LOS CRISTIANOS DEL TIEMPO DE LAS PERSECUCIONES
en la defensa de los apologistas

La "cédula de identidad" de los primeros cristianos

Ya desde el siglo I la religión cristiana se difundió rápidamente en Roma y en el mundo entero, no solo por su originalidad y universalidad, sino también, y en buena medida, por el testimonio de fervor, de amor fraterno y de caridad demostrada por los cristianos. Las autoridades civiles, y el pueblo mismo, indiferentes en un primer momento, se mostraron muy pronto hostiles hacia la nueva religión, porque los cristianos no querían admitir el culto del emperador y la adoración de las divinidades paganas de Roma. Los cristianos fueron por ello acusados de deslealtad hacia la patria, de ateísmo, de odio al género humano, de crímenes ocultos, como el incesto, el infanticidio y el canibalismo ritual; de ser los causantes de las calamidades naturales como la peste, las inundaciones, las carestías, etc.

La religión cristiana fue declarada: strana et illícita,extraña e ilícita (decreto senatorial del año 35), exitialis, perniciosa (Tácito), prava et immódica, malvada y desenfrenada (Plinio), nova et maléfica,nueva y maléfica (Suetonio), tenebrosa et lucífuga, tenebrosa y enemiga de la luz (del Octavius de Minucio), detestábilis, detestable (Tácito); por eso fue excluida de la legalidad y perseguida, porque fue considerada el enemigo más peligroso del poder de Roma, que se basaba en la antigua religión nacional y en el culto del emperador, instrumento y símbolo de la fuerza y de la unidad del imperio.

Los tres primeros siglos constituyen la era de los mártires, que terminó en el año 313 con el edicto de Milán, con el cual los emperadores Constantino y Licinio concedieron la libertad a la Iglesia. La persecución no fue siempre continua y general, es decir, extendida a todo el imperio, ni fue siempre igualmente cruel y cruenta. A períodos de persecuciones siguieron otros de relativa tranquilidad.

En la inmensa mayoría de los casos los cristianos afrontaron con valor, a menudo con heroísmo, la prueba de las persecuciones, pero no la soportaron pasivamente. Se defendieron con fuerza refutando las acusaciones que les hacían de cometer crímenes ocultos o públicos, presentando los contenidos de su fe ("en qué creemos") y describiendo su identidad ("quiénes somos").

En las "Apologías" (discursos de defensa) de los escritores cristianos de ese tiempo, dirigidas también a los emperadores, los cristianos pedían no ser condenados injustamente, sin ser conocidos y sin pruebas. El principio de la ley senatorial "Non lícet vos esse" (No les está permitido a ustedes existir), era juzgado por los apologistas injusto e ilegal, porque los cristianos eran honestos ciudadanos, respetuosos de las leyes, fieles al emperador, industriosos y ejemplares en la vida privada y pública.

Puesto que las catacumbas contienen la verificación y la confirmación de la vida admirable de los cristianos, como la describen los apologistas, reproducimos aquí algunos trozos significativos, que constituyen casi una "cédula de identidad" de los cristianos de los primeros tiempos.

1. De la Carta a Diogneto (apología de autor desconocido, II-III siglo).


Son hombres como los demás
"Los cristianos no se diferencian ni por el país donde habitan, ni por la lengua que hablan, ni por el modo de vestir. No se aíslan en sus ciudades, ni emplean lenguajes particulares: la misma vida que llevan no tiene nada de extraño.

Su doctrina no nace de disquisiciones de intelectuales ni tampoco siguen, como hacen tantos, un sistema filosófico, fruto del pensamiento humano. Viven en ciudades griegas o extranjeras, según los casos, y se adaptan a las tradiciones locales lo mismo en el vestir que en el comer, y dan testimonio en las cosas de cada día de una forma de vivir que, según el parecer de todos, tiene algo de extraordinario".

Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo
"Habitan en la propia patria como extranjeros. Cumplen con lealtad sus deberes ciudadanos, pero son tratados como forasteros. Cualquier tierra extranjera es para ellos su patria y toda patria es tierra extranjera.
Se casan como todos, tienen hijos, pero no abandonan a sus recién nacidos. Tienen en común la mesa, pero no la cama. Están en la carne, pero no viven según la carne. Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo.

Obedecen a las leyes del Estado, pero, con su vida, van más allá de la ley. Aman a todos y son perseguidos por todos. No son conocidos, pero todos los condenan. Son matados, pero siguen viviendo. Son pobres, pero hacen ricos a muchos. No tienen nada, pero abundan en todo. Son despreciados, pero en el desprecio encuentran gloria ante Dios. Se ultraja su honor, pero se da testimonio de su justicia.

Están cubiertos de injurias y ellos bendicen. Son maltratados y ellos tratan a todos con amor. Hacen el bien y son castigados como malhechores. Aunque se los castigue, están serenos, como si, en vez de la muerte, recibieran la vida. Son atacados por los judíos como una raza extranjera. Los persiguen los paganos, pero ninguno de los que los odian sabe decir el porqué ".

Están en el mundo como el alma en el cuerpo
"Por tanto, los cristianos están en el mundo lo mismo que el alma en el cuerpo. Como el alma se difunde por todas las partes del cuerpo, así los cristianos se esparcen por las distintas ciudades de la tierra. El alma habita en el cuerpo, pero no es del cuerpo; los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo. Como el alma invisible es prisionera del cuerpo visible, así los cristianos son una realidad bien visible en el mundo, mientras es invisible el culto espiritual que rinden a Dios.

Como la carne odia al alma y le hace guerra, sin haber recibido ofensa alguna, solo porque se opone al deleite y gozo de los placeres que hacen daño, así el mundo odia a los cristianos, que no le han causado algún mal, sino porque solamente se han opuesto a una manera de vida cuya esencia es el placer.

Como el alma ama a la carne y a los miembros que la odian, así los cristianos aman a quien los odia. El alma, aun cuando sostiene al cuerpo, está encerrada en él; así los cristianos aun cuando son el sostén del mundo, viven presos en él como en una cárcel. El alma inmortal habita en una tienda mortal: así los cristianos viven como extranjeros en medio de las cosas que se corrompen, en espera de la incorruptibilidad del cielo.

Con la mortificación en el comer y en el beber, se afina el alma y se hace mejor; así también los cristianos, maltratados y perseguidos, aumentan cada día en número. Dios les ha asignado un puesto tan sublime, que no deben abandonarlo de ningún modo" (Sources Chrétiennes, 33 bis, 62-67).

2. De los "Libros a Autólico" (de San Teófilo de Antioquía, II siglo)


Los cristianos honran al emperador y rezan por él
(libro I, 2)

"Yo honraré al emperador, pero no lo adoraré; rezaré, sin embargo, por él. Yo adoro al Dios verdadero y único por quien sé que el soberano fue hecho. Y entonces podrías preguntarme: '¿Y por qué, pues, no adoras al emperador?' El emperador, por su naturaleza, debe ser honrado con legítima deferencia, no adorado. El no es Dios, sino un hombre a quien Dios ha puesto no para que sea adorado, sino para que ejerza en la tierra la justicia.

El gobierno del Estado le ha sido confiado de algún modo por Dios. Y así como el emperador no puede tolerar que su título sea llevado por cuantos le están subordinados -nadie, en efecto, puede ser llamado emperador-, de la misma manera nadie puede ser adorado excepto Dios. El soberano por lo tanto debe ser honrado con sentimientos de reverencia; hay que prestarle obediencia y rezar por él. Así se cumple la voluntad de Dios".

La vida de los cristianos es prueba de la grandeza y belleza de su religión (libro III, 15)
"En los cristianos se da un sabio dominio de sí mismos, se practica la continencia, se observa el matrimonio único, la castidad es custodiada, la injusticia es excluida, la piedad es apreciada con los hechos. Dios es reconocido, la verdad considerada norma suprema.

La gracia los custodia, la paz los protege, la palabra sagrada los guía, la sabiduría los instruye, la vida (eterna) los dirige, Dios es su rey".

3. De "La Apología" de Aristides (siglo II).


Los cristianos observan las leyes de Dios
"Los cristianos llevan grabadas en su corazón las leyes de Dios y las observan en la esperanza del siglo futuro. Por esto no cometen adulterio ni fornicación; no levantan falso testimonio; no se adueñan de los depósitos que han recibido; no anhelan lo que no les pertenece; honran al padre y a la madre, hacen bien al prójimo; y, cuando son jueces, juzgan justamente. No adoran ídolos de forma humana; todo aquello que no quieren que los otros les hagan a ellos, ellos no se lo hacen a nadie. No comen carnes ofrecidas a los ídolos, porque están contaminadas. Sus hijas son puras y vírgenes y huyen de la prostitución; los hombres se abstienen de toda unión ilegítima y de toda impureza; igualmente sus mujeres son castas, en la esperanza de la gran recompensa en el otro mundo... "

Son buenos y caritativos
"Socorren a quienes los ofenden, haciendo que se vuelvan amigos suyos; hacen bien a los enemigos. No adoran dioses extranjeros; son dulces, buenos, pudorosos, sinceros y se aman entre sí; no desprecian a la viuda; salvan al huérfano; el que posee da, sin rezongar, al que no posee. Cuando ven forasteros, los hacen entrar en casa y se gozan de ello, reconociendo en ellos verdaderos hermanos, ya que así llaman no a los que lo son según la carne, sino a los que lo son según el alma.

Cuando un pobre muere, si se enteran, contribuyen a sus funerales según los recursos que tengan; si vienen a saber que algunos son perseguidos o encarcelados o condenados por el nombre de Cristo, ponen en común sus limosnas y les envían aquello que necesitan, y si pueden, los liberan; si hay un esclavo o un pobre que deba ser socorrido, ayunan dos o tres días, y el alimento que habían preparado para sí se lo envían, estimando que él también tiene que gozar, habiendo sido como ellos llamado a la dicha".

Viven en la justicia y santidad
"Observan exactamente los mandamientos de Dios, viviendo santa y justamente, así como el Señor Dios les ha mandado; le rinden gracias cada mañana y cada tarde, por cada comida o bebida y todo otro bien...

Estas son, oh emperador, sus leyes. Los bienes que deben recibir de Dios, se los piden, y así atraviesan por este mundo hasta el fin de los tiempos, puesto que Dios lo ha sujetado todo a ellos. Le están, pues, agradecidos, porque para ellos ha sido hecho el universo entero y la creación. Por cierto, esta gente ha hallado la verdad".

4. De "El Apologético" de Tertuliano (II-III siglo).

Los cristianos no son inútiles e improductivos
"Se nos acusa de ser improductivos en las varias formas de actividad. Pero ¿cómo se puede decir esto de hombres que viven con ustedes, que comen como ustedes, que visten los mismos trajes, que siguen el mismo género de vida y tienen las mismas necesidades de vida?

Nosotros nos acordamos de dar gracias a Dios, Señor y creador, y no rehusamos ningún fruto de su obra. A la verdad, nosotros usamos las cosas con moderación, no en forma descomedida o mala. Convivimos con ustedes y frecuentamos el foro, el mercado, los baños, las tiendas, los talleres, los establos, participando en todas las actividades.

Navegamos también juntamente con ustedes, militamos en el ejército, cultivamos la tierra, ejercemos el comercio, permutamos las mercaderías y ponemos en venta, para uso de ustedes, el fruto de nuestro trabajo. Yo sinceramente no entiendo cómo podemos parecer inútiles e improductivos para los asuntos de ustedes, cuando vivimos con ustedes y de ustedes.

Sí, hay gente que tiene motivo para quejarse de los cristianos, porque no puede comerciar con ellos: son los protectores de prostitutas, los rufianes y sus cómplices; les siguen los criminales, los envenenadores, los encantadores, los adivinos, los hechiceros, los astrólogos. ¡Es maravilloso ser improductivos para esta gente!... Y después, en las cárceles ustedes no encuentran nunca un cristiano, a no ser que esté ahí por motivos religiosos. Nosotros hemos aprendido de Dios a vivir en la honestidad".

 

 

 

CARTAS DE FRATERNIDAD
entre la Iglesia de Roma y la de Cartago

En la historia de las Catacumbas de San Calixto se encuentran protagonistas, personalidades de primer plano: los papas mártires Fabián, Cornelio, Sixto II, como también el obispo de Cartago, San Cipriano. La Iglesia de Roma y la de Cartago se comunicaban con frecuencia entre sí. Es interesante conocer el contenido de alguna carta para saber qué se decían estos grandes Pastores y qué opinaban de sus tiempos, nada tranquilos por cierto.

1. La Iglesia de Roma a la de Cartago

La Iglesia de Roma, durante la persecución del emperador Decio, ofrecía a la Iglesia de Cartago el siguiente testimonio de su fe en Cristo.

Roma, principios del año 250.

"La Iglesia resiste con fortaleza en la fe. Es verdad que algunos, ya sea porque estaban impresionados por la resonancia que podrían suscitar a causa de su alta posición social, ya sea por la fragilidad humana, han cedido. Sin embargo, aunque ahora estén separados, nosotros no los hemos abandonado en su defección, sino que los hemos ayudado y todavía estamos con ellos para que se rehabiliten por medio de la penitencia y alcancen el perdón de Aquel que lo puede conceder. Porque si, en efecto, nosotros los dejáramos sin guía ni freno, su caída sería irreparable.

Procuren ustedes hacer otro tanto, hermanos carísimos, tendiendo la mano a los que han caído, para que se levanten. Así, si todavía tuvieran que sufrir el arresto, se sentirán fuertes para confesar la fe esta vez y remediar el error precedente.

Permítannos recordarles también cuál es la línea a seguir sobre otro problema. Los que cedieron a la prueba, si están enfermos y con tal de que estén arrepentidos y deseosos de la comunión con la Iglesia, también deben ser socorridos. Las viudas y los que no pueden presentarse por sí mismos, como los que actualmente están en la cárcel o lejos de sus casas, deben encontrar quién provea a ellos. Ni siquiera los catecúmenos enfermos deben quedar frustrados en sus esperanzas de ayuda.

Los saludan a ustedes los hermanos que están encarcelados, los presbíteros y toda la Iglesia, la cual vela con la máxima solicitud sobre todos los que invocan el nombre del Señor. Pero también nosotros les pedimos el intercambio de su recuerdo" (Carta 8, 2-3; CSEL III, 487-488).

2. El obispo de Cartago a la Iglesia de Roma

Cuando Cipriano supo la muerte del papa Fabián, escribió a los presbíteros y diáconos de Roma esta carta.

Cartago, principios del año 250.

"Amadísimos hermanos:

No era todavía segura la noticia de la muerte del santo varón y colega mío en el episcopado y circulaban informes dudosos, cuando recibí la carta de ustedes, enviada por medio del subdiácono Cremencio, por la que quedamos plenamente informados de su gloriosa muerte. Me alegré mucho al saber que una administración tan íntegra alcanzó un final tan honroso.

Con respecto a esto, me alegro muchísimo de que también ustedes sigan honrando su memoria por un testimonio tan resonado y espléndido, al darnos a conocer a nosotros el glorioso recuerdo que ustedes guardan de su obispo, quien nos ofreció también un ejemplo de fe y fortaleza.

En efecto, cuanto más perjudicial para los súbditos es la caída de quien está a la cabeza, tanto más útil y saludable es un obispo que se ofrece a los hermanos como ejemplo de firmeza en la fe... Les deseo, queridísimos hermanos, que estén siempre bien" (Carta 9, 1; CSEL III, 488-489).

3. Cipriano, obispo de Cartago, al papa Cornelio

Cipriano rinde homenaje al testimonio de valor y fidelidad demostrados por el papa Cornelio y la Iglesia de Roma: "un luminoso ejemplo de unión y constancia a todos los cristianos". Previendo inminente la hora de la prueba también para la Iglesia de Cartago, Cipriano pide la ayuda fraterna de la oración y de la caridad.

Cartago, otoño del año 253.

"Cipriano a Cornelio, hermano en el episcopado.

Sabemos, amadísimo hermano, de tu fe, de tu fortaleza y de tu abierto testimonio. Todo ello te honra a ti y me proporciona a mí tanta alegría que me hace considerarme partícipe y socio de tus méritos y de tus empresas.

Siendo, en efecto, una la Iglesia, uno e inseparable el amor, única e inseparable la armonía de los corazones, ¿qué sacerdote, al proclamar las alabanzas de otro sacerdote, no se alegrará como de su propia gloria? ¿Y qué hermano no se sentirá feliz con la alegría de los propios hermanos? Ciertamente no pueden ustedes imaginarse el contento y la gran alegría que hemos tenido aquí al saber de ustedes cosas tan hermosas y conocer las pruebas de fortaleza que están dando.

Tú has sido el guía de los hermanos en la defensa de la fe y la misma confesión del guía se ha fortalecido todavía más con el testimonio de los hermanos. Así, mientras has precedido a los otros en el camino de la gloria, y mientras te has mostrado dispuesto a confesar el primero y por todos, has persuadido también al pueblo a confesar la misma fe. Por todo esto, nos resulta difícil expresarles qué es lo que más debemos elogiar en ustedes, si tu fe pronta e inquebrantable o la inseparable caridad de los hermanos. Se ha manifestado en todo su esplendor el valor del obispo como guía de su pueblo, y se ha mostrado luminosa y grande la fidelidad del pueblo en plena solidaridad con su obispo. Por medio de todos ustedes, la Iglesia de Roma ha dado su magnífico testimonio, toda ella unida en un solo espíritu y una sola voz.

De este modo ha brillado, hermano queridísimo, la fe que el Apóstol comprobaba y elogiaba en la comunidad de ustedes. Ya entonces preveía él mismo y celebraba casi proféticamente su valor y su indomable fortaleza . Ya entonces reconocía los méritos que les darían a ustedes tanta gloria. Exaltaba las empresas de los padres, previendo las de sus hijos. Con su plena concordia, con su fortaleza, han dado ustedes a todos los cristianos un luminoso ejemplo de unión y de constancia.

Queridísimo hermano, el Señor en su providencia nos avisa que es inminente la hora de la prueba. Dios, en su bondad y en su premura por nuestra salvación, nos da sus benéficos consejos de cara a nuestro próximo combate. Pues bien, en nombre de la caridad, que nos une recíprocamente, ayudémonos perseverando con todo el pueblo en ayunos, en vigilias y en la oración.

Estas son para nosotros las armas celestiales que nos harán firmes, fuertes y perseverantes. Estas son las armas espirituales y los dardos divinos que nos protegerán.

Recordémonos mutuamente en la concordia y fraternidad espiritual. Roguemos siempre y en todo lugar los unos por los otros y busquemos cómo aliviar nuestros sufrimientos con la mutua caridad"
(Carta 60, 1-2; CSL III, 691-692, 694-695).

4. Cipriano anuncia la muerte del papa Sixto II

La Iglesia de Cartago había enviado a Roma algunos eclesiásticos para saber noticias ciertas con relación al decreto de persecución del emperador Valeriano. Volvieron llevando la dolorosa noticia de la muerte del papa Sixto II. El obispo Cipriano se preocupó inmediatamente de informar sobre lo sucedido a la Iglesia de Africa, enviando al obispo Suceso la siguiente carta

Cartago, agosto del año 258.

"Mi querido hermano:

No he podido enviarte antes esta misiva porque ninguno de los clérigos de esta Iglesia podía moverse, ya que todos se encontraban bajo la amenaza de la persecución, que gracias a Dios, los ha encontrado en su interior totalmente dispuestos a recibir la divina y celestial corona.

Te comunico ahora que han vuelto los que envié a Roma para que se informaran y nos contaran la verdad exacta sobre el rescripto publicado en relación con nosotros, pues, efetivamente, corrían varias e inciertas opiniones sobre ello.

La verdad acerca de todo esto es que Valeriano ha enviado al Senado un decreto, por el cual ha decidido que los obispos, sacerdotes y diáconos sean inmediatamente condenados a muerte. Que los senadores, los varones ilustres y los caballeros romanos, sean privados de toda dignidad y despojados de sus bienes. Y si, después de ser privados de sus riquezas, los cristianos continuasen siéndolo, también ellos deben ser condenados a la pena capital.

Las matronas cristianas sufran la confiscación de todos sus bienes y luego sean enviadas al destierro. A todos los funcionarios imperiales, que han confesado la fe cristiana o que debieran confesarla al presente, les sean también confiscados sus bienes. Después sean arrestados e inscritos entre los enviados a las posesiones imperiales (trabajos forzados).

A este rescripto, el emperador Valeriano añade la copia de una carta suya enviada a los gobernadores de las provincias y que se refiere a mi persona. Estoy todos los días aguardando esta carta y espero recibirla pronto manteniéndome firme y fuerte en la fe. Mi decisión frente al martirio es clara y bien definida. Lo aguardo, confiando plenamente que de la bondad y generosidad de Dios voy a recibir la corona de la vida eterna.

Te comunico que Sixto ha sufrido el martirio junto con cuatro diáconos el día 6 de agosto, mientras se encontraba en la zona del "Cementerio" (las Catacumbas de San Calixto).

Los Prefectos de Roma tienen como norma, en esta diaria persecución, que todo el que sea denunciado como cristiano, debe ser ajusticiado, y confiscados sus bienes en favor del erario imperial.

Te suplico que todo lo referido sea dado a conocer también a nuestros compañeros en el episcopado, a fin de que en todo lugar, con sus exhortaciones, animen a nuestras comunidades y las preparen cada vez mejor al combate espiritual. Esto servirá de estímulo para considerar más el bien de la inmortalidad que la muerte, y para alegrarse más que temer al pensar que se debe confesar la propia fe. Los soldados de Dios y de Cristo saben muy bien que su inmolación no es tanto una muerte cuanto una corona de gloria.

Te saludo, hermano carísimo, en el Señor" (Carta 80; CSEL III, 839-840).

5. El martirio de San Cipriano

Habría sido muy útil y edificante conocer las actas del proceso de los mártires Ponciano, Fabián, Cornelio, Sixto II, Eusebio, Cecilia... Desgraciadamente se destruyeron los archivos de la Iglesia de Roma, durante la tremenda persecución de Diocleciano.
Sin embargo, han llegado hasta nosotros las Actas del proceso de San Cipriano. Estas Actas se leían en las comunidades cristianas para gloria del mártir y para infundir fuerzas en el momento de la prueba. Podemos, pues, imaginar que las Actas del proceso de los mártires, citados más arriba, estuvieran escritas, poco más o menos, del mismo modo.

Cartago, 14 de setiembre del año 258.

"El día 14 de setiembre, por la mañana, se había congregado una gran muchedumbre en la localidad de Sesti, de acuerdo con lo ordenado por el procónsul Galerio Máximo. El mismo Galerio Máximo sentado en su tribunal mandó que fuese conducido Cipriano ante la audiencia que se celebraba aquel mismo día en el atrio Sauciolo. Cuando lo tuvo delante, dijo el procónsul Galerio Máximo al obispo Cipriano:

- ¿Eres tú Tascio Cipriano?
Y el obispo respondió:
- Sí, soy yo.
El procónsul Galerio Máximo dijo:
- ¿Eres tú quien se ha presentado como cabeza de una secta sacrílega?
El obispo Cipriano respondió:
- Soy yo.
Galerio Máximo dijo:
- Los santísimos emperadores te ordenan sacrificar.
El obispo Cipriano respondió:
- No lo haré.
El procónsul Galerio Máximo dijo:
- Piénsalo bien.
El obispo Cipriano dijo:
- Haz lo que se te ha ordenado. En algo tan justo como eso, no hay nada que considerar.

Galerio Máximo, después de haber deliberado con el colegio de los magistrados, a la fuerza y de mala gana pronunció esta sentencia: 'Tú has vivido largo tiempo sacrílegamente y has atraído a muchísimos a tu secta criminal, con lo que te has constituido en enemigo de los dioses romanos y de sus sagrados ritos. Los piadosos y santísimos emperadores Valeriano y Galieno, Augustos, y Valeriano, nobilísimo César, no lograron conquistarte para observar sus ceremonias religiosas.

Por tanto, desde el momento en que has resultado autor e instigador de los peores delitos, tú mismo servirás de escarmiento para aquellos que has asociado a tus criminales acciones. Con tu sangre será sancionado el respeto de la ley'.

Y, dicho esto, leyó en alta voz el decreto escrito en una tablilla: 'Ordeno que Tascio Cipriano sea castigado con la decapitación'.

El obispo Cipriano dijo: 'Demos gracias a Dios'. Tras esta sentencia la turba de hermanos (los cristianos) decía: 'También nosotros queremos ser decapitados juntamente con él'. Con ello se levantó un gran alboroto entre los hermanos y mucha gente lo siguió. Así fue conducido Cipriano al campo de Sesti, y allí se quitó el manto y la capucha, se arrodilló en el suelo y se postró para orar al Señor. Se quitó luego la dalmática (especie de túnica sobre el traje) y la entregó a los diáconos, se quedó solamente con el vestido de lino, y así permaneció a la espera del verdugo.

Cuando este llegó, ordenó el obispo a los suyos que le diesen veinticinco monedas de oro. Mientras tanto, los hermanos tendían delante de él retazos de tela y pañuelos (para recoger la sangre como reliquia). Entonces el gran Cipriano se vendó los ojos con sus propias manos, pero como no lograra atarse las puntas del pañuelo, acudieron en su ayuda el presbítero Julián y el subdiácono Julián.

Así fue martirizado el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo, a causa de la curiosidad de los paganos, fue colocado en un lugar próximo donde pudiera estar oculto a su indiscreta mirada. Más tarde, y durante la noche, fue sacado de allí y llevado devotamente y con gran triunfo entre antorchas y teas encendidas, hasta el cementerio del procurador Macrobio Candidiano situado en la vía de las Cabañas, junto a las piscinas. Pocos días después, murió el procónsul Galerio Máximo. El santo obispo Cipriano sufrió el martirio el 14 de setiembre bajo los emperadores Valeriano y Galieno, reinando Nuestro Señor Jesucristo, a quien corresponden el honor y la gloria por los siglos de los siglos.
¡Amén!" (De las "Actas Proconsulares", 3-6; CSEL III, CXII-CXVI).

 

 

 

LAS LETANIAS DE LOS MARTIRES Y DE LOS SANTOS DE LAS CATACUMBAS DE SAN CALIXTO

INTRODUCCION

La invocación de los mártires y de los santos, en coros alternos entre ministros y asamblea, es una singular forma de "oración de los fieles", expresión de uno de los más gozosos artículos de nuestra fe: la comunión de los santos.
Esta serie de letanías incluye los nombres de los mártires y santos que tuvieron sepultura en el área de las catacumbas de San Calixto o en las otras catacumbas del "complejo calixtiano". Se añadieron los nombres de San Calixto, sepultado en el cementerio de Calepodio sobre la vía Aurelia Antica, y los de los Santos Felicísimo y Agapito, sepultados en la catacumba de Pretextato. En la lista van precedidos de un asterisco los nombres de estos y de aquellos que no fueron sepultados en las catacumbas de San Calixto propiamente dichas.

Fueron justamente esos testigos de la fe quienes, junto con tantos otros hermanos suyos, dieron origen a la comunidad cristiana de Roma. Su sangre ha sido, según la conocidísima expresión de Tertuliano, semilla de nuevos cristianos.
Ordinariamente, los mártires y los santos son venerados e invocados por las Iglesias particulares en el "dies natalis", es decir, en el día de su nacimiento al cielo. Una praxis constante de la Iglesia es la de reunirse en asamblea litúrgica o en el lugar donde los mártires habían rendido a Dios su testimonio de fe, o bien junto a sus gloriosos sepulcros.
"Confortada por el testimonio de los mártires y los santos, la Iglesia, peregrina en la tierra, afronta cada día el buen combate de la fe para compartir la misma corona de gloria, e implora la misericordia del Padre quien revela en los débiles su potencia y dona a los inermes la fuerza del martirio" (1)
La finalidad de las letanías es dirigir las súplicas del pueblo cristiano a Cristo y a sus amigos predilectos, los mártires y los santos. Cada letanía es siempre precedida por la invocación a Dios uno y trino y a Cristo Señor; sigue la memoria de la Santa Madre de Dios, "en la cual la Iglesia admira y ensalza el fruto más excelso de la redención". Finalmente, son nombrados los papas, los obispos, los mártires y las vírgenes sepultados en el complejo calixtiano.
Así estas letanías unen en comunión de alabanza y súplica a los miembros de la Iglesia itinerante con aquellos que ya contemplan el rostro de Dios. Esta comunión alcanza el momento más fuerte en la Eucaristía cuando el cielo y la tierra, los ángeles, los santos y todos los fieles que están en camino, se asocian a la misma alabanza por medio de Nuestro Señor Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre.

EL CULTO DE LOS MARTIRES

La Iglesia de Esmirna (Turquía), después del martirio de su obispo Policarpo y de once fieles, muertos en el año 157 (o 167), informaba a "la Iglesia de Dios que peregrina en Philomélium, Frigia, y a todas las comunidades de la santa Iglesia universal" acerca del fin glorioso de aquellos y añadía:
"Nosotros veneramos dignamente a los mártires en cuanto discípulos e imitadores del Señor y por su fidelidad suprema hacia el propio Rey y Maestro. ¡Ojalá se nos dé a nosotros también llegar a ser compañeros y discípulos de ellos!
... Después de haber recogido los huesos de Policarpo más preciosos que joyas raras y más puros que el oro fino, los repusimos en lugar apropiado según costumbre para los mártires. Y en este lugar reuniéndonos con exultación y regocijo cada vez que nos resulte posible, nos consentirá el Señor festejar el aniversario de su martirio, en memoria de cuantos han arrostrado ya la misma lucha y para ejercicio y preparación de cuantos la arrostrarán en el futuro" (Martyrium Polycarpi: XVII, 3, XVIII, 2-3).
Con los mismos sentimientos de estos hermanos nuestros de Esmirna queremos rezar junto a las tumbas de los gloriosos mártires de las catacumbas de San Calixto y celebrar en alegría su "dies natalis" (día del nacimiento al cielo). Gracias a su intercesión, nuestra fe se volverá más firme para poder afrontar serenamente las pruebas de la vida.

LAS LETANIAS

Te damos gracias, oh Dios Padre omnipotente, por habernos dado hermanos, que han testimoniado su amor hacia Ti con una vida santa, y muchos hasta el derramamiento de su sangre. Que su ejemplo ilumine y sostenga nuestro camino hasta el día en que lleguemos a la Jerusalén celestial. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Señor, piedad
Cristo, piedad
Señor, piedad

Santa María, Madre de Dios y Reina de los Mártires, ..... reza por nosotros
San José, "varón justo", esposo de la Madre de Dios y custodio de Jesús
Santos Pedro y Pablo, mártires de Cristo, columnas y fundamento de la Iglesia de Roma

Papas mártires

San Calixto I, papa y mártir, custodio de los hermanos de fe aquí sepultados
San Ponciano, papa y mártir, condenado a la minas
San Fabián, papa y mártir, organizador de la Iglesia romana
San Cornelio, papa y mártir, "modelo de humildad, paciencia y bondad"
San Sixto II, papa y mártir, muerto por Cristo en el área de estas catacumbas
San Eusebio, papa y mártir, misericordioso hacia los lapsi (2)

Diáconos mártires

Santos Diáconos: Jenaro, Magno, Vicente, Esteban, *Felicísimo y Agapito, compañeros en el martirio del papa Sixto II

Fieles mártires

San Tarcisio, adolescente de fuertes ideales e intrépido defensor de la Eucaristía
Santa Cecilia, muchacha valiente que ofreció a Cristo su virginidad
Santa Sotera, noble romana muerta por su fidelidad al evangelio
San Polícamo, gloria y decoro de la Santa Iglesia
Santos Calócero y Partenio, fieles a Cristo hasta perder la vida por El
Santos Marcos y Marceliano, hermanos de sangre e inseparables en el martirio
Santos Cereale, Salustia y veintiún Compañeros, defensores de la fe contra la herejia novaciana (3)
Santos Mártires griegos: María, Neón, Hipólito, Adria, Paulina, Marta, Valeria, Eusebio y Marcelo, don de la Iglesia Oriental al complejo calixtiano
Santos y Santas Mártires, sepultados en las Catacumbas de San Calixto



San Ceferino papa, que quisiste este cementerio para la Iglesia de Roma
San Antero papa, que viviste en la cárcel todo tu breve pontificado
San Lucio (I) papa, obligado a vivir desterrado porque Vicario de Cristo
San Esteban (I) papa, custodio de la pureza de la fe
San Dionisio papa, padre amoroso de los hermanos en dificultad
San Félix (I) papa, celoso en la obra de evangelización
San Eutiquiano papa, apóstol de la ortodoxia
San Cayo papa, amigo de los pobres
San Milcíades papa, defensor de la fe contra la herejía donatista (4)
San Marcos papa, pastor de la Iglesia de Roma y promotor de su calendario litúrgico
San Dámaso (I) papa, "piadoso cultor de los Mártires"
Todos ustedes, la clase de los Papas, "que custodian el altar de Cristo"

Obispos santos

Santos Obispos Optato y Numidiano, evangelizadores de las tierras de Africa
Santos Obispos: Urbano, Laudiceo, Policarpo y Manno, continuadores de la misión de los Apóstoles
Todos ustedes, Santos Obispos, sepultados en las Catacumbas de San Calixto

Fieles santos

Ustedes, Santos Sacerdotes, que vivieron y murieron "en la larga paz"
Ustedes, Jóvenes y Niños, que han sabido conservar su pureza por Cristo
También ustedes, pecadores, convertidos a la bondad del Padre, lavados en la sangre de Cristo y santificados por el Espíritu Santo
Todas ustedes, Almas Santas, cuyo cuerpo reposa en el cementerio de San Calixto

Santos y Santas peregrinos a las Catacumbas

Santas Brígida y Catalina de Suecia
Santos Carlos Borromeo y Felipe Neri
San Juan Bosco y Beato Miguel Rua
Santas María Dominga Mazzarello y Teresa del Niño Jesús
Santos todos, peregrinos a las Catacumbas de San Calixto y admiradores de la fe de los primeros cristianos

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo,       perdónanos, Señor
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo,       ayúdanos, Señor
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo,       ten piedad de nosotros

Oremos

Oh Dios, nuestro Padre, que con la sangre de los Mártires fecundaste y con la presencia de tantos Santos bendijiste el suelo de las Catacumbas de San Calixto, por el luminoso ejemplo de tan valientes Testigos consérvanos en la fe, para que podamos recoger y gustar anticipadamente con alegría el fruto de su sacrificio.
Por Cristo nuestro Señor. Amén (5)

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(1) Cf Misal Romano, Prefacio de los mártires.
(2) Los lapsi (= caídos) eran esos cristianos que habían evitado las torturas durante las persecuciones, renegando de su fe en Jesucristo.
(3) Novacianos: secta herética que toma el nombre de su jefe, el antipapa Novaciano (251-258). Negaban el perdón a esos cristianos que habían renegado de la fe durante las persecuciones. (4) Donatistas: secta herética que se originó en Cartago. Toma el nombre de su exponente principal, Donato. Negaban la validez de los sacramentos administrados por personas heréticas o moralmente indignas (en pecado mortal).
(5) De BARUFFA Antonio, Litanie dei Martiri e dei Santi delle Catacombe di San Callisto, Collégium Cultórum Mártyrum, Roma 1990, 44 p.

 

 

2. LAS PERSECUCIONES CONTRA LOS CRISTIANOS


Teresio Bosco

Una superstición nueva y maléfica

La primera toma de posición del Estado romano contra los cristianos se remonta al emperador Claudio (41-54 d. de J. C.). Los historiadores Suetonio y Dión Casio refieren que Claudio hizo expulsar a los judíos porque estaban continuamente en litigio entre sí por causa de cierto Chrestos. «Estaríamos ante las primeras reacciones provocadas por el mensaje cristiano en la comunidad de Roma», comenta Karl Baus.
El historiador Cayo Suetonio Tranquilo (70-140 aproximadamente), funcionario imperial de alto rango bajo Trajano y Adriano, intelectual y consejero del emperador, justificará esta y las sucesivas intervenciones del Estado contra los cristianos definiéndolos «superstición nueva y maléfica»: palabras muy fuertes.
Como superstición el cristianismo es puesto en conexión con la magia. Para los romanos ella es ese conjunto de prácticas irracionales que magos y hechiceros de personalidad siniestra usan para estafar a la gente ignorante, sin educación filosófica. Magia es lo irracional contra lo racional, el conocimiento vulgar contra el conocimiento filosófico. La acusación de magia (como la de locura) es un arma con la cual el Estado romano tacha y somete a control nuevos y dudosos componentes de la sociedad como el cristianismo.
Con la palabra maléfica (= portadora de males) se alienta la sospecha obtusa del vulgo que imagina esta novedad (como toda novedad) empapada de los delitos más innominables, y por consiguiente causa de los males que cada tanto se desencadenan inexplicablemente, desde la peste al aluvión, desde la carestía a la invasión de los bárbaros.

Cuerpo abierto, pero etnia cerrada y sospechosa

El imperio romano es (y se manifestará especialmente en las persecuciones contra los cristianos) un gran cuerpo abierto, dispuesto a absorber todo nuevo pueblo que abandone su propia identidad, pero también una etnia cerrada y sospechosa. Con la palabra etnia, grupo étnico (del griego éthnos) indicamos un agregado social que se distingue por una misma lengua y cultura, sospechoso hacia cualquier otra etnia. Roma, en su organización social de ciudadanos libres, con todos los derechos, y esclavos sin derechos, de patricios ricos y plebeyos miserables, de centro explotador y periferia explotada, está persuadida de haber realizado el sueño de Alejandro Magno: hacer la unidad de la humanidad, hacer de todo hombre libre un ciudadano del mundo, y del imperio una «asamblea universal» (oikuméne) coincidente con la «civilización humana».
El que quiera vivir fuera de ella, mantener la propia identidad para no confundirse con ella, se excluye de la civilización humana. Roma teme grandemente a estos «extraños», a estos «diversos» que podrían poner en discusión su seguridad. Y como ha establecido la «concordia universal» con la feroz eficiencia de sus legiones, entiende manenerla a golpes de espada, de crucifixiones, de condenas a los trabajos forzados, de destierros.
En una palabra: Roma usa la «limpieza étnica» como método para tutelar la propia tranquila seguridad de ser «el mundo civilizado».

Nerón y los cristianos vistos por el intelectual Tácito

En el año 64 un incendio devastó 10 de los 14 barrios de Roma. El emperador Nerón, acusado por el pueblo de ser el autor del mismo, echó la culpa a los cristianos. Empieza la primera, gran persecución que durará hasta el 68 y verá perecer entre otros a los apóstoles Pedro y Pablo.
El gran historiador Tácito Cornelio (54-120), senador y cónsul, describirá este acontecimiento escribiendo en tiempo de Trajano sus Annales. El acusa a Nerón de haber injustamente culpado a los cristianos, pero se declara convencido de que estos merecen las penas más severas, porque su superstición los impulsa a cometer acciones nefandas. No comparte, pues, ni siquiera la compasión que muchos experimentaron al verlos torturados. He aquí la célebre página de Tácito.
«Para cortar por lo sano los rumores públicos, Nerón inventó los culpables, y sometió a refinadísimas penas a los que el pueblo llamaba cristianos y que eran mal vistos por sus infamias. Su nombre venía de Cristo, quien bajo el reinado de Tiberio había sido condenado al suplicio por orden del procurador Poncio Pilato. Momentáneamente adormecida, esta maléfica superstición irrumpió de nuevo no solo en Judea, lugar de origen de ese azote, sino también en Roma, adonde todo lo que es vergonzoso y abominable viene a confluir y encuentra su consagración.
Primeramente fueron arrestados los que hacían abierta confesión de tal creencia. Después, tras denuncia de estos, fue arrestada una gran muchedumbre, no tanto porque acusados de haber provocado el incendio, sino porque se los consideraba encendidos en odio contra el género humano.
Aquellos que iban a morir eran también expuestos a las burlas: cubiertos de pieles de fieras, morían desgarrados por los perros, o bien eran crucificados, o quemados vivos a manera de antorchas que servían para iluminar las tinieblas cuando se había puesto el sol. Nerón había ofrecido sus jardines para gozar de tal espectáculo, mientras él anunciaba los juegos del circo y en atuendo de cochero se mezclaba con el pueblo, o estaba erguido sobre la carroza.
Por esto, aunque esos suplicios afectaban gente culpable y que merecía semejantes tormentos originales, nacía sin embargo hacia ellos un sentimiento de compasión, porque eran sacrificados no a la común ventaja sino a la crueldad del príncipe» (15, 44).
Los cristianos eran, pues, considerados también por Tácito como gente despreciable, capaz de crímenes horrendos. Los crímenes más infames atribuidos a los cristianos eran el infanticidio ritual (¡como si en la renovación de la Cena del Señor, en la que se alimentaban de la Eucaristía, mataran a un niño y se lo comieran!) y el incesto (clara tergiversación del abrazo de paz que se hacía en la celebración de la Eucaristía «entre hermanos y hermanas»). Estas acusaciones, nacidas del chismorreo de la gentuza, fueron así sancionadas por la autoridad del emperador, persiguiendo a los cristianos y condenándolos a muerte.
Desde ese momento (nos lo atestigua Tácito) se añadió a la imputación contra los cristianos también un nuevo crimen: el odio contra el género humano. Plinio el joven, irónicamente, escribirá que con una acusación semejante se habría podido en lo sucesivo condenar a muerte a cualquiera.

Acusados de ateísmo

Muy escasas son las noticias de la persecución que afectó a los cristianos en el año 89, bajo el emperador Domiciano. De particular importancia es la noticia referida por el historiador griego Dión Casio, que en Roma fue pretor y cónsul. En el libro 67 de su Historia Romana afirma que bajo Domiciano fueron acusados y condenados «por ateísmo» (ateótes) el consul Flavio Clemente y su mujer Domitila, y con ellos muchos otros que «habían adoptado los usos judaicos».
La acusación de ateísmo, en este siglo, es dirigida contra quien no considera divinidad suprema la majestad imperial. Domiciano, durísimo restaurador de la autoridad central, pretende el culto máximo a su persona, centro y garantía de la «civilización humana».
Es notable que un intelectual como Dión Casio llame «ateísmo» el rechazo del culto al emperador. Significa que en Roma no se admite ninguna idea de Dios que no coincida con la majestad imperial. Quien tiene una idea diversa es eliminado como gravemente peligroso para la «civilización humana».

Una asociación ilícita, pero en el fondo innocua

En el 111 Plinio el joven, gobernador de la Bitinia a orillas del Mar Negro, estaba regresando de una inspección de su populosa y rica provincia cuando un incendio devastó la capital, Nicomedia. Mucho se habría podido salvar si hubiera habido bomberos. Plinio da parte al emperador Trajano (98-117): «Te toca a ti, señor, valuar si es necesario crear una asociación de bomberos de 150 hombres. De mi parte, cuidaré de que tal asociación no incorpore sino bomberos...» Trajano le responde rechazando la iniciativa: «No te olvides que tu provincia es presa de sociedades de este género. Cualquiera sea su nombre, cualquiera sea la finalidad que nosotros queramos dar a hombres reunidos en un solo cuerpo, esto da lugar, en cada caso y rápidamente, a eterías». El temor a las eterías (nombre griego de las «asociaciones») prevaleció así sobre el temor a los incendios.
El fenómeno era antiguo. Las asociaciones de cualquier tipo que se transformaban en grupos políticos habían inducido a César a prohibir todas las asociaciones en el año 7 a. de J. C.: «Quienquiera establezca una asociación sin autorización especial, es pasible de las mismas penas de aquellos que atacan a mano armada los lugares públicos y los templos». La ley estaba siempre en vigor, pero las asociaciones seguían floreciendo: desde los barqueros del Sena a los médicos de Avenches, desde los comerciantes de vino de Lión a los trompetistas de Lamesi. Todas defendían los intereses de sus afiliados ejerciendo presiones sobre los poderes públicos.
Plinio no tardó en aplicar la prohibición de las eterías a un caso particular que se le presentó en el otoño del 112. Bitinia estaba llena de cristianos. «Es una muchedumbre de todas las edades, de todas las condiciones, esparcida en las ciudades, en la aldeas y en el campo», escribe al emperador. Continúa diciendo haber recibido denuncias por parte de los fabricantes de amuletos religiosos, estorbados por los Cristianos que predicaban la inutilidad de semejantes baratijas. Había instituido una especie de proceso para conocer bien los hechos, y había descubierto que ellos tenían «la costumbre de reunirse en un día fijado, antes de la salida del sol, de cantar un himno a Cristo como a un dios, de comprometerse con juramento a no perpetrar crímenes, a no cometer ni latrocinios ni pillajes ni adulterios, a no faltar a la palabra dada. Ellos tienen también la costumbre de reunirse para tomar su comida que, no obstante las habladurías, es comida ordinaria e innocua». Los cristianos no habían dejado estas reuniones ni siquiera después del edicto del gobernador que recalcaba la interdicción de las eterías.
Prosiguiendo la carta (10, 96), Plinio refiere al emperador que en todo esto no ve nada malo. Pero la repulsa a ofrecer incienso y vino delante de las estatuas del emperador le parece un acto de escarnio sacrílego. La obstinación de estos cristianos le parece «irrazonable y necia».
De la carta de Plinio aparece claro que han cesado las acusaciones absurdas de infanticidio ritual y de incesto. Quedan las de «rehusarse a rendir culto al emperador» (por lo tanto, de lesa majestad), y de constituir una etería.
El emperador responde: «Los cristianos no han de ser perseguidos oficialmente. Si, en cambio, son denunciados y reconocidos culpables, hay que condenarlos». Con otras palabras: Trajano anima a cerrar un ojo sobre ellos: son una etería innocua como los barqueros del Sena y los vendedores de vino de Lión. Pero ya que están practicando una «superstición irrazonable, tonta y fanática» (según la juzga Plinio y otros intelectuales del tiempo como Epicteto), y ya que continúan rehusando el culto al emperador (y por consiguiente se consideran «ajenos» a la vida civil), no se puede pasar todo por alto. Si son denunciados, se los ha de condenar. Continúa luego (si bien en forma menos rígida) el «No es lícito ser cristianos». Víctimas de este período son por cierto el obispo de Jerusalén Simeón, crucificado a la edad de 120 años, e Ignacio obispo de Antioquía, llevado a Roma como ciudadano romano, y allí ajusticiado. La misma política hacia los cristianos es la empleada por los emperadores Adriano (117-138) y Antonino Pío (138-161).

Marco Aurelio: el cristianismo es una locura

Marco Aurelio (161-180), emperador filósofo, pasó 17 de sus 19 años de imperio guerreando. En las Memorias en que cada noche , bajo la tienda militar, anotaba algunos pensamientos «para sí mismo», se encuentra un gran desprecio hacia el cristianismo. Lo consideraba una locura, porque proponía a la gente común, ignorante, una manera de comportarse (fraternidad universal, perdón, sacrificarse por los otros sin esperar recompensa) que solo los filósofos como él podían comprender y practicar después de largas meditaciones y disciplinas. En un rescrito del 176-177 prohibió que sectarios fanáticos, con la introducción de cultos hasta entonces desconocidos, pusieran en peligro la religión del Estado. La situación de los cristianos, siempre desagradable, bajo él se tornó más áspera.
Las florecientes comunidades del Asia Menor fundadas por el apóstol Pablo fueron sometidas día y noche a robos y saqueos por parte del populacho. En Roma el filósofo Justino y un grupo de intelectuales cristianos fueron condenados a muerte. La floreciente cristiandad de Lión fue aniquilada a raíz de la acusación de ateísmo e inmoralidad. (Perecieron entre torturas refinadas también la muy joven Blandina y el quinceañero Póntico).
Las relaciones que nos han llegado dan a entender que la opinión pública había ido exacerbándose con respecto a los cristianos. Grandes calamidades públicas (de las guerras a la peste) habían suscitado la convicción de que los dioses estuvieran enojados contra Roma. Cuando se constató que en las celebraciones expiatorias ordenadas por el emperador, los cristianos estaban ausentes, el furor popular buscó pretextos para arremeter contra ellos.
Esta situación siguió también en los primeros años del emperador Cómodo, hijo de Marco Aurelio.

La ofensiva de los intelectuales contra los cristianos

Bajo el reinado de Marco Aurelio, la ofensiva de los intelectuales de Roma contra los cristianos alcanzó el culmen.
«A menudo y erróneamente -escribe Fabio Ruggiero- se cree que el mundo antiguo combatió la nueva religión con las armas del derecho y de la política. En una palabra, con las persecuciones. Si esto puede ser verdadero (y, de todos modos, solo en parte) para el primer siglo de la era cristiana, ya no lo es más a partir de mediados del segundo siglo. Tanto el mundo gentil (= pagano) como la Iglesia comprenden, más o menos en la misma época, la necesidad de combatirse y de dialogar en el terreno de la argumentación filosófica y teológica. La cultura antigua, entrenada desde siglos a todas las sutilezas de la dialéctica, puede oponer armas intelectuales refinadísimas al conjunto doctrinal cristiano, y muy pronto la misma Iglesia , dándose cuenta de la fuerza que el pensamiento clásico ejerce en frenar la expansión del evangelio, comprende la necesidad de elaborar un pensamiento filosófico-teológico genuinamente cristiano, pero capaz al mismo tiempo de expresarse en un lenguaje y en categorías culturales inteligibles por parte del mundo grecorromano, en el cual viene a insertarse cada vez más».

Las argumentaciones de los intelectuales anticristianos

Las argumentaciones de Marco Aurelio (121-180), Galeno (129-200), Luciano, Peregrino Proteo y especialmente de Celso (los tres últimos escriben sus obras en la segunda mitad del siglo segundo) se pueden condensar así:
« 'Ser salvado' de la falta de sentido de la vida, del desorden de las vicisitudes, de la nada de la muerte, del dolor, se puede dar tan solo en una 'sabiduría filosófica' por parte de una élite de raros intelectuales.
El hecho de que los cristianos pongan esta 'salvación' en la 'fe' en un hombre crucificado (como los esclavos) en Palestina (una provincia marginal) y proclamado resucitado, es una locura. El hecho de que los cristianos crean en el mensaje de este crucificado, dirigido preferentemente a los marginados y a los pobres (al 'polvo humano') y que predica la fraternidad universal (en una sociedad bien escalonada en forma de pirámide y considerada 'orden natural') es otra locura intolerable que causa fastidio , que lo trastorna todo. A los cristianos hay que eliminarlos como destructores de la civilización humana».
La crítica de los intelectuales anticristianos se centra en la idea misma de «revelación de lo alto», que no está basada sobre la «sabiduría filosófica»; en las Escrituras cristianas, que tienen contradicciones históricas, textuales, lógicas; en los dogmas «irracionales»; en el asunto del Logos de Dios que se hace carne (Evangelio de Juan) y se somete a la muerte de los esclavos; en la moral cristiana (fidelidad en el matrimonio, honestidad, respeto de los demás, mutuo socorro) que puede ser alcanzada por un pequeño grupo de filósofos, no ciertamente por una masa intelectualmente pobre.
Toda la doctrina cristiana, para estos intelectuales, es locura, como locura es la pretensión de la resurrección (es decir, del predominio de la vida sobre la muerte), la preferencia dada por Dios a los humildes, la fraternidad universal. Todo esto es irracional.
El filósofo griego Celso, en su Discurso verdadero, escribe: «Recogiendo a gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas...
El objeto de su veneración es un hombre castigado con el último de los suplicios, y del leño funesto de la cruz ellos hacen un altar, como conviene a depravados y criminales».

Las primeras tranquilas reacciones de los cristianos

Durante decenios los cristianos permanecen callados. Se expanden con la fuerza silenciosa de la prohibición. Oponen amor y martirio a las acusaciones más infamantes. Es en el siglo segundo cuando sus primeros apologistas (Justino, Atenágoras, Taciano) niegan con la evidencia de los hechos las acusaciones más infamantes, y tratan de expresar su fe (nacida en tierra semítica y confiada a «narraciones») en términos culturalmente aceptables por un mundo empapado de filosofía grecorromana. Los «ladrillos» bien alineados del mensaje de Jesucristo empiezan a ser organizados conforme a una estructura arquitectónica que pueda ser estimada por los griegos y romanos. Serán Tertuliano en Occidente y Orígenes en Oriente (en el tercer siglo) quienes den una forma sistemática e imponente a toda la «sabiduría cristiana». Con los «ladrillos» del mensaje de Jesucristo se intentará delinear la armonía de la basílica romana; como después, con el pasar de los siglos, se intentará delinear la audacia de la catedral gótica, la sólida serenidad de la catedral románica, la fastuosidad de la iglesia barroca...

La grave crisis del tercer siglo (200-300)

El siglo tercero ve a Roma en una gravísima crisis. Las relaciones entre cristianos e imperio romano se invierten (aun cuando no todos lo perciben).
La gran crisis es así descrita por el historiador griego Herodiano: «En los 200 años anteriores, no hubo nunca un sucederse tan frecuente de soberanos, ni tantas guerras civiles y guerras contra los pueblos limítrofes, ni tantos movimientos de pueblos. Hubo una cantidad incalculable de asaltos a ciudades en el interior del imperio y en muchos países bárbaros, de terremotos y pestilencias, de reyes y usurpadores. Algunos de ellos ejercieron el mando largo tiempo, otros tuvieron el poder por brevísimo tiempo. Alguno, proclamado emperador y honrado como tal, duró un solo día y en seguida terminó».
El imperio romano se había progresivamente extendido con la conquista de nuevas provincias. Esta continua conquista había permitido la explotación de siempre nuevas vastísimas tierras (Egipto era el granero de Roma, España y la Galia su viñedo y olivar). Roma se había adueñado de siempre nuevas minas (Dacia había sido conquistada por sus minas de oro). Las guerras de conquista habían procurado turbas inmensas de esclavos (los prisioneros de guerra), mano de obra gratuita.
Hacia mediados del tercer siglo (alrededor del 250) se advirtió que la fiesta se había acabado. Al este se había formado el fuerte imperio de los sasánidas, que acarreó durísimos ataques a los romanos. En el 260 fue capturado el emperador Valeriano con todo el ejército de 70 mil hombres, y las provincias del este fueron devastadas. La peste asoló a las legiones sobrevivientes y se propagó pavorosamente a lo largo del imperio. Al norte se había formado otro conglomerado de pueblos fuertes: los godos. Inundaron a Mesia y Dacia. El emperador Decio y su ejército en el 251 fueron masacrados. Los godos bajaron devastando, desde el norte hasta Esparta, Atenas, Ravena. Los cúmulos de escombros que dejaban eran terribles. Perdieron la vida o fueron hechas esclavas la mayoría de las personas cultas, que no pudieron ser sustituidas. La vida regresó a un estado primitivo y selvático. La agricultura y el comercio fueron aniquilados.
En este tiempo de grave incertidumbre las seguridades garantizadas por el Estado se vienen abajo. Ahora son los gentiles (= paganos) quienes se vuelven «irracionales», y confían no ya en el orden imperial, sino en la protección de las divinidades más misteriosas y raras. Sobre el Quirinal se levanta un templo a la diosa egipcia Isis, el emperador Heliogábalo impone la adoración del dios Sol, la gente recurre a ritos mágicos para tener lejos la peste. Y sin embargo también en el siglo tercero hay años de terrible persecución contra los cristianos. No ya en nombre de su «irracionalidad» (en un mar de gente que se entrega a ritos mágicos, el cristianismo es ahora el único sistema racional), sino en nombre de la renacida limpieza étnica. Muchos emperadores (por más que sean bárbaros de nacimiento) ven en el retorno a la unidad centralizada el único camino de salvación. Y decretan la extinción de los cristianos cada vez más numerosos para arrojar fuera de la etnia romana este «cuerpo extraño» que se presenta cada vez más como una etnia nueva, pronta a sustituir la ya declinante del imperio fundado sobre las armas, la rapiña, la violencia.

Septimio Severo, Maximino el Tracio, Decio y Treboniano Gallo

Con Septimio Severo (193-211), fundador de la dinastía siria, parece prenunciarse para el cristianismo una fase de desarrollo sin estorbos. Cristianos ocupan en la corte cargos influyentes. Sólo en su décimo año de reinado (202) el emperador cambia radicalmente de actitud. En el 202 aparece un edicto de Septimio Severo, que conmina graves penas para quien se pase al judaísmo y a la religión cristiana. El cambio repentino del emperador, solamente se puede comprender pensando que él se dio cuenta de que los cristianos se unían cada vez más estrechamente en una sociedad religiosa universal y organizada, dotada de una fuerte capacidad íntima de oposición que a él, por consideraciones de política estatal, le parecía sospechosa.
Las devastaciones más llamativas las sufrieron la célebre Escuela de Alejandría y las comunidades cristianas de Africa.
Maximino el Tracio (235-238) tuvo una reacción violenta y cerril contra quien había sido amigo de su predecesor, Alejandro Severo, tolerante hacia los cristianos. Fue devastada la Iglesia de Roma con la deportación a las minas de Cerdeña de los dos jefes de la comunidad cristiana, el obispo Ponciano y el presbítero Hipólito.
Que la actitud hacia los cristianos no ha cambiado en el vulgo, nos lo manifiesta una verdadera caza a los cristianos que se desencadenó en Capadocia cuando se creyó ver en ellos a los culpables de un terremoto. La revuelta popular nos revela hasta qué punto los cristianos eran todavía considerados «extraños y maléficos» por la gente. (Cf K. Baus, Le origini, p. 282-287).
Bajo el emperador Decio (249-251) se desencadena la primera persecución sistemática contra la Iglesia, con la intención de desarraigarla definitivamente. Decio (que sucede a Filipo el Arabe, muy favorable a los cristianos si no cristiano él mismo) es un senador originario de Panonia, y está muy apegado a las tradiciones romanas. Sintiendo profundamente la disgregación política y económica del imperio, cree poder restaurar su unidad juntando todas las energías alrededor de los dioses protectores del Estado. Todos los habitantes están obligados a sacrificar a los dioses y reciben, después, certificados. Las comunidades cristianas se ven desconcertadas por la tempestad. Aquellos que rehúsan el acto de sumisión son arrestados, torturados, ejecutados: así en Roma el obispo Fabián, y con él muchos sacerdotes y laicos. En Alejandría hubo una persecución acompañada de saqueos. En Asia los mártires fueron numerosos: los obispos de Pérgamo, Antioquía, Jerusalén. El gran estudioso Orígenes fue sometido a una tortura deshumana, y sobrevivió cuatro años (reducido a una larva humana) a los suplicios.
No todos los cristianos soportan la persecución. Muchos aceptan sacrificar. Otros, mediante propinas, obtienen a escondidas los famosos certificados. Entre ellos, según la carta 67 de Cipriano, hay a lo menos dos obispos españoles. La persecución, que parece herir mortalmente a la Iglesia, termina con la muerte de Decio en combate contra los godos en la llanura de Dobrugia (Rumania). (Cf M. Clèvenot, I Cristiani e il potere, p. 179 s.). Los siete años sucesivos (250-257) son años de tranquilidad para la Iglesia, turbada solamente en Roma por una breve oleada de persecución cuando el emperador Treboniano Gallo (251-253) hace arrestar al jefe de la comunidad cristiana Cornelio y lo destierra a Centum Cellae (Civitavecchia). La conducta de Galo se debió probablemente a condescendencia para con los humores del pueblo, que atribuía a los cristianos la culpa de la peste que asolaba al imperio. El cristianismo era todavía visto como «superstición» extraña y maléfica (Cf K. Baus, Le origini, p. 292).

Valeriano y las finanzas del Imperio

En el cuarto año del reinado de Valeriano (257) se originó una improvisa, dura y cruenta persecución de los cristianos. No se trató, sin embargo, de un asunto de religión, sino de dinero. Ante la precaria situación del imperio, el consejero imperial (más tarde, usurpador) Macriano indujo a Valeriano a intentar taponarla secuestrando los bienes de los cristianos acaudalados. Hubo mártires ilustres (desde el obispo Cipriano a papa Sixto II, al diácono Lorenzo). Pero fue tan solo un robo encubierto por motivos ideológicos, que terminó con el trágico fin de Valeriano. En el 259 cayó éste prisionero de los persas con todo su ejército y fue obligado a una vida de esclavo, que lo llevó a la muerte.
Los cuarenta años de paz que siguieron, favorecieron el desarrollo interno y externo de la Iglesia. Varios cristianos subieron a altos cargos del Estado y se mostraron hombres capaces y honestos.

El desastre financiero recae sobre Diocleciano

En el 271 el emperador Aureliano ordenó a los soldados y a los ciudadanos romanos abandonar a los godos la vasta provincia de Dacia y sus minas de oro: la defensa de esas tierras costaba ya demasiada sangre.
Puesto que no había más provincias para conquistar y explotar, toda la atención se dirigió al ciudadano común. Sobre él se abatieron impuestos, obligaciones, prestaciones (manutención de acueductos, canales, cloacas, caminos, edificios públicos...) cada vez más onerosos. Literalmente ya no se sabía si se trabajaba para sobrevivir o para pagar los impuestos. En el año 284, después de una brillante carrera militar, fue aclamado emperador Diocleciano, de origen dálmata. Debido al desastre de las provincias, en lo sucesivo los impuestos serían pagados per cápita y por yugada, es decir, un tanto por cada persona y por cada pedazo de terreno cultivable.
El cobro fue confiado a una burocracia enorme que no se dejaba escapar nada haciendo imposible evadir el fisco, que castigaba de manera deshumana a quien lo hacía y que costaba muchísimo al Estado.
Los impuestos eran tan pesados que quitaban la gana de trabajar. Remedio: Se prohibió abandonar el puesto de trabajo, el pedazo de tierra que se cultivaba, el taller, el uniforme militar.
«Tuvo así inicio -escribe F. Oertel, profesor de historia antigua en la Universidad de Bonn- la feroz tentativa del Estado de exprimir la población hasta la última gota... Bajo Diocleciano se realizó un integral socialismo de Estado: terrorismo de funcionarios, fortísima limitación a la acción individual, progresiva interferencia estatal, gravosa tasación».

Persecución de Galerio en nombre de Diocleciano

Los primeros veinte años del reinado de Diocleciano no vieron molestados a los cristianos. En el 303, como un lance imprevisto, se disparó la última gran persecución contra los cristianos. «Es obra de Galerio, el 'César' de Diocleciano -escribe F. Ruggiero-. El puso término en el 303 a la política prudente de Diocleciano, quien se había abstenido, no obstante abrigara sentimientos tradicionalistas, de actos intransigentes e intolerantes». Cuatro edictos consecutivos (febrero del 303- febrero del 304) impusieron a los cristianos la destrucción de las iglesias, la confiscación de los bienes, la entrega de los libros sagrados, la tortura hasta la muerte para quien no sacrificara al emperador. Como siempre, es difícil determinar qué motivos pudieron inducir a Diocleciano a aprobar una política del género. Se puede suponer que haya sido objeto de presiones por parte de los ambientes paganos fanáticos que estaban detrás de Galerio. En una situación de «angustia difusa» (como la llama Dodds), solo el retorno a la antigua fe de Roma podía, a juicio de Galerio y sus amigos, reanimar al pueblo y persuadirlo a afrontar tantos sacrificios. Hacía falta un retorno a vetera instituta, es decir, a las antiguas leyes y a la tradicional disciplina romana. La persecución alcanzó su máxima intensidad en Oriente, especialmente en Siria, Egipto y Asia Menor. A Diocleciano, que abdicó en el 305, le sucedió como «Augusto» Galerio, y como «César» Maximino Daya, quien se demostró más fanático que él.
Solo en el 311, seis días antes de morir por un cáncer en la garganta, Galerio emanó un airado decreto con que detenía la persecución. Con ese decreto (que históricamente marcó la definitiva libertad de ser cristianos), Galerio deploraba la obstinación, la locura de los cristianos que en gran número se habían rehusado a volver a la religión de la antigua Roma; declaraba que perseguir a los cristianos ya era inútil; y los exhortaba a rezar a su Dios por la salud del emperador.
Comentando ese decreto, F. Ruggiero escribe: «Los cristianos habían sido un enemigo extremadamente anómalo. Por más de dos siglos Roma había tratado de reabsorberlos en su propio tejido social... Físicamente dentro de la civitas Romana, pero en muchos aspectos ajenos a ella», habían al final determinado «una radical transformación de la civitas misma en sentido cristiano».

La revolución profunda

Las últimas persecuciones sistemáticas del tercero y cuarto siglo habían resultado ineficaces como las esporádicas del primero y segundo siglo. La limpieza étnica invocada y sostenida por los intelectuales grecorromanos no se había llevado a cabo. ¿Por qué?
Porque las acusaciones indignadas de Celso («juntando gente ignorante, que pertenece a la población más vil, los cristianos desprecian los honores y la púrpura, y llegan hasta llamarse indistintamente hermanos y hermanas») habían resultado a la larga el mejor elogio de los cristianos. El llamamiento a la dignidad de cada persona, aun la más humilde, y a la igualdad frente a Dios (la punta más revolucionaria del mensaje cristiano) había hecho silenciosamente su camino en la conciencia de tantas personas y de tantos pueblos, a quienes los romanos habían relegado a una posición miserable de esclavos por nacimiento y de basura humana.

Bibliografía esencial: K.BAUS Le origini, Jaca Book; F.RUGGIERO La Follia dei Cristiani, Il Saggiatore; T. BOSCO, Eusebio di Vercelli nel suo tempo pagano e cristiano, Elle Di Ci; J. DA- NIELOU, H. MARROU, Dalle origini a S. Gregorio Magno, Marietti; M. CLEVENOT, Gli uomini della fraternità, 1-2 Borla.
De: Dimensioni nuove, LDC, 10096 Leumann, Torino, N.7, 1996, p.29-39

 

 

 

 

3. IGLESIA DE LOS MÁRTIRES
Las persecuciones y sus causas


Giovanni Del Col, director de las Catacumbas de San Calixto

Importancia de las Catacumbas
Después de visitar virtual o realmente las catacumbas cristianas de Roma, de leer libros y de ver videos acerca de ellas, surge espontáneo preguntarse: ¿Cuál es la importancia de las catacumbas cristianas de Roma desde el punto de vista histórico-arqueológico y desde el religioso -espiritual?
La primera y más inmediata impresión es que las catacumbas son la prueba histórica de que la Iglesia de los orígenes fue una Iglesia de mártires. Los mártires fueron numerosísimos y las catacumbas guardan su testimonio.
En este bosquejo nos proponemos profundizar el argumento sobre el número de los mártires romanos, sobre el significado y valor del martirio, sobre las causas de las persecuciones y sobre su desarrollo.
Otro aspecto de la importancia de las catacumbas es su testimonio sobre la vida de la Iglesia primitiva , sobre la continuidad de nuestra fe con la de los primeros siglos, sobre su espiritualidad y sobre el atractivo ejercido por las catacumbas sobre los cristianos en el curso de los siglos.

1. ¿Cuántos fueron los mártires?

No conocemos su número exacto. Los historiadores consideran que fueron aproximadamente algunos miles. Las Actas de los Mártires, que son los protocolos judiciarios de los procesos contra los cristianos, nos han conservado el recuerdo de tantos mártires, pero no podemos sacar de ellas una lista completa de estos.
Según Tácito, en la gran persecución desencadenada por Nerón, ellos fueron una ingens multitudo, una ingente multitud. San Clemente Romano habla de «una gran multitud de elegidos». El martirologio jeronimiano enumera nada menos que 979. Posteriormente San Cipriano escribirá que «el pueblo de los mártires fue incalculable» (martyrum innumerabilis populus). Más que en los escritores cristianos de esos tiempos encontramos el testimonio de los mártires en las catacumbas, a las que estaba ligado el culto mismo de los mártires.

Vamos a aludir aquí brevemente a los mártires más conocidos de las catacumbas romanas abiertas al público.
En la sola catacumba de San Calixto fueron sepultados 46 mártires, conocidos por su nombre. Entre estos, los papas mártires Ceferino, Ponciano, Fabián, Sixto II, Eusebio, Cornelio; los cuatro diáconos del papa Sixto II, Santa Cecilia, Santa Soteris, Marcos y Marceliano, Calócero y Partenio, Cereal y Salustia, San Tarcisio, etc.
En Domitila: los mártires Nereo y Aquileo; en San Sebastián: el mismo titular de la catacumba y San Máximo; en Priscila: los mártires Félix y Felipe, el papa Marcelino, Prisca, Pablo, Mauro, Simetrio y muchos compañeros de estos; en Santa Inés: la mártir niña y Santa Emerenciana.
También las otras catacumbas, situadas a lo largo de las vías consulares, guardan el recuerdo de numerosos mártires. A los mártires conocidos por su propio nombre y venerados en la Iglesia de los primeros siglos hemos de añadir el número, por cierto mucho mayor, de los mártires desconocidos que fueron sepultados en las catacumbas.
Los mártires pertenecen a toda categoría de edad, sexo, extracción social, profesión y cultura. Ellos vienen a ser modelos para los cristianos de todo tiempo y lugar. Son los testigos de una fe invencible, de una fidelidad total a Cristo confirmada con el ofrecimiento de la propia vida.

2. Significado y valor del martirio

El tema de los mártires nos hace reflexionar sobre el significado y el valor del martirio. «Mártir», del griego mártyr, quiere decir «testigo» e indica a quien se sacrifica y sufre o muere por un ideal o por una misión. El término fue aplicado precisamente a los cristianos de los primeros siglos que afrontaron persecución y muerte en defensa de la fe.
La Iglesia de los orígenes tuvo tantos mártires que mereció el título de «Iglesia de los mártires» y esos siglos de persecución fueron llamados «la era de los mártires» (Aera Martyrum).
El papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente puso fuertemente de relieve la importancia y el valor ecuménico del martirio en la Iglesia de los orígenes, como también en la Iglesia de nuestro tiempo: «La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: Sanguis martyrum, semen christianorum (Tertuliano). Los acontecimientos históricos relacionados con la figura de Constantino el Grande, nunca hubieran podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el que se verificó en el primer milenio, si no hubiera sido por esa siembra de mártires y por ese patrimonio de santidad que caracterizaron a las primeras generaciones cristianas.
Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones respecto a los creyentes -sacerdotes, religiosos y laicos- han realizado una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio rendido a Cristo hasta el derramamiento de sangre se ha tornado patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, como ya lo destacaba Pablo VI en la homilía con motivo de la canonización de los mártires de Uganda.
Es un testimonio que no se ha de olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, si bien encontrando notables dificultades organizativas, se preocupó por consignar en apropiados martirologios el testimonio de los mártires. Tales martirologios han sido actualizados constantemente a lo largo de los siglos... «En nuestro siglo han regresado los mártires, a menudo desconocidos, casi 'milites ignoti' de la gran causa de Dios ... Es necesario que las Iglesias locales hagan lo posible para no dejar perecer la memoria de cuantos han padecido el martirio... Esto no puede no constituir también un respiro y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es quizás el más convincente» (n. 37).

3. Las persecuciones y sus causas

Dejando a los estudiosos la presentación histórica de este período glorioso de la difusión del cristianismo, nos limitamos aquí a registrar brevemente las varias persecuciones con sus responsables. Los textos de historia de la Iglesia, como los específicos sobre las persecuciones, traen amplias bibliografías a las cuales remitimos para un estudio profundizado del argumento en cuestión.
Desde su origen el cristianismo se difundió rápidamente en todo el imperio romano, ejerciendo una fascinación irresistible en toda clase social. Proponía, en efecto, un estilo de vida nuevo, fundado en la libertad y el amor: un estilo que se diferencia radicalmente de aquel de la sociedad y la religión romana.
En la sección sobre «Los cristianos del tiempo de las persecuciones en la defensa de los Apologistas», hemos visto que la religión cristiana fue totalmente rechazada por los romanos, legalmente proscrita como «rara, ilícita, perniciosa, malvada, desenfrenada, nueva y maléfica, oscura y enemiga de la luz, detestable» y perseguida, aunque no de manera continua y general.
¿Cómo es posible que la religión por excelencia de la justicia y del amor haya sido juzgada tan duramente y perseguida tanto por los emperadores y la autoridad política como también por la gente común, los paganos que convivían con los cristianos?
Los primeros siglos del cristianismo señalan el paso de la civilización romana pagana a la civilización cristiana. Las dos civilizaciones se presentan antitéticas en sus principios, exigencias y justificaciones. El proceso de transición se verifica a través de alternas vicisitudes que provocan choques y resistencias en los órganos de gobierno politico, en el emperador y en el senado, como asimismo en las mismas masas populares. Las persecuciones son, en verdad, la manifestación de la lucha del mundo pagano contra la religión cristiana.
La religión cristiana es una religión nueva, supranacional, universal, liberadora. Sus principios afectan toda la vida del hombre y de la sociedad. Los cristianos, en efecto, sancionan la indisolubilidad del matrimonio y exaltan la fidelidad conyugal y el valor de la virginidad; rinden culto al único Dios, rechazando cualquier otra divinidad; afirman el principio de la libertad y dignidad de todo hombre, rehusando toda forma de explotación del prójimo, en particular la esclavitud que constituía el necesario soporte de la sociedad romana; difunden la doctrina de la inmortalidad del alma y de la vida futura, más allá de la muerte; practican una moral severa, y despliegan una intensa obra caritativa, especialmente hacia los necesitados y los esclavos, suscitando el reconocimiento y la admiración de los mismos adversarios paganos.
Todos estos principios de libertad, igualdad, justicia, caridad son valores insólitos y en parte desconocidos e incomprensibles para el modo de pensar y de vivir pagano.
La filosofía y la cultura pagana manifiestan desprecio hacia la religión cristiana, juzgada religión de bárbaros y de ignorantes. Para confutar la injusticia de las persecuciones y la incomprensión de la cultura pagana, los Apologistas escriben las defensas de la inocencia de los cristianos, de su fidelidad a las leyes y al emperador y de su participación activa en la vida de la sociedad romana y afirman el valor de la doctrina y del ideal de vida de los cristianos, o sea, en sustancia, la superioridad de la religión cristiana sobre la pagana.
Una de las causas principales de las persecuciones fue precisamente el contraste entre las dos religiones pagana y cristiana. La religión cristiana fue por tanto considerada como el enemigo más peligroso del imperio, porque obstaculizaba la restauración de las tradiciones y del poder de Roma, basado en la antigua religión y en el culto al emperador, instrumento y símbolo de la unidad del imperio.
Las persecuciones tienen, pues, una motivación religioso-política.
La religión cristiana es nueva y revolucionaria; rechaza la religión tradicional de Roma. Por esto el gobierno romano, generalmente tan abierto y tolerante hacia las religiones extranjeras, se mostró a menudo hostil e intransigente hacia la religión cristiana, debido a la diferencia radical entre la religión cristiana y las otras religiones.
Las otras religiones, además, eran consideradas sustancialmente como un asunto privado, sin trascendencia social y política. Ellas, en efecto, se avinieron a la componenda adaptándose al culto oficial del emperador. La religión cristiana, en cambio, lo rehusaba decididamente, porque habría constituido un acto de impiedad, una negación de Dios.
Segun muchos estudiosos, el fundamento jurídico de las persecuciones es el senadoconsulto del año 35, cuando el emperador Tiberio propuso al senado de Roma la consecratio Christi, es decir, el reconocimiento de la divinidad de Cristo y en consecuencia la legitimidad de su culto. El senado romano desechó la propuesta y declaró la religión cristiana «illicita». «Non licet esse christianos», no es lícito ser cristianos. Con su «veto» Tiberio se opuso a la aplicación del decreto del senado.
El decreto quedó sin efecto hasta Nerón, quien para librarse de la acusación de haber incendiado a Roma, les echó la culpa a los cristianos, acusándolos de praticar una religión nueva y maléfica.
Acerca de los cristianos fueron esparcidas entre la gente menuda las calumnias más fantasiosas e infamantes, que fomentaron contra ellos el odio y el furor popular. Son los flagitia, las infamias vergonzosas atribuidas a los cristianos, prácticas atroces y obscenas, contrarias a la moral y a la seguridad del Estado.
Tergiversando monstruosamente la cena eucarística, se acusó a los cristianos de canibalismo e infanticidio; se los acusó de incesto por la costumbre de llamarse hermanos y hermanas y de darse el beso de paz; de ateísmo e impiedad porque no admitían el culto tradicional a los dioses de Roma; de crimen de lesa majestad (crimen maiestatis), porque no ofrecían sacrificios al emperador; de asociación secreta e ilegal, peligrosa para el imperio; de odio contra el género humano, porque considerados la causa de las públicas calamidades, como la peste, las inundaciones, la carestía, las invasiones barbáricas. De hecho, los cristianos se negaban a participar de las celebraciones religiosas en honor de los dioses para aplacar su maldición.
Para comprender el dinamismo de las persecuciones hay que tener presente la actitud hostil de las masas populares, también si la actitud del gobierno romano hacia los cristianos fue, por lo general, tolerante y a veces benévola.

 

 

 

 

 

 

7. HABITAR LA ETERNIDAD


     Los cristianos, como se decía, vivían igual que todos. Pero hay un punto que de manera particularmente evidente los diferencia de los demás, y es la concepción de la muerte y de la vida más allá de la muerte. Desde fines del siglo II, fue justamente la concepción de la muerte y del más allá lo que los impulsó a distinguirse resueltamente de las costumbres de los paganos, que hasta entonces también los cristianos habían seguido. En todo y por todo los cristianos aceptaban la vida de los paganos, cumplían su deber de soldados, de comerciantes, de esclavos. Pero ante el concepto de la muerte se sintieron demasiado diversos. Hasta fines del siglo II, para los cristianos no había sido un problema el ser sepultados juntamente con los paganos en áreas comunes. El mismo san Pedro, como se sabe, fue sepultado a pocos metros de distancia de tumbas paganas, e igualmente san Pablo en la Vía Ostiense. Pero a fines del siglo II los cristianos quisieron aislarse en las prácticas funerarias y separaron sus cementerios de los de los paganos. ¿Por qué?

     El concepto pagano de la muerte era frío, desesperante: el pagano sabía que existía la supervivencia y creía en la misma, pero para él era una supervivencia sin sentido. En efecto, para el paganismo el alma sobrevivía en los Campos Elíseos o en otros ambientes ultraterrenos, pero solo hasta tanto fuera recordada. No bien el difunto fuera olvidado, sería absorbido en la masa amorfa, sin sentido y carente de personalidad, de los dioses Manes. Es por esto, como fácilmente se puede observar, que las tumbas paganas se hallan todas a lo largo de las vías consulares. Sus restos están alineados por kilómetros a lo largo de esas carreteras (particularmente, de la Vía Apia) en gran evidencia, precisamente porque los titulares de las tumbas querían hacerse recordar: sabían que hasta tanto hubiera alguno que los viera, leyera sus nombres, pensara en ellos, viera su imagen, ellos sobrevivirían. Terminado el recuerdo, todo estaba terminado. Es por esto que hacían testamentos con legados aun muy costosos, para obligar a recordarlos. Tenemos textos conservados en las inscripciones donde se recuerda que los propietarios de los sepulcros dejaron gruesas sumas de dinero a los libertos a fin de que cada año, en el aniversario de su muerte, fueran a encender una lamparilla sobre su tumba u ofrecieran un sacrificio: todo para ser recordados. Para poner un solo ejemplo de gran sepulcro que atraía la atención de los vivientes, baste mencionar la tumba de Cecilia sobre la Vía Apia. Para los cristianos todo esto no tenía sentido: creían seriamente en la otra vida, pero no de manera tan desesperante, tan fría. Por tal motivo querían crearse áreas cementeriales propias y distintas. Construyeron así los koimeteria, término que significa literalmente "dormitorios". Esta palabra era para los paganos del todo incomprensible. Ellos, en efecto, no comprendían para nada este término aplicado a las áreas funerarias. Así, en el edicto de confiscación del emperador Valeriano en el 257, que nos es referido por Eusebio de Cesarea, se dice que sean confiscados a los cristianos los bienes y lugares de reunión (aquí en el Transtíber fueron evidentemente confiscados los "títulos" de Calixto, Crisógono y Cecilia) que pertenecían a la comunidad. Además de estos bienes, fueron confiscados también los así llamados koimeteria, "dormitorios". Los romanos no entendían qué significaba esto. Para un pagano, en efecto, "dormitorio" era la pieza donde uno se acuesta por la noche y se levanta por la mañana. Para el cristiano era una palabra que lo indicaba todo: se va a dormir para ser despertado; la muerte no es el fin, sino el lugar donde se reposa; y hay un despertar seguro.

     Encontramos aquí conceptos con los cuales los cristianos pensaban en la muerte y los volvemos a encontrar en las catacumbas: por ejemplo, el concepto de Depositio. Las lápidas con la palabra Depósitus, a veces abreviada (depo, Dep o solo D) se cualifican en seguida como cristianas. En efecto, Depositio es un término jurídico, usado por los abogados, que quería decir "se da en depósito": los muertos eran confiados a la tierra como granos de trigo, para ser devueltos luego en las mieses futuras. Es, este, un concepto que los paganos no tenían.

     Por todos estos motivos, por una teología de la muerte tan diferente de la de los paganos, los cristianos quisieron aislarse y crear sus propios cementerios. Lo mismo pasó con los judíos, pero solo posteriormente.

     Las excavaciones en Villa Torlonia han demostrado con seguridad que las catacumbas hebraicas fueron creadas por lo menos 50-60 años después de las cristianas. Son los judíos quienes en este tipo de sepultura imitaron a los cristianos.

     Esta concepción cristiana de la muerte, o mejor dicho, este mundo de los muertos que es sentido como viviente, nos hace entrar en la mentalidad de los primeros cristianos, de los habitantes del Transtíber de entonces: externamente eran alfareros, molineros, changadores, soldados, pescaderos, barqueros, etc., como todos los demás (sabemos incluso que eran apreciados por sus conciudadanos como gente que sabía cumplir con su deber). Pero en lo íntimo de su conciencia tenían algo profundamente diverso de los demás.

     En el Cementerio Mayor sobre la Vía Nomentana se encontró una hermosa inscripción cristiana: externamente es una pequeña lápida de mármol que no presenta características particulares, pero por los conceptos que expresa yo la considero uno de los hallazgos más bellos. Se habla ahí de un siciliano fallecido en Roma, el cual quiso recordar en griego, con estas brevísimas palabras, su concepción de la vida: "He vivido como debajo de una tienda (es decir, he vivido provisoriamente) por cuarenta años; ahora habito la eternidad".

Encontramos aquí toda la diferencia en la concepción de la vida entre los cristianos y los paganos. Para los primeros se trataba de entender el presente como un vivir provisoriamente para ir hacia la verdadera habitación, la verdadera morada; para los paganos la vida tenía un sentido cerrado: la muerte, en efecto, era el fin. En cambio, el momento trágico de la muerte venía a ser para los cristianos el ingreso a un ambiente gozoso. Jesús lo compara con la fiesta de bodas. Es por esto que los cristianos en sus tumbas pintan rosas, aves, mariposas; en las decoraciones de las catacumbas, a menudo se vuelve a hallar pintado este ambiente alegre, sereno, con símbolos que expresan serenidad y tranquilidad.


De: Umberto Fasola, Le origini cristiane a Trastevere, Fratelli Palombi Editori, Roma, 1981, pp. 61. Por gentil concesión de los Editores.

Nota sobre el autor: Umberto Fasola (+ 1989), padre Servita, se graduó en Sagrada Teología, en Arqueología Cristiana, en Letras y Filosofía. Fue Profesor de Topografía cementerial de Roma Cristiana, Rector del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, Secretario de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, Curator del Collegium Cultorum Martyrum. Descubrió y estudió diversas catacumbas, entre las cuales el Coemeterium Majus sobre la Vía Nomentana. Escribió muchos libros y artículos de Arqueología.

 

 

 

 

8. ORACIÓN, ESPERANZA, DEVOCIONES


     En los cementerios subterráneos, además, encontramos numerosos signos que nos manifiestan tantos aspectos de la espiritualidad de los primeros cristianos. Uno de los temas más a menudo recurrentes es representado por la oración. Esta era realizada con un ademán significativo, que todavía ahora se conserva en los ademanes litúrgicos del celebrante: extender los brazos hacia el cielo, para ofrecer a Dios la súplica y para aguardar Su gracia. Es, en efecto, un ademán doble, de oferta y de recepción. No es, sin embargo, un ademán de origen cristiano. El famoso Orante de Berlín, estatua conservada justamente en el museo de esa ciudad, representa a un hombre completamente desnudo que levanta los brazos y los ojos al cielo, en el ademán de la oración.

     A mediados del III siglo los cristianos de Roma debieron afrontar la espantosa persecución de Decio. No solo hubo una masa de gente que por miedo renegó de la fe, sino que en cierto momento el mismo papa Fabián y sus siete diáconos, es decir, casi todos los que gobernaban a la Iglesia, fueron asesinados. Apenas siete años más tarde, con la persecución de Aureliano, ocurrió lo mismo. Primero el papa Sixto II (en el 258) sorprendido en una catacumba y asesinado ahí mismo juntamente con cuatro diáconos; en seguida después, otros dos diáconos, asesinados y sepultados en el cementerio de Pretextato. Quedaba tan solo Lorenzo para gobernar a la Iglesia.
También él fue asesinado algún día después. Lo más espantoso en esos terribles días fue el número extraordinario de lapsi, es decir, de aquellos que por miedo habían renegado de la fe. Sabemos por las cartas de Cipriano, asesinado también él en setiembre del año 258, que fue este un momento muy feo para la Iglesia de Roma y por lo tanto también para la del Transtíber.

     Un pintor de esos años pintó una barca que está por hundirse. Pareciera que todo está acabado: el palo mayor roto, las velas desgarradas, pero el hombre está con los brazos levantados y tranquilo. Su ademán expresa serenidad. Desde lo alto, en efecto, aparece Dios que le pone una mano sobre la cabeza. Alrededor hay náufragos. Pero él tiene la seguridad compartida por todos los cristianos: no obstante la situación espantosa, la esperanza prevalecerá. Las pinturas en las catacumbas nos revelan siempre la mentalidad de los cristianos, sus devociones, sus creencias.

     Para los habitantes del Transtíber era importante María. La dedicación de la basílica de Santa María a la Virgen se remonta al siglo VI; por cierto, es anterior a Santa María Antigua; probablemente es posterior a Santa María Mayor , que se remonta al año 432. Algunas pinturas en las catacumbas revelan cómo estaba difundida esta devoción a la Virgen. En un famoso fresco de la catacumba de Priscila está representada la Virgen con el Niño y el profeta que señala una estrella para significar la realización de la profecía de Balaam ("Cuando aparezca la estrella, de una virgen nacerá el Salvador"). Y probablemente el profeta que señala la estrella es el mismo Balaam. Algunos estudiosos piensan que es Isaías quien proclama la realización de la profecía relativa a la maternidad de una virgen.

     También la adoración de los Magos es una escena que se repite muy a menudo en las catacumbas. Los Magos, en las pinturas antiguas, no siempre son tres; a veces son cuatro; otras veces, dos. En el Evangelio no se dice que fueran tres: se habla de tres regalos, no de tres personas: tres regalos, bien podían ser presentados por cuatro o dos o cinco sujetos. En las representaciones más antiguas, hay que advertirlo, no existe para nada el pesebre, la cuna con el buey y el asno. Es esta una escena más tardía, que aparece en algún sarcófago ya en el siglo IV, mientras que en la pintura hay un solo ejemplo en la catacumba de San Sebastián. La preferencia otorgada a los Magos se explica justamente por el hecho de que los cristianos de Roma provenían del mundo pagano, idolátrico.

     La Virgen pintada en un fresco del Cementerio Mayor, la única Virgen orante que tenemos, le reza a su Niño, pidiéndole una gracia.

(Umberto Fasola)

 

 

 

 

9. FRACTIO PANIS


     La imagen de la Eucaristía, la fractio panis, la hallamos bien expresada en la catacumba de Priscila y nos evoca lo que debía ser el rito esencial que se celebraba en todos los títula, en las varias domus ecclesiae, como aquellas que existían aquí en el Transtíber (títula de Cecilia, Crisógono, Calixto). La fracción del pan no era un ademán que abriera un ágape cualquiera, sino que estaba rodeada por todo un conjunto litúrgico: canto de los salmos, lectura de los profetas, homilía del celebrante, etc. Entre las varias representaciones de banquetes alusivos a la Eucaristía elegimos profundizar la de la catacumba de Priscila, donde hay una mujer cubierta con velo entre los comensales. En un banquete cualquiera, en el mundo pagano, una mujer con velo no tenía sentido. Al lado hay siete canastillos de panes, que son el elemento clave que especifica el significado simbólico eucarístico de la escena.

     En el cementerio de San Calixto, en el área de Lucina, reaparecen en otra pintura los mismos canastillos de panes, acompañados de un pez: ciertamente evocan el milagro de la multiplicación de los panes en el desierto; pero debajo de los canastillos y el pez está la hierba. El pintor quiso traer a la memoria ese milagro, pero puso entre los juncos del canastillo, dabajo de los panecillos, un vaso de vino tinto. En el desierto Jesús no dio a beber vino, sino que habló claramente de que aquel milagro lo hacía en previsión de alguna otra cosa. Los panes, si bien evocando el milagro del desierto, expresan, con la presencia del vino, la Eucaristía. Volviendo a la pintura de la fractio panis en la catacumba de Priscila, el ademán eucarístico es indicado y cumplido muy bien por el presidente del banquete representado en la cabecera de la mesa (en el mundo antiguo el personaje más importante se colocaba en la cabecera de la mesa).

(Umberto Fasola)

 

 

 

 

10. EL BAUTISMO COMO RESURRECCIÓN


     Las catacumbas nos transmiten también la mentalidad de los primeros cristianos con respecto al bautismo. Nosotros administramos el bautismo a nuestros niños derramando sobre su cabeza un poco de agua. Para los primeros cristianos no era así. Su rito era quizás mucho más expresivo, y manifestaba de lleno la teología paulina. En las catacumbas el bautizando es representado siempre desnudo, porque debía ser sumergido en el agua. El, en efecto, se debía despojar del hombre viejo y revestirse del nuevo.

     Los antiguos comprendían muy bien esto: también en la conformación de los bautisterios, ubicados fuera de la iglesia, se expresaba tal concepto. Eran, en efecto, ambientes que tenían la forma de un sepulcro, octogonal o hexagonal, precisamente como un mausoleo. Cuando la noche del sábado santo los cristianos veían esta procesión de bautizados que se encaminaban con sus trajes y entraban en el bautisterio, pensaban en seguida en la muerte: aquellos entraban adentro para morir, para despojarse de la vida vieja, morir a ella y después resurgir. Por la mañana los veían salir, vestidos con el hábito blanco, signo de la vida nueva. Esta es una concepción que debió de tener un gran significado para los primeros cristianos, también del Transtíber.

(Umberto Fasola)

 

 

 

 

11. LA GRACIA DEL PERDÓN


     Calixto sufrió de modo particular por su concepción del perdón, en polémica con las varias sectas de rigoristas de la época: todo se perdona, él afirmaba, con tal de que haya arrepentimiento. Recordamos a este propósito cómo viene representado Pedro en las catacumbas: a menudo teniendo a su lado el gallo que le recordó su traición... Es raro que en Roma, la Iglesia fundada por Pedro, se enfatice tanto esta página tan fea de la vida del apóstol, una página que habría sido mejor olvidar.

     En muchos sarcófagos y en los cubículos de las catacumbas está ese bendito gallo; está Jesús que con unos dedos hace el ademán de indicar "tres veces", y Pedro con la cabeza gacha. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué a los romanos les gustaba tanto recordar esta página tan fea de la vida de su fundador? La única explicación convincente es que lo hacían para afirmar la misericordia de Dios, su voluntad de perdonar los pecados, justamente en un ambiente donde había quien rehusaba el perdón, en esos tiempos tan difíciles.

     "A Pedro - parecen decir estas imágenes- le ha sido perdonado el mismo pecado que ustedes más rigoristas dicen que no debe ser perdonado". Calixto, gran propugnador del perdón universal, tenía bien presente este episodio de la vida de Pedro y hizo de él, probablemente, uno de los temas más frecuentes de su predicación a los feligreses del Transtíber.

(Umberto Fasola)

 

 

 

12. LOS MARTIRES DE LA IGLESIA


1. Premisa: los mártires, testigos y maestros de la fe

2. Las Actas de los Mártires

3. La fuente principal de las Actas de los Mártires: Eusebio de Cesarea

3.1 Los mártires de Alejandría de Egipto

3.2 Los mártires de la Tebaida

3.3 Los mártires de Tiro de Fenicia

3.4 Los mártires del Ponto

3.5 Martirio de santa Sinforosa y sus siete hijos

3.6 Martirio de los santos Tolomeo, Lucio y otro

3.7 Martirio de san Máximo

3.8 Martirio de los santos escilitanos

3.9 Martirio de los cristianos de Alejandría

3.10 Martirio de san Marino centurión

3.11 Martirio de san Euplio diácono

3.12 Los cuarenta mártires de Sebastia

3.13 Martirio de san Simeón

3.14 Martirio de san Policarpo

3.15 Martirio de los santos Carpo, Papilo y Agatonice

3.16 Martirio de san Apolonio

3.17 Martirio de san Pionio

3.18 Mártires sin fin

3.19 Martirio de san Conón

3.20 Martirio de los santos Samonas y Gurias

4. ¿Cuántos fueron los mártires?

5. La memoria de los mártires, perenne testimonio del amor a Cristo y a la Iglesia

6. Los mártires, testigos radicales


1. Premisa: los mártires, testigos y maestros de la fe


    Para vivir en nuestros días hace falta mucho coraje. Hay tantos motivos de preocupación y tantas angustias, aun cuando, después de todo, es también lindo vivir en este tiempo tan cargado de esperanzas para un mañana más sereno y más humano.
    Muchos arriesgan incluso la vida para defender sus ideas y su libertad, y no faltan ejemplos luminosos de heroísmo.
    También el cristiano está obligado a arriesgar para permanecer tal. ¿No es acaso verdad que en algunas partes de la humanidad hay todavía opresión y persecución que obligan a quien quiere permanecer fiel a Cristo a vivir oculto, como en tiempos de persecución? Y a menudo, una vez descubierto, paga cara semejante fidelidad.
    También donde no se llega a esos extremos, hay siempre una persecución escondida: te boicotean, te obstaculizan de mil maneras, se mofan de ti, sólo porque quieres ser cristiano en serio.
    Esta persecución, sin embargo, no es una novedad. Desde que Cristo fue colgado en la cruz, empezó una historia que dura ya dos mil años: la de los mártires cristianos que no conocerá nunca la palabra "fin". Lo dijo él mismo: "Me han perseguido a mí, los perseguirán también a ustedes". Es una nota característica y perenne de la Iglesia de Cristo: es Iglesia de Mártires.
    Pero hay páginas en esta historia que merecen gran atención, y son las que se refieren a los mártires de los primeros siglos de la Iglesia cristiana, cuando la sangre fue derramada en mayor abundancia.
    Es muy útil, o más bien necesario, volver a esta historia (adviértase: es historia verdadera, no leyenda; historia documentable, no fábulas o mitos), porque es una historia que se vuelve escuela: en ella aprenderemos a ser nosotros también, intrépidos en profesar la fe y valientes en superar las pruebas de nuestro martirio, sea cual sea.

2. Las Actas de los Mártires


    Las Actas de los Mártires son los documentos oficiales y más antiguos de la Iglesia de las persecuciones, porque son relaciones contemporáneas de los sucesos narrados. Son las actas de los procesos contra los cristianos, llamadas "Actas proconsulares", porque el magistrado era de ordinario un procónsul; son las narraciones de los testigos oculares; son las "pasiones epistolares", es decir, las cartas circulares sobre los mártires enviadas por una Iglesia a las otras comunidades cristianas, y las "pasiones narrativas" dictadas en parte por los mismos mártires.
    Las Actas de los Mártires han sido referidas en máxima parte por Eusebio de Cesarea (siglos III-IV) en su "Historia Eclesiástica" y en la obra "Los Mártires de Palestina"; por Lactancio (s. III-IV) en "De mortibus persecutorum"; en las Cartas y en el tratado "De Lapsis" de san Cipriano (s. III); en las Apologías de los escritores griegos y latinos y en los Panegíricos pronunciados por los grandes oradores cristianos, como Ambrosio, Agustín, Máximo de Turín, Pedro Crisólogo en Occidente, y Basilio, Gregorio de Nisa y Juan Crisólogo en Oriente.
    Las Actas de los Mártires eran leídas en el día de su fiesta, durante la celebración eucarística. En efecto, la memoria o recuerdo del mártir se funda en el memorial de Cristo, porque la pasión del mártir renueva la única pasión del Señor, su muerte y resurrección.

3. La fuente principal de las Actas de los Mártires es Eusebio de Cesarea


    Nacido en Cesarea de Palestina alrededor del año 265 y educado en la escuela del docto Pánfilo, recibió una sólida formación intelectual, sobre todo histórica. Fue elegido obispo de su ciudad y llegó a ser el hombre más erudito de su tiempo. Escribió muchas obras de teología, de exégesis, de apologética, pero su obra más importante fue la "Historia Eclesiástica", en 10 libros, que son el fruto de 25 años de continua y apasionada investigación histórica.
    En los primeros 7 libros narra la historia de la Iglesia de los orígenes hasta el año 303. Los libros 8° y 9° se refieren a la persecución iniciada por Diocleciano en el 303 y terminada en Occidente en el 306 y continuada en Oriente por Galerio hasta el Edicto de tolerancia del 311 y la muerte de Maximino (313). El libro 10° describe la recuperación de la Iglesia hasta la victoria de Constantino sobre Licinio y la unificación del imperio (323).
    Antes todavía de esta obra, Eusebio había recogido y transcrito una vasta documentación (actas de los procesos de los mártires, "pasiones", apologías, testigos de particulares y de las comunidades) también respecto de los mártires anteriores a la persecución de Diocleciano, en la obra "Colección de los antiguos Mártires", que se perdió, pero que él había en parte incorporado en su "Historia eclesiástica".
    Salido indemne de la persecución de Diocleciano (303-311), Eusebio fue de la misma un testigo de excepcional importancia, porque asistió personalmente a destrucción de iglesias, quema de libros sagrados y escenas salvajes de martirio en Palestina, en Fenicia y hasta en la lejana Tebaida en Egipto y de eso dejó una conmovedora memoria de gran valor histórico.
    A pesar de lagunas y errores, la "Historia eclesiástica" sigue siendo "la obra histórica más conocida y digna de fe y a menudo la única fuente de información que nos queda" (Angelo Penna, en la "Enciclopedia Cattolica", Città del Vaticano, 1950, vol. V, p. 842-854).


    Presentamos aquí, en fiel traducción, una pequeña antología de los autores nombrados acerca de los antiguos mártires. Conoceremos así cómo nuestros primeros hermanos en la fe sabían sufrir y afrontar por Cristo la tortura y la muerte.

El martirio es una constante en la Iglesia de los orígenes.
    Los mártires recordados en esta breve reseña, pertenecen a siglos diversos, a diferentes categorías de personas, extracción social y nacionalidad; representan a toda la Iglesia. Son hombres y mujeres; ricos y pobres; ancianos (Simeón tiene 120 años) y jóvenes (los 7 "hijos" de Sinforosa); eclesiásticos (Simeón, Policarpo, Acacio, Carpo, Sagaris, obispos; Pionio, sacerdote; Euplio y Papilo, diáconos) y laicos: Apolonio, senador; Máximo, comerciante; Conón, jardinero; los cuarenta mártires de Sebaste, legionarios; Marino, centurión; Sinforosa y Agatonice, madres de familia; nobles (como Apolonio) y gente común del pueblo (como Conón y a veces cristianos desconocidos).
    Todos han testimoniado con el sacrificio cruento de la vida su fidelidad a Cristo.
    Las Actas de los Mártires narran la historia más verdadera de la Iglesia de los orígenes.

3.1. Los mártires de Alejandría de Egipto


" de una carta de Filea a los habitantes de Tmuis"

Filea, obispo de la Iglesia de Tmuis, ciudad al este de Alejandría, era famoso por los cargos civiles desempeñados en patria, por los servicios prestados y además por la cultura filosófica. Joven, noble, riquísimo; tenía mujer e hijos, quienes parece cierto que eran paganos. Desde la cárcel escribió una carta en la que describe los estragos de cristianos a los que había asistido personalmente, y ensalza el valor y la fe de los mártires. Sufrió el martirio por decapitación en el 306.

"Fieles a todos estos ejemplos, sentencias y enseñanzas que Dios nos dirige en las divinas y sagradas Escrituras, los bienaventurados mártires que vivieron con nosotros, sin sombra de incertidumbre fijaron la mirada del alma en el Dios del universo con pureza de corazón y, aceptando en el espíritu la muerte por la fe, respondieron firmemente a la llamada divina, encontrando a nuestro Señor Jesucristo, que se hizo hombre por amor nuestro, a fin de cortar el pecado en las raíces y proveernos el viático para el viaje hacia la vida eterna. El Hijo de Dios, en efecto, si bien poseía naturaleza divina, no pensó en valerse de su igualdad con Dios, sino que prefirió aniquilarse a sí mismo, tomando la naturaleza de esclavo, hecho semejante a los hombres, y como hombre se humilló hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 6-8).
Por lo tanto, los mártires portadores de Cristo, aspirando a los más grandes carismas, afrontaron todo sufrimiento y todo género de torturas concebidas contra ellos, y no una sola vez, sino también una segunda vez; y ante las amenazas que los soldados a porfía arrojaban contra ellos con las palabras y con los hechos, no revocaron su convicción, porque 'el amor perfecto elimina el temor' (1 Jn 4, 18). ¿Qué discurso alcanzaría a narrar su virtud y su coraje ante cada prueba?
Entre los paganos, cualquiera que lo quisiese podía insultar a los mártires y entonces algunos los golpeaban con bastones de madera, otros con varas, otros con látigos, otros con correas de cuero, otros más con sogas. El espectáculo de los tormentos era sumamente variado y en extremo cruel.
Algunos con las manos atadas, eran colgados de una viga, mientras aparatos mecánicos tironeaban en todos los sentidos sus miembros; entonces los verdugos, tras orden del juez aplicaban sobre el cuerpo los instrumentos de tortura; y no solo sobre el costado, como se acostumbraba con los asesinos, sino también sobre el vientre, sobre las piernas, sobre las mejillas. Otros, colgados fuera del pórtico desde una sola mano, por la tensión de las articulaciones y de los miembros sufrían el más atroz de los dolores.
Otros eran atados a las columnas con el rostro dirigido el uno hacia el otro, sin que los pies tocaran el suelo, pero, por el peso del cuerpo las junturas forzosamente se estiraban en la tracción.
Soportaban todo esto, no solo mientras el gobernador se entretenía hablando con ellos en el interrogatorio, sino casi durante toda la jornada. Cuando, en efecto, el gobernador pasaba a examinar a otros, ordenaba a sus dependientes que espiaran atentamente por si acaso alguno, vencido por los tormentos, aludía a ceder; e imponía hostigarlos inexorablemente también con cadenas y cuando, después de esto, estuvieran muertos, tirarlos abajo y arrastrarlos por el suelo.
Esta, en efecto, fue la segunda tortura, concebida contra nosotros por los adversarios: no tener ni siquiera una sombra de consideración hacia nosotros, sino pensar y obrar como si nosotros ya no existiéramos. Hubo también quienes, después de sufrir otras violencias, fueron colocados sobre el cepo con los pies abiertos hasta el cuarto agujero, de manera que necesariamente quedaban supinos sobre el cepo, porque no podían estar erguidos a causa de las profundas heridas recibidas en todo el cuerpo con los golpes.
Otros más, tirados al suelo, yacían vencidos por el peso de las torturas, ofreciendo a los espectadores de manera mucho más cruel la vista de la violencia ejercida contra ellos, porque mostraban en todo el cuerpo las señales de las torturas.
En esta situación, algunos morían entre los tormentos, cubriendo de vergüenza al adversario con su constancia; otros, medio muertos, eran encerrados en la cárcel donde expiraban pocos días después sucumbiendo a los dolores; los restantes, finalmente, recuperada la salud gracias a los cuidados médicos, con el tiempo y el contacto con los compañeros de prisión cobraban un coraje renovado.
Así pues, cuando el edicto imperial había concedido la facultad de elegir: o acercarse a los impíos sacrificios y no ser molestados, obteniendo de las autoridades del mundo una libertad perversa, o no sacrificar y aceptar la pena capital, sin alguna vacilación los cristianos corrían alegres hacia la muerte.
Sabían, en efecto, lo que nos ha sido predestinado y anunciado por las sagradas Escrituras: 'Quien sacrifica -dice el Señor- a los dioses extranjeros será exterminado' (Ex 22, 19) y 'No tendrás a otro Dios fuera de mí' (Ex 20, 3) ".

Concluye san Eusebio: "Tales son las palabras que el mártir, verdaderamente sabio y amigo de Dios, escribía desde la cárcel a los fieles de su Iglesia antes de la sentencia capital, describiendo la situación en que se hallaba y exhortándolos a permanecer firmes en la fe en Cristo también después de su muerte, que era próxima" (Historia Eclesiástica, VIII, 10).

3.2. Los mártires de la Tebaida (Egipto)

"No hay palabras que alcancen a decir las torturas y los dolores que sufrieron los mártires de la Tebaida, lacerados en todo el cuerpo con cascos en vez de garfios, hasta que expiraban, y las mujeres que, atadas en alto por un pie y tironeadas hacia abajo por la cabeza mediante poleas, con el cuerpo enteramente desnudo, ofrecían a las miradas de todos el más humillante, cruel, deshumano de los espectáculos.
Otros morían encadenados a los troncos de los árboles. Per medio de aparatos, en efecto, los verdugos doblaban, reuniéndolas, las más duras ramas y ataban a cada una de ellas las piernas de los mártires: dejaban luego que las ramas volvieran a su posición natural, produciendo por lo tanto un total descuartizamiento de los hombres contra quienes concebían tales suplicios.
Todas estas cosas no ocurrieron durante unos pocos días o por breve tiempo, sino que duraron por un largo período de años; cada día eran muertas alguna vez más de diez personas, otra vez más de veinte, otras veces no menos de treinta, o hasta alrededor de sesenta. En un solo día fueron hechos morir cien hombres, seguramente con sus hijitos y esposas, ajusticiados a través de una secuencia de refinadas torturas.
Nosotros mismos, presentes en el lugar de la ejecución, constatamos que en un solo día eran muertos en masa grupos de sujetos, en parte decapitados, en parte quemados vivos, tan numerosos que hacían perder vigor a la hoja del hierro que los mataba e incluso la rompían, mientras los verdugos mismos, cansados, se veían obligados a turnarse.
Contemplamos entonces el brío maravilloso, la fuerza verdaderamente divina y el celo de los creyentes en Cristo, Hijo de Dios. Apenas, en efecto, era pronunciada la sentencia contra los primeros condenados, otros desde varios lugares acudían corriendo al tribunal del juez declarándose cristianos, prontos a someterse sin sombra de vacilación a las penas terribles y a los múltiples géneros de tortura que se preparaban contra ellos.
Valientes e intrépidos en defender la religión del Dios del universo, recibían la sentencia de muerte con actitud de alegría y risa de júbilo, hasta el punto que entonaban himnos y cantos y dirigían expresiones de agradecimiento al Dios del universo, hasta el momento en que exhalaban el último aliento.
Maravillosos, en verdad, estos cristianos, pero aun más maravillosos aquellos que, gozando en el siglo de una brillante posición, por la riqueza, la nobleza, los cargos públicos, la elocuencia, la cultura filosófica, pospusieron todo esto a la verdadera religión y a la fe en el Salvador y Señor nuestro, Cristo Jesús" (Eusebio, Historia Eclesiástica,VII, 9).

3.3. Los mártires de Tiro de Fenicia

"Admirables fueron también aquellos que testimoniaron su fe en su propia tierra, donde por millares, hombres, mujeres y niños, despreciando la vida presente, afrontaron varios géneros de muerte por la enseñanza de nuestro Salvador.
Algunos fueron quemados vivos, después de haber sido sometidos a raspaduras, garfios, latigazos y miles de otras refinadas torturas, terribles ya solo al escucharlas.
Otros fueron arrojados al mar, otros ofrecieron valientemente la cabeza a los verdugos, otros murieron entre las mismas torturas o extenuados por el hambre.
Otros más fueron crucificados: algunos en la forma que se acostumbraba en caso de ladrones, otros de un modo aun más cruel, es decir, clavados con la cabeza hacia abajo y vigilados hasta tanto vivieran, es decir, hasta que murieran de hambre en los mismos patíbulos" (Eusebio: Historia Eclesiástica,VIII, 8)

3.4. Los mártires del Ponto (Asia menor)


"En las ciudades del Ponto los mártires sufrieron padecimientos terribles: a algunos con cañas puntiagudas les fueron traspasados los dedos desde la extremidad de las uñas; para otros se hacía licuar el plomo y, cuando la materia ardía y hervía, era derramada sobre las espaldas de la víctima, y las partes vitales del cuerpo eran quemadas.
Otros más, en sus miembros más íntimos y en las entrañas sufrieron torturas repugnantes, crueles, intolerables aun solo al escucharlas, que los ilustres jueces, custodios de la ley, concebían llenos de celo, desenfundando toda su perversidad, como si hubiera sido una sabiduría especial, y rivalizando el uno con el otro para superarse en inventos crueles, como quien se disputa los premios de una competición.
El colmo de las calamidades se abatió sobre los cristianos cuando las autoridades paganas, cansadas del exceso de los estragos y muertes, hartas de la sangre derramada, asumieron una actitud que, según ellos, era de mansedumbre y benignidad, de suerte que parecía que no habrían concebido ningún otro castigo terrible contra nosotros.
En efecto, no era justo -decían- manchar con la sangre de los ciudadanos enteras ciudades, ni obrar de manera que se culpara de crueldad a la suprema autoridad de los soberanos, benévola y suave con todos; por el contrario, había que extender a todos el beneficio del humano poder imperial, no condenando más a nadie a la pena capital: por la indulgencia de los emperadores, en efecto, fue abolida esta pena con respecto a nosotros.
Se ordenó entonces arrancarles los ojos a nuestros hermanos y estropearles una pierna, porque esto, según los paganos, era un acto de humanidad y la más leve de las penas que podían sernos infligidas.
A consecuencia de tal 'generosidad' de los impíos soberanos, no era posible enumerar la multitud de personas a las que con la espada les habían cortado y luego cauterizado el ojo derecho. A otros con hierros candentes les estropeaban el pie izquierdo justamente bajo la articulación y después los asignaban a las minas de cobre de cada provincia, no tanto para que pudieran producir una utilidad, sino para aumentar la miseria y desventura de su situación. Además de los martirizados de esta manera, había otros sometidos a otras pruebas que ni siquiera es posible nombrar, porque las 'proezas' cumplidas contra nosotros superan toda descripción.
Habiéndose distinguido en estas pruebas en toda la tierra, los nobles mártires de Cristo impresionaron vivamente a todos aquellos que fueron testigos de su valor, y a través de su conducta ofrecieron pruebas evidentes de la secreta y verdaderamente divina fuerza de nuestro Salvador. Sería demasiado largo, por no decir imposible, recordar el nombre de cada uno" (Eusebio, Historia Eclesiástica,VIII, 12)

3.5. Martirio de santa Sinforosa y sus siete hijos


La construcción de la villa Adriana en Tívoli estaba terminada alrededor del año 135 y por lo tanto a ese tiempo puede remontarse el martirio de santa Sinforosa, inmolada como víctima propiciatoria en los "acostumbrados infames ritos paganos" de la consagración de la morada imperial.
El trozo que habla de su martirio muestra a un emperador Adriano mal dispuesto hacia el cristianismo (habían pasado los tiempos de las mansas instrucciones al procónsul Minucio Fundano) y propenso a creer en las calumnias de los sacerdotes paganos.
El mismo emperador, no un funcionario suyo, llama a la mujer, trata de inducirla a renegar de su fe y hace otro tanto con los hijos.


"El emperador Adriano se había hecho fabricar un palacio y quería consagrarlo con los acostumbrados nefandos ritos paganos. Empezó pidiendo con sacrificios oráculos a los ídolos y demonios que habitan en ellos y esta fue la respuesta: 'La viuda Sinforosa, con sus siete hijos, nos lastima todos los días invocando a su Dios. Por lo tanto, si ella, con sus siete hijos, va a sacrificar según nuestro rito, les prometemos a ustedes concederles todo lo que pidan'.
Adriano entonces la hizo encarcelar con los hijos y de una manera insinuante trataba de exhortarlos a sacrificar a los dioses. Pero Sinforosa le dijo: 'Mi esposo Getulio y su hermano Amacio, mientras militaban en tu ejército como tribunos, afrontaron tantos géneros de torturas por no avenirse a sacrificar a los ídolos y, semejantes a atletas valientes, con su muerte vencieron a los demonios. Prefirieron, en efecto, hacerse decapitar antes que dejarse vencer, sufriendo la muerte que, aceptada por el nombre de Cristo, les causó ignominia en el mundo de los hombres apegados a los intereses terrenales, pero en la asamblea de los ángeles les dio honor y gloria eterna. Se pasean ahora entre los ángeles y, levantando los trofeos de su pasión, gozan en el cielo de la vida eterna con el eterno rey'.

Así le respondió el emperador a santa Sinforosa: 'O sacrificas con tus hijos a los dioses omnipotentes, o te hará inmolar a ti misma con tus hijos'.
Replicó santa Sinforosa: '¿De dónde me viene semejante gracia: merecer ser ofrecida como víctima a Dios juntamente con mis hijos?' Repuso el emperador: 'Yo te haré sacrificar a mis dioses'.
La bienaventurada Sinforosa respondió: 'Tus dioses no pueden aceptarme en sacrificio, pero si voy a ser inmolada en nombre de Cristo mi Dios, tendré el poder de incinerar a tus demonios'.
Dijo entonces el emperador: 'Elige una de estas dos propuestas: o sacrificas a mis dioses, o vas a morir de muerte trágica'.
Le respondió Sinforosa: 'Tú crees que mi propósito puede cambiar por algún temor, mientras que mi más vivo deseo es reposar en paz junto a mi esposo Getulio, a quien tú hiciste morir por el nombre de Cristo'.
El emperador Adriano la hizo entonces conducir al templo de Hércules y ahí primero la hizo abofetear, y después colgar de los cabellos. Viendo, sin embargo, que de ninguna manera y con ningua amenaza lograba hacerla desviar de su propósito , le hizo atar una piedra al cuello y la hizo ahogar en el río.
El hermano Eugenio, quien desempeñaba un cargo en la curia de Tívoli, recogió su cuerpo y lo hizo sepultar en la periferia de esa ciudad.
El día después, el emperador Adriano hizo llamar a su presencia, contemporáneamente, a todos los siete hijos de ella. Cuando vio que de ninguna manera, ni con halagos ni con amenazas, lograba inducirlos a sacrificar a los dioses, hizo plantar siete palos alrededor del templo de Hércules y, con la ayuda de máquinas, hizo fijar ahí a los jóvenes. Después los hizo matar: Creciente, traspasado en la garganta; Juliano en el pecho, Nemesio en el corazón; Primitivo en el ombligo; Justino en las espaldas; Estracteo en el costado; Eugenio desgarrado de pies a cabeza.
El emperador Adriano, habiendo ido el día siguiente al templo de Hércules, hizo sacar de ahí sus cuerpos y los hizo sepultar en una profunda fosa, en una localidad que los pontífices llamaron 'A los siete ajusticiados'.
Después de esto hubo en la persecución una tregua de un año y seis meses: en ese tiempo se dio honrada sepultura a los cuerpos de los mártires y se levantaron tumbas para aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.
El dies natalis (= día del nacimiento al cielo) de los santos mártires cristianos Sinforosa y sus siete hijos se celebra quince días antes de las calendas de agosto (= 17 de julio). Sus cuerpos reposan sobre la vía Tiburtina, a unas ocho millas de Roma, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, a quien se debe honor y gloria en los siglos de los siglos. Amén" (F. Cardulo, Acta Symphorosae et sociorum, Roma, 1588).

3.6. Martirio de los santos Tolomeo, Lucio y otro


El trozo siguiente está sacado de la segunda Apología de Justino que le fue inspirada por el proceso contra tres cristianos que tuvo lugar en Roma en el 162 o 163, siendo prefecto Urbino. Poco posterior al episodio, la narración procede apretada, sin divagaciones o adornos retóricos, pero de la trama descarnada de los hechos emerge una calurosa defensa del cristianismo.
¿Por qué condenar a personas cuya fe se traduce en una austera regla de vida y en el rechazo de toda culpa contra la naturaleza? Este es el sentido de las palabras del mártir Lucio, y este el espíritu de Justino, quien pocos años después confirmaría él también su fe con la sangre.

"Vivía una mujer, esposa de un hombre licencioso, licenciosa primeramente también ella. Pero, cuando llegó a conocer las enseñanzas de Cristo, no solo empezó a llevar una vida más pura, sino que intentó también convencer al marido a que se convirtiera, hablándole de la nueva doctrina y anunciándole el castigo del fuego eterno para todos aquellos que llevan una vida impura y sin rectos principios.
El marido, en cambio, persistiendo en su desenfreno, se enajenó con su mala conducta el ánimo de la mujer, de manera que ella, considerando inmoral vivir el resto de sus días al lado de un hombre que trataba de sacar placer de las relaciones conyugales contra las leyes de la naturaleza y contra la justicia, decidió separarse de él.
La disuadieron sus parientes, quienes le aconsejaban tener paciencia todavía, en la esperanza de que el marido cambiara de vida: ella, por lo tanto, se dio ánimo y quedó a su lado.
Posteriormente se le refirió que el marido, quien había viajado a Alejandría, cometía culpas aun más graves que en el pasado; la mujer entonces no quiso volverse cómplice de sus desvergüenzas e impiedades quedando a su lado como esposa y compartiendo con él el lecho y la mesa: le dio, pues, lo que ustedes llaman 'el libelo de repudio' y se divorció.
Esa flor de marido, en lugar de alegrarse del hecho de que la mujer, que antes en las orgías de la borrachera se entregaba a los criados y mercenarios, había dejado estas culpables costumbres e incluso quería inducirlo a él a que hiciera otro tanto, despechado por el divorcio que ella había obtenido sin su consentimiento, la denunció ante el tribunal como cristiana.
La mujer entonces te presentó a ti, señor, un memorial, en el que pedía ante todo que le fuera concedido administrar sus propios bienes y, sucesivamente, defenderse de la acusación, después de arreglar sabiamente sus cosas, y tú se lo concediste.
El marido, no pudiendo más obrar contra la mujer, dirigió su acusación contra cierto Tolomeo, maestro de ella en la doctrina cristiana. Esta fue su táctica: persuadió a un centurión amigo suyo, quien había metido en la cárcel a Tolomeo, a que lo tomara de sorpresa y le dirigiera esta simple pregunta: '¿Eres tú cristiano?'
Tolomeo, sincero y ajeno a todo subterfugio, admitió serlo y en consecuencia el centurión lo hizo encadenar y torturar en la cárcel por largo tiempo. Finalmente, cuando el hombre fue conducido ante Urbico, se le dirigió la misma pregunta, es decir, si era cristiano: nuevamente Tolomeo, consciente del bien que le provenía a él de la enseñanza de Cristo, confesó ser maestro de la divina virtud.
En efecto, quien niega cualquier verdad, o la niega porque la desprecia o rehúsa reconocerla porque se considera indigno y lejos de los deberes que ella implica, pero ninguna de estas dos actitudes condice con un cristiano sincero.
Cuando Urbico ordenó que Tolomeo fuera conducido al suplicio, cierto Lucio, cristiano él también, viendo la locura de un proceso realizado de esa manera, le gritó a Urbico: '¿Por qué motivo has condenado a muerte a este hombre, no culpable de adulterio, ni de fornicación, ni de asesinato, ni de robo, ni de rapiña, ni de cualquier otro crimen, sino tan solo de haberse confesado cristiano? Tu modo de juzgar, Urbico, ¡es indigno del emperador Antonino Pío, indigno del hijo de César, que es amigo de la sabiduría, indigno, en fin, del santo senado!'
Sin pronunciar respuesta, Urbico dijo a Lucio: 'Me parece que tú también eres cristiano'. Porque Lucio asintió calurosamente, Urbico lo hizo conducir al suplicio. El mártir declaró que era una gracia para él, porque sabía que dejaba el mundo de los malvados por la morada del Padre celestial.
Y un tercero que llegó de improviso a declararse cristiano fue igualmente condenado a muerte" (San Justino, Apología de la religión cristiana, I, 2).

3.7. Martirio de san Máximo durante el imperio de Decio (249-251)


Máximo era un cristiano de Asia Menor. Lo conocemos tan solo por el documento de su martirio. El se había voluntariamente denunciado como cristiano, con una actitud que la Iglesia no aprobaba del todo, pero fue valiente y superó la prueba.

"El emperador Decio, queriendo expulsar y abatir la ley de los cristianos, emanó edictos en todo el orbe, en los que intimaba a todos los cristianos abandonar al Dio vivo y verdadero y sacrificar a los demonios; quien no hubiera querido obedecer, debía someterse a los suplicios.
En ese tiempo Máximo, varón santo y fiel al Señor, espontáneamente se declaró cristiano: era un plebeyo y ejercía el comercio. Arrestado, fue conducido ante el procónsul Optimo, en Asia.
El procónsul le preguntó: '¿Cómo te llamas?'
El respondió: 'Me llamo Máximo'.
Preguntó el procónsul: '¿Cuál es tu condición?'
Respondió Máximo: 'Soy plebeyo y vivo de mi comercio'.
Dijo el procónsul: '¿Eres cristiano?'
Respondió Máximo: 'Por más que sea pecador, soy cristiano'.
Dijo el procónsul: '¿No conoces los decretos de los muy insignes soberanos que han sido promulgados recientemente?'
Preguntó Máximo: '¿Qué decretos?'
Explicó el procónsul: 'Los que ordenan que todos los cristianos, abandonada su vana superstición, reconozcan al verdadero soberano al que todo está sometido, y adoren a sus dioses'.
Repuso Máximo: 'He llegado a conocer el inicuo decreto emanado por el soberano de este mundo y justamente por esto me he declarado públicamente cristiano'.
Le ordenó el procónsul: 'Sacrifica a los dioses'.
Replicó Máximo: 'Yo no sacrifico sino al solo Dios a quien me glorío de haber sacrificado ya desde mi niñez'.
Insistió el procónsul: 'Sacrifica, para que estés salvo. Si te rehúsas, te hago morir entre torturas de todo género'.
Repuso Máximo: 'Es precisamente lo que siempre he deseado: justamente por esto, en efecto, me he declarado cristiano, para obtener la vida eterna, una vez liberado de esta infeliz existencia temporal'.
Entonces el procónsul lo hizo golpear con varas y, mientras era golpeado, le decía: 'Sacrifica, Máximo, para librarte de estos tormentos'.
Replicó Máximo: 'No son tormentos, sino unciones, estos que me son inferidos por el amor a nuestro Señor Jesucristo. Si, en efecto, me alejara de los preceptos de mi Señor, en los cuales he sido instruido por medio de su evangelio, me aguardarían los verdaderos y perpetuos tormentos de la eternidad'.
El procónsul entonces lo hizo poner sobre el caballete y, mientras era torturado, le decía insistentemente: '¡Enmiéndate de tu necedad, miserable, y sacrifica, para salvar tu vida!'
Máximo respondió: 'Tan solo si no sacrifico, salvo mi vida; si sacrifico, en cambio, seguramente la pierdo. Ni las varas, ni los garfios, ni el fuego me procurarán dolor, porque vive en mí la gracia de Dios, que me salvará para siempre con las oraciones de todos los santos quienes, luchando en este género de combate, han superado la locura de ustedes y nos han dejado nobles ejemplos de valor'.
Después de estas altivas palabras, el procónsul pronunció la sentencia contra él, diciendo: 'La divina clemencia ha dado la orden de que, para infundir temor a los otros cristianos, sea apedreado el hombre que no ha querido dar su asentimiento a las sagradas leyes, que le imponían sacrificar a la gran diosa Diana'.
Así el atleta de Cristo fue arrastrado afuera por los ministros del diablo, mientras daba gracias a Dios Padre por Jesucristo Hijo suyo, que lo había juzgado digno de superar al demonio en la lucha.
Sacado fuera de las murallas, aplastado por las piedras, exhaló su espíritu.
El siervo de Dios Máximo padeció el martirio en la provincia de Asia dos días antes de los idus de mayo, durante el imperio de Decio y el proconsulado de Optimo, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien se le tributa gloria en los siglos de los siglos. Amén" (de la Passio del mártir, en BHL -Bibliotheca Hagiographica Latina- , II, p. 852)

3.8. Martirio de los santos escilitanos (en Numidia, Africa septentrional)


El proceso contra los cristianos de Escilio tuvo lugar en el verano del 180 d. de J. C., cuando desde hacía pocos meses era emperador Cómodo, y se puede considerar una secuela de las persecuciones estalladas bajo el predecesor Marco Aurelio. La fe cristiana probablemente se había difundido ya desde hacía unos cincuenta años en el Africa proconsular y había llegado incluso a los pequeños centros: Escilio era justamente una aldea de Numidia.
El texto latino del que se reproduce aquí la traducción es contemporáneo de los hechos; quizás es el acta misma del proceso, a la que el transcriptor añadió tan solo la última parte. Es el primer testimonio sobre el tributo de sangre que los cristianos de Africa entregaron a la Iglesia y es el documento más antiguo que se conozca en la literatura cristiana latina.

"Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días antes de las calendas de agosto (= el 17 de julio), fueron convocados a la presencia de la autoridad judiciaria Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Segunda y Vestia.
El procónsul Saturnino les dijo: 'Pueden merecer la indulgencia de nuestro soberano, si vuelven a pensamientos de rectitud'.
Esperato respondió: 'No hemos hecho nada malo, no hemos cometido ninguna iniquidad, ni hablado mal de nadie, por el contrario hemos siempre devuelto bien por mal; obedecemos, pues, a nuestro emperador'.
Dijo todavía el procónsul Saturnino: 'También nosotros somos religiosos y sencilla es nuestra religión. Juramos por el genio de nuestro soberano y dirigimos a los dioses súplicas por la salvación de él , cosa que también ustedes han de hacer'.
Respondió Esperato: 'Si me prestas atención con calma, te explicaré el misterio de la sencillez'.
Replicó Saturnino: 'No te voy a escuchar en esta iniciación en la que ofendes nuestros ritos; juren más bien por el genio de nuestro soberano'.
Respondió Esperato: 'Yo no conozco el poder del siglo, sino que estoy sujeto a ese Dios al que ningún hombre vio jamás ni puede ver con sus ojos. No cometí nunca un robo, sino que cada vez que concluyo un negocio pago siempre el tributo, porque obedezco a mi soberano y emperador de los reyes de todos los siglos'.
El procónsul Saturnino dijo a los otros: 'Desistan de tal convicción'.
Repuso Esperato: 'Es un mal sistema amenazar con matar si no se jura en falso'.
Dijo también el procónsul Saturnino: 'No adhieran a esta locura'.
Dijo Citino: 'No hemos de temer a nadie sino a nuestro Señor que está en los cielos'.
Añadió Donata: 'Honor a César como soberano, pero temor, a Dios solamente'.
Prosiguió Vestia: 'Soy cristiana'.
Dijo Segunda: 'Lo que soy, yo quiero ser'.
El procónsul Saturnino le preguntó a Esperato: '¿Persistes en declararte cristiano?'
Respondió Esperato: 'Soy cristiano' y todos asintieron a sus palabras.
Preguntó también el procónsul Saturnino: '¿Quieren un poco de tiempo para decidir?'
Respondió Esperato: 'En una cuestión tan claramente justa, la decisión ya está tomada'.
Preguntó después el procónsul Saturnino: '¿Qué tienen en esa cajita?'
Respondió Esperato: 'Libros y las cartas de san Pablo, varón justo'.
Dijo el procónsul: 'Tienen una prórroga de treinta días para reflexionar'.
Esperato repitió: 'Soy cristiano', y todos estuvieron de acuerdo con él.
El procónsul Saturnino leyó el decreto de lo actuado: 'Se decreta que sean decapitados Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y todos los demás que han declarado vivir según la religión cristiana, porque, a pesar de serles dada facultad de tornar a las tradiciones romanas, lo han rehusado obstinadamente'.
Esperato dijo: 'Demos gracias a Dios'. Nartzalo añadió: 'Hoy seremos mártires en el cielo. ¡Sean dadas las gracias al Señor!'
El procónsul Saturnino hizo proclamar la sentencia por el pregonero: 'Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia, Donata, Segunda han sido condenados a la pena capital'.
Dijeron todos: '¡Sean dadas las gracias a Dios!' y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo" (de las Actas de los mártires escilitanos, publicadas por primera vez por C. Baronio en los Annales Ecclesiastici, 1588-1607).

 

3.9. Los mártires de Alejandría durante la persecución de Decio (249-251)


(Carta de san Dionisio a Fabio, obispo de Antioquía)

"Entre nosotros la persecución no tuvo comienzo con el edicto imperial, sino que, por el contrario, fue retardada de un año entero, hasta cuando llegó a esta ciudad cierto adivino y tejedor de embustes, que agitó y excitó contra nosotros a la multitud de los gentiles, atizando su superstición congénita.
Excitados por él e impulsados a sacar de su desenfrenado libertinaje todo género de impiedad, consideraban único acto de devoción y culto hacia sus dioses el asesinarnos a nosotros.
La primera víctima fue un anciano, de nombre Metra, al que apresaron y trataron de obligar a blasfemar; puesto que no se rindió a sus imposiciones, lo golpearon y le traspasaron el rostro y los ojos con cañas puntiagudas, después lo condujeron a un suburbio de la ciudad y lo lapidaron.
Una mujer, llamada Quinta, fue conducida ante el altar de los ídolos, donde los paganos intentaron obligarla a un acto de adoración, pero apenas ella apartó la cabeza con una profunda sensación de disgusto, la ataron y la arrastraron por los pies a través de la entera ciudad, tirándola contra las gruesas piedras del duro adoquinado. Y después de conducirla a la misma localidad suburbana, la lapidaron.
Después de esto, los paganos se lanzaron todos juntos a las casas de los cristianos e irrumpiendo en las moradas que cada uno sabía que pertenecían a los propios vecinos, cumplieron toda clase de latrocinios y saqueos. Apartaban con cuidado los objetos más preciosos, mientras echaban de la ventana y quemaban por las calles los más toscos y los fabricados con madera.
El espectáculo que daban parecía el de una ciudad tomada por los enemigos. Los hermanos trataban de huir y esconderse y acogieron con alegría también el saqueo de sus bienes, semejantes a aquellos de quienes dio testimonio el apóstol Pablo (Heb 10, 34).
No sé si en esa circunstancia hubo alguien, a no ser que se tratara de una persona caída entre las garras de los adversarios, que renegara de Cristo.
Otra nobilísima víctima fue la anciana virgen Apolonia. Los paganos la arrestaron, le hicieron caer todos los dientes dándole puñetazos en las mejillas, y después, encendido un fuego delante de la ciudad, amenazaron con quemarla viva si no pronunciaba con ellos las impías palabras, que eran el mensaje de la blasfemia pagana.
La mujer, en cambio, después de pedir vivamente que le dejaran disponer de un breve tiempo, apenas se vio libre saltó inmediatamente sobre el fuego y quedó abrasada.
Serapión fue arrestado en su casa; lo sometieron a duros tormentos, le quebraron los huesos y finalmente lo arrojaron con la cabeza hacia abajo desde el piso superior.
No podían recorrer ninguna calle, ni ancha ni angosta, ni de noche ni de día, sin oír siempre y en todas partes los gritos de la multitud que, si alguien no entonaba en coro con ellos palabras impías, lo arrastraban y luego lo quemaban vivo.
Por mucho tiempo la persecución se mantuvo con este tono de violencia, hasta que la sedición y la guerra civil, que remplazaron a las anteriores desventuras, indujeron a los paganos a dirigir el uno contra el otro la crueldad que antes habían descargado sobre nosotros. Vivimos tranquilos por algún tiempo, mientras los paganos habían puesto una tregua al odio contra nosotros, pero muy pronto nos fue anunciada la noticia del cambio del poder imperial, antes tan benévolo, y se encendió nuevamente con la máxima intensidad el terror de una nueva amenaza contra nuestra comunidad.
Fue promulgado el edicto, que fue casi el más terrible entre todos aquellos que predijera nuestro Señor, y tal como para hacer sufrir escándalo, de ser posible, también a los elegidos. Por cierto, todos quedaron profundamente turbados. Entre las personas más conocidas en la ciudad, algunas adhirieron a las órdenes del edicto por miedo, otras, que ocupan cargos públicos, fueron empujadas a obedecer al edicto por su misma posición, otras más fueron impulsadas por sus familiares.
Llamados por su nombre, algunos se acercaban pálidos y temblorosos a los sacrificios impíos y sacrílegos, como si no fueran a sacrificar, sino que ellos mismos fueran las víctimas destinadas a los ídolos; entre tanto el gentío que merodeaba alrededor de los altares paganos se burlaba de ellos, porque mostraban claramente tener miedo, tanto de la muerte como del sacrificio.
Otros, en cambio, corrían con desenfado a los altares, declarando descaradamente que no eran cristianos y no lo habían sido tampoco en el pasado. Para ellos se cumplirá la predicción del Señor, que difícilmente se salvarán.
De los restantes, quien se agregó al primero y quien al segundo grupo y otros huyeron. Entre los que fueron arrestados, una parte resistieron a la cárcel y a las cadenas, en que fueron tenidos muchos días, pero después, antes de presentarse al tribunal, abjuraron; otra parte soportaron por cierto tiempo también los tormentos, pero al final abjuraron también ellos.
En cambio, otros cristianos, firmes y venturosas columnas del Señor, fortificados por su gracia, sacaron constancia y energías de la fe que los inspiraba y se volvieron maravillosos testigos de su reino" (Eusebio, Historia Eclesiástica, VI, 40, 1 -. 42, 6).

3.10. San Marino centurión bajo Galieno


Puede parecer extraño oír hablar de un mártir bajo el emperador Galieno (260-268) que no persiguió a los cristianos, antes bien los favoreció revocando los edictos y restituyendo los bienes confiscados, como dice Eusebio en un punto del libro VII de la Historia Eclesiástica.
Marino, en efecto, no fue víctima de una persecución organizada , sino de la rivalidad de un competidor en la carrera militar.
Noble, rico, llegado a un alto grado de la jerarquía, tiene quizás un instante de vacilación ante la intimación del juez, pues emplea el tiempo que se le concediera para reflexionar, a diferencia de muchos otros que, en semejantes circunstancias, habían tomado en seguida la resolución de afrontar el martirio, pero, oportunamente orientado por las palabras de su obispo, no tiene más incertidumbre.
El hecho es muy importante, porque hace comprender que, aun cuando no se estuviera llevando a cabo una persecución, quedaban siempre latentes las razones de discrepancia entre la estructura político-moral-religiosa del imperio romano y los principios del cristianismo.


"Durante este tiempo en que la paz reinaba dondequiera en las Iglesias cristianas, en Cesarea de Palestina es decapitado por confesar su fe en Cristo, Marino, quien pertenecía a los altos grados de la jerarquía militar y era ilustre por nobleza y riqueza.
La causa de la condena fue la siguiente: entre los romanos hay una insignia formada por un sarmiento de vid; quien la merece pasa a ser centurión.
Puesto que había un cargo vacante, la promoción por derecho le correspondía a Marino, pero cuando ya estaba por conseguir semejante honor, se presentó ante el tribunal otro, diciendo que, según las antiguas leyes, a aquel no le estaba permitido recibir ninguna condecoración de los romanos, porque era cristiano y no sacrificaba a los dioses; el individuo sostuvo, por lo tanto, que a él, no a Marino, le tocaba ese cargo.
Impresionado por esto, el juez, cuyo nombre era Aqueo, primeramente le preguntó a Marino qué religión seguía y cuando le oyó confesarse constantemente cristiano, le concedió tres horas de tiempo para reflexionar.
Cuando Marino salió del tribunal, llamó a Teotecno, obispo de Cesarea, el cual, una vez entrado en conversación con él, lo tomó de la mano y lo condujo a la iglesia.
Apenas estuvieron en el lugar sagrado, el obispo acompañó a Marino hasta el altar, le levantó un poco la clámide e indicándole la espada que tenía colgada , puso al lado de la misma el libro del Evangelio, imponiéndole elegir entre las dos cosas según su conciencia.
Sin sombra de incertidumbre, Marino extendió la derecha y tomó la divina Escritura.
'Estáte siempre junto al Señor -le dijo Teotecno- y obtendrás aquello que has elegido. Fortificado por su gracia, vete en paz'.
Mientras Marino salía de la iglesia, el pregonero lo llamaba a voz en cuello delante del tribunal, porque se había acabado el tiempo concedido para la decisión.
Delante del juez, Marino mostró mayor fervor en confesar su propia fe y, conducido al suplicio así como estaba, consumó el martirio.
En la misma circunstancia se recuerdan también la franqueza y el fervor religioso de Astirio, quien pertenecía al orden senatorial, estaba en relaciones de cordial amistad con los soberanos y era conocido de todos por la nobleza y por sus bienes.
Encontrándose presente en el martirio de Marino, apenas fue llevado a cabo, levantó el cadáver, se lo cargó sobre los hombros, sobre su ropa cándida y preciosa, y se lo llevó para hacerle dar una honrosa sepultura, digna de su condición" (Eusebio, Historia Eclesiástica, VII,15 ss.).

3.11. Martirio de san Euplio diácono, bajo Diocleciano, en el año 304


El martirio de Euplio, diácono en Catania, ocurrió en el 304, como se puede inferir de la indicación del consulado de Diocleciano y Maximiano y del hecho de que aquel había sido invitado a sacrificar a los dioses, según la orden del IV edicto imperial, emanado justamente ese año.
Naturalmente estaba todavía en vigor el edicto contra la guarda de los libros sagrados, porque el principal hecho imputable contra Euplio se refiere al evangelio, que el diácono había conservado y mostraba con altivez.
Las Actas nos han llegado en un breve texto latino que une la relación del arresto y de la primera confesión de Euplio y la del interrogatorio padecido entre las torturas.
Una frase del I capítulo "… estando fuera de la tienda del despacho del gobernador el diácono Euplio gritó: Soy cristiano y deseo morir por el nombre de Cristo", hace pensar que él no había sido arrestado, sino que se había denunciado espontáneamente, tal vez durante el interrogatorio de otros fieles; la hipótesis es confirmada también por las palabras del juez que lo entrega a los esbirros: "Puesto que su confesión es evidente…" (c. I), y parece inducido a proceder por la actitud del cristiano más que por una personal voluntad inquisitoria.
 
"Durante el noveno consulado de Diocleciano y el octavo de Maximiano, la vigilia de los idus de agosto, en la ciudad de Catania, estando fuera de la tienda del despacho del gobernador, el diácono Euplio gritó: 'Soy cristiano y deseo morir por el nombre de Cristo'.
Al oír esto, Calvisiano, procurador, dijo: 'Que entre la persona que ha gritado'.
No bien Euplio entró en el despacho del juez, llevando los evangelios, uno de los amigos de Calvisiano, cuyo nombre era Máximo, dijo: 'No está permitido guardar tales libros contra la orden imperial'.
Calvisiano preguntó a Euplio: '¿De dónde vienen estos libros? ¿Han salido de tu casa?'
Euplio respondió: 'No tengo casa. Lo sabe también mi Señor, Jesucristo'.
El procurador Calvisiano repuso: '¿Tú los has traído acá?'
Euplio respondió: 'Los he traído yo, como lo ves tú mismo. Me han encontrado con ellos'.
Calvisiano ordenó: 'Léelos'.
Abriendo el evangelio, Euplio leyó: 'Bienaventurados los que sufren persecuciones por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos' y, en otro pasaje: 'Quien quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame'.
Mientras leía estos y otros trozos, Calvisiano preguntó: '¿Qué es todo esto?'
Euplio respondió: 'Es la ley de mi Señor, que me ha sido confiada'.
Calvisiano insistió: '¿Por quién?'
Euplio respondió: 'Por Jesucristo, Hijo del Dios viviente'.
Calvisiano intervino nuevamente diciendo: 'Puesto que tu confesión es evidente, sea entregado a los ministros de la tortura y sea interrogado entre los tormentos'.
Cuando fue entregado a aquellos, comenzó el segundo interrogatorio en medio de las torturas.
Durante el noveno consulado de Diocleciano y el octavo de Maximiano, la vigilia de los idus de agosto, el procurador Calvisiano le dijo a Euplio, que estaba siendo atormentado: '¿Qué repites ahora de lo que declaraste en tu confesión?'
Trazándose sobre la frente la señal de la cruz con la mano libre, el mártir respondió: 'Lo que he dicho antes lo confirmo ahora: yo soy cristiano y leo las divinas Escrituras'.
Calvisiano rebatió: '¿Por qué no has entregado estos libros, que los emperadores han prohibido leer, sino que los has tenido contigo?'
Euplio dijo: 'Porque soy cristiano y no me estaba permitido entregarlos. Para un cristiano es mejor morir que entregarlos; en ellos está la vida eterna. Quien los entrega pierde la vida eterna y yo, para no perderla, ofrezco la mía'.
Calvisiano repuso diciendo: 'Euplio que, desacatando el edicto de los príncipes, no ha entregado las Escrituras, sino que las lee al pueblo, sea torturado'.
Entre los tormentos Euplio dijo: 'Te doy gracias, Cristo. ¡Protégeme, porque sufro todo esto por ti!'
Calvisiano lo exhortó con estas palabras: 'Desiste de esta locura, Euplio. Adora a los dioses y serás liberado'.
Euplio respondió: 'Adoro a Cristo, detesto a los demonios. Haz de mí lo que quieras; soy cristiano. Por largo tiempo he deseado esto. Haz lo que quieras. Aumenta mis tormentos. Soy cristiano'.
Hacía rato que duraba la tortura cuando Calvisiano ordenó a los verdugos que la suspendieran y dijo al mártir: '¡Infeliz, adora a los dioses! ¡Venera a Marte, Apolo y Esculapio!'
Respondió Euplio: 'Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu santo. Adoro a la santísima Trinidad, más allá de la cual no existe ningún Dios. Perezcan los dioses que no han creado el cielo, la tierra y todo lo que en ellos se contiene. Yo soy cristiano'.
El prefecto Calvisiano insistió: '¡Sacrifica a los dioses y serás liberado!'
Euplio respondió: 'Precisamente ahora me ofrezco a mí mismo en sacrificio a Cristo Dios. No existe ningún otro sacrificio que yo deba cumplir. En vano intentas hacerme renegar de la fe. Yo soy cristiano'.
Calvisiano ordenó que fuera torturado más todavía y más violentamente. Mientras era torturado Euplio dijo: 'Te doy gracias, oh Cristo, socórreme. ¡Cristo, sufro por ti esto, por ti, Cristo!'
Repitió varias veces estas invocaciones y, cuando las fuerzas le iban faltando y estaba ya sin voz, decía tan solo con los labios estas y otras plegarias.
Entrado al interior de la oficina, Calvisiano dictó la sentencia y, salido, leyó el acta que había llevado consigo: 'Ordeno que Euplio, cristiano, que desprecia los edictos de los príncipes, blasfema contra los dioses y no se arrepiente de todo esto, sea ejecutado. Condúzcanlo al suplicio'.
Al cuello del mártir le fue colgado el evangelio con el cual había sido encontrado en el momento del arresto y el pregonero iba diciendo: 'Euplio, enemigo de los dioses y de los soberanos'.
Alegre, Euplio repetía constantemente: '¡Gracias a Cristo Dios!'
Llegado al lugar de la ejecución, se arrodilló y oró largo rato. Dando después nuevamente gracias al Señor, ofreció su cuello y fue decapitado por el verdugo.
Su cuerpo fue recogido luego por los cristianos, embalsamado con aromas y sepultad (de las Actas del martirio de Euplio, en BHG -Bibliotheca Hagiographica Graeca-, I, p. 192-193).

3.12. Los cuarenta mártires de Sebastia (Armenia menor)


Sobre ellos tenemos discursos de los capadocios Basilio y Gregorio de Nisa y otros de Efrén sirio, todos particularmente autorizados por la cercanía entre las regiones de estos informadores y aquella en que ocurrió el martirio. Goza, sin embargo, de escasa confiabilidad el relato de este , mientras que, en cambio, ha de considerarse auténtico el "testamento" colectivo que los mismos mártires redactaron poco antes de morir. El martirio tuvo lugar en el 320, durante la persecución de Licinio.

"Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Parece cierto que fuera la legión XII 'Fulminada', la cual había participado en la expugnación de Jerusalén en el año 70, y posteriormente había sido trasladada al Oriente con asiento en Melitene (Armenia Menor).
Existía una especie de tradición cristiana en el seno de la legión, porque ella había tenido cristianos entre sus filas ya en el siglo III, y quizás antes; otros vínculos con cristianos, mediante amistades y parentescos, debían de haber surgido durante la estancia en Armenia, donde los cristianos eran muchos. El martirio ocurrió bastante más al norte de Melitene, en la ciudad llamada Sebastia (más exactamente que Sebaste), donde tal vez la legión mantenía un fuerte destacamento.
Los cuarenta eran muy jóvenes, de unos veinte años; en su 'testamento', donde envían el último saludo a sus seres queridos, uno solo saluda a la mujer con el hijito, otro a la novia, mientras los demás saludan a los padres vivientes. Luego, en general, debían de estar todavía en la primera juventud.
Cuando llegó al campamento la orden de Licinio que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos se rehusaron resueltamente; arrestados en seguida, fueron atados a una sola cadena, muy larga, y después encerrados en la cárcel.
La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardabam órdenes de comandantes superiores o incluso -dada la gravedad del caso- del mismo Licinio. En esta espera los presos, previendo su fin, escribieron su 'testamento' colectivo por mano de uno de ellos, cierto Melecio.
En este insigne documento, profundamente cristiano, los que iban a morir exhortan a parientes y amigos a desatender los bienes caducos de la tierra para preferir los bienes ultraterrenos; saludan después a las personas que les son más queridas; finalmente, previendo que por la posesión de sus restos mortales se producirían disputas entre los cristianos -como ya había sucedido en el pasado con respecto a las reliquias de otros mártires- disponen que sus despojos sean sepultados todos juntos en la aldea de Sarein, cerca de la ciudad de Zela. El documento trae, como de costumbre, los nombres de todos los cuarenta mártires, y de ahí los nombres fueron copiados después en otros documentos, con pequeñas divergencias de grafía.
Llegada la sentencia de condenación, los cuarenta fueron destinados a morir de aterimiento: debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, sobre un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución parece que fue un amplio patio delante de las termas de Sebastia, donde los condenados serían sustraídos a la curiosidad y a la simpatía del público y a la vez vigilados por los empleados de las termas.
En el patio existía una amplia reserva de aqua, una especie de estanque, que estaba en comunicación con las termas. Basilio dice que el lugar estaba en el medio de la ciudad, y que la ciudad estaba adyacente al estanque: quizás la reserva de agua, para uso de las termas, no era sino una derivación del verdadero estanque externo.
Más tarde sobre el lugar del martirio se construyó una iglesia, y justamente en esta iglesia parece que Gregorio de Nisa pronunció sus discursos en honor de los mártires.
Sobre esa explanada helada, a una temperatura bajísima, los tormentos de esos cuerpos desnudos debieron de ser espantosos. Para aumentar el tormento de las víctimas, había sido dejado abierto de intento el ingreso de las termas, del cual salían juntamente con la luz los chorros de vapor del calidarium: para los martirizados era una visión potentísima, puesto que bastaban pocos pasos para salir de las angustias y recuperar esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. Pero estaba de por medio una barrera infranqueable: el invisible Cristo, del que ellos hubieran tenido que renegar.
Las horas pasaban terriblemente monótonas: ninguno de los condenados se alejaba de la explanada helada. El vigilante de las termas asistía como estupefacto a la escena. De repente uno de los condenados, extenuado por los espasmos, se arrastró hacia la puerta iluminada; pero ahí, por un hecho fisiológico regular, no bien fue envuelto por los vapores calientes falleció. Al ver esto, el vigilante, en un arranque de entusiasmo, decidió remplazar él mismo al cobarde completando nuevamente el número de cuarenta. Después de quitarse los vestidos, se proclamó cristiano y se tendió sobre el hielo entre los otros condenados.
El alba del día siguiente iluminó un tendal de cadáveres. Uno solo quedaba todavía con vida: era el más joven, un adolescente al que algún documento llama Melitón. Esta tenacidad de vida asustó a su madre, cristiana de fe altamente maravillosa, la cual estaba presente cuando los cadáveres eran cargados sobre el carro para llevarlos a quemar.
Viendo a su hijo dejado de lado porque todavía viviente, ella lo tomó entre los brazos y lo llevó ella misma sobre el carro, a fin de que su creatura no quedara privada de la corona común. Esos brazos que algunos años antes lo habían sostenido como niño de pecho, ahora lo sostenían como atleta triunfador. En ese abrazo materno el adolescente expiró.

El vigilante convertido es llamado Aglaios en algunos documentos. Observaciones hechas confrontando los varios testimonios indujeron a sospechar que el sujeto pusilánime que abandonó el combate y murió en el umbral de las termas, fue justamente Melecio, el escritor del 'testamento'; pero no es más que una conjetura.
La narración deja paso a dudas sobre ciertos detalles; pero en su conjunto se la puede aceptar con seguridad.
La veneración hacia los Cuarenta Mártires fue muy popular en Oriente. Pero también en Occidente, a fines del mismo siglo, habla de ellos Gaudencio de Brescia, que estaba particularmente informado acerca de Oriente. Además, en Roma escenas de su martirio se conservan todavía en un fresco del siglo VII-VIII, que se halla en un oratorio contiguo a la iglesia de Santa María Antigua en el Foro Romano"
(Giuseppe Ricciotti, "L' Era dei Martiri", p. 268-270).

3.13. Crucificado por más que fuera un anciano de 120 años: martirio de san Simeón


No ya a la aplicación de las disposiciones del emperador Trajano ("rescripto" de Trajano a Plinio), sino a la persecución judaica se debe el martirio en Palestina del obispo de Jerusalén san Simeón. El historiador Egesipo, testigo bien informado sobre las cosas de Palestina, nos informa que, alrededor del 127 d. de J. C., el santo obispo fue acusado como perteneciente a la estirpe de David y como cristiano, por la inquina de herejes judíos. Estos aprovecharon un momento crítico del imperio en lucha contra los partos, explotando el estado de ánimo del emperador contrariado por las veleidades insurreccionales judaicas.
Según el testimonio de Eusebio, la persecución, causada sobre todo por tumultos populares, se abatió sobre Simeón, hijo de Cleofás, cuando tenía ya 120 años. El pariente del Señor -escribe Eusebio- "fue atormentado por muchos días con tormentos sumamente crueles, pero confesó siempre con firmeza la fe de Cristo. Lo hizo con tal fuerza que el mismo procónsul Atico y todos los presentes quedaron admirados al ver cómo un anciano de 120 años podía resistir a tantos tormentos; por sentencia del juez fue finalmente crucificado" (Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 32, 1-6).

3.14. "Tengo listas las fieras…" : Martirio de san Policarpo


El martirio de san Policarpo es una de las más antiguas "pasiones epistolares".
Discípulo del apóstol Juan, Policarpo llegó a ser obispo de Esmirna, una de las más importantes comunidades cristianas.

"En Esmirna (Asia Menor), en el 155, esta intolerancia se manifestó con el martirio del obispo Policarpo, provocado por la multitud enfurecida. El magistrado Herodes procedió al arresto del obispo, que entre tanto se había alejado de la ciudad. Lo hizo conducir después al estadio donde trató de convencerlo para que renegara de la fe:
- Piensa en tu edad y jura por el genio de César, convéncete de una vez que has de gritar muerte a los ateos.
- ¡Sí, que mueran los ateos!
- Jura y te pongo en libertad; maldice a Cristo.
- Hace ya 86 años que lo sirvo, y nunca me hizo agravio alguno. ¿Cómo puedo blasfemar contra mi Rey y Salvador?
- Tengo listas las fieras. Si no cambias de idea, te arrojaré a ellas.
- ¡Llámalas! Nosotros los cristianos no admitimos cambiar pasando del bien al mal; creemos, en cambio, que hemos de convertirnos del pecado a la justicia.
- Si no te importan las fieras y sigues teniendo la misma idea, te haré consumir por el fuego.
- Tú me amenazas con un fuego que quema por un poco de tiempo y luego se apaga; se ve que no conoces el del juicio futuro, de la pena eterna reservada a los impíos. ¿Por qué te detienes? Haz lo que quieras.
Decía esto con coraje y serenidad, irradiando tal gracia de su rostro, que parecía no fuera él quien era procesado, sino el procónsul. Cuando fue preparado para la hoguera, se lo ató con las manos detrás de la espalda como un carnero elegido de una gran grey para el sacrificio, holocausto acepto a Dios. Con los ojos levantados hacia el cielo oró:
-Te bendigo, Señor Dios omnipotente, porque me has hecho digno de este día y de esta hora, de ser contado entre los mártires, de compartir el cáliz de tu Cristo, para resucitar a la vida eterna del alma y del cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Una vez que terminó la oración, fue encendida la hoguera; pero la llama, doblándose en forma de bóveda como una vela hinchada por el viento, circundó el cuerpo del mártir como un muro. Estaba en el medio no como cuerpo que arde, sino como pan que se dora al ser cocinado o como oro y plata que son refinados en el crisol; se sintió un perfume como de incienso u otro precioso aroma. Al final un verdugo lo ultimó con la espada" (del Martyrium Polycarpi -la más antigua de las Acta Martyrum-, 9, 3-21).

3.15. "¿Por qué sonríes?" : Martirio de Carpo, Papilo y Agatonice


En la ciudad de Pérgamo (Asia Menor) fueron en ese tiempo martirizados el obispo Carpo, el diácono Papilo y la fiel Agatonice, madre de familia, temerosa de Dios. En el proceso Carpo declaró:
"Soy cristiano, no puedo adherir a las prácticas de ustedes".
El procónsul dijo: "Sacrifica a los dioses o ¿qué dices?"
Carpo respondió: "Es imposible que yo sacrifique; nunca, en efecto, he sacrificado a los ídolos".
Inmediatamente el procónsul lo hizo colgar de un palo y desollar. El mártir gritó: "¡Soy cristiano!" Despellejado durante mucho tiempo, quedó sin fuerzas y no pudo hablar más.
Entonces el procónsul pasó al otro. Ante la invitación de sacrificar, Papilo dijo con dignidad:
"Yo siempre serví a Dios desde mi juventud; nunca sacrifiqué a los ídolos porque soy cristiano; no hay para mí cosa más grande y más bella que ofrecerme víctima al Dios vivo y verdadero".
Los verdugos se turnaban en aplicar los tormentos, pero él no profirió lamento:
"No siento las torturas -dijo-; para mí no existen porque hay alguien que sufre en mí; tú no lo puedes ver".
Finalmente, tanto el obispo como el diácono fueron condenados a ser quemados vivos. Los siervos del mal despojaron primero a Papilo de sus vestiduras y lo crucificaron ; después enderezaron el palo. La llama comenzó a subir, y el mártir rezando serenamente entregó el alma a Dios. Pasaron luego a Carpo, y los presentes viéndolo sonreír le preguntaron:
- ¿Por qué sonríes?
- He visto la gloria del Señor y estoy lleno de alegría. Bendito seas tú, Señor Jesucristo , Hijo de Dios, porque a mí pecador me has hecho digno de tu suerte.
Entre los espectadores había una mujer de nombre Agatonice, que viendo a Carpo en contemplación de la gloria del Señor, comprendió que era una llamada del cielo y dijo en alta voz:
- Este banquete está preparado también para mí, debo participar también yo, quiero saborear esta comida de gloria.
Se le gritó de todas partes que tuviera piedad del hijo, pero la santa respondió:
- El tiene a Dios que cuidará de él.
Despojándose luego del manto, a cuantos la miraban les impactó su belleza. Se tendió jubilosa sobre el palo. Los presentes no podían retener las lágrimas y decían: "¡Qué terrible juicio y qué injustos decretos!"
Agatonice, lamida por las llamas, por tres veces gritó:
"¡Señor, Señor, Señor, ven en mi ayuda; en ti me he refugiado!"
Después entregó su alma a Dios y consumó el martirio entre los santos. Los cristianos recogieron a escondidas sus restos y los custodiaron para gloria de Cristo y alabanza de los mártires.
En Asia fue también martirizado entonces Sagaris, obispo de Laodicea (Eusebio, Historia Eclesiástica, IV, 26, 3.5).

3.16. "Siento gusto en vivir": Martirio de Apolonio, "santo y nobilísimo apóstol de Cristo"


Apolonio, senador romano, era conocido entre los cristianos de la Urbe por su elevada condición social y profunda cultura. Denunciado probablemente por un esclavo suyo, el juez invitó a Apolonio a sincerarse frente al senado. El presentó -escribe Eusebio de Cesarea- una elocuentísima defensa de la propia fe, pero igualmente fue condenado a muerte.
El procónsul Perenio, en atención a la nobleza y fama de Apolonio deseaba sinceramente salvarlo, pero se vio obligado a pronunciar la condena por el decreto del emperador Cómodo (alrededor del año 185).
Reproducimos aquí algunos pasajes del proceso, en que el mártir afirma su amor por la vida, recuerda las normas morales de los cristianos recibidas del Señor Jesús, y proclama la esperanza en una vida futura.

Apolonio: Los decretos de los hombres no pueden suprimir el decreto de Dios; más creyentes ustedes maten, y más se multiplicará su número por obra de Dios. Nosotros no encontramos duro el morir por el verdadero Dios, porque por medio de él somos lo que somos; por no morir de una mala muerte, lo soportamos todo con constancia; ya vivos, ya muertos, somos del Señor.
Perenio: ¡Con estas ideas, Apolonio, tú sientes gusto en morir!
Apolonio:Yo experimento gusto en la vida, pero es por amor a la vida que no temo en absoluto la muerte; indudablemente, no hay cosa más preciosa que la vida, pero que la vida eterna, que es inmortalidad del alma que ha vivido bien en esta vida terrena. El Logos (= Palabra) de Dios, nuestro Salvador Jesucristo "nos enseñó a frenar la ira, a moderar el deseo, a mortificar la concupiscencia, a superar los dolores, a estar abiertos y sociables, a incrementar la amistad, a destruir la vanagloria, a no tratar de vengarnos contra aquellos que nos hacen mal, a despreciar la muerte por la ley de Dios, a no devolver ofensa por ofensa, sino a soportarla, a creer en la ley que él nos ha dado, a honrar al soberano, a venerar solamente a Dios inmortal, a creer en el alma inmortal, en el juicio que vendrá después de la muerte, a esperar en el premio de los sacrificios hechos por virtud, que el Señor concederá a quienes hayan vivido santamente.
Cuando el juez pronunció la sentencia de muerte, Apolonio dijo: "Doy gracias a mi Dios, procónsul Perenio, juntamente con todos aquellos que reconocen como Dios al omnipotente y unigénito Hijo suyo Jesucristo y al Espíritu santo, también por esta sentencia tuya que para mí es fuente de salvación".
Apolonio murió decapitado en Roma el domingo 21 de abril del año 183. Eusebio comenta así la muerte de Apolonio: "El mártir, muy amado por Dios, fue un santísimo luchador de Cristo, que fue al encuentro del martirio con alma pura y corazón fervoroso. Siguiendo su fúlgido ejemplo, vivifiquemos nuestra alma con la fe".
Sabemos también por el mismo Eusebio que el acusador de Apolonio - como también más tarde el del futuro papa Calixto- fue condenado a tener las piernas quebradas. En efecto, según una disposición imperial, que Tertuliano (Ad Scap. IV, 3) atribuye a Marco Aurelio, los acusadores de los cristianos debían ser condenados a muerte. Las Actas del martirio de Apolonio, descubiertos en el siglo pasado, existen hoy en versión original armenia y griega y en varias traducciones modernas (de las "Actas de los antiguos mártires", incorporadas en Eusebio,"Historia Eclesiástica", V, 21).

3.17. Las perlas de la Iglesia pisoteadas por los cerdos : Martirio de Pionio


"En Esmirna (Asia Menor) Pionio fue arrestado mientras celebraba el aniversario de Policarpo, con Sabina, Asclepíades, Macedonia y Lino. Estaban terminando las oraciones y acababan de tomar el pan consagrado, cuando se presentó Polemón, el custodio del templo, con los esbirros encargados de arrestar a los cristianos y de conducirlos a sacrificar a los ídolos y a comer carnes inmoladas.
- Conocen sin duda -así los apostrofó Polemón- el decreto del emperador que les ordena sacrificar a los dioses.
Pionio respondió:
- Nosotros conocemos el mandamiento de Dios que nos ordena adorarlo a él solo. Hombres de Esmirna, que orgullosos de su ciudad se glorían de contar entre sus conciudadanos a Homero, ustedes se ríen de los Apóstoles y escarnecen a los que espontáneamente van a sacrificar o no rehúsan hacerlo porque obligados; deberían , en cambio, seguir el consejo de su Homero que dice ser cosa impía burlarse de quien está por morir. Vivir es dulce, pero nosotros estamos buscando una vida mejor. La luz es bella, pero nosotros deseamos la verdadera luz. Yo sé que la tierra es bella, pero ella es obra de Dios. Nosotros no renunciamos a ella por disgusto o desprecio, sino porque preferimos bienes mejores.
Sabina sonreía, y a la pregunta de Polemón y de su séquito si estaba contenta respondió:
- Sí, por gracia de Dios, somos cristianos; los que creen en Cristo están seguros de ir hacia la eterna felicidad.
Y aquellos: - Las mujeres que rehúsan sacrificar deben esperar para sí el prostíbulo; ¿acaso no te desagrada?
- El Dios de santidad velará sobre mí-, respondió Sabina.
A los que después de apostatar fueron a verlos en la cárcel, Pionio les dijo:
- Siento una pena que me parte el corazón, al ver pisoteadas por los cerdos las perlas de la Iglesia, caídas a la tierra las estrellas del cielo, destruida por el jabalí la viña plantada por la diestra del Señor; Satanás ha obtenido sacudirnos como el trigo en la criba, y el Verbo de Dios tiene en su mano un tridente ardiente para limpiar de nuevo la era, estando pronto en su misericordia a acogerlos nuevamente a ustedes.
Fue llevada leña, y fueron amontonados los atados alrededor de los condenados. Pionio cerró los ojos, y la multitud pensó que había expirado; en cambio, rezaba en silencio; terminada la oración, reabrió los ojos, y la llama subía. Con inmensa alegría en su rostro dijo:
- Amén, Señor, recibe mi alma.
Un leve estertor, y después expiró sin dolor" (Eusebio, Historia Eclesiástica, .IV, 15).

3.18. Mártires sin fin


En Asia menor, durante el mismo año 250, fue martirizado Acacio, obispo de Antioquía de Pisidia, a quien el legado del emperador Decio intentara seducir halagándolo:
- Tú vives bajo la ley romana; quieres por lo tanto a nuestros príncipes.
- Nadie ama al emperador más que nosotros -respondió Acacio- , pues le dirigimos a Dios continuas plegarias para que tenga una larga vida de justo gobierno de los pueblos en la paz; rezamos también por la salvación de los soldados y por la prosperidad del imperio y del mundo, pero el emperador no puede exigir de nosotros que sacrifiquemos.
Máximo, hombre del pueblo que ejercía el pequeño comercio, arrestado y conducido ante el procónsul de Asia, soportó en el nombre del Señor las torturas, considerándolas dulces como bálsamo en comparación con las eternas.
- Si infiel a los mandamientos de mi Señor -decía- no siguiese el Evangelio, perdería mi vida… Yo no siento ni las varas ni las uñas de hierro ni el fuego, porque en mí está la gracia de Cristo.
En Nicomedia (siempre en Asia menor) entre el 250 y el 251 fueron quemados vivos san Luciano, que de "perseguidor" se había hecho "predicador", y san Marciano, que siendo adorador de los falsos dioses se había convertido al culto del Dios verdadero.
En Egipto, además de los nombrados en el punto 9 (p. 12-13), varios más sufrieron el martirio en la persecución de Decio (249-251). Así, Juliano, quien por la artritis no podía ni caminar ni estar de pie, fue llevado al juicio por otros dos, de los cuales uno apostató en seguida y el otro, cierto Cronio, de sobrenombre Euno, confesó al Señor como lo hiciera el santo anciano Juliano. Un libio por nombre Félix (= feliz), fue hecho feliz también de hecho … ¡por la suerte de ser quemado vivo! Epímaco y Alejandro sufrieron la cárcel, la tortura de las uñas de hierro, los latigazos y mil otros tormentos, hasta que al fin, arrojados a una caldera de cal viva, ahí murieron consumidos por el fuego. Cuatro mujeres cristianas tuvieron la misma suerte.
Fue luego el turno de Erón, Acto e Isidoro, los tres egipcios, y de un joven quinceañero que se llamaba Dióscoro. El juez empezó por este muchacho creyendo que, dada su joven edad, lo vencería pronto con la tortura, pero él se mostró invencible frente a promesas y tormentos. Entonces empezó a flagelar a los dos más ancianos, y después de infligirles toda clase de suplicios, los hizo morir quemándolos. De Dióscoro quedó tan admirado por la sabiduría de sus respuestas y por el vigor de su ánimo, que le devolvió la libertad para darle tiempo -así decía- de recapacitar y recobrar el juicio.
Dionisio, obispo de Alejandría, imitando el ejemplo de Cipriano de Cartago, primeramente se escondió, después fue arrestado, pero liberado a pesar suyo; finalmente regresó a su sede, donde pudo narrar las gestas de los mártires egipcios que hemos referido.
Bajo Decio, fue sometido a tortura y encarcelado también el gran Orígenes, sustraído finalmente a la palma del martirio.
El primer gran intento de destruir a la nueva sociedad cristiana fracasó, no obstante el extraordinario número de quienes cayeron en la apostasía (C. Riggi, Il messaggio dei primi martiri, p. 19-20).

3.19. Se hizo la señal de la cruz y entregó el alma a Dios: Martirio de Conón, el hortelano


En Panfilia (Asia menor), durante la misma persecución de Decio fue martirizado el anciano Conón, "siervo de Cristo sin malicia, alma sencilla". Oriundo de Nazaret, en Galilea, se había trasladado a una localidad de Panfilia cercana a Magidos, donde llevaba una vida muy retirada. Cultivaba una huerta y se alimentaba de las legumbres que allí crecían.

Conón: - Soy de Nazaret de Galilea, pero no tengo parentesco con Cristo, al que nosotros reconocemos como Dios del universo y al que servimos de generación en generación.
El tirano: - Si reconoces a Cristo, ¿por qué no reconoces a nuestros dioses?
Conón: - ¡Que desvergüenza blasfemar así contra el Dios del universo!
El tirano ordenó entonces hacerlo correr con los pies fijados a su carro, y dos soldados lo golpeaban con el látigo; pero él no oponía resistencia, sino que cantaba las palabras del salmo:
- He puesto toda mi esperanza en el Señor que se inclina hacia mí y escucha mi oración.
Una vez perdidas las fuerzas, cayó levantando los ojos hacia el Maestro, mientras rezaba así:
- Señor Jesucristo, recibe mi alma …
Luego se hizo la señal de la cruz y en seguida entregó su alma (de Synaxarium Ecclesiae Constantinopolitanae, coll. 495, 509).

3.20. Martirio de los santos Samonas y Gurias


Diocleciano en los primeros diecinueve años de gobierno no turbó la paz de la Iglesia; pero finalmente por instigación de Galerio decretó depurar al ejército de los cristianos (297), destruir y quemar las iglesias y las Escrituras, eliminar de las públicas dignidades a los nobles cristianos y privar de la libertad a los cristianos plebeyos (303).
Pero hubo mártires ya desde el año 289. Los dos mártires Samonas y Gurias habían debido sincerarse en Edesa (Asia menor). Gurias era un asceta que vivía en lugar próximo a Edesa y Samonas era un cristiano laico. Durante la persecución de Galerio y Maximiano, fueron arrestados y conducidos ante el prefecto Misiano. En el proceso declararon:

"- Nosotros obedeceremos al Rey de reyes que está en los cielos y a su Cristo, y no queremos pecar; no moriremos sino que viviremos, si hacemos la voluntad de Aquel que nos ha creado; si, en cambio, obedeciéramos a tus príncipes precipitaríamos en la muerte …
Pocos días después, en Antioquía, el gobernador Misiano de Urhai transmitió órdenes precisas:
- Nuestros príncipes les ordenan sacrificar a los dioses, quemar incienso y derramar vino delante de Zeus: no se opongan a su voluntad, porque no tendrían la fuerza de resistir a las torturas que les aguardarían.
Pero porque ellos eran tan irreductibles, ordenó a Leoncio que los colgara de los brazos y los estirara cruelmente, dejándolos allí de las nueve a las dos de la tarde.
Su resistencia era sorprendente. Ya que al final los mismos verdugos se cansaron, el gobernador les ordenó que dejaran de vejarlos y los llevaran de nuevo a la cárcel, una cárcel llamada "agujero obscuro", donde permanecieron desde agosto hasta mediados de noviembre. Entonces el gobernador los hizo comparecer a su presencia, pero aquellos insistían:
- Ya hemos confesado nuestra fe, nosotros somos indoblegables y tú haz tranquilamente cuanto te ha sido ordenado; pero tienes poder sobre nuestros cuerpos, no sobre nuestras almas.
Visto que el gobernador estaba ya dispuesto a condenarlos a muerte, fueron invadidos por la alegría y dijeron:
- Alabado sea Aquel que nos ha juzgado dignos de soportar cada tormento por el nombre de Jesucristo.
Llegados a una colina, el verdugo los hizo bajar del carro. Estaban llenos de alegría al ver finalmente llegado el día de la corona. Pidieron un poco de tiempo para orar, y el verdugo se lo concedió diciendo:
- Recen también por mí, por el mal que hago delante de Dios.
Ambos rezaron, y detrás de ellos imploraban la misericordia del Señor el verdugo y los soldados" (de las Actas de los mártires de Edesa, en BHG -Bibliotheca Hagiographica Graeca-, I, 241).

4. ¿Cuántos fueron los mártires?


    ¿Cuál es el número de los mártires? No es posible precisarlo. Tantos hubo antes como después de Constantino, para que la palabra de Cristo estuviera a salvo o no resultara vana. Estaban por lo demás a las puertas las persecuciones persas, que desde el 309 al 438 causaron tantos mártires más, bajo Sapor II y Bahram V.
    A los mártires ya nombrados de los primeros tres siglos podríamos añadir los que en Occidente y en Oriente marcaron de manera particular la historia de la cruz de Cristo, y podrían ser propuestos como modelo de victoria sobre el mundo pagano o inclinado al paganismo: las siete vírgenes de Galacia; Judith, viuda de Capadocia; Zenobio, médico y sacerdote; Pánfilo, docto y santo; Casiano, humilde maestro de escuela; el hombre del pueblo Taraco y el noble Probo; la cortesana convertida Afra y el pobre mesonero Teodoto de Ancira, etc.
    Su ejemplo nos sirva de estímulo a vivir cristianamente la vida, buscando los bienes terrenos sin perder de vista los valores celestiales, orando por los perseguidores e irradiando la alegría del Resucitado mientras estamos todavía en el cuerpo mortal. Todos estamos llamados a dar testimonio del Evangelio, sobre el calvario de la enfermedad o entre las otras cruces cotidianas.
    En cierto sentido, la persecución está realizándose siempre. Que siempre esté realizándose también nuestro testimonio de fidelidad a Cristo y su Iglesia.

5. Conclusión


    Por último y como comentario de la lectura de las Actas de los Mártires vamos a reproducir algunos pensamientos del Papa Juan Pablo II sobre el significado y el valor del martirio como "perenne testimonio del amor a Cristo y a la Iglesia y como prueba elocuente de la verdad de la fe", y unas reflexiones del Superior general de los Salesianos de Don Bosco, padre Juan Edmundo Vecchi, sobre la radicalidad y actualidad del martirio en la Iglesia de los orígenes y de nuestro tiempo.

LA MEMORIA DE LOS MÁRTIRES,
perenne testimonio del amor a Cristo y a la Iglesia


    "La Iglesia del primer milenio - escribió el papa Juan Pablo II en la 'Tertio Millennio Adveniente' ('Mientras se acerca el tercer milenio' - carta apostólica sobre la preparación del Jubileo, 10-11-1994) nació de la sangre de los mártires: 'Sanguis martyrum, semen christianorum'… Al término del segundo milenio la Iglesia se ha vuelto nuevamente Iglesia de mártires. Es un testimonio que no ha de olvidarse" (n. 43).
    En la Bula de indicción del gran Jubileo del año 2000, "Incarnationis mysterium" ("El misterio de la Encarnación"), el Papa recuerda que "la historia de la Iglesia es una historia de santidad y de martirio … por esto la Iglesia en todas partes deberá quedar anclada en el testimonio de los mártires y defender celosamente su memoria". He aquí el pasaje de la Bula que habla del martirio en la Iglesia de los orígenes y en la de nuestro siglo.

    "Un signo perenne, pero hoy particularmene elocuente, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son aquellos que han anunciado el Evangelio dando la vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia todo otro valor. Su existencia refleja la palabra suprema pronunciada por Cristo en la cruz: 'Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen' (Lc 23, 34). El creyente que haya tomado en seria consideración la propia vocación cristiana, para la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya en la Revelación, no puede excluir esta perspectiva del propio horizonte de vida. Los dos mil años desde el nacimiento de Cristo están marcados por el persistente testimonio de los mártires.
    Y este siglo, próximo a su ocaso, ha conocido a numerosísimos mártires sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de toda categoría social han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia o afrontando con coraje interminables años de cárcel y de privaciones de todo género por no ceder a una ideología que se había transformado en despiadada dictadura. Desde el punto de vista psicológico, el martirio es la prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano también a la más violenta de las muertes y manifiesta su belleza aun en las más atroces persecuciones.
    Inundados por la gracia en el próximo año jubilar, podremos con mayor fuerza elevar el himno de agradecimiento al Padre y cantar: Te martyrum candidatus laudat exercitus. Sí, es este el ejército de aquellos que 'han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero' (Ap 7, 14). Por esto la Iglesia en todas partes deberá quedar anclada en su testimonio y defender celosamente su memoria. Pueda el Pueblo de Dios, corroborado en la fe por los ejemplos de estos auténticos campeones de cada edad, lengua y nacionalidad, traspasar con confianza el umbral del tercer milenio Que la admiración por su martirio se conjugue, en el corazón de los fieles, con el deseo de poder, con la gracia de Dios, seguir su ejemplo en caso de que las circunstancias lo exigieran"

(Incarnationis mysterium,n.13)

 

6. Los mártires, testigos radicales


    "Ser mártir es una vocación. El Espíritu Santo, no el juez o el verdugo, hace a los mártires, es decir, a los grandes testigos. Y como toda vocación, expresa una dimensión de la existencia cristiana que es común a todos". Es esta la línea ideal de las reflexiones pastorales del padre Juan Edmundo Vecchi sobre el martirio y su fuerza de atracción, sobre todo para los jóvenes de hoy.

    "El día de Pascua de 1998, en el mensaje al mundo, el Papa asoció en un único recuerdo a los testigos evangélicos de la resurrección y a los mártires de nuestro tiempo. Una de la iniciativas para el jubileo es el martirologio del siglo XX, es decir, el catálogo de aquellos que desde 1900 hasta nuestros días fueron muertos por la fe. Los Sínodos de Africa, América y Asia incluyeron el martirio y la memoria de los mártires entre los puntos más importantes de la vida cristiana de hoy y de la nueva evangelización. ¡De la vida y no solo de la historia cristiana! Los mártires no son solamente 'glorias' o 'ejemplos', sino vivaz revelación de una dimensión del ser cristiano: el testimonio de Cristo y de la verdadera vida.
    Martirio, en el significado original del término, indicaba la deposición de un testigo, por escrito y bajo juramento, con valor de prueba: luego el máximo de credibilidad, de garantía de la verdad, que se podía pedir.
    El Evangelio aplica la palabra a Jesús que da testimonio del Padre y de la vida verdadera con la palabra y las obras; sobre todo con su pasión y muerte. El es el testigo, el mártir por excelencia.
    La aplica después a aquellos que contaron la resurrección de Jesus o, sucesivamente, la anunciaban. Esto implicaba exponerse al fracaso y a la irrisión y aun al riesgo de muerte, como se verificó ya al comienzo de la Iglesia con el martirio de san Esteban.
    El mismo Jesús asocia esta confesión de sus discípulos a una asistencia del Espíritu Santo. 'Los entregarán a los tribunales y los azotarán en las sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes' (Mt 10, 17-20).
    Pronto y para siempre en la historia, martirio tomó el sentido de ofrecimiento de la vida en una muerte cruenta dando testimonio de la fe. El mártir no se defendía con argumentos para demostrar su inocencia frente a aquello de que era acusado. Antes bien, aprovechaba para hablar de Jesús, declaraba cuánto la fe en Cristo era importante para él, confesaba su pertenencia al grupo cristiano. Hasta tenía el coraje de exhortar a jueces y verdugos a retractarse y enmendarse.
    Hoy se mata todavía por motivo de fe. Prueba de esto son los siete monjes de Argelia y tantos otros, religiosos, religiosas y fieles laicos, caídos donde arrecian el integralismo o formas mágicas de religiosidad. Otros murieron y mueren en el ejercicio de la caridad o en el esfuerzo de reconciliación durante conflictos étnicos, guerras civiles y situaciones de inseguridad general.
    Pero es más frecuente una razon 'humana', ligada profundamente a la fe… Así los regímenes ideológicos del siglo XX hicieron estragos de creyentes, católicos, protestantes, ortodoxos bajo la acusación de oposición al bien del pueblo, de subversión, de favorecer a los enemigos del Estado. No preguntaban siquiera si el acusado quería renunciar a la fe. Lo eliminaban sin proceso. A menudo lo difamaban a través de una prensa poderosa y armaban tribunales títere.
    Es interesante ver cómo se cumple la palabra de Jesús: de las pomposas armazones acusatorias nos hemos olvidado. En cambio, nos acordamos y beneficiamos de lo que los mártires han proclamado con su sufrimiento y con su silencio: el valor de la vida, la dignidad de la persona llamada a la comunión con Dios y a la responsabilidad frente a él, la libertad de conciencia, la crítica contra trágicas desviaciones como el racismo, el integralismo, el poder absoluto del Estado, la discriminación, la explotación de los pobres.

    Se dice que ninguna causa avanza sin sus mártires, es decir, sin aquellos que creen en ella hasta dar la vida por ella. La fe implica siempre cierta violencia. Jesús enseña que a la vida plena se llega a través de la muerte. El llegó a la gloria a través de la pasión. Quien quiere la corona, dice san Pablo, debe sostener la lucha y quien quiere la meta debe aguantar la carrera; y entrenarse con sacrificio.
    Hoy este pensamiento sintoniza poco con nuestra idiosincrasia. Es un don del Espíritu Santo el que nos lo hace entender y asumir: la fortaleza. Todos tenemos necesidad de ella. Quizás nadie quiera matarnos a causa de nuestra creencia religiosa. Pero hay toda una concepción cristiana de la existencia que debe sostenerse y opciones de vida que requieren lucidez y resistencia. Y hay circunstancias personales, enfermedades, situaciones de familia y trabajo, que exigen un firme anclaje en la esperanza.
    Ser mártir es una vocación. El Espíritu, no el juez o el verdugo, hace a los mártires, es decir, a los grandes testigos. Y como toda vocación, expresa una dimensión de la existencia cristiana que es común a todos. En Roma el recuerdo de los mártires es familiar. Lo tienen vivo muchas iglesias, pero sobre todo las catacumbas que nos hacen volver a las condiciones precarias de la comunidad cristiana en tiempos de persecución y a las vicisitudes en que se vieron implicados cristianos por acusaciones que se referían a su religión.
    Pinturas, dibujos, grabados, sarcófagos y ambientes son una verdadera catequesis, una reflexión sobre la fe hecha en 'tiempos' de martirio: tiempos de minoría, de significatividad provocadora, de pruebas, de adhesión y amor.
    En otros contextos, es una realidad actual, pero no siempre se encuentra la meditación intensa, rica y articulada que nos impresiona en los lugares clásicos.
    Los presupuestos, las implicaciones, lo que subyace al martirio, es parte imprescindible de la formación en la fe. Esta es fuente de alegría y de luz, pero no se ofrece a 'buen precio'. Las parábolas del 'tesoro escondido', por el cual el comprador debe vender cuanto posee, nos lo recuerdan.
    El martirio está enlazado con una de las notas sin las cuales el Evangelio pierde su color, su sabor, su cohesión: la radicalidad. Es una especie de dinamismo interno por el cual se apunta hacia el máximo posible y es típico de la fe. No es integralismo, que es adhesión ciega a la materialidad de las proposiciones; no es maximalismo, que es pretensión y alarde de coherencia en las ideas y en las exigencias. Es 'gusto' y conocimiento de la verdad, adhesión de amor a la persona de Cristo.
    Juan Pablo II apoyaba su discurso sobre una constatación: nuestro tiempo escucha más a los testigos que a los 'maestros'. En los jóvenes hay una fibra que acoge la invitación a la radicalidad. ¡Hagámosla vibrar! " (J. E. Vecchi, Dire Dio ai giovani, p. 84-87).

Referencias bibliográficas

  1. Los nos. 1-11 de las Actas de los mártires han sido extraídos, por gentil concesión del Editor, de "Atti dei Martiri", al cuidado de Giuliana Caldarelli, Edizioni Paoline, 2ª ed. , reimpr., 1996.
  2. El n° 12 está extraído de Giuseppe Ricciotti, "L' Era dei Martiri", Coletti Editore, Roma, 1953.
  3. La premisa y los nos. 13-20 están extraídos de Calogero Riggi, "Il messaggio dei primi martiri", Elledici, Leumann-Torino, 1978.
  4. El texto "La memoria de los mártires" está extraído de "Incarnationis Mysterium", Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1998.
  5. El texto "Los mártires, testigos radicales" está extraído de Juan Edmundo Vecchi, "Dire Dio ai giovani", Elledici, Leumann-Torino, 1999.