e investigadora, y no la mirada más profunda, la comprensión más plena, el abandono que se funda en la fe, en el amor y en la esperanza, que es el verdadero fruto de la oración: del que no puede ser válida contabilidad alguna ni medida alguna, ni en horas o minutos, ni en metros o centímetros, así como la vida humana no puede ser contada, pesada ni medida.

En otras palabras: buscamos y juzgamos atenidos a las normas de una falsa prudencia adulta, y no con las normas infalibles del niño, como Jesús nos recomienda.

 

Acompañando a Jesús

Un niño, para conocer y amar a su madre y así confiar en ella, no necesita más que de su compañía. Semejantemente, hay también un conocimiento de Jesús que no nos pueden dar los libros ni la reflexión, sino únicamente el vivir cerca de él, acompañándolo tal como nos lo presentan las páginas del evangelio: trabajando su jornada en Nazaret, quieta, monótona, hasta el punto de hacernos olvidar su presencia; deslizándose en silencio por las laderas de las montañas, hasta que eso llegue también a hacérsenos un hábito; o caminando por las riberas, desconocido de todos, excepto de uno, el único que tiene ojos para ver..; o presentándose firme y franco ante el pueblo para prescribir, rogar, reprender o consolar, pero siempre como el mismo pilar de fortaleza en que todos pueden encontrar apoyo; sentándose a la mesa con amigos y enemigos, objeto de un trato familiar y casero, despreciado por unos y temido por otros, aunque sin dejar nunca de ejercer el sentimiento de atracción íntima al que María la de Betania se entregó; durmiendo en la barca, débil aunque lleno de poder; de tal manera compasivo, inclinándose hasta el más sobajado, que por eso mismo los hombres quieren proclamarlo rey; denunciando el mal como un trueno que intimida al más violento, mientras los niños pueden siempre jugar en sus rodillas.

Si acompañamos a Jesús en todas estas las variadas actuaciones de su vida, en el ajetreo de las calles o en los apartados senderos, en el estrépito de Jerusalén o en el retiro de Betania, podremos conocerlo por nosotros mismos tal como es y darnos cuenta de que lo conocemos, aunque no sepamos tal vez, ni tengamos -ni nos preocupe el tenerla- una sola palabra con la cual expresarlo: es el Señor (Jn 21:07); mi amado es para mí y yo soy para mi amado (Cant 02:16); sé en quién tengo puesta mi confianza (2Tm 01:12). Esto basta.

 

Contradicciones humanas

¡Jesús, mi Señor Jesucristo! ¡Deseado del mundo, el más hermoso entre los hijos de los hombres!

Hasta tus enemigos reconocen la dignidad de tu porte, la armonía de tu carácter, el atractivo de tu ser. ¿Cómo puede ser que haya gente para la que nada significas? ¿Cómo puede ser también que nada o muy poco signifiques para muchos que creemos creer en ti? Así es: sabemos de ti, creemos en ti, te conocemos con certeza, fundamos en ti nuestra vida presente y nuestra esperanza para lo porvenir, te alabamos, te invocamos y acudimos a ti. Te reconocemos no sólo como el hombre perfecto; sino que te confesamos Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; vemos en ti el alfa y el omega, el principio y el fin, el centro de la historia, la clave de todo lo creado, la fuente de donde procede cuanto de bueno hay en el mundo..; y a pesar de saber esto y de saber que es verdadero y de pensar en nuestros mejores momentos que daríamos felices nuestra vida por atestiguar esta verdad, sin embargo, al instante siguiente podemos ignorarte, oponernos a ti, recorrer el camino de la vida como si tú nunca hubieras existido.

Más sorprendente aún: Nosotros, los que creemos en ti, podemos alcanzar el sentido profundo escondido en las sencillas palabras del evangelio; con la enseñanza de tu apóstol Pablo podemos vislumbrar lo que significa tu resurrección: que una vez habiendo resucitado de entre los muertos no has de volver a morir, porque la muerte ya no tiene dominio sobre ti, y que, por tanto, vives ahora como viviste en otros tiempos, que el Jesús de ahora eres el mismo de entonces, la misma verdad perfecta, la misma luz fascinadora, la misma comprensión afectuosa, el mismo corazón que palpita, el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13:08); podemos saber todo esto y comprenderlo suficientemente, podemos conocer que existes, que existes aquí y ahora cerca de nosotros, y, sin embargo, también podemos pensar y actuar e ir haciendo nuestra vida como si no existieras, como si nada significaras para nosotros. Con ojos de fe podemos ver tu cara resplandeciente, en la oscuridad; impregnados de esperanza, podemos sentir cómo se extienden tus manos para estrechar las nuestras; enamorados de ti, podemos distinguir el acento de tu voz como lo escucharon tus compatriotas de Galilea, susurrando nuestros nombres, hablándonos de un amor que las palabras humanas son incapaces de expresar... Estos son nuestros sentimientos, y su propia evidencia nos muestra que son certeros, que no son un sueño, ni son el desahogo de un puro sentimentalismo; y, con todo, fascinados por una nadería, podemos apartar nuestra mirada de ti y proceder como si prefiriéramos cesar ya de caminar junto a ti, y como si nunca hubiéramos aprendido a gustar cuán suave es el Señor (Ps 34:09).

Y más extraño todavía: podemos escuchar tus palabras que nadie capaz de oír puede dejar de entender en su verdadero sentido, por las que te entregas a nosotros para ser nuestro siervo, nuestro alimento, nuestra vida, nuestro continuo compañero, y, a pesar de ello, podemos permanecer inconmovibles. Unos pocos hombres en las pasadas edades te han conocido de veras, y una vez que te han conocido han reputado todo lo demás como estiércol y basura en comparación contigo; te han amado, y tan pronto han comenzado a amarte se han convencido de que ningún otro amor podría apartarles del tuyo, amor de los amores; se han entregado totalmente a ti, y tan pronto han renunciado a sí mismos han comprobado la fortaleza y heroísmo de que eran capaces: la fortaleza que vence la tortura y hace de la muerte un juego de niños, y todo lo trueca en alegría.

Esto lo podemos ver todos; lo podemos admirar y aprobar; podemos decir que quienes así se han entregado a ti han obrado de la manera más cuerda, porque han orientado su existencia hacia su verdadera meta, han llegado a identificarse con la verdadera vida de nuestra vida y alcanzado aquella semejanza contigo, dechado de toda perfección humana... Podemos ver claramente todo esto y confesarlo así; y después, sin embargo, dar media vuelta y proseguir nuestro camino como si estas verdades nada nos significaran.

 

Cristo me amó y murió por mí

Verdaderamente, ¡qué extraños somos los hombre!: El que cree, pero no ha subyugado su vida, o el que no quiere creer, juzga enajenación y pérdida el reconocer tan gran verdad. ¡Pérdida el reconocer a Jesús, el Cristo!; ¡pérdida el reconocerlo por hermano, cuando su parentesco eleva eleva y dignifica nuestra raza!; ¡el llamar 'amigo' a aquél cuyo corazón dilata las expansiones del nuestro más allá de los límites del mundo!; ¡pérdida el escoger por compañero a aquél cuya compañía da un nuevo significado a nuestra vida!, ¡el reconocer por guía a aquél cuyo servicio es prenda de nobleza, el erigir por ideal a Jesús, el más sublime ser del universo!; ¡enajenación el ser vencido y ganado por Jesús!

Si hay quien dictamine así, quien proceda en consonancia con este su dictamen, ¿merecerá acaso a Jesús?, ¿será acaso acreedor al ofrecimiento de la vida, de la sustancia misma de el Cristo? Sí. "Sí" responde Jesús, también a esta pregunta. Y es ésta la última revelación de su carácter, la corona de su fisonomía, una revelación que deshace el corazón de Pablo y habría de deshacer el corazón de todo quien quisiera dejarse penetrar por aquello del Apóstol: él nos amó, me amó a mí y se entregó a sí mismo por mí (Ga 02:20).., sí: también por mí.

 

3. Camino de santidad seguro y suave

Vivir el ideal

Cuando yo era más joven, principiante aún en la vida verdadera, y me conocía menos y conocía menos a las demás, lleno de santas ambiciones andaba en busca de guías que me enseñaran la cumbre de la perfección. La buscaba en los libros y en el estudio, en planes y esquemas que excogitaba o trazaba en un papel, proponiendo ante mi vista el modelo de todas las virtudes, y consideraba la belleza de ellas belleza y me proponía adquirirlas; y, para lograrlo mejor, las dividía y subdividía, las analizaba y componía sus tramos como los de una escalera. Esta semana, siguiendo el consejo de los autores espirituales que tenía entre manos, adquiriría la virtud de la paciencia, la semana próxima guardaría estrictamente mi lengua, la semana siguiente la consagraría a la práctica de la caridad; vendría después el espíritu de oración y, tal vez antes de un mes o dos, tendría un éxtasis y vería al Señor.

Ahora que he envejecido un tanto y que me encuentro aún batallando por la primera de aquellas virtudes -y aun eso, en un grado muy elemental-, aleccionado en parte por las propias dolorosas experiencias y en parte por los progresos de que he sido testigo en los pobres, de quienes he sacado muchas enseñanzas que no había podido ni soñar, estoy convencido de que hay un camino para la perfección mucho mejor que cualquier otro, descuidado el cual no nos serán los demás de gran provecho. Porque es posible adquirir una aparente perfección en las virtudes y estar muy lejos de haber crecido un poco en libertad, en amor y en comprensión. Pocos hombres han empleado tanto los métodos de autocontrol, como cierto conocido mío en quien nunca logró brillar el menor destello de honestidad y compasión.

Por otra parte, es posible ser un gran hombre, estar lleno de amor, y, a pesar de ello, ser imperfecto bajo muchos aspectos: pregunten si no a todos los santos, y les contarán sus muchas faltas y defectos. Una cosa con todo es imposible: de todo punto imposible es crecer en el conocimiento interno y amor y seguimiento de Jesús, sin crecer al propio tiempo en todas las virtudes y acercarse cada día a la verdadera perfección.

Por esto, si me fuera permitido reiniciar mi vida espiritual, procuraría encauzarla por aquí y por aquí trataría de acompañar las vidas de todos aquellos que Dios pusiera en mi camino. Toda práctica de oración o de piedad puede tener algo de bueno. Vale mucho ser siempre pacientes, diligentes en el empleo de nuestro tiempo, indulgentes con quienes nos son difíciles, prudentes y medidos en nuestro diario hablar; pero ¿no hacen esto también quienes no creen? (Mt 05:47 ); y, ¿no es posible poseer todo esto y permanecer tan soberbio como Lucifer? Aun me atrevería a decir que el mismo demonio puede poseer muchas de estas cualidades. Puede uno ser muy prudente, estar muy atareado, hablar palabras melifluas, acomodarse a las necesidades de los demás, ser el más atrayente de los compañeros, sin tener otra cosa que un barniz interior de hipócrita virtud, que no hace sino disimular un orgullo y egoísmo muy profundo.

La verdad: la perfección humana, a la que Jesús invita a quienes confían en él, comienza solamente cuando dichos actos proceden del fondo del corazón; y esto se logra casi únicamente por el amor. El ser humano se transforma cuando ama, mientras que antes de amar apenas sí superficialmente se altera. Resulta así verdad que el conocimiento y amor de Jesucristo llega más a lo íntimo del hombre que ninguno de los esfuerzos de los estoicos por alcanzar la virtud: aquél es carne y sangre, éstos sólo huesos blanqueados; aquél es vigor y vida, éstos sólo muerta perfección. Amar y seguir a Jesús incluye toda virtud y verdadera perfección, hace que crezcamos en ellas sin darnos cuenta y no que nos las adhiramos como algo postizo y sobrepuesto: las produce de sí misma, como la tierra húmeda y caldeada produce sin darse cuenta la belleza de las flor primaveral.

 

Normas prácticas

Y, pasando a algún detalle, esto es lo que yo llamaría una aplicación de esta doctrina:

1. Leamos libros espirituales, tantos cuantos sea conveniente y con la intensidad que convenga, pero no midamos nuestro crecimiento espiritual por el número de libros que hayamos leído ni por la suma de conocimientos que nos hayan aportado. Recordemos la advertencia ignaciana: "No es el mucho saber lo que harta y satisface el ánimo, mas el sentir y gustar de las cosas internamente". Leamos, pues, para este poder sentir y gustar internamente de las cosas, pero no consideremos irreparable pérdida el que haya libros que no hayamos leído o autores de quienes no tengamos ni noticia. Leamos, sobre todo, la Biblia, especialmente los evangelios, con una mirada menos puesta en nosotros mismos y más en aquél a quien ellos nos describen. En ellos más que en ninguna otra lectura encontraremos el verdadero conocimiento y creceremos en la espiritualidad verdadera.

2. Tengamos diálogos espirituales, pero no tanto sobre nosotros y nuestras ruines faltas, ni siquiera sobre nuestras propias pequeñas virtudes y aspiraciones, sino más bien acerca de él, de su humanidad plenaria y de la excelsitud de su proyecto, olvidados de nosotros mismos ante el brillo de su gloria. Si actuamos así, perderemos, es verdad, la satisfacción -harto peligrosa, por lo menos- de vernos crecer en perfección o santidad, pero creceremos en cambio de la manera más natural y completa ante los ojos de Jesús. ¿Para qué queremos más?

3. ¿Meditar?... sí; ¿orar?... sí. Demos a nuestra sed interior lo más de estos que podamos, pero no gastemos todo el tiempo en lamentar nuestras pequeñeces y defectos, en remendar las deshechas resoluciones y en recoger esos volátiles ideales que, como nos lo ha enseñado una experiencia cotidiana, erigimos hoy para que mañana se derrumben. En vez de esto, demos más y más lugar en nuestra oración a embelesarnos en la presencia de Jesús, fortificaros con su compañía, enamorarnos de la belleza del más hermoso de los hijos de los hombres, alegrándonos de su amistad, interpretando sus sentimientos, simpatizando con las alegrías y tristezas de su corazón... Llenemos nuestra plegaria con estas cosas; penetremos por sus heridas hasta su misma alma; miremos después por sus ojos, arriba, al cielo... y a la tierra..; y nosotros, como niños, acerquémonos a él, que aunque olvidemos allí nuestras personales ambiciones de medro espiritual, llegaremos, en cambio, sin damos cuenta de ello, a ser lo que fue él.

4. ¿Hemos de examinar nuestra conciencia? Por qué no; pero no para regañarnos y torturarnos interiormente, cosa nada recomendable, como nos lo enseña una larga experiencia. Dejemos, en lugar de eso, que nos mire Jesús con sus ojos, profundamente humanos y divinos; mirémonos a nosotros mismos a través de esos sus ojos; veamos la alegría que le causamos, para animarnos al gozarla; la tristeza, para ahogar en la de él, confiadamente, la nuestra; la sonrisa que brota de su rostro al vernos en su presencia, o el entristecido dolor de compasión que le causamos.., y muy extraño sería que esta constante vista de Jesús no produjese un efecto perdurable.

 

4. Las pruebas del amor

Cómo conocer el amor

Hay todavía un punto oscuro que será bueno esclarecer. Demos por establecido que el conocimiento y amor de Jesús sea el punto más importante de nuestra vida espiritual y que conozcamos también de alguna manera el mejor modo de alcanzarlo. Nos sentimos con todo tentados a aventurar aún una pregunta: ¿podemos conocer con certeza que hemos alcanzado este amor?; y, en caso afirmativo, ¿cómo podremos conocerlo?

Hay muchas maneras de reconocer el amor: algunas verdaderas, muchas falsas; unas buenas hasta cierto punto, pero incompletas, otras que no son sino manifestaciones de sentimientos pasajeros. Las pruebas del perfecto amor son de ordinario muy distintas de estas mudables afecciones y desprovistas por lo común de todo sentimentalismo.

 

Identidad de criterios

Podemos comprobar esto en la vida ordinaria: decimos que dos amigos se entienden y se aman cuando sus mentes concuerdan y simpatizan sus almas. Ven ellos las cosas de la misma manera, aspiran al mismo fin; cada cual tiene en cuenta el criterio y manera de ver de su amigo para llegar a pensar lo mismo que él; casi sin darse cuenta sus mentes se armonizan, llegan a asemejarse en todo. Esta es la mejor de todas las señales. Así sucede también entre Jesús y quien lo ama y por él se sabe amado. A medida que su trato se va haciendo más frecuente e íntimo ven las cosas todas bajo un mismo aspecto, sus miras se identifican, aspiran al mismo fin, acepta uno la interpretación de la vida que le da el otro. Ve al principio el pecador su propia maldad en toda su odiosa torpeza; poco a poco la va mirando con los ojos de Jesús y ante esa luz le aparece infinitamente peor; luego, aquellos mismos ojos suavizan la horrible pintura, porque brotan en ellos las lágrimas de compasión y de misericordia; el odio que uno concibiera de sí mismo, se tempera y convierte en humillación; la humillación en súplica; y quien primeramente se reconocía indigno de toda consideración, al verse a sí mismo como la ve aquél que lo ama, encuentra en su misma indignidad un título para estar más cerca de él, para esperar y para amar y hasta para alegrarse en sumo grado de su propia bajeza.

Con aquellos mismos ojos mira luego el camino de la vida y encuentra nuevos ideales a que consagrarse. ¿Cuáles son éstos? No le cuesta trabajo el descubrirlos, porque los dejó Jesús establecidos al caminar delante de nosotros en este mundo: ¿No sabían que yo debo andar en los asuntos de mi Padre (Lc 02:49); Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo (Mt 06:10); Quien hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése entrará en el Reino de los cielos (Mt 12:50), ése es mi hermano y es mi hermana y es mi madre; Mi comida es hacer la voluntad del que me envió (Jn 04:34); No busco mi voluntad, sino la voluntad de quien me envió (Jn 05:30); Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquél por quien fui enviado (Jn 06: 38); Padre: he terminado el quehacer que tú me encomendaste (Jn 17:04); Padre: no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22:42). Así, pues, son muchos los lugares en que aquél todopoderoso amador de los hombres nos da la clave del problema de la vida: Al principio del libro está escrito acerca de mí: Para hacer tu voluntad. Dios mío, así lo he elegido y en mi corazón tengo tu ley (Ps 40:08-09).

Por este camino, el que ama verdaderamente a Jesús, casi sin darse cuenta (y sin hacer de este su proceder una especial virtud), simple e instintivamente porque su corazón late al unísono del corazón de su amado, hallará que va viendo mejor la voluntad de Dios en todas las circunstancias de la vida, que hace de ella su única aspiración, que la anhela como el remedio para las enfermedades de los hombres y que encuentra en su cumplimiento su mayor satisfacción. Aquel para quien la voluntad de Dios llega a ser su aspiración dominante, lo único que logra llevar la paz a su interior, puede estar seguro, a pesar de los sentimientos que lo agiten y a pesar de que le parezca dar pocas muestras de su afecto, que su amor a Jesús es verdadero, fructuoso y va en aumento.

 

Unión de amor

Notamos también en aquellos que se aman, que tienden a unificar no sólo sus mentes sino también sus corazones. No sólo piensan e interpretan la cosas de la misma manera, aspiran a los mismo fines y usan de los mismos medios, sino que también a donde tiende el corazón del uno allí también aspira el corazón del otro. Por el amor se ama lo que el amado ama y porque el amado lo ama; una vez que el que ama lo conoce, no hace ulteriores preguntas, y si las hace es solamente para descubrir nuevos motivos de amor.

Por tanto, si nuestro conocimiento y amor a Jesús son verdaderos hallaremos que sentimos lo que él siente y como él lo siente; sufrimos como él sufre y por lo mismo; nos alegramos con sus alegrías y porque vemos brillar sus ojos de alegría; ponemos nuestro amor donde él lo pone y en la medida en que él lo pone. Y ciertamente éste el único medio que él mismo nos da para distinguir si nuestro conocimiento y amor para con él son verdaderos: Si me aman, dice, guarden mis mandamientos (Jn 14:15); Si alguno me ama, guardará mi palabra (Jn 15:23).

Y ¿cuáles son sus mandamientos, cuáles sus palabras? Con claridad meridiana nos los expresa Jesús: Este es mi mandamiento: que se amen entre sí; Les doy un mandamiento nuevo: que se amen entre ustedes (Jn 13: 34); En esto conocerán todos que son ustedes mis discípulos: si se tienen amor unos a otros (Jn 13: 35).

He aquí, pues, una segunda manera de comprobar si estamos realmente creciendo en el conocimiento y amor de Jesús: si lo estamos, iremos también inevitablemente creciendo en el amor y comprensión de nuestros prójimos. Cuanto hicieron a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí mismo me lo hicieron (Mt 25:40). Bueno es aspirar a los demás por la excelencia de hacerlo, practicarlo como disciplina sobre sí mismo, proponérselo como piedra de toque de nobleza y buen comportamiento, como cima de una buena educación, prueba de la bondad de la naturaleza propia, de la longanimidad del propio carácter, y hasta como ideal espiritual en sí mismo definido. Pero hay con todo un camino mejor que ninguno para llegar a amar a los demás, aun a quienes nos dañan, y es el crecer en el conocimiento y amor de Jesús. Más aún; en comparación con este amor, apenas sí merece el nombre una virtud adquirida por medio de una disciplina y un entrenamiento metódicos, porque el amor mora en lo interior y viene de dentro; tiene sus raíces en el corazón y de allí se expansiona; no es por tanto algo meramente sobrepuesto ni el resultado de una disciplina externa, sino el fruto de una íntima preparación del corazón. Quien de veras está aprendiendo a amar, ira poniendo amor en todas sus acciones; pero no siempre es verdad que quien aprende a hacer acciones amorosas, con ello solo esté aprendiendo a amar, esté creciendo en sentir y querer realmente con ese interior afecto libre que es amor. Ese es el peligro de querer adquirir el amor por su sola práctica exterior. En cambio, el amor que brota del verdadero amor a Jesucristo está libre de tales engaños, nace espontáneamente; y, como un talluelo de hierba que rompe a través de la tierra da al principio pocas muestras de su verdadera naturaleza, así también el amor verdadero vive en humildad, aguarda su tiempo, muestra su afecto principalmente por la paciencia y el sufrimiento, por la humilde sumisión y por el servicio a los demás; y concordando en todo con su amado aprende a amar como él ama, por las razones que él ama y de la manera como él ama, hasta que llegado el día del sacrificio pueda ostentar que no era estéril.

 

Alter Christus

Hay aún una tercera prueba del verdadero amor, que incluye las dos procedentes y va más allá que ellas; y aunque por lo que al conocimiento de nosotros mismos se refiere puede ser quizá de menos interés, tiene con todo, una gran importancia: "El amor hace semejantes".

Aquellos que se aman sin siquiera darse ellos cuenta, se parecen más cada día: en su manera de ser, en su porte y modo de obrar, en su expresión, en el mover del pie y en el juego de la mano, hasta puede ser que en las mismas facciones tienda a manifestarse la semejanza. Conozco una orden religiosa cuyas monjas tienen casi todas algo característico en su modo de caminar. Creo que si con los ojos vendados fuera yo introducido en uno de sus conventos, y luego mira yo pasar a una o dos de ellas hermanas, sería capaz de descubrir en dónde estaba. Creo que estas monjas heredaron esta peculiaridad de su santa madre fundadora, quien estableció la orden con base en el amor, y de allí viene el parecido.

Así acaecerá también entre quien ama a Jesús y su amado. La comunicación producirá por sí misma, silenciosamente, su efecto: quien ama a Jesús vendrá a obrar como él, será su viva copia, expresará su carácter, tendrá su mismo brillo y resolución en la mirada, adquirirá el mismo gentil ademán de su mano, la misma paz y naturalidad combinada con energía en todo su porte. Los pensamientos, palabras y acciones de Jesús encontrarán eco en quien lo ama; vive, pero gradualmente ya no vivirá en sí, sino que Jesús vivirá en él. Así conseguirá de veras vestirse de Jesucristo (); y cuando haya alcanzado esto lo habrá conseguido todo. No necesitará otro maestro, poseerá la virtud que le faltaba; la oración será espontánea y por sí mismo resolverá sus problemas; cuando lo reclamen las circunstancias hablará como quien tiene autoridad (Mt 07:29), irá siempre haciendo el bien (Mc 07:37), sufrirá tal vez quizás hasta la muerte (Mc 14:34)) pero su tristeza se convertirá en gozo (Jn 16:20), porque en él se cumplirá la voluntad de su amado: Para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea completo (Jn 15:11).

 

5

He presentado hasta aquí lo que llamé "un mejor camino"; pero quiero todavía señalar un atajo que a él conduce, y que lo acorta, como vereda recta que va cortando los rodeos de una sinuosa carretera.

Jesús se goza con el gozo de su Padre, que ha mantenido sus cosas ocultas a los sabios y entendidos y las ha descubierto a los sencillos (Mt 11:25). Y él mismo, en su tierra, al revelar la misión de su vida, el encargo recibido de su Padre por medio del Espíritu, se dice ungido y consagrado a dar buenas noticias a los pobres, anunciar la libertad a los cautivos y a los ciegos que pronto van a ver, a soltar las ataduras de los oprimidos (Lc 04:18), y al ir desempeñando esta misión no tiene siquiera dónde recostar su cabeza (Lc 09:58). Como fue enviado él, así también envió a los suyos, sin monedero ni bolsa ni sandalias (Lc 10:04), y al cumplidor de mandamientos que busca vida eterna, nítidamente le responde: Algo te falta aún: vende todo lo que tienes, repártelo a los pobres y luego ven y sígueme (Lc 18:22).

Nació Jesús en un establo y trabajó muchos años con sus manos, y supo de las angustias ingeniosas de María por hacer que alcanzara la comida. Convivió desde niño con los pobres, y no ocultó su sentir de preferencia para ellos: Felices ustedes, los pobres, porque el reino de Dios les pertenece (Lc 06:21), y con hehos y con dichos enseñó a despreocuparse de la comida y el vestido, cosas tras las que corren todos los pueblos y naciones, pero que el Padre bien sabe que sus hijos necesitan (Lc 12:30): ese mismo Padre que tiene por antojo regalarnos su Reino (ib.32), tesoro que la polilla no se come (ibid.), y que se logra vendiendo lo que uno tiene y repartiéndolo en limosnas (ib.33).

Ese Reino es Jesús, nacido pobre entre los pobres y enviado a dar buenas noticias a los pobres. Conocerlo y amarlo es entrar en el Reino de su Padre, y un mejor camino para ello lo ofrece el evangelio mismo, el escrito por Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Ese evangelio nos narra las hazañas de un pobre y registra los discursos y dichos de ese pobre. Más aún: nos presenta, a través de ellos, a ese mismo pobre, a Jesús, que nació, creció, trabajó, predicó y murió pobre en medio de los pobres, que pasó su vida rodeado siempre de ellos, y que de entre ellos reclutó a su gente. El mundo del evangelio es el mundo de los pobres, y cuanto más distante alguien se halle de él, más difícil es que lo comprenda y lo haga suyo, como resulta casi inimaginable una aventura en la Antártida a quien ha vivido siempre en el desierto del Sahara, o una en Arabia a quien no ha salido jamás del corazón de las selvas amazónicas.

El Evangelio de Jesús es el Evangelio de la compasión y la ternura, las del Dios con nosotros (Mt 01:23), que se compadece de quienes tienen hambre y se hallan como ovejas sin pastor, que se conmueve hasta las entrañas al ver la miseria de las multitudes. ¿Podrá comprenderlo quien en sí mismo no ha experimentado nunca sentimientos semejantes, o, peor aún, aquél para quien, en su vida y en su consciencia, esas multitudes no existen?

El mismo Jesús se identifica con esas multitudes, que constituyen la máxima parte de la humanidad: Lo que por ellos hayas hecho, lo habrás hecho por mí (Mt 25:40). Antes, por tanto, que en el silencio de la oración o en la celebración litúrgica, antes que en cualquier estudio o experiencia mística, hallamos a Jesús cuando atendemos a los pobres, como lo afirma también Pablo al preguntar a los corintios si desprecian a la Iglesia de Dios y quieren avergonzar a los que no tienen nada (1Co 11:22), dando por nula su presunta eucaristía, porque cada uno come sin más su propia comida, y mientras uno pasa hambre, el otro se embriaga (1Co 11:21).

Finalmente, parece que sólo un corazón demasiado deshumanizado deja se sentir ternura y compasión al asomarse al sufrimiento de los pobres, de obreros y obreras esclavizados por la industria, de audaces migrantes ilegales que arriesgan la vida por esperanzas rara vez cumplidas o de refugiados que huyen de la guerra o del hambre, de niños lombricientos que entretienen su soledad y su hambre retozando con perros o gallinas, de parturientas o heridos que hacen fila por horas esperando atención médica en centros gratuitos de salud, de ancianos o enfermos incurables recluidos en asilos u hospitales de beneficencia pública o devueltos desahuciados a sus apenas habitables hogares para que no ocupen una cama que urge para otros, de jóvenes recluidos en correccionales y penitenciarías o más aprisionados todavía por las drogas y el alcohol.

Quien no sea capaz de hallar y dar allí amistad, difícilmente podrá hallarla en Jesús, cuyo corazón se inclinó precisamente hacia ese mundo. El, en efecto, no se detuvo a considerar una posible responsabilidad del mismo que padece esas miserias, como lo demostró al tomar partido por la prostituta o por la adúltera, y lo ilustró al hablar de aquel samaritano que no reflexionó en quién era el hombre tirado al borde del camino, sino simplemente tuvo compasión de él (Lc 10:33).

Quizá nos brote menos espontáneamente esta ternura ante un hermano miserable de quien consideremos que nos ha dañado o agredido. No lo dejemos ir, que nos ofrece la oportunidad mejor, e irrepetible quizá, no sólo de entrar por el atajo, sino de avanzar por él a paso acelerado: lo vislumbramos ya en el rey pecador y arrepentido, antepasado de Jesús, que llora amorosa y tiernamente la muerte del hijo que intenta derrocarlo: Hijo mío, hijo mío, ¿por qué no morí yo en vez de ti? (1S 19:01); y lo vemos deslumbrante en Jesús, que recibe como de amigo el beso de quien lo traiciona y ruega por quienes lo clavan en la cruz y los excusa ante su Padre.

El nos invita a hacer lo mismo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra; al que te arrebata el manto, entrégale también el vestido; da al que te pide, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames... Entonces serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores (Lc 06:27-30,35). Y concluye, sacando a luz el fondo del misterio: Sean compasivos, como su Padre es compasivo (Lc 06:36).

No quiero con todo esto negar que pueda hallarse a Jesús en la paz inmaculada de los monasterios, o en el salón de clase, la biblioteca o la capilla de un seminario o una casa religiosa. Sólo quise presentar el atajo por el que más pronto y más fácil se llega hasta él, y con él y por él a toda verdadera vida, virtud y perfección; el atajo por el que, antes que los sumos sacerdotes, publicanos y prostitutas se adelantan por el camino al Reino de los Cielos (Mt 21:31). Allí, si nos hemos hecho amigos de ellos, nos estarán esperando para recibirnos en las viviendas eternas, donde Jesús prepara para los suyos un lugar en la casa de su Padre.