MEDITACION SOBRE EL TERRORISMO


JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS, responsable del área teológica de Cristianisme i Justícia

 

El terrorismo es un crimen infame ante el que toda condena moral se queda corta. Parodiando unos versos de P. Casaldàliga en su Oda a Reagan, ni la voluntad de un pueblo ni cualquier otra causa "pueden alcanzar mayor cotización que el llanto estremecido de unos niños", sean judíos o palestinos, españoles o vascos. Esto debe quedar muy claro ante lo que vamos a decir.

Porque, dicho lo anterior y sin suavizarlo, hay que añadir que buena parte de la causa del terrorismo somos nosotros los que nos sentimos amenazados y tememos ser (sólo) víctimas suyas. La Modernidad nos enseñó a no contentarnos con juicios morales, sino preguntar además por las causas: por qué ha aparecido esta maldad precisamente hoy y aquí. Limitarse a contestar que "está ahí" y que vamos a aniquilarla, es fundamentalismo puro.

Pero en cuanto preguntamos por las causas aparecemos nosotros: el llamado primer mundo. No como única pero sí como una de las causas. Esta conclusión nos cuesta mucho de aceptar; pero es fundamental para erradicar el mal. Pues sólo ella nos hará pasar de la guerra preventiva (que no es remedio sino forma y fuente de nuevos terrorismos) a las "políticas preventivas", único remedio de esta peste que algunos profetizan como la gran plaga del siglo XXI.

Es dato conocido que, cuando alguien nos trata mal, saca lo peor de nosotros, a veces hasta extremos impensados. Y que cuando se nos trata bien, y ese buen trato es efectivamente "bueno" y no una argucia de "relaciones públicas", acaba por salir lo mejor de nosotros. Al menos en la mayoría de los casos.

Porque lo peor de nosotros no suele brotar de nuestra maldad (que alguna tenemos pero no tanta), sino de nuestra desesperación y nuestro miedo. "Ahora llorarán vuestras madres como lloraron las nuestras" gritaban los locos asaltantes de la escuela de Beslán. Y cuando recientemente se sorprendía la opinión por el hecho de que buen número de terroristas suicidas de Chechenia eran mujeres, nos encontramos con esta respuesta: eran viudas o madres que habían perdido al marido, al hijo, al novio o al padre.

El primer paso de ese dolor desesperado es el gesto de aquel norteamericano que, cuando fueron a comunicarle la muerte de su hijo, soldado en Irak, se metió en su coche rociándolo con gasolina para prenderle fuego. En un peldaño siguiente (y ya que los humanos tendemos a necesitar culpables para todos nuestros dolores agudos), uno pensará que, ya que va a morir él, que mueran también los causantes de su quebranto. Es la venganza como falso analgésico de tantos dolores: y ahí tenemos el rosario de palestinos, iraquíes, chechenos y demás. Luego podrá haber factores culturales, educacionales o religiosos que hagan más combustible ese material. Pero no son ellos la causa del fuego aunque lo faciliten como la ramiza seca en bosques no limpios.

Por eso repito la frase que me dijo una vez un cura vasco: el mayor daño que nos causó Franco no han sido las libertades de que nos privó, sino el espíritu fascista que nos contagió reactivamente y cuya expresión más atroz ha sido ETA. Así se pronostica ahora que muchos de los pobres niños que lograron escapar con vida de la escuela de Osbetia pueden acabar desarrollando alguna paranoia traumática o convertidos en terroristas del mañana, que es otra forma de paranoia. Como ocurre con más de la mitad de los maltratadores diversos (pederastas, violencias de género) de que nos hablan los informativos.

El terrorismo es, en este sentido, una enfermedad autoinmune, de ésas que se crea el mismo organismo creyendo defenderse de un ataque impreciso. Es como esas células cancerígenas que, al ser agredidas, pueden propagarse y crear metástasis. En este sentido, el sr. Bush, presentándose como "fuerte y decidido para vencer al terrorismo" es un gran propagador suyo aunque no lo sepa. Igual que Putin. Y la madre de todos los terrorismos es la convicción de que existe un eje del bien (que somos nosotros ¡por supuesto!) y un eje del mal (que son ellos). Me parece más verdadera la visión de Jesús para quien el trigo y la cizaña andan entremezclados y desperdigados por todos los campos de la tierra.

Existen el bien y el mal, vaya si existen. Pero no existe un eje del bien y otro del mal. Quienes dividen el mundo en esos ejes suelen decir que "todos los terrorismos son iguales". Yo no sé aún si lo son. Pero sorprende que, quienes hablan así, excluyan expresamente de esa igualación todas las atrocidades del poder establecido que, para ellos, no son terrorismo. Y sin embargo, se quiera o no, terrorismo fue también la guerra de Irak, como terrorismo es lo que han practicado Sharon en Palestina y Putin en Chechenia. Este debería ser el sentido de la afirmación de que todos los terrorismos son iguales. (Y quizá no tan iguales porque el terrorismo del poder es más cobarde, ya que arrostra menos riesgos y hasta puede revestir su crueldad con el guante blanco de una legitimación democrática. Y además necesita del secreto y la ocultación, mientras el terrorismo de los locos busca publicidad porque cree que esa es la única forma de hacerse oír).

Vivimos en un mundo en el que una minoría que lo tiene todo, inocula desesperación a una gran mayoría que carece de casi todo (menos de armas, porque el negocio es el negocio). Esa desesperación (que no se deja ver sólo en las armas sino también en las pateras) infunde miedo a los autores del primer expolio. Camus lo expresó con la parábola de La Peste, que es gráfica pero no habla de las causas de la enfermedad. En el cristianismo se habla de pecado original o pecado estructural que (más allá de las mitologías que hizo San Agustín con el primero de esos conceptos), intentan sugerir que hay alguna causa de esas situaciones de muerte. Esa espiral maldita de la desesperación y el miedo ha de ser rota para que el terrorismo acabe. Y no se romperá con guerras preventivas, porque es imposible vencer a quien cuenta entre sus armas con su propio suicidio. Se romperá sólo con políticas justas y solidarias que son las que acaban siendo preventivas.

Finalmente, hay una palabra decisiva que nunca vemos citada al hablar de estos temas, quizá porque se teme su impostación religiosa, pese a que expresa una de las más hondas dimensiones humanas. Pero, si ha de cesar la peste terrorista, es imprescindible evocarla aquí. Me refiero al perdón. No es momento de discutir y matizar todas las condiciones y características del perdón. Pero sí de decir que sólo el perdonar sana a las personas y recompone las relaciones y estructuras sociales. Pues el perdón se apoya en, y brota de, aquello que más nos une a todos los hombres: que, más allá de nuestras diferencias, no sólo sociales y culturales sino incluso morales, todos somos humanos. Y ahí todos somos iguales y, en esa humanidad, todos estamos solidarizados. Cuando se dice que los terroristas son sólo alimañas que han de ser aplastadas se está engordando el terrorismo. Humanos eran todos los asaltantes del colegio de Beslán. Humanos son también Ariel Sharon y G. Bush.

Y en estas circunstancias, sin perdón ya no hay humanidad