TEMA 55.

MARÍA, MADRE

Y CREYENTE

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3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

3.1. María, coprotagonista del Evangelio

Al acercarnos a María, la madre de Jesús, podríamos empezar por señalar lo que no es. María no es un ser divino, algo así como la cuarta persona de la Santísima Trinidad, una especie de diosa. La Virgen fue una mujer de carne y hueso, como nosotros, una criatura más, hecha por Dios, una creyente del pueblo de Israel. Tampoco es María un mito o leyenda, inventada al margen de la historia de nuestra salvación en Cristo; no se trata de una simple tradición piadosa, hecha a la medida de niños y viejecitas ingenuas. A fuerza de ver la estatuilla de la Virgen en los belenes navideños, podríamos llegar a confundirla con papá Noel, alguien en quien un adulto serio no debería creer.

Podemos estar tentados a ver a María como un ser fantástico, como una extraterrestre; o como un amuleto-en forma de escapulario o de estampa o de medalla-, para traernos buena suerte y evitarnos desgracias; o como un ídolo al que ponemos velas en su santuario y hacemos promesas para que obre quién sabe qué prodigios.

O, también, como el personaje que representa el papel tierno, maternal y sensiblero en nuestra fe; un objeto sobre el cual descarga todo nuestro sentimentalismo y nuestra necesidad inconsciente de una madre que nos arrope y nos acaricie.

Si reducimos la Virgen a eso, la estamos dejando es muy poca cosa. Ella es mucho más. Es, en primer lugar, una mujer real, una mujer de verdad. Y una mujer que entró -y entra aún- de lleno en los planes de Dios sobre el mundo: en la historia de nuestra salvación.

Qué dice el Nuevo Testamento

* Los evangelios no nos dicen nada extraordinario sobre el nacimiento y la vida de María. Ni siquiera nos cuentan demasiados detalles de las relaciones con su Hijo y con la primera comunidad cristiana. El interés de los discípulos se dirigió sobre todo, al principio, hacia el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Jesús y hacia el mensaje que había ido dejando desde su bautismo en el Jordán. La infancia de Cristo, su nacimiento y el papel de su madre fueron objeto de una reflexión posterior.

* Esto explica que Marcos sólo haga en su evangelio un par de menciones de María, y no excesivamente explícitas ni elogiosas (Mc 3,31-35; 6,2-3). Mateo parece interesarse más por José que por María, puesto que él, José, es el descendiente de David y el padre de familia (Mt 1,18-20; 2,19-23). El Evangelio de Lucas es, en cambio, mucho más explícito. Los primeros capítulos constituyen el Evangelio de la infancia, donde María es protagonista en Belén, la presentación en el templo y el episodio de Jesús perdido y encontrado. Más tarde, en los Hechos de los Apóstoles, la encontramos en oración, reunida con los apóstoles en el cenáculo (Hch 1,14).

San Juan, el cuarto evangelista, llega a encuadrar toda la acción de Cristo entre dos intervenciones de su madre: la de la boda de Caná, que da inicio a los milagros del Hijo, y la de los últimos momentos en el Calvario, cuando éste se la entrega al discípulo como Madre. En Caná, María, la sierva fiel del Señor, aparece también como la intercesora en favor de los hombres, capaz de adelantar la hora de Mesías y forzarle a un milagro por los novios en apuros (Jn 2,1-5). A los pies de la cruz, la Madre de Dios se convierte en la Madre del discípulo y de todos los hombres; el Hijo nos hace hijos con él (Jn 19,25-27).

* Esa presencia de la Virgen en los evangelios no surge como algo episódico y accidental. La reflexión que fueron haciendo los evangelistas sobre el misterio de Jesús, el Hijo de Dios, les llevó a descubrir que ese misterio estaba unido al de su madre, la mujer de la que quiso nacer para ser uno de los nuestros (Gal 4,4-5). Por eso, porque María está unida a su Hijo, forma parte con él de la historia de la salvación, en la que Dios se ha propuesto ir liberando a los hombres de la muerte y del pecado. San Lucas nos la presenta como la Hija de Sión (expresión que, en el Antiguo Testamento, servía para designar al pueblo de Israel y que convierte a la Madre de Jesús en símbolo de la Iglesia) y nos la pinta hablando en el Magníficat con frases de los Salmos (Lc 1,46-55).

Cómo la ha visto la Iglesia

Los Padres de la Iglesia vieron a la Virgen prefigurada y anunciada en mujeres bíblicas. María es la nueva Eva: la obediencia y fidelidad de la una supera a la desobediencia y la desconfianza de la otra. Sara, Ester o Judit, las heroínas de la historia judía, que realizaron hazañas salvadoras, son imágenes de la que, más tarde, haría posible la gran acción salvadora de Dios.

El Concilio Vaticano II quiso subrayar también el hecho de que María aparece como un eslabón imprescindible en la cadena de personajes y acontecimientos de la historia de la salvación; un eslabón preparado desde la eternidad y anunciado en el Antiguo Testamento: <<Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación>> (LG 55).

La Virgen, en conclusión, no es un personaje aislado y perdido en la historia. Va unido al acontecimiento ocurrido en la plenitud de los tiempos; forma parte del misterio de Cristo y de la Iglesia, en cuanto que es la madre de aquél y el modelo y el germen de ésta. Y María se encuentra, desde luego, en un momento y un lugar precisos: no es ninguna figura legendaria. El parto que tuvo fue auténtico; sus pechos amamantaron de verdad a Jesús y sus manos envolvieron el cuerpo de aquel niño, que era la Palabra hecha carne y, a la vez, el hijo de sus entrañas.

Por otro lado, la Iglesia, desde sus inicios, ha dado culto y ha celebrado en la liturgia a la Virgen María. La Madre de Dios ha tenido siempre un puesto especial en la oración de los cristianos; y ello se debe a que se la ha visto como protagonista de la obra salvadora de Dios, al lado de su Hijo, cooperando con Cristo. En las fiestas de la Virgen, celebramos aspectos o episodios de la historia de nuestra imagen de lo que ella misma quiere ser: creyente, fiel, seguidora de Jesús, cooperadora de la liberación obrada por Cristo.

3.2. María, madre por la fe

La Virgen no es sólo madre biológica de Jesús. A su maternidad pertenece también la fe que tuvo durante su vida. Cuando Isabel le dijo: <<¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá>> (Lc 1,45), estaba alabando a su prima como creyente. Los Padres de la Iglesia afirman que María concibió a su hijo, en primer lugar, escuchando el anuncio del ángel y dándole su asentimiento de fe su <<hágase en mí según tu palabra>>. El Concilio Vaticano II ha subrayado que <<creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre>> (LG 63).

Otra mujer, en el Evangelio de San Lucas, al alabar el vientre que llevó a Jesús y los pechos que lo criaron, hace que el propio Cristo ponga por encima de esos vínculos carnales la fidelidad a la Palabra de Dios: <<Mejor: ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!>> (Lc 11,28). Esas palabras, que, aparentemente, podían tomarse como un menosprecio a su madre, eran su mejor alabanza. María dio su carne y su sangre a Dios, pero también le dio toda su fe, su amor, su confianza incondicional hasta la cruz. Y le dio una casa y una familia en la que <<Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres>> (Lc 2,52).

3.3. Por qué tuvo que ser Virgen

A María se la conoce tradicionalmente como la Virgen, aun más que como la Madre. La virginidad parece haberse convertido en su cualidad más señalada, más subrayada por el pueblo cristiano.

Y, sin embargo, en la época en la que ella vivió, ser virgen era algo negativo e indeseable. La que no se casaba y tenía hijos era considerada poco menos que una maldita, una desfavorecida de Dios. La falta de marido o la esterilidad estaban vistas como un oprobio en las israelitas. La bendición de Yavé se manifestaba en los hijos, que alegraban la casa y aseguraban su sostenimiento en el futuro.

Hoy tampoco la virginidad goza de mucho prestigio social. Abstenerse del sexo suele entenderse como una carencia o una frustración, más que como algo meritorio o beneficioso. Mantenerse virgen se considera una tontería, quizás no tanto porque imposibilita el tener descendencia - que era lo que más sentían los judíos- como porque le priva o uno -o a una- de disfrutar, de aprovechar todos los recursos del propio cuerpo, de explotar la dimensión sexual de la persona. Por otro lado, el sexo ha sido creado y querido por Dios mismo, que lo ha puesto en los seres humanos y les ha ordenado: <<Creced y multiplicaos>>. Además, hoy la Iglesia ya no ve las relaciones sexuales como algo pecaminoso o, al menos, poco limpio, sino como algo positivo y bueno en la relación interpersonal del matrimonio.

¿No fue entonces, tal vez, una limitación y una frustración la virginidad de María, más que un privilegio? Y sobre todo, ¿qué falta hacía que la madre de Jesús fuera una virgen? Si el Hijo de Dios tenía que parecerse en todo a nosotros, ser como nosotros, ¿no podría haber sido concebido y haber nacido de un modo normal, como los demás hombres?

Al decir que María tuvo que ser virgen, no queremos indicar que alguien la obligase o que tuviese algún impedimento para ser madre como cualquier otra mujer. María fue virgen porque ella se lo propuso, porque quiso. En la escena de la anunciación de su maternidad, narradas por Lucas, contestó al ángel: <<¿Cómo sucederá eso, si no vivo con un hombre?>> (Lc 1,34). Dado que estaba prometida a José, si hubiese pensado en mantener relaciones conyugales con él, la objeción no habría tenido sentido. La estructura de la frase, en la lengua original, podría permitir traducirla así: <<¿Cómo sucederá eso, si no voy a tener relaciones conyugales con un hombre?>>. Es verdad que en Israel la virginidad era algo bastante raro, pero no absolutamente desconocido. Los esenios, por ejemplo, la practicaban.

María, entonces, fue una de las pocas muchachas israelitas que decidió ser virgen. ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía aquello? San Lucas no nos lo dice explícitamente en su Evangelio. Desde luego no parece que lo hiciera para mantener, como hacían los esenios, la pureza legal, para mantenerse incontaminada. María se proclama la sierva del Señor; en una especie de autoconsagración; se hace don de amor; se convierte en una de los pobres de Yavé, que todo se lo dan a Dios. La llamada de los profetas y de los salmos al amor exclusivo hacia el Señor encuentra eco en la Virgen de Nazaret. En su canto del Magníficat, estalla de alegría porque Dios le ha regalado la maternidad del Mesías, después de presentarse humilde y entregada ante él:

<<Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque se ha fijado en su humilde esclava>> (Lc 1,46-48).

En este sentido, la virginidad de María es el modelo de todas las virginidades. No se trata de que el matrimonio o el sexo sean algo reprobable. Todo lo contrario. Se trata de que las maravillas del matrimonio y del sexo -pensadas y queridas por Dios- pueden ser incluso superadas por las maravillas de una entrega total y absoluta hecha por un amor desbordado. Jesús también se iba a encargar de demostrarlo con su vida.

Y Dios quiso escoger a una virgen precisamente porque ésta iba a convertirse en su propia madre, no en la madre de un hombre cualquiera. La virginidad de María depende de su maternidad divina. Con su encarnación, Dios quiso dar un nuevo principio a la historia del mundo y de los hombres; quiso meterse personalmente en la humanidad, siendo el Padre exclusivo y único de Jesús. Por eso, la virginidad de la madre -ese hecho desconcertante y extraordinario- es un signo de la divinidad de Cristo, del hecho -también desconcertante y extraordinario- de que Dios está, por fin, entre nosotros.

3.4. La mujer fuerte, inmaculada y llena de gracia

Es fácil que lleguemos a pensar que Dios se hizo una madre a medida, perfecta, sin defectos, manchas ni arrugas; que le dio todas las virtudes, privilegios y carismas, y que la tuvo siempre bien guardada, como metida en una vitrina, para que siguiese sin mancharse, gozando de continuos éxtasis y visiones sobrenaturales. Pero ésa no es la imagen que nos da de María el Evangelio. La presenta como una mujer corriente y pobre de Nazaret, que se desposa, que trabaja, que va a una boda, que ayuda a su prima, que acude al templo, que se enfrenta a problemas, que ve cómo le crucifican a su Hijo. María, como nosotros, tuvo que reír, sufrir, llorar, creer y esperar. María fue hecha inmaculada, pero, además, tuvo que vivir como cristiana. Fue elegida, pero también se le pidió mucho.

En realidad, todos hemos sido elegidos por Dios para ser santos. Todos hemos sido proyectados, pensados desde la eternidad llenos de gracia e inmaculados. Sin embargo, ha habido algo que ha venido a estropear ese proyecto inicial de Dios: el mal, la mentira, la muerte, el pecado. María es la única en la que la elección de Dios para la santidad ha sido perfecta, sin consentir ninguna mezcla de mal, de pecado original ni tampoco personal.

Pero María no es inmaculada y llena de gracia sólo porque Dios la hizo así, porque la eligió. También lo es porque correspondió a la vocación recibida, creyendo y siendo la primera cristiana. La Virgen, que había sido favorecida entre todas las mujeres, se hizo la esclava del Señor y la servidora de los hombres. Supo decir un absoluto y definitivo a los planes divinos, sin las reservas y sin los noes que los demás solemos añadir. Ese es su gran mérito.

Jesús mismo daba más importancia al cumplimiento de la voluntad de Dios, que a los lazos de parentesco: <<El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre>>.

La Virgen fue grande, fue inmaculada, porque Dios la hizo así y porque ella supo creer y quiso hacerse la esclava del Señor. Su prima Isabel la alabó por ello: <<¡ Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!>> María, como Abrahán, <<esperó contra toda esperanza>>, y por eso es nuestra madre en la fe; se fió de Dios; hizo, a lo largo de su vida, la peregrinación de la fe de que nos habla Juan Pablo II en la Redemptoris Mater. Fue una peregrinación dura, difícil, llena de obstáculos. Empezó en el anuncio desconcertante del ángel y llegó a su momento más doloroso cuando Jesús estuvo clavado en la cruz. Aquel que, según las palabras de la anunciación sería grande, se sentaría sobre el trono de David y reinaría sin fin (Lc 1,32-33), aparecía ahora agonizante y vencido en el Calvario.

La gracia de la que María estaba llena no era una cosa, un algo que Dios le hubiera regalado: era, más bien una relación entre ella y Dios. Una relación en la que Dios quiso favorecerla con una vocación -una llamada- especial y única; una relación en la que ella respondió con un amor total, ilimitado, con una fe incondicional, con una actitud de obediencia al Señor y de servicio a los hombres. La Virgen fue sierva de su Hijo, de su prima Isabel, de los novios de Caná, de la Iglesia naciente de los Apóstoles. Fue la primera creyente y la primera cristiana.

3.5. Modelo y auxilio de la Iglesia

Además de ser modelo de cada cristiano, María es también modelo de la Iglesia. Las dos -María y la Iglesia- han sido llamadas a ser vírgenes, esposas y madres. La Virgen no sólo ha sido la primera cristiana, y la mejor (con lo que resulta ser el miembro más excelente y ejemplar de la Iglesia): el misterio de su persona y de su vocación ilumina el misterio de la misma Iglesia. Lo mismo que Eva representaba a toda la humanidad en la infidelidad, la desobediencia y el pecado, María -la nueva Eva- representa a toda la humanidad redimida en su fidelidad, su obediencia y su amor.

Es el misterio de la mujer. San Pablo nos dice que la Iglesia es la Esposa de Cristo (Ef 5,32), hecha santa y hermosa por él desde la cruz. María, que fue también favorecida por Dios y que no enturbió nunca su virginidad, es el ideal para la Iglesia, a veces pecadora y manchada. La Virgen, convertida en Madre de Dios, fue dada por su Hijo a Juan y, en él, se convirtió en la Madre de todos los discípulos. Es nuestra segunda madre, después de Eva, y el modelo de la maternidad de la Iglesia. La feminidad de María, perfecta como Esposa, Madre y Virgen, es el tipo de la feminidad de la Iglesia, imperfecta y siempre necesitada de conversión.

Pero María no es sólo un modelo para nosotros. Ella es también la Mediadora y el Auxilio de los Cristianos. A ella dirige su mirada y su oración el Pueblo de Dios en marcha, que <<tropieza y quiere levantarse>>. El Concilio Vaticano II dice de ella que <<con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada>> (LG 62). Por eso, la Iglesia le ha rezado y continúa rezándole con estas palabras:

<<Madre del Redentor, Virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar, ver a librar al pueblo, que tropieza y quiere levantarse>>.

3.6. Juntos en la cruz y en la resurrección

De la misma forma que la historia de Jesús estaría incompleta sin la resurrección (más aun, esa historia empieza precisamente por el anuncio de que el sepulcro de Cristo está vacío), la de María culmina y adquiere todo su sentido en el acontecimiento de su Asunción. Es lo que celebramos cada 15 de agosto: la glorificación de la Virgen al término de su vida mortal.

Si María hizo la <<peregrinación de la fe>> durante toda su vida, siguiendo los pasos de Jesús, compartiendo con él el sufrimiento de la cruz, también debió seguirle en la resurrección y en la victoria sobre la muerte. Si Dios decidió hacer inmaculada y llena de gracia a la Madre de su Hijo, también debió concederle el privilegio de no pasar por la corrupción del sepulcro. Si ella no conoció el pecado y si supo ser completamente fiel a Dios, tampoco debió conocer la consecuencia principal del pecado, que es la muerte y la disolución del cuerpo. María es la nueva Eva que, en lugar de ser vencida por el pecado y la muerte, logró vencerlos.

San Pablo nos dice que podemos y debemos creer en nuestra propia resurrección porque Cristo ha resucitado (1 Cor 15,14.20-21). El, que es la cabeza, ha vencido a la muerte, y nosotros, los miembros, le seguimos. Pues, bien, María es el primero -el único, hasta ahora- de esos miembros que ya ha participado del destino final de Cristo. Es la única que ha alcanzado la meta y ha conseguido terminar del todo la peregrinación. Nosotros, los demás, sucumbimos antes de llegar, caemos en algún punto del camino. Pero sabemos que, siguiendo sus huellas, llegaremos también algún día. María, una como nosotros, participa ya de la resurrección, <<en cuerpo y alma>>, de su Hijo. Por eso es para nosotros un motivo de esperanza.

El Apocalipsis, nos habla de los cielos nuevos y la tierra nueva, que llegarán al final de los tiempos, como transformación de esta tierra y este cielo que ahora vemos. La Virgen, en su glorificación definitiva, nos anticipa y nos anuncia ese futuro feliz al que todos estamos llamados. Es la causa de nuestra alegría, porque nos confirma -como su Hijo- que, por el camino de la fe, del amor y de la esperanza que ella siguió se acaba en una vida plena y sin fin. La Asunción de María es motivo para creer en nuestra propia resurrección.

3.7. Una gloria que consiste en servir

En el quinto misterio glorioso del Rosario meditamos la coronación de la Virgen María como Reina de todo lo creado. Esa gloria -la única que realmente vale la pena, frente a las pequeñas glorias que aquí se nos ofrecen- es la meta final a la que llegó María y a la que esperamos llegar también nosotros. Y es una gloria a la que se llega por el camino de la cruz, como hicieron Jesús y su Madre.

Pero también, un poco paradójicamente, ese camino anticipa ya la propia gloria. La Virgen vivió la Asunción a lo largo de su vida. Haciéndose pequeña -sierva del Señor-, ayudando a los demás en Nazaret o en Caná o en la comunidad de discípulos de Jerusalén, amando, se convirtió en Reina, mucho antes de ser coronada en el cielo. La Virgen fue feliz (su espíritu exultó y se alegró y ella lo cantó así en el Magníficat), porque obedeció a Dios y dejó que él hiciera cosas grandes en ella. Jesús vino a anunciar y traer un Reino en el que los primeros serán los últimos, y dio ejemplo a sus discípulos lavándoles los pies (Jn 13-4-16). La Virgen aprendió perfectamente esta lección de su Hijo.

3.8. Alguien a quién rezar y en quién confiar

Esa actitud de servicio de la Virgen no fue sólo una característica de su vida terrestre. María continúa ayudando a los hombres, siendo la Mediadora que intercede por todos ante su Hijo, sirviendo a los que lo necesitan. Es, según la invocamos en la Salve, Reina y Madre, a la vez.

Intercedió en la boda de Caná por los novios que no tenían vino, para que su Hijo les hiciera el milagro salvador, y hoy sigue intercediendo por nosotros. Aunque fue una criatura salvada por Dios, como toda persona humana, es también Corredentora: colabora con su Hijo a salvar a los que seguimos sus pasos y pedimos su auxilio.

Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964 declaró solemnemente a la Virgen Madre de la Iglesia con estas palabras:

<<Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, esto es, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosísima; y queremos que con tan dulce título, a partir de ahora, la Virgen sea aún más honrada e invocada por todo el pueblo cristiano>>.

Y, por eso, porque María es nuestra madre, le rezamos, después de llamarla Madre de Dios, le rezamos, diciendo: <<Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la ahora de nuestra muerte>>.