A pesar del dolor... soy
su esclava.
Autor: José Martín Descalzo
Ahora sé que elegí bien la
palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy
de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar:
«¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava»,
sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en
alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros
que jamás entenderá.
Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de
ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena
de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por
qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre
seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres
dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber
hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han
crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado
dentro de ti. Pero tú…
Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro
todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías.
Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me
perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo
sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía
ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de
cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía
fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte?
Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor,
lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar.
Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu
sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando
cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el
retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más
dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi
gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por
mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan
por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría
poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo,
perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no
saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el
desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta
hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado
en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera
nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker»
de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados.
Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola
ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma,
esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la
oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir
escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la
muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan.
«Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando
tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y
de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel,
¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué
daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la
noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana.
Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que
siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres
que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas
veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude
imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a
pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder
encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen
los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una
misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado
por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad.
Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la
tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz.
«Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz,
como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni
tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo
supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía
temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal
vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.
Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como
quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás,
Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un
viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben
por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de
murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene
que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y
El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente,
digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé
yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me
quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios;
y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba
volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al
menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido
mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano
de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a
mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido
con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni
siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el
lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo
de Dios, la página que gira el Universo.
¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos
misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría
sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni
una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo
necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es
demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo
podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que
entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me
caben todos.
Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte.
Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu
sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus
dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre
su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote
las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah,
si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo
tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve
pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo
olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas
condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.