María en la teología católica y reformada del siglo XX

 

Extraído de Groupe des Dombes, María en el designio de Dios y la comunión de los santos; en Diálogo Ecuménico, t. XXXIII, n.105 (1998), pp.105-113.


En la Iglesia Católica

Se pueden señalar tres momentos principales en el curso del siglo XX en la Iglesia Católica, entre los que el Concilio Vaticano II opera una cesura importante: desde el comienzo del siglo hasta el concilio, el giro obrado por el concilio; las orientaciones que ha seguido a éste último.

Desde el comienzo del siglo hasta el concilio Vaticano II

La teología y la piedad marianas siguen desarrollándose bajo el impulso de fervor dado por el siglo XIX. La emulación entre la piedad y la reflexión dogmática es constante.

Por parte de la piedad se constata una amplificación del fenómeno de las apariciones con relación al siglo XIX (Fátima sigue siendo la más célebre). Pero las autoridades religiosas católicas "reconocen" sólo un pequeño número. Las peregrinaciones a los santuarios marianos, locales o nacionales, son muy frecuentes. Muchas congregaciones y asociaciones se ponen bajo el patronazgo de María (p. ej. la Legión de María, fundada en Dublín en 1921). El fervor mariano representa un papel importante en la pastoral de la religiosidad popular. María es el modelo de la mujer, de la madre en particular. El lenguaje simple que es el suyo en el Nuevo Testamento o en los mensajes de sus apariciones es más elocuente que muchas predicaciones doctrinales.

Por parte de la liturgía y la teología se asiste a un desarrollo cuya preocupación es trabajar cada vez más para gloria de María. Se instauran nuevas fiestas marianas. Se multiplican los congresos marianos, asociando manifestaciones populares y conferencias espirituales. Son muchas veces ocasión de emisión de ciertos votos por el progreso de la doctrina mariana: definición dogmática de la Asunción, de la mediación universal de María, de la corredención, instauración de "nuevas fiestas" Asimismo, nacen sociedades de estudios marianos a partir de 1935 con el fin de glorificar a la Santísima Virgen y profundizar en la inteligencia de su misterio. El término de "mariología" nace entonces, según parece, y muestra que la consideración mariana se convierte en un sector autónomo de la teología. Se abordan un número considerable de temas y una conceptualización, tomada de la escolástica, pero nueva en su aplicación a María, intenta dogmatizar ciertos aspectos de su misterio.

Bajo Pío XII este movimiento mariano alcanza su cima. En 1942, durante la segunda Guerra mundial, el Papa consagra el mundo al Inmaculado Corazón de María, conforme al deseo expresado en Fátima. Sobre todo, define solemnemente, el 1 de noviembre de 1950, la Asunción de María como dogma de fe revelado. Era añadir una importante dificultad para el diálogo ecuménico.

El Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II realiza un giro en la consideración doctrinal, espiritual y pastoral de María. Se reunió en un momento en que las orientaciones que acabamos de mencionar eran aún ampliamente compartidas por los Padres conciliares. Un cierto número de entre ellos esperaba, pues, de esta asamblea si no una nueva definición mariana, al menos la proclamación de nuevos títulos de María ("Había que añadir nuevas piedras preciosas a su corona").

Pero se desarrollaba cada vez más otra tendencia que expresaba su reticencia ante lo que consideraba que era "una inflación mariana". A la tendencia que asimilaba lo más posible María a Cristo (tendencia cristotípica) la otra le recordaba, en una preocupación a la vez de equilibrio doctrinal y de apertura ecuménica, la necesidad de reintroducir a María en la Iglesia del lado de los rescatados (tendencia eclesiotípica).

La crisis incubada estalló en el momento de un voto decisivo: ¿debía hacer el concilio un documento exclusivamente dedicado a la Virgen María, o debía introducir el tema mariano en un capítulo de la Constitución sobre la Iglesia? El concilio se encontró entonces dividido en dos partes casi iguales, con sólo 40 votos a favor de la inserción. Este voto, vivido como dramático, manifestaba la voluntad de detenerse frente al movimiento mariano tal como se había desarrollado hasta entonces y afirmar la preocupación de volver a una teología mariana con su fuente en la Escritura, más sobria en su expresión, más sólida con vistas a la doctrina y que situara a María en su verdadero lugar en el conjunto del misterio de la salvación.

El esquema primitivo fue pues, completamente reescrito con la intención deliberada de situar "a María en el misterio de Cristo y de la Iglesia", y el texto se convirtió en el último capítulo de la Constitución sobre la Iglesia. De una mariología autónoma y que estaba peligrosamente emancipada del conjunto de la teología, el concilio pasaba a una doctrina mariana integrada y en ese sentido funcional.

El capítulo VIII de Lumen Gentium fue redactado con una gran sobriedad. Su esquema de exposición es escriturístico y recorre la economía de la salvación desde la lenta preparación de la venida de Cristo hasta la glorificación de María siguiendo el curso de su existencia y partiendo de los anuncios proféticos que la conciernen. No se trata de exégesis bíblica propiamente dicha sino de una teología bíblica, apoyada en una base escriturística escrupulosamente circunscrita a los textos indiscutibles. El documento pone igualmente de relieve la doctrina de los Padres de la Iglesia y retoma el contenido de los dogmas adquiridos. Pero se queda deliberadamente más acá de la conceptualidad y de los temas discutidos por la mariología de la primera mitad del siglo. No pretende definir nada de nuevo, ni zanjar nada en las discusiones del momento. El papel de María en la encarnación y en la redención se presenta como el de una "asociada" y una humilde sierva a quien la gracia de Dios ha permitido "cooperar" en la salvación por su obediencia, la peregrinación de su fe, su esperanza y su caridad, desde el Fiat de la anunciación hasta el «consentimiento» de la cruz. El texto insiste en fin en el vínculo de María con la Iglesia de la que es figura («tipo»), el miembro más eminente y en la que representa un papel maternal.

Por su parte, el Papa Pablo VI, decidió, en virtud de su autoridad personal e independientemente del concilio, llamar a María «Madre de la Iglesia», es decir, «de todo el pueblo de Dios, fieles y pastores». Esta proclamación no es de ningún modo una definición dogmática.

Después del Vaticano II

Tras el concilio se constata en un primer momento un relativo silencio sobre María. La teología mariana da un giro crítico sobre sí misma, antes de ajustar el paso a las orientaciones del concilio. Los dos temas principales de éste, María en la economía de la salvación y María en la Iglesia, constituyen la problemática de base. La reflexión pasa globalmente de una teología de María-reina a una teología de María-sierva. La «mariología triunfalista» parece haber pasado. Se observa también la emergencia de una reflexión sobre la relación de María con el Espíritu Santo.

Por otra parte, la devoción del pueblo católico a María se mantiene: Es relevante que, dada la extensión de la desafección de la práctica religiosa tras el Vaticano II, la frecuencia de las peregrinaciones marianas permanece al mismo nivel, si es que no ha aumentado.

El Papa Pablo VI publicó dos documentos sobre la Virgen María (Signum magnum de 1967 y Marialis cultus de 1974), que se inscriben en la continuación del Vaticano II. El segundo de ellos puede ser considerado como el "directorio" del culto mariano correspondiente al capítulo VIII de Lumen Gentium.

Juan Pablo II tiene una muy fuerte devoción personal a María a la que menciona al final de todas sus intervenciones. Ha visitado los grandes santuarios marianos del mundo. Su intervención doctrinal más importante sobre María es la encíclica Redemptoris Mater que se inscribe en lo esencial en la continuación del documento conciliar, citado sesenta y siete veces. En él el Papa afirma un intención ecuménica, en particular con respecto a la Ortodoxia. Su meditación mariana es deliberadamente bíblica y aplica con precisión a María los pasajes decisivos de san Pablo sobre la elección, la gracia y la justificación por la fe. La fe de María, fuertemente puesta de relieve, es comparada con la de Abrahán.

No obstante, la encíclica introduce matices con relación a la Lumen Gentium en su tercera parte dedicada a la "mediación maternal" de María. Mientras el concilio había marginado deliberadamente el término de "mediadora" empleándolo una sola vez en una serie de expresiones que califican la intercesión de María, el documento pontificio introduce la expresión de "mediación maternal" como un concepto importante de la teología mariana. La expresión es sin duda explicada en un sentido que le quita toda ambigüedad. La reflexión parte del texto neotestamentario de la tradición paulina que proclama a Cristo "único Mediador" (1 Tim 2,5) y remite a él como su norma. La "mediación" de María es presentada entonces como participada y subordinada, es una mediación maternal que se ejerce en la intercesión. No es en ningún caso del mismo orden que la de Cristo. Tomadas estas precauciones, uno se puede preguntar, sin embargo, si es oportuno emplear un término que pide tantas explicaciones y justificaciones para ser "justamente comprendido" en un sentido muy analógico, cuando es evidentemente difícil para los cristianos surgidos de la Reforma.

Hoy las orientaciones del Vaticano II siguen vigentes. Sin embargo, se ven reaparecer en ciertos medios teológicos orientaciones marianas de antes del Vaticano II. Se siente también nacer en ciertas capas del pueblo católico una nostalgia de la piedad mariana tradicional. La visita a lugares de aparición sujetos a controversia ha resurgido, especialmente en los medios tradicionalistas, a pesar de las severas advertencias de los obispos. Pero debe reconocerse también el esfuerzo pastoral que se despliega en ciertos grandes lugares de peregrinación (Lourdes, La Salette...), con el fin de permitir a los peregrinos una experiencia de fe auténtica y formadora. Estas peregrinaciones son hoy lugares privilegiados de la pastoral católica del cristianismo popular.

En las Iglesias de La Reforma

Frente al desarrollo permanente y a sus ojos desmesurado de la "mariología" en la Iglesia Católica, las Iglesias de la Reforma se han sentido cada vez más en la obligación de reaccionar con vigor contra el culto mariano y la doctrina que lo sostiene, considerada por Karl Barth como una "herejía", una "excrecencia maligna", una "rama inútil" de la reflexión teológica.

Nadie duda de que la promulgación del dogma de la Asunción (1950), tras el de la Inmaculada Concepción (1854), marcó a mediados del siglo XX el apogeo de un endurecimiento que provoca un verdadero clamor en las otras iglesias en las que fue acogido con consternación. Se tuvo entonces la impresión de que el foso secular entre la Iglesia de Roma y estas Iglesias acababa de ensancharse hasta el punto de llegar a ser infranqueable, en el momento mismo en que por otra parte se desarrollaba el movimiento ecuménico.

En el Concilio Vaticano II, las Iglesias de la Reforma saludaron con interés, por una parte, la reticencia de los Padres conciliares a atribuir a María el título de Mediadora (cuyo tema reapareció desgraciadamente en la Encíclica Redemptoris Mater en 1987) y el rechazo del de Corredentora; y, por otra, su intento de esbozar una "cristología de María". El hecho de incluir la doctrina mariana en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, renunciando de este modo a hacer un texto conciliar aparte, fue comprendido por los protestantes como una preocupación del concilio de no construir ya una mariología autónoma que, separada de la teología del misterio de la salvación, tendría su status propio, análogo y paralelo al de la cristología, sino de integrar la reflexión mariana en el misterio de la Iglesia centrándola más en Jesucristo, solo y único Mediador.

Este esfuerzo conciliar de recentramiento cristológico no resuelve, sin embargo, desde el punto de vista protestante, los problemas que sigue suscitando la doctrina mariana oficial de la Iglesia romana, al menos por dos razones:

La primera afecta a la referencia escriturística. Ni el dogma de la Inmaculada Concepción, ni el de la Asunción corporal de la Virgen María tienen base bíblica creíble. Sólo el recurso a argumentos de tradición o de coherencia doctrinal permite justificarlos. ¿Cómo, estar entonces, de acuerdo con una doctrina presentada como una verdad de fe, cuando no está arraigada en las Escrituras?

 

La segunda razón, ligada por otra parte a la primera, es relativa a la cooperación humana en la obra de la salvación.

Las Iglesias de la Reforma, hoy como ayer, se han prohibido dar a María otro lugar que no sea el suyo, el que le atribuyó el ángel. En nombre de su fidelidad al testimonio apostólico, como en nombre del respeto y de la afección que profesan a la Madre del Señor, se elevan con fuerza contra todo intento de exaltar a María, de establecer un paralelismo entre ella y Cristo, así como entre ella y la Iglesia, confiriéndole títulos que, a sus ojos, la desfiguran más en cuanto que no presentan su verdadero rostro. No reconocen ya, en esta María, a la "pequeña María" del Evangelio, "nuestra hermana".

No hay, pues, en las Iglesias de la Reforma "mariología" y mucho menos devoción mariana: ni culto, ni oración a María. En cambio, se puede discernir una recuperación de la reflexión sobre María. Sobre el segundo plano de las grandes afirmaciones cristológicas de los primeros concilios ecuménicos (especialmente Éfeso y Calcedonia) y escritos de los reformadores del siglo XVI, esta reflexión se hace más precisa, restituyendo a la Madre del Señor, en el misterio de la salvación, a su lugar de humilde sierva y de admirable testigo de la fe, al rango primero de las criaturas rescatadas. Igualmente, se puede percibir una piedad que, alimentada en el Evangelio, tiene cada vez más en cuenta la fe misma de María, toda de alabanza, tan bien expresada en el Magnificat.

Se nota una evolución en este sentido en las liturgias, cantos y catecismos de las Iglesias luteranas y reformadas de Francia, del fin del siglo XIX a nuestros días.

Mientras que en el siglo pasado la persona de María, así como la mención de la comunión de los santos, estaban prácticamente ausentes, en el curso de nuestro siglo poco a poco se les ha ido haciendo un sitio.

Durante este período, los catecismos en uso en las mismas Iglesias dedican capítulos más o menos largos a precisar lo que los protestantes creen y no creen sobre María. Es significativo a este respecto este extracto de un catecismo:

Ella es la sierva de Dios por excelencia. Dios la ha elegido y llamado entre todas las mujeres para ser la madre de su Hijo. Contrariamente a Eva que ha elegido el camino de la desobediencia, María ha respondido a la llamada con fe y humildad. La volvemos a encontrar bajo la cruz y en la primera comunidad de los discípulos (Hech 1,14). Sus más bellas palabras están contenidas en el cántico del Magníficat (Lc 1,46-55).

En lo que concierne a la Virgen María, la Iglesia evangélica cree todo lo que ha sido escrito sobre ella en la Biblia, es decir, nosotros no creemos:

·        ni en su inmaculada concepción, es decir, su nacimiento milagroso de una madre legendaria, Ana;

·        ni en su asunción, es decir, su subida corporal al cielo (celebrada el 15 de Agosto);

·        ni en su participación en la obra de la salvación, de la que la Biblia no habla (A. Wohlfahrt, Le cep et les serments. Catéchisme a l'usage de l'Église de la Confession d'Augsbourg, Estrasburgo 1965).

Todos los catecismos dedican naturalmente líneas al segundo artículo del Símbolo de los Apóstoles: "que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María" en relación con las naturalezas humana y divina de Jesucristo.

A partir de los años 1960-70, la renovación de la cristología protestante, por una parte, y del movimiento ecuménico, por otra, conducen a multiplicar en los cantos y la liturgia las referencias a María. Hay que señalar dos características: la sobriedad de estas referencias y su fundamento bíblico, a menudo indicado. Estas referencias ponen de relieve la respuesta de María, su obediencia, su fe, su memoria, su cualidad de madre. Especialmente en los tiempos de Adviento y Navidad, así como en los textos eucarísticos y de adoración, María es citada e insertada en la comunión de los testigos de todos los tiempos y todos los lugares. No es indiferente subrayar la inscripción litúrgica del Magníficat en seis variantes en el repertorio de cánticos Arc-en-ciel (1988), ampliamente utilizado en las asambleas de culto, mientras que sólo había dos en Nos coeurs te chantent (1969), uno solo en Louange et Prière (1939), y ninguno en Sur les ailes de la foi (1926).

El debate emprendido en torno a la Virgen María muestra que ésta es quizá hoy el punto de cristalización más sensible de todos los desacuerdos confesionales subyacentes, relativos sobre todo a la soteriología, a la antropología, a la eclesiología, a la hermeneútica: cuestiones de fondo, si las hay, de suerte que el diálogo ecuménico sobre la Virgen María es en definitiva un lugar apropiado de verificación de nuestros desacuerdos doctrinales, como es también un lugar no menos apropiado para lanzar una mirada autocrítica sobre nuestros respectivos comportamientos eclesiales frente a la Madre del Señor.


El Groupe des Dombes se formó en 1937, a partir del encuentro entre protestantes de Berna y católicos de Lyon. Los trabajos del grupo a lo largo de los años fue llevando a percibir la búsqueda ecuménica como un llamado y ayuda mutuos en la profundización y purificación de las teologías, en beneficio de la fe; un camino que va desde la oposición al paralelismo, y de éste a la convergencia. A partir de allí, los desacuerdos eclesiológicos son interpretados y reducidos a sus verdaderas dimensiones en referencia a Cristo, por medio de una fundamentación bíblica del pensamiento y del lenguaje.