Los diez
mandamientos
Autor: P.
Antonio
Rivero LC
Capítulo 7:
Quinto:
No matarás
Un gran
escritor
español José
María
Gironella,
cuenta que
allá en
diciembre de
1936,
iniciada ya
la guerra
civil
española, en
un momento
en que
temían que
su vida
peligrara en
Gerona,
decidió
pasarse a
Francia, y
su padre lo
acompañó
hasta la
frontera. Al
pasarla, los
gendarmes
franceses le
registraron
y, en sus
bolsillos,
encontraron
un papel
que, sin que
él lo
advirtiera,
había
introducido
su padre
momentos
antes de
cruzar dicha
frontera.
Era una
brevísima
carta que
decía: “No
mates a
nadie, hijo.
Tu padre,
Joaquín”.
La carta era
realmente
conmovedora,
sobre todo
en aquel
momento.
Porque lo
lógico
hubiera sido
que en esa
circunstancia
un padre
hubiera
aconsejado a
su hijo:
“Ten
cuidado, no
te maten”.
Pero aquel
padre sabía
algo muy
importante:
que es mucho
más mortal
matar que
morir. El
que mata a
otro ser
humano,
queda mucho
más muerto,
mucho más
podrido que
el que es
asesinado.
Por esta
razón Dios,
cuando los
hombres
nacemos,
desliza en
los
bolsillos de
nuestra
conciencia
otra carta
que dice:
“No mates a
nadie, hijo.
Tu Padre
Dios”.
El precepto
moral del
“no matarás”
tiene un
sentido
negativo
inmediato:
indica el
límite, que
nunca puede
ser
transgredido
por nadie,
dado el
carácter
inviolable
del derecho
a la vida,
bien primero
de toda
persona.
Pero tiene
también un
sentido
positivo
implícito:
expresa la
actitud de
verdadero
respeto a la
vida,
ayudando a
promoverla y
haciendo que
progrese por
el camino de
aquel amor
que la acoge
y debe
acompañarla.
Jesucristo
vino a
destruir la
muerte y a
traer vida y
a traerla en
abundancia,
nos dice san
Juan en su
evangelio en
el capítulo
10. Y la
vida que nos
trajo Jesús
es la vida
eterna. Y Él
lucha y
luchará para
que nadie
nos arrebate
esta vida
eterna. Y
esta vida
eterna
traída por
Jesús abarca
salvar
nuestro
cuerpo y
nuestra
alma, es
decir,
nuestra
persona.
¿Quién eres
tú para
quitar la
vida a
alguien que
está llamado
a la vida
eterna con
Dios?
El escritor
americano
Louis Begley
ha
denominado
al siglo XX
como
“réquiem
satánico”.
Es un
infierno de
asesinatos y
homicidios,
de masacres
y crímenes
violentos,
un compendio
de
atrocidades.
En el siglo
XX se ha
matado a más
hombres que
nunca. A
este siglo
le
corresponden
el
holocausto y
la bomba
atómica.
¿Qué hacer?
¿Dónde ha
quedado la
vida y la
salvación
traída por
Cristo hace
más de
veinte
siglos?
I. ¡QUÉ
MARAVILLOSO
ES EL DON DE
LA VIDA!
¿Dónde
está el
valor de la
vida humana?
En que eres
imagen y
semejanza de
Dios. Al ser
creado,
recibiste
una chispa
divina, que
nadie puede
darnos sino
Dios. Y por
tanto, nadie
puede
quitarnos la
vida, sino
sólo Dios,
que es el
Dueño de
nuestra
vida. Por
eso, el que
levanta la
mano contra
la vida
humana ataca
la propiedad
de Dios.
Además
nuestra vida
humana y
terrena es
grande en
vistas a
nuestra vida
eterna en el
cielo. La
vida humana
es condición
de la vida
eterna, a
donde estás
llamado por
Dios para
gozar de Él
eternamente.
Por eso es
tan valiosa
a los ojos
de Dios tu
vida
terrena, y
por esto es
también de
un precio
inestimable
para ti que
eres
cristiano,
porque es el
tiempo de
atesorar
méritos para
la vida
eterna, que
te ganó
Cristo con
su sangre,
muerte y
resurrección.
San Jerónimo
dijo en
cierta
ocasión que
esta vida es
un estadio
para los
mortales:
aquí
competimos
para ser
coronados en
otro lugar .
Si has
entendido
esto que te
he dicho,
entonces
comprenderás
que la vida
humana es
una chispa
que salta de
Dios. Nadie
tiene
derecho a
extinguirla.
La vida
humana aquí
en la tierra
es la
posibilidad
que Dios nos
concede de
alcanzar la
vida eterna
en el cielo.
Nadie tiene
derecho de
despojarnos
de ella.
Es Dios
quien da la
vida. Sólo
Él puede
quitarla .
Tu vida es
bien noble.
No puedes
reducir la
vida a lo
que decía el
filósofo
ateo francés
Jean Paul
Sartre en su
obra “La
Náusea”:
“Comer,
dormir;
dormir,
comer.
Existir
lentamente,
dulcemente,
como
aquellos
árboles,
como una
botella de
agua, como
el andén
rojo del
tranvía”.
La vida nace
en el seno
del amor: un
hombre y una
mujer que se
aman
colaboran
con Dios
para dar a
un hombre el
mayor
regalo: la
vida, el
paso de la
nada al ser.
¡Qué noble
ha de ser la
vida humana
si Dios nos
da este don,
en
colaboración
con tus
papás!
Dios te ha
dado la vida
para poder
entrar en
comunión
contigo. Por
eso con la
vida te ha
dado una
inteligencia
para que le
puedas
conocer, y
una voluntad
para que le
puedas
elegir y
amar. ¿Cómo
vas a quitar
la vida a un
hombre,
cuando está
llamado a
encontrarse
con Dios y
entablar con
Él un
diálogo en
la fe y en
el amor, a
través de la
oración y
los
sacramentos,
aquí en la
tierra; y
después en
la otra
vida,
mediante la
visión cara
a cara con
Dios? No
tienes
ningún
derecho a
privar a un
hombre de lo
más noble
que hay:
conocer y
amar a Dios
aquí en la
tierra, y
gozar de Él
después en
la
eternidad.
No
compartimos
de ninguna
manera la
visión de la
vida que
cuenta
Papini,
escritor
italiano de
inicios del
siglo XX, al
narrar esto.
Mi amigo
Giuliotti me
invitó a dar
una vuelta,
para conocer
la
población.
Me hizo
admirar una
plaza
triangular.
En uno de
los ángulos
se erguía
solitario un
monumento en
bronce: el
navegante
Juan de
Verazzano.
De cada lado
del
triángulo
arrancaba un
camino.
Juan me
propuso:
- Tomemos
este camino.
- Tomemos
este camino
-dije yo.
El camino
era de
subida y
estaba
cubierto de
graba entre
álamos y
viñedos.
Recorrimos
unos
doscientos
metros. Allí
el camino
terminaba al
pie de un
edificio
largo y de
color claro.
- ¿Qué es
esto?
-pregunté.
El amigo me
explicó:
- Es el
hospital.
- Entonces
volvamos
atrás.
- Volvamos
atrás.
Llegamos de
nuevo a la
plaza
triangular.
Tomamos el
segundo
camino.
Subía más
empinado que
el anterior,
zigzagueando
entre altas
vallas y
bardas
caídas.
Pronto
llegamos
delante de
un zaguán y
de un alto
muro que
encerraban
un terreno
blanco de
lápidas, y
negro de
cruces.
Inmediatamente
entendí qué
cosa era
aquello.
- Volvamos
al pueblo
-dije.
- Volvamos.
Finalmente
tomamos el
tercer
camino que
también era
de subida.
Llegamos
frente a una
casona
blanca,
vieja y
cerrada.
Todas sus
ventanas
tenían rejas
negras.
- Y esto,
¿qué es?
-pregunté.
- La cárcel
.
- Regresemos
pronto.
-
Regresemos.
Concluye
Papini: esta
población
nos da una
fiel imagen
de la vida
humana en el
planeta
Tierra. Los
seres
humanos
desembocan
en la
enfermedad,
o en la
cárcel, y,
en todo
caso, en la
muerte (De
una carta de
J. Papini).
Yo no estoy
de acuerdo
con Papini
en este
pensamiento,
pues nuestra
vida
desemboca en
la eternidad
de Dios.
Te habrás
dado cuenta
cómo cada
hombre
aprecia su
propia vida
y la
defiende al
máximo;
incluso los
que se
quejan de su
vida están
defendiéndola
en el fondo,
pues piden
mejores
condiciones
para vivir,
protestan
porque
quisieran
vivir de
otra manera.
Me viene a
la mente la
fábula de
Esopo sobre
el leñador
que estaba
ya harto de
ir a buscar
leña todos
los días al
bosque. Y un
día, al
regresar
cargadas sus
espaldas de
leña se
paró, dejó
la leña en
el suelo,
maldijo su
suerte e
invocó a la
muerte para
que viniera
y se lo
llevara,
pues ya no
quería vivir
más.
Y, ¿qué
crees que
pasó? Pues
que se
presentó la
muerte con
una guadaña
y le dijo: -
¿Me
llamabas,
amigo? Y el
viejo le
respondió: -
Sí, te
llamaba para
que me
ayudes a
cargar de
nuevo este
haz de leña,
pues estaba
cansado.
Y termina el
fabulista:
“Todo hombre
es amante de
la vida, aun
en los
momentos más
desgraciados”.
Todos
queremos
vivir.
El problema
nace a la
hora de
considerar
la vida de
los demás
frente a los
propios
intereses.
Así, por
ejemplo, se
prefiere
recurrir al
aborto antes
que a la
promoción de
un recto uso
de la
sexualidad;
se prefiere
recurrir a
la eutanasia
antes que a
un interés
eficaz por
los ancianos
y los
marginados;
se prefiere
recurrir a
grandes
campañas
contra la
natalidad en
el tercer
mundo antes
que a planes
eficaces de
desarrollo y
colaboración
económica;
se prefiere
el uso de la
guerra y el
terrorismo
al diálogo y
la
confrontación
democrática,
y en
general, la
vida humana
viene
supeditada a
otros
intereses
que tienen
mucho menos
valor.
Ante todo
esto, tú
debes
proclamar y
defender la
dignidad de
la vida
humana. La
dignidad del
hombre es un
valor
absoluto, y
la vida
humana, un
valor en sí
misma que
siempre ha
de ser
defendida,
protegida y
potenciada,
independientemente
de lo que
diga la
mayoría o
los medios
de
comunicación
o tu propia
sensibilidad.
Por eso, no
debes medir
el valor del
hombre desde
un punto de
vista
industrial o
comercial,
como se hace
hoy día. Así
la persona
humana es
cotizada por
su eficacia,
y se
considera al
hombre más
por el tener
que por el
ser. Ahí
tienes la
concepción
materialista
de la vida:
vales por lo
que produces
y tienes, y
no por lo
que eres.
Nunca debes
aceptar esta
concepción
del hombre.
Fíjate a
dónde te
llevaría
esta
postura:
porque eres
minusválido,
no
sirves….se
te puede
matar;
porque
tuviste un
accidente y
quedaste
hemipléjico,
no sirves…se
te puede
matar;
naciste con
una
deficiencia
mental o
corporal, no
sirves…se te
puede
descartar ya
desde el
seno de tu
madre; ya
estás
anciano y
sufres
mucho, no
sirves…se te
puede
aplicar la
eutanasia.
Debes alzar
la voz
fuerte
contra esta
injusticia y
estos
crímenes. El
mandamiento
de Dios es
bien claro:
“No
matarás”.
Alza la voz
como lo hizo
el Papa Juan
Pablo II en
Denver el
día 14 de
agosto de
1993 a los
jóvenes:
“Con el
tiempo, las
amenazas
contra la
vida no
disminuyen;
al
contrario,
adquieren
dimensiones
enormes. No
se trata
sólo de
amenazas
procedentes
del
exterior, de
las fuerzas
de la
naturaleza o
de los
Caínes que
asesinan a
los Abeles;
no, se trata
de amenazas
programadas
de manera
científica y
sistemática.
El siglo XX
será
considerado
una época de
ataques
masivos
contra la
vida, una
serie
interminable
de guerras y
una
destrucción
permanente
de vidas
humanas
inocentes.
Los falsos
profetas y
los falsos
maestros han
logrado el
mayor éxito
posible”.
Voy
concluyendo
esta parte.
La vida
humana es un
don, es algo
precioso que
te es dado,
que recibes
gratuitamente
de Dios a
través de
tus padres.
En el camino
de la vida
adquieres la
conciencia
de ser una
persona y
también un
sujeto
individualizado
e
irrepetible.
Desde el
punto de
vista
cristiano,
estás hecho
a imagen y
semejanza de
Dios; tu
vida procede
del Ser
Supremo y,
por la
creación,
eres
verdaderamente
su hijo.
Esta
filiación es
elevada
sobrenaturalmente
por el
sacramento
del
bautismo,
que te
asocia a
Jesucristo
con una
nueva
creación y
un nuevo
amor.
De aquí
procede la
sacralidad
de la vida
humana, de
tu vida
humana. Este
valor
persiste
durante toda
tu
existencia
desde el
inicio de la
concepción
en el seno
de la madre,
hasta su
término
natural en
el momento
de la
muerte. Dios
es el señor
y el dueño
de la vida
de cualquier
hombre y
mujer.
II. HAY
DIVERSAS
MANERAS DE
MATAR
Matar es
mucho más
fácil de lo
que piensas.
Desgraciadamente
la historia
de la
humanidad,
desde Caín,
es la
historia de
la
violencia.
Desde el
principio
del mundo
tenemos
datos
históricos
de más de
dos mil
guerras.
Prácticamente
no hay año
en la
historia en
que no
estalle
alguna.
Entre 1945 y
1975, sólo
en treinta
años, se
produjeron
en el mundo
119 guerras,
en las que
intervinieron
19 países, y
eso recién
terminada la
gran guerra
mundial, que
se presentó
como la
última
guerra.
La última
todavía
suena en
nuestros
oídos: la
guerra en
Irak por
parte de
Estados
Unidos,
abril del
año 2003.
En este
momento,
¿cuántas
guerras hay
declaradas y
cuántos
conflictos
bélicos? Y
decimos
estar en
paz.
Después,
está la
guerra del
terrorismo
que en
muchos
países es
una herida
permanente
abierta:
palestinos e
israelíes,
norte y sur,
católicos y
protestantes...
Y está la
feroz guerra
del aborto,
en la que
hoy están
muriendo más
de 50
millones de
no nacidos
cada año; es
la guerra
probablemente
más
sangrienta
que haya
inventado la
humanidad.
El aborto es
la
manipulación
de un feto
en el seno
materno con
el propósito
de
destruirlo.
Generalmente,
en la
mayoría de
los casos de
aborto se
procede
asesinando
al feto
dentro del
seno de la
madre, antes
de
extraerlo.
Está
comprobado
ya
científica y
médicamente
que ese feto
es un ser
humano, una
persona:
desde el
momento de
la
concepción
tiene un
código
genético
propio y
está llamado
a realizarse
como ser
humano y a
gozar
eternamente
de Dios.
Además,
tiene un
alma
espiritual
creada
amorosa,
individual y
personalmente
por Dios.
¡Es un hijo
de Dios!
Te voy a
contar una
anécdota
escalofriante
para que
comprendas
el valor de
la vida.
Las mujeres
han sufrido
de forma muy
especial la
violencia en
la antigua
Yugoslavia.
Las
violaciones
y los malos
tratos han
sido
utilizados
como arma de
guerra,
especialmente
por parte de
las tropas
serbias.
Según los
informes
elaborados
por las
Naciones
Unidas,
miles de
mujeres han
sido
víctimas de
esta
violencia.
Lucía, joven
religiosa,
es decir,
monja,
sufrió como
otras miles
de mujeres
la barbarie
de la
violación.
Reproducimos
la carta que
escribió a
su Superiora
General.
«Soy Lucía
Vetruse, una
de las
novicias que
han sido
violadas por
las milicias
serbias. Le
escribo
sobre lo que
me ha
acaecido a
mí y a mis
hermanas
Tatiana y
Sendria.
Permítame
que no le dé
detalles.
¿Qué es,
madre, mi
sufrimiento
y la ofensa
sufrida en
comparación
con la de
Aquel al que
había
prometido
mil veces
darle mi
vida?
Dije
despacio:
"Hágase tu
voluntad,
ahora, sobre
todo ahora,
ya que no
tengo más
apoyo que la
certeza de
que tú,
Señor, estás
a mi lado".
Le escribo,
madre, no
para recibir
consuelo,
sino para
que me ayude
a dar
gracias a
DIOS POR
HABERME
ASOCIADO A
MILLARES DE
COMPATRIOTAS
MÍAS
OFENDIDAS EN
EL HONOR. Y
A ACEPTAR LA
MATERNIDAD
NO
DESEADA...
Mi
humillación
se suma a la
de las demás
y sólo puedo
ofrecerla
por la
expiación de
los pecados
cometidos
por los
anónimos
violadores y
por la paz
entre las
dos etnias
opuestas,
aceptando el
deshonor,
sufrido y
entregándolo
a la piedad
de Dios...No
se asombre
que le pida
compartir
conmigo una
"gracia" que
pudiera
parecer
absurda. He
llorado en
estos meses
todas mis
lágrimas por
mis dos
hermanos
asesinados
por los
mismos
agresores
que van
aterrorizando
nuestras
ciudades.
Pensé que ya
no podría
sufrir
muchas cosas
más, que el
dolor
pudiera
tener tantas
dimensiones.
A las
puertas de
nuestro
convento,
hay cada día
centenares
de criaturas
famélicas
tiritando de
frío, con la
desesperación
en los ojos.
La otra
semana una
joven de
dieciocho
años me
había dicho:
"Usted es
afortunada
porque ha
escogido un
sitio donde
la milicia
no puede
entrar”. Y
añadió: "No
sabe lo que
es el
deshonor".
Lo pensé
despacio y
vi que se
trataba del
dolor
ingente y
casi sentí
vergüenza de
estar
excluida de
su huida.
Ahora soy
una de
ellas, una
de tantas
mujeres
anónimas de
mi pueblo
con el
cuerpo
destrozado y
el alma
saqueada. El
Señor me ha
admitido al
misterio de
su
vergüenza,
es más, a
esta hermana
le ha
concedido el
privilegio
de
comprender
la fuerza
diabólica
del mal.
Sé que, de
hoy en
adelante,
las palabras
de valor y
consuelo que
trataré de
sacar de mi
pobre
corazón
serán
creídas,
porque mi
historia y
la suya, y
mi
resignación,
sostenida
por la fe,
podrá
servir, si
no de
ejemplo, al
menos de
confrontación
con sus
reacciones
morales y
afectivas.
Basta una
señal, una
pequeña
palabra, una
ayuda
fraternal,
para
movilizar la
esperanza de
un ejército
de criaturas
desconocidas.
Dios me ha
escogido -Él
me perdone
esta
presunción-
para guiar a
las personas
humilladas
de mi gente
hacia un
alba de
redención y
de libertad.
No podrán
tener dudas
sobre la
sinceridad
de mis
deseos,
porque yo
también
vengo, como
ellas, de la
frontera de
la
abyección...
Todo ha
pasado,
madre, pero
ahora
comienza
todo en su
llamada
telefónica,
después de
decirme
palabras de
consuelo que
le
agradeceré
toda mi
vida, me
hizo una
pregunta:
"¿Qué harás
de la vida
que te ha
sido
impuesta en
tu
vientre?".
Sentí que su
voz temblaba
al hacerme
esa pregunta
que no podía
ser
respondida
de
inmediato,
no porque no
haya
reflexionado
sobre la
elección que
tenía que
hacer, sino
porque usted
no quería
turbar con
proyectos
mis
decisiones.
Lo he
decidido ya:
si soy
madre, el
niño será
mío. Lo
podría
confiar a
otras
personas,
pero él
tiene el
derecho, a
mi amor de
madre,
aunque no
haya sido
deseado ni
querido. No
se puede
arrancar una
planta de
sus raíces.
El grano que
ha caído en
una tierra
tiene
necesidad de
crecer allí
donde el
misterioso,
aunque
inicuo
sembrador lo
haya echado.
Realizaré mi
vida
religiosa de
otro modo.
No pido nada
a mi
congregación,
que me lo ha
dado ya
todo. Estoy
agradecida a
la
fraternidad
de mis
hermanas y a
sus
atenciones,
sobre todo
por no
haberme
molestado
con
peticiones
indiscretas.
Mi hijo, me
iré con mi
hijo. No sé
a dónde,
pero Dios,
que ha roto
de improviso
mi mayor
alegría, me
indicará el
camino para
cumplir su
voluntad.
Seré pobre,
retornaré el
viejo
delantal y
me pondré
los zuecos
que usan las
mujeres en
los días de
trabajo e
iré con mi
madre a
recoger
resina de
los pinos de
nuestros
grandes
bosques...
Haré lo
imposible
por romper
la cadena de
odio que
destruye
nuestro
país... Al
hijo que
espero le
enseñaré
solamente a
amar. Mi
hijo, nacido
de la
violencia,
será
testigo, de
que la única
grandeza que
honra a la
persona es
la del
perdón»
(Diario Ya,
julio de
1995).
En este caso
de vida está
resumido
todo el
valor del
quinto
mandamiento
de la ley de
Dios.
Pero
sigamos.
Otras formas
de crímenes
sobre niños
todavía no
nacidos que
se pueden
incluir aquí
son las
muertes de
embriones
humanos
producidas
por
experimentos
realizados
dentro o
fuera del
seno
materno. A
esto se le
ha llamado
la terrible
matanza de
los
experimentos
genéticos,
de la
fecundación
in vitro, de
los
embriones
congelados,
de los
experimentos
de la
clonación,
etc... donde
descartan y
mueren
cantidad de
seres
humanos.
¿Todas las
técnicas de
manejo de
los genes
son
inmorales?
No todas las
técnicas de
manejo de
los genes
(son éstos,
fragmentos
del ácido
desoxirribonucleico
o ADN), en
los que
están
inscritos
los
caracteres
específicos
de cada ser
animal o
vegetal …no
todas estas
técnicas,
digo, son
malas:
· Algunas,
como la
“mejora
genética”,
han logrado
aumentar el
rendimiento
productivo,
la
resistencia
ante
enfermedades,
la calidad
en animales
y plantas;
lo que palia
grandes
necesidades
de la
humanidad.
· Otras como
la llamada
“ingeniería
genética
molecular”,
por la que
genes
humanos,
animales o
vegetales
(fragmentos
de ADN),
trasferidos
a
determinados
cultivos
bacterianos
para
reaplicación,
han logrado
para la
humanidad la
producción
de medicinas
(insulinas
artificiales,
interferón,
vacunas,
etc.), así
como
alimentos
fundamentales
en la
agricultura
y la
ganadería.
Por otra
parte, se
está
elaborando
ya el
llamado
“mapa del
genoma
humano”, por
medio del
cual se
podrán en su
día
intercambiar
genes
enfermos del
ser humano
por otros
sanos.
¿Dónde está,
pues, la
técnica
inaceptable
en lo moral?
Es la que
resulta de
la llamada
“manipulación
genética
humana”,
tanto en
células
germinales,
o que pueden
dar origen a
la vida
(posible
origen
futuro de la
partenogénesis
o
androgénesis),
como en la
hibridación
celular
interespecífica
(ovocito de
un póngido
–chimpancé,
gorila y
orangután-
fecundado
con esperma
humano),
entre otras
técnicas.
En otro
orden de
cosas,
dentro del
problema que
te estoy
tratando, la
moral
católica
enuncia
juicios muy
severos
acerca de
las técnicas
de eugenesia
positiva
(mejora de
los genes):
inseminación
artificial,
homóloga o
heteróloga
(del marido
o no),
fecundación
in vitro y
la clonación
o proceso,
mediante el
cual se
podría
producir un
gemelo
genético
–como una
fotocopia
repetible a
voluntad- a
partir de un
solo
progenitor .
De esto te
hablaré más
adelante.
Está también
la violencia
nuestra de
cada día. Es
verdad, “no
robamos, ni
matamos
físicamente”,
pero sí
matamos
cuando
criticamos,
cuando nos
enfadamos
con gran
violencia.
Esta
violencia
está en el
corazón. La
agresividad
se ha ido
adueñando de
nuestra vida
cotidiana.
Somos
violentos en
nuestro
lenguaje.
Somos
violentos en
nuestra
manera de
entender la
vida. Así se
oye decir:
“aquí o
pisas o te
pisan... el
que da
primero da
dos veces...
bastos son
triunfos”.
Somos
violentos en
nuestro
estilo de
humor. Aquí
la sonrisa
se sustituye
con
frecuencia
por la sal
gorda, el
sarcasmo, la
sonrisa
hiriente, el
vinagre.
Tenemos un
arte
especial
para reírnos
de nuestro
prójimo y
olvidamos
que dejar a
alguien en
ridículo es
siempre un
arma
inmoral.
Somos
agresivos
hasta en el
modo de
perdonar.
¿Cuántas
veces oímos
decir:
“Perdono,
pero no
olvido” que
con
frecuencia
no es sino
un arte de
alargar y
prolongar la
herida?
Otra de las
formas más
dramáticas
con la que
puede
violarse hoy
este
mandamiento
es
precisamente
el del uso y
abuso de las
drogas. Ya
sabes que el
mal de la
droga,
aunque sea
“blanda”
está en que
produce
efectos
irreparables
en el
cerebro,
además de
otros
problemas
psicológicos
que varían
según el
efecto de la
droga.
La razón de
fondo para
consumir
drogas es
siempre
profundamente
egoísta,
pues se
busca con
ellas
conseguir
sensaciones
especiales,
placer,
huida de la
realidad,
etc. Esto no
justifica el
mal que
producen.
Las drogas
llegan a
dominar
fácilmente
al hombre
adueñándose
de su ser y
de su
querer, le
arruinan
completamente
su vida. Se
apoderan
absolutamente
de la
voluntad por
las fuertes
sensaciones
de placer
(cocaína),
de
relajación
(morfina),
de fuerza y
energía
(heroína),
de
liberación
mental (L.S.D.)
que produce,
y finalmente
se posesiona
de todo el
metabolismo,
del sistema
nervioso y
de los
centros
vitales.
No obstante
lo dicho, es
lícito
utilizar las
drogas con
fines
medicinales
curativos o
anestésicos.
También,
exponemos
nuestra vida
y la de los
demás con el
mal uso del
volante, y
el exceso de
la
velocidad.
¡Qué locura!
Hay que
respetar las
señales de
tráfico y
ser prudente
en la
carretera,
especialmente
cuando otras
vidas
dependen de
ti.
Como puedes
ver, se
puede matar
de mil
maneras. Se
puede matar
de disparos,
pero también
de hambre o
de soledad.
Se puede
declarar una
guerra o
declarar y
tolerar un
paro, una
calumnia.
No olvidemos
las palabras
que dijo
Dios a Caín:
“¿Qué has
hecho? La
voz de la
sangre de tu
hermano está
clamando a
mí desde la
tierra.
Ahora, pues
serás
maldito
sobre la
tierra que
abrió su
boca para
recibir, de
mano tuya,
la sangre de
tu hermano”
(Génesis 4,
10).
Caín parece
haberse
extendido
sobre toda
la tierra.
Parece que
la tierra se
ha
convertido
en un lago
de sangre y
violencia.
A diario,
las páginas
de los
periódicos,
los
informativos
de la
televisión,
nos sirven
nuestra
ración de
muerte.
Cruzan por
nuestras
pantallas
los tanques
de la
destrucción.
El hombre de
la
metralleta y
los
disparos,
parece
haberse
convertido
en huésped
permanente
de nuestra
sobremesa.
Ahora no
hace falta
ir a la
guerra,
porque es la
guerra la
que nos
persigue a
nosotros y
ha entrado
en nuestras
casas y en
nuestros
colegios.
Ya nos hemos
acostumbrado.
El día en
que los
telediarios
no nos
ofrecieran
nuestra
ración de
muertos,
tendríamos
la impresión
de haber
llegado a
otro
planeta.
Y hemos
dejado los
crímenes por
atracos
diarios en
bancos o en
farmacias.
Un nuevo
paso más
damos en
este campo
con el tema
del
suicidio. Es
quitarse
deliberadamente
la vida
directamente
procurada,
ya sea por
medio de una
acción o a
través de
una omisión
voluntaria.
La mayoría
de los
suicidios de
época
pasadas
estaban
motivados,
más que por
un odio a la
vida o deseo
de la
muerte, por
el impulso
de encontrar
una
“solución”
rápida a un
problema
ético que no
había sido
enfocado
–por culpa
propia o
ajena- de
una manera
justa.
El suicidio
suele darse
especialmente
en personas
que sufren
fuertes
estados de
depresión y
generalmente
sin grandes
ni sólidas
convicciones
religiosas,
ya que la
religión nos
enseña a no
perder la
esperanza y
encontrar
sentido
hasta en las
realidades
más duras de
aceptar.
Siempre es
ilícito,
porque se
destruye un
don que
pertenece a
Dios.
Ninguna vida
humana es
inútil o
poco
importante.
El suicidio
se opone de
forma clara
al instinto
de
conservación,
es decir, a
un legítimo
amor propio
que está en
la
naturaleza
humana y que
le mueve a
permanecer
en el ser,
para su bien
y para el
bien de los
demás. Hasta
tal punto es
esto cierto
que la
mayoría de
los
suicidios
son
achacables a
condiciones
patológicas,
aunque
también en
muchos
casos,
originados
por una
previa
ausencia de
sensibilidad
moral, de
interés real
y positivo
por el
trabajo y
por los
demás
hombres.
El suicidio
de personas
que tienen
familias
(padres,
maridos o
mujer,
hijos) es
también un
acto de
injusticia
respecto a
esos
parientes.
¿Se
condenará
quien se
haya
suicidado?
Dejemos en
manos de
Dios el
desenlace de
este hijo
suyo, que
tal vez no
supo lo que
hizo .
¡Dios mío! Y
hemos
omitido la
anticoncepción
y la
esterilización,
los medios
contraceptivos,
abortivos…donde
se impide la
vida o se
mata la
fuente de la
vida o
incluso la
vida misma,
en el caso
de los
medios
abortivos .
El mal moral
en todo esto
está en que
el hombre y
la mujer se
colocan por
encima del
vínculo
estructural
y muy
profundo
existente
entre el
amor y la
fecundidad.
Aunque
también esto
es materia
del sexto
mandamiento,
quiero
adelantártelo
ya de una
vez, ¿qué te
parece?
Poniéndose
en el lugar
del Creador,
se afirman a
sí mismos
como los
señores que
quieren
dominar a su
gusto,
disociando
voluntariamente
las dos
significaciones
de la
sexualidad:
unión mutua
y
procreación
. Y al mismo
tiempo que
manipulan la
sexualidad
humana y se
colocan como
árbitro y
señores del
designio
divino, los
esposos
cesan, por
la
contracepción,
de aceptarse
y donarse
mutuamente
uno al otro
según la
verdad de su
ser a la vez
físico y
espiritual.
La mujer
acoge al
marido pero
con el
rechazo a su
gesto
inseminador;
el hombre
recibe a la
mujer, pero
con la
activa
negación de
su ritmo
fisiológico
y
psicológico
propio.
Conjuntamente,
el hombre y
la mujer se
acogen uno
al otro en
la exclusión
de una
apertura,
simplemente
posible, a
la vida del
hijo.
Veo en tus
ojos una
pregunta:
“¿Es lo
mismo esto
que los
métodos
naturales?”.
De ninguna
manera. La
actitud
espiritual
de los
esposos en
este caso es
distinta.
Aquí también
en los
métodos
naturales,
ciertamente,
los esposos
buscan
evitar un
nacimiento,
pero lo
hacen por un
procedimiento
cuyo alcance
moral es
totalmente
diverso.
Eligen
simplemente
unirse
cuando,
independientemente
de su
voluntad, el
vínculo
entre el
amor y la
fecundidad
está como en
suspenso y
es
inoperante,
pero siempre
abiertos a
la vida, si
viniera.
Al hacer
esto, no se
erigen en
señores de
ese vínculo
estructural,
sino que se
comportan
más bien
como sus
servidores o
ministros
diligentes,
como
custodios
responsables
del vínculo,
inscrito en
el ser y
querido por
Dios, entre
el don mutuo
de las
personas y
su apertura
a la vida.
Simultáneamente,
por el
recurso de
los métodos
naturales,
el hombre y
la mujer se
acogen
recíprocamente
y se
entregan el
uno al otro
en el
respeto de
su ser
íntegro, a
la vez
espiritual y
carnal. La
mujer recibe
al hombre en
la acogida
de su
sexualidad
concreta; el
hombre
recibe a la
mujer en la
aceptación
de su ritmo
específico y
de los
tiempos que
le son
propios.
Conjuntamente
el hombre y
la mujer se
reciben el
uno al otro
evitando,
ciertamente,
suscitar una
nueva vida,
pero sin
inscribir
ese rechazo
en la
estructura
misma del
acto
conyugal que
realizan, y
de nuevo, te
repito,
siempre
abiertos a
la vida
nueva, si
viniera.
Lo que es
moralmente
negativo es
instalar
voluntariamente
el “no a la
vida” en la
estructura
misma de la
sexualidad
masculina o
femenina
(anticoncepción,
contracepción,
preservativo,
etc…) y no
el tener,
por razones
válidas,
relaciones
físicas que
serán de
hecho
infecundas.
Por los
métodos
naturales,
los esposos
adoptan una
manera de
vivir
verdaderamente
personal y
humana el
conjunto de
su
sexualidad
en su doble
aspecto de
amor y de
fecundidad;
mientras
que, por la
contracepción,
se contentan
con
controlar y
dominar las
consecuencias
biológicas
de sus actos
sexuales.
Es inmoral
la
fecundación
“in vitro”
porque hay
separación
del aspecto
unitivo y
procreativo
en al acto
sexual.
Además, en
esta
fecundación
deben ser
fecundados
muchos
óvulos hasta
lograr que
uno de ellos
se
desarrolle
suficientemente
“in vitro”
para poder
ser
implantado
en el
endometrio
(útero)
femenino.
Consecuentemente,
son
desechados o
congelados,
o incluso
utilizados
en
investigaciones,
el resto de
ovocitos
fecundados;
todo lo cual
constituye
algo
intrínsecamente
inmoral .
Te pongo
aquí también
una cita del
Compendio de
la Doctrina
Social de la
Iglesia, que
acaba de ser
publicado el
2 de abril
de 2004 por
el
Pontificio
Consejo
Justicia y
Paz,
relacionado
con varios
mandamientos,
al menos con
el quinto y
el sexto:
“Es
necesario
reafirmar
que no son
moralmente
aceptables
todas
aquellas
técnicas de
reproducción
–como la
donación de
esperma o de
óvulos; la
maternidad
sustitutiva;
la
fecundación
artificial
heteróloga
–en las que
se recurre
al útero o a
los gametos
de personas
extrañas a
los
cónyuges.
Estas
prácticas
dañan el
derecho del
hijo a nacer
de un padre
y de una
madre que lo
sean tanto
desde el
punto de
vista
biológico
como
jurídico.
También son
reprobables
las
prácticas
que separan
el acto
unitivo del
procreativo
mediante
técnicas de
laboratorio,
como la
inseminación
y la
fecundación
artificial
homóloga, de
forma que el
hijo aparece
más como el
resultado de
una acto
técnico, que
como fruto
natural del
acto humano
de donación
plena y
total de los
esposos.
Evitar el
recurso a
las diversas
formas de la
llamada
procreación
asistida, la
cual
sustituye el
acto
conyugal,
significa
respetar
–tanto en
los mismos
padres como
en los hijos
que
pretenden
generar- la
dignidad
integral de
la persona
humana. Son
lícitos, en
cambio, los
medios que
se
configuran
como ayuda
al acto
conyugal o
en orden a
lograr sus
efectos”
(número
235).
Y, ¿qué
decir de la
eutanasia,
encubierta,
abierta o
legalizada,
activa y
pasiva?
Todavía nos
aterra el
caso de
Estados
Unidos de
Terri
Schiavo, esa
mujer con
daños
cerebrales a
la que se le
quitaron,
por
indicación
de alguno de
sus
familiares,
lo tubos que
le
proporcionaban
alimento y
agua. Y así
la mataron.
Nadie es
dueño de la
vida. Sólo
Dios decide
el momento
de la muerte
de la
persona
humana. El
Papa Juan
Pablo II
dijo
fuertemente
en su
encíclica
“Evangelium
vitae”:
“Confirmo
que la
eutanasia es
una grave
violación de
la Ley de
Dios en
cuanto
eliminación
deliberada y
moralmente
inaceptable
de una
persona
humana” (n.
65).
No debes
confundir
eutanasia,
que consiste
en producir
la muerte de
alguien
quitándole
los medios
ordinarios
que le
mantenían en
vida, y la
analgesia.
La eutanasia
nunca se
justifica.
El hombre es
solamente
administrador
la vida dada
por Dios.
Hoy se
quiere
justificar
la eutanasia
basándose en
que “ya no
hay vida
real” en
ancianos o
enfermos que
han perdido
las
facultades
mentales o
la capacidad
de
movimiento.
Pero esto es
entender la
vida sólo en
términos
materialistas.
La vida vale
por sí
misma, no
por su
rendimiento
económico,
intelectual,
social. Y
sólo Dios
decide el
fin de esa
vida.
Por el
contrario,
la
analgesia,
absolutamente
lícita y
ética, se da
en
moribundos o
personas que
ante una
enfermedad
grave piden
que se les
administre
algún
tratamiento
que, aunque
no cure,
disminuya
los dolores.
En el caso
extremo en
que este
tratamiento
se
administra a
una persona
cuya muerte
es inminente
con el fin
de que
pierda la
conciencia y
no sufra el
proceso
último de la
enfermedad,
también es
lícito,
siempre y
cuando se le
haya hecho
saber al
enfermo y se
la haya dado
oportunidad
de
confesarse
antes. Así,
por ejemplo,
en algunos
tipos de
cáncer donde
la fase
final es muy
dura, puede
aplicarse
este tipo de
analgesia.
Aquí surge
una pregunta
que está en
tus labios:
¿está
obligado el
hombre
siempre a
conservar la
vida?
La respuesta
es clara:
está
obligado a
emplear
todos los
medios
proporcionados
y ordinarios
(médicos y
quirúrgicos,
con
esperanza de
curación y
sin excesivo
gasto o
dolor) para
conservarla.
No hay
obligación,
pues, de
usar ni los
extraordinarios,
ni de
prolongar
una vida sin
esperanza,
alargando el
momento de
la muerte
natural (distanasia).
Otra cosa
distinta es
la eutanasia
que es la
interferencia
activa o
pasiva para
provocar la
muerte. La
eutanasia se
diferencia
moralmente
de la
omisión de
medios
extraordinarios,
de los que
acabo de
hablarte.
Nada se
opone a la
ayuda
prestada
para una
muerte
natural sin
dolor, aun
cuando con
ella se
acorte la
vida, con
tal de que
no se
pretenda
directamente
esto último,
y de que los
sedantes
administrados
no
incapaciten
al enfermo
terminal
para
prepararse a
recibir la
muerte de
manos de
Dios .
Todo esto
nos lleva a
dos cosas
más a este
respecto.
Una afecta
al individuo
como
cristiano, y
la otra al
médico en su
obligación
deontológica.
Primero, el
cristiano
tiene la
obligación
moral de
proteger su
propia
salud,
evitando
cuanto le
lleva a una
muerte
pronta, como
el alcohol
excesivo o
el empleo de
drogas.
La segunda
cuestión
afecta a la
deontología
médica, en
la que decir
la verdad al
enfermo,
informar
sobre los
riesgos de
una
operación y
pedir el
consentimiento
al mismo, la
posible
esterilización
de alguien,
la
utilización
de
trasplantes
de órganos
vitales –de
aquí surge
la
obligación
de poseer
certeza
absoluta de
la muerte
del donante-
o la
experimentación
tienen sus
específicas
obligaciones
morales,
graves en
muchísimos
casos, pero
que deben
ser
examinadas
en la moral
específica
de la
profesión
médica .
También la
Congregación
para la
Doctrina de
la fe
publicó en
1987 una
“Instrucción
sobre el
respeto a la
vida
naciente y
la dignidad
de la
procreación”,
que te
recomiendo
que leas.
Aquí se da
un juicio
bien
concreto
sobre estas
cuestiones:
Acerca del
diagnóstico
prenatal,
será
aceptable si
respeta la
vida del
embrión y se
orienta
hacia su
custodia o
curación.
Acerca de
las posibles
intervenciones
terapéuticas
sobre el
embrión,
serán
lícitas en
las mismas
condiciones
que lo
anterior.
La
particular
gravedad de
esta
investigación
sobre
embriones
obtenidos
por
fecundación
“in vitro” y
que,
ulteriormente,
van a ser
destruidos…atenta
a la
dignidad de
la persona
humana.
Y todo lo
que afecta a
la
manipulación
de embriones
en orden a
la
reproducción
humana
(congelación,
hibridación
interespecífica,
donación,
partenogénesis,
intentos de
selección de
sexos,
etc.)…todo
lo cual
constituye
una ofensa a
la dignidad
del ser
humano, así
como a su
integridad e
identidad.
Y en la
consideración
de los
atentados
contra el
quinto
mandamiento,
hemos dejado
en el
tintero el
maltrato y
la
destrucción
de animales
y bosques y
océanos y
ríos, donde
se mata toda
flora y
fauna.
¡Cuántos
males
padecemos en
la atmósfera
por estas
locuras de
algunos!
Dios perdona
siempre, los
hombres
algunas
veces, pero
la
naturaleza
nunca
perdona. Nos
cobra la
factura.
Puede
decirse que
el quinto
mandamiento
es el más
típico, el
más
representativo
de nuestro
tiempo. De
ti y de mí
depende que
hagamos una
campaña de
aprecio, de
defensa y
promoción de
la vida.
Cristo vino
a este mundo
para darnos
vida y
dárnosla en
abundancia.
Es más, Él
se definió
como Camino,
Verdad y
Vida. Quien
sigue a
Cristo,
apuesta por
la vida,
defiende la
vida,
transmite la
vida.
III.
CASOS
ESPECIALES
EN ESTE
QUINTO
MANDAMIENTO
No puedo
terminar
este
mandamiento
sin antes
hablarte de
algunos
casos
especiales
que
contempla el
Catecismo de
la Iglesia
católica:
homicidio en
legítima
defensa, la
pena de
muerte y la
guerra.
Sígueme, por
favor, pues
son temas
muy
delicados.
Primero,
homicidio en
legítima
defensa.
El deber de
defender la
vida o la
integridad
física, ya
sea la
propia o la
de personas
sobre las
que se
tienen
responsabilidades,
puede llevar
en
situaciones
límite a
enfrentarse
contra
aquellos que
la ponen en
peligro.
Estos casos
extremos muy
especiales
en que no se
cuenta con
el auxilio
de las
fuerzas
públicas de
policía o
con otro
tipo de
ayudas, nos
llevan a
plantearnos
el problema:
¿puede un
hombre
quitarle la
vida a otro
para
defenderse
en caso de
agresión?
La respuesta
es: el
hombre
siempre
tiene el
deber de
defenderse
y, si en
alguna
ocasión la
única
defensa
posible es
quitarle la
vida al
agresor,
puede
hacerlo.
Desde luego
no es un
caso ideal y
no deja de
ser un hecho
muy
lamentable y
desgraciado,
pero
conviene
considerarlo,
pues de él
podemos
sacar
algunas
enseñanzas.
Este caso se
aplica sólo
cuando se
trata de una
agresión
violenta y
siempre la
actitud del
que se
defiende es
la de
proteger el
más grande
don de Dios,
la vida. No
entran aquí,
por tanto,
las
venganzas o
la justicia
practicada
fuera de los
tribunales
públicos.
Dice san
Tomás de
Aquino y
recoge la
cita el
Catecismo de
la Iglesia
católica:
“La acción
de
defenderse…puede
entrañar un
doble
efecto: el
uno es la
conservación
de la propia
vida; el
otro, la
muerte del
agresor…Nadie
impide que
un solo acto
tenga dos
efectos, de
los que uno
sólo es
querido
(defender mi
vida), sin
embargo el
otro está
más allá de
la intención
(el
matarle)”.
Es el
llamado
principio de
doble efecto
. Se trata
de una
acción que
produce dos
efectos, uno
bueno
buscado y
otro malo no
querido.
Para que sea
lícita,
moralmente
hablando, la
legítima
defensa, se
deben
cumplir las
siguientes
condiciones:
Que los
medios que
se usan para
defenderse
sean los
absolutamente
necesarios.
Por esta
norma, no es
lícito
quitar la
vida en
defensa
propia
cuando se
está en
condiciones
de
neutralizar
al agresor
sin
necesidad de
matarlo.
Matar en
defensa
propia es
lícito pero
no siempre
obligatorio.
Es decir, el
agredido
puede
renunciar a
defenderse
cuando sólo
corre
peligro su
vida. Lo
puede hacer,
por ejemplo,
para dar al
agresor la
oportunidad
de
convertirse
y salvarse.
Segundo, la
pena de
muerte.
Este tema es
muy
controvertido.
Los que
abogan por
ella –yo no
soy de esta
opinión, por
supuesto-
dan estos
argumentos:
Así como
existe,
reconocida
en todas las
legislaciones,
la legítima
defensa (que
puede llevar
a la muerte
del agresor
injusto), la
pena de
muerte es la
legítima
defensa de
toda la
sociedad
ante los
casos de
criminales
especialmente
peligrosos,
crueles e
incorregibles;
la pena de
muerte tiene
una especial
fuerza
intimidadora,
que impide
la comisión
de los
delitos más
graves;
la pena de
muerte tiene
un alto
grado de
ejemplaridad;
la pena de
muerte es el
justo
castigo
retributivo:
la muerte
–asesinato-
perpetrado
con
premeditación,
alevosía,
sin ningún
factor
atenuante,
se merece lo
mismo: la
muerte;
sin pena de
muerte, los
criminales
incorregibles
seguirían
cometiendo
crímenes,
pues en las
circunstancias
actuales
–gracias a
indultos,
amnistías,
redención de
penas, etc.-
la reclusión
perpetua se
da en muy
pocos casos.
La postura
de la
Iglesia es
tender a
suprimirla,
pero aún se
le reconoce
cierta
justificación
en casos
extremos. El
fundamento
de la pena
de muerte es
el de la
autodefensa
de la
sociedad a
través de
sus
instancias
legítimas en
casos
extremos.
Sería el
último
recurso
aplicable
como único
medio para
salvar la
sociedad.
Sin embargo,
en
condiciones
normales,
actualmente,
parece que
el Estado
puede
disponer de
otros medios
para
defenderse:
prisiones,
mayor
eficacia
policial,
organismos
de control y
defensa,
etc.
Yo prefiero
apoyar lo
que dice el
Catecismo de
la Iglesia
católica:
“Pero si los
medios
incruentos
bastan para
proteger y
defender del
agresor la
seguridad de
las
personas, la
autoridad se
limitará a
esos medios,
porque ellos
corresponden
mejor a las
condiciones
concretas
del bien
común y son
más
conformes
con la
dignidad de
la persona
humana. Hoy,
en efecto,
como
consecuencia
de las
posibilidades
que tiene el
Estado para
reprimir
eficazmente
el crimen,
haciendo
inofensivo a
aquel que lo
ha cometido
sin quitarle
definitivamente
la
posibilidad
de
redimirse,
los casos en
los que sea
absolutamente
necesario
suprimir al
reo suceden
muy rara
vez, si es
que ya en
realidad se
dan algunos”
(n. 2267).
Hay unos
argumentos
en contra de
la pena de
muerte que
te comparto,
que me
parecen los
más acordes
al espíritu
de Cristo en
el
Evangelio:
La pena de
muerte es
una forma de
crueldad y
supone
convertir al
Estado en
verdugo;
la pena de
muerte
impide
corregir los
errores
judiciales,
que no son
tan
infrecuentes
como a veces
se piensa;
la pena de
muerte no
tiene valor
alguno de
ejemplaridad;
de hecho, en
los países
en los que
ha sido
abolida la
pena de
muerte no se
ha notado
ningún
aumento en
aquellos
delitos
antes
castigados
con esa
pena;
la pena de
muerte
impide
cualquier
posibilidad
de
regeneración
del
delincuente;
el hecho de
que la pena
de muerte
haya
existido en
todos los
pueblos y en
todas las
épocas no es
argumento,
porque
también
existió la
esclavitud y
hoy se
considera
que se ha
realizado un
gran
progreso
moral con su
abolición;
la supresión
de la pena
de muerte ha
de traer
consigo el
perfeccionamiento
de las
instituciones
penitenciarias,
tanto para
la
corrección
del
condenado,
como para la
aplicación
–si el caso
lo requiere-
de la
totalidad de
la pena.
Al cardenal
Ratzinger le
hizo esta
pregunta
Peter
Seewald :
Pregunta: La
Iglesia, el
Papa, se
oponen
siempre con
mucha
vehemencia a
cualquier
medida “que
de una u
otra forma
promueva el
aborto, la
esterilización
y también la
anticoncepción”.
Esos hechos
lesionan la
dignidad del
hombre como
imagen de
Dios y
socavan el
fundamento
de la
sociedad. De
lo que se
trata,
básicamente,
es de la
protección
de la vida.
Pero, en ese
caso, ¿por
qué insiste
tanto la
Iglesia en
defender la
pena de
muerte “sin
excluirla”,
como un
“derecho del
Estado”,
como dice el
Catecismo?
Respuesta
del
cardenal:
Cuando la
pena de
muerte es
legal, lo
que se hace
es castigar
a un sujeto
que ha
cometido un
delito
comprobado
de extrema
gravedad, y
que, además,
pueda ser un
peligro para
la paz
social; es
decir, se
castiga a un
culpable. En
un aborto,
en cambio,
se aplica la
pena de
muerte a una
persona
absolutamente
inocente.
Son dos
cosas
totalmente
diferentes
que no
admiten
comparación.
Lo que
ocurre es
que muchos
ven al niño
no nacido
como un
injusto
agresor que
“va a
disminuir mi
espacio
vital”, “se
entrometerá
en mi vida”,
y al que,
por tanto,
hay que
castigar
como a un
injusto
agresor.
Pero ese es
el punto de
vista de los
que no ven
al niño como
una creación
de Dios, no
lo ven
creado a
imagen de
Dios y con
derecho a la
vida;
todavía no
ha nacido y
ya lo ven
como a un
enemigo o a
un
inoportuno
sobre el que
se puede
disponer.
Pienso que
esto sucede
porque no se
es
consciente
de que un
hijo
concebido ya
es un ser,
ya es un
individuo…Si
olvidamos
este
principio,
que el
hombre en
cuanto
hombre está
bajo la
protección
de Dios, y
no a merced
de nuestro
arbitrio, si
olvidamos
esto,
estamos
olvidando el
verdadero
fundamento
de los
derechos
humanos.
Y en
tercer
lugar, la
guerra.
Hay que
buscar
siempre la
paz. Todos
estamos
obligados a
empeñarnos
en evitar
las guerras.
Sin embargo,
dice el
Catecismo de
la Iglesia
católica,
recogiendo
la cita de
la
constitución
del Concilio
Vaticano II
“Gaudium et
Spes” 79:
“Mientras
exista el
riesgo de
guerra y
falte una
autoridad
internacional
competente y
provista de
la fuerza
correspondiente,
una vez
agotados
todos los
medios de
acuerdo
pacífico, no
se podrá
negar a los
gobiernos el
derecho a la
legítima
defensa”.
Pero estas
son las
condiciones:
Que el daño
causado por
el agresor a
la nación o
a la
comunidad de
las naciones
sea
duradero,
grave y
cierto.
Que todos
los demás
medios para
poner fin a
la agresión
hayan
resultado
impracticables
e
ineficaces.
Que se
reúnan las
condiciones
serias de
éxito.
Que el
empleo de
las armas no
entrañe
males y
desórdenes
más graves
que el mal
que se
pretende
eliminar. El
poder de los
medios
modernos de
destrucción
obliga a una
prudencia
extrema en
la
apreciación
de esta
condición.
La
apreciación
de estas
condiciones
de
legitimidad
moral
pertenece al
juicio
prudente de
quienes
están a
cargo del
bien común.
Ni siquiera
la carrera
de
armamentos
asegura la
paz. En
lugar de
eliminar las
causas de
guerra,
corre el
riesgo de
agravarlas.
El exceso de
armamento
multiplica
las razones
de
conflictos y
aumenta el
riesgo de
contagio.
El concilio
Vaticano II
dice lo
siguiente
respecto a
la guerra:
“El horror y
la crueldad
de la guerra
aumentan
inmensamente
con el
incremento
de las armas
científicas”,
lo cual
“obliga a
examinar la
guerra con
mentalidad
totalmente
nueva”
(Gaudium et
Spes 80).
Sin negar a
todo país el
derecho
“para
defenderse
con
justicia”,
no puede
aceptarse
como
moralmente
lícito el
uso de toda
serie de
armas,
especialmente
las llamadas
ABQ
(atómicas,
biológicas y
químicas),
que
constituyen
“un crimen
contra Dios
y la
humanidad”
(Gaudium et
Spes 80) por
ser
indiscriminadas
y afectar a
los no
combatientes.
Su misma
fabricación
y
almacenamiento
parecen
ilícitos
(Catecismo
de la
Iglesia
católica
2312-1316).
No sé si te
he cansado,
pero era
necesario
explicarte
todas estas
cosas. Lo
importante
es que tú
seas un
hombre de
paz, que
valores la
vida, que
optes por la
vida, que la
defiendas
siempre.
Voy
aterrizando
ya.
¡Valora el
don de la
vida! El
Papa Juan
Pablo II te
regaló una
encíclica
maravillosa:
“El
Evangelio de
la vida”, la
undécima, el
25 de marzo
de 1995,
festividad
de la
Anunciación,
el día en
que el Hijo
de Dios, la
Palabra de
Dios, se
encarna en
el seno de
la Virgen, y
comienza la
hermosa y
apasionante
aventura de
ser hombre,
uno como
nosotros. Si
Cristo quiso
compartir
nuestra vida
humana,
haciéndose
Él mismo
hombre,
¿sabes por
qué fue?
Para poderte
compartir
después su
vida divina.
¡Qué
intercambio
tan
maravilloso!
En esta
encíclica,
Juan Pablo
II enumera
todas las
amenazas
contemporáneas
a la
dignidad de
la vida
humana, que
resume en
una frase:
“la cultura
de la
muerte”.
Prosigue con
una
meditación
bíblica
sobre la
vida como
don divino,
un análisis
de la
relación
entre la ley
moral y la
ley civil, y
termina
implicando a
cada sector
de la
Iglesia en
el
compromiso
de la lucha
por una
civilización
al servicio
de la vida.
El lenguaje
utilizado
por el Papa
es
implacable y
serio.
Empeña toda
su autoridad
como Papa.
A las
democracias
que niegan
el derecho
inalienable
a la vida
desde el
momento de
la
concepción
hasta la
muerte
natural las
califica de
“estados
tiranos” que
envenenan la
“cultura de
derecho”.
“El aborto y
la eutanasia
son crímenes
que ninguna
institución
humana puede
aspirar a
legitimar”.
Y pide
oponernos a
esas leyes a
través de
una objeción
convincente
de
conciencia.
No es lícito
apoyar estas
leyes.
Y en esta
encíclica
nos invita a
varias
cosas:
1° Anunciar
el Evangelio
de la vida
en la
catequesis,
predicación,
actividades
educativas y
médicas.
Anunciarlo
sin temer la
hostilidad,
impopularidad
o la
crítica.
2° Celebrar
el Evangelio
de la vida
con la
oración, con
los gestos y
símbolos de
las
tradiciones
y costumbres
culturales y
populares.
3° Servir al
Evangelio de
la vida,
mediante la
caridad y
una paciente
y valiente
obra
educativa.
Todos están
llamados a
esto:
personal
sanitario,
familias,
grupos,
asociaciones,
Iglesia,
gobernantes
y Estado:
¡al servicio
de la vida!
Y no, ¡en
contra de la
vida!
Por tanto,
todo hombre
está llamado
a ser
guardián de
su hermano,
nos confía
la vida del
otro hombre
como un
tesoro.
María aceptó
la Vida –con
mayúscula-
en nombre de
todos y para
bien de
todos. María
ante las
fuerzas del
mal, nos
muestra a su
Hijo, que ha
vencido a la
muerte.
Cristo, es
el fruto
bendito de
su seno.
Termino con
este hecho
sobre el
famoso 11 de
septiembre
de 2001, la
destrucción
de las
torres
gemelas.
En contraste
con las
muchas
perversidades
y chistes
que nos
mandamos
para reírnos
un rato,
esto es un
poco
diferente.
Este chiste
de hoy no se
supone que
es un
chiste, no
se supone
que es
chistoso, se
supone que
te va a
poner a
pensar.
En la
entrevista
que le
hicieron a
la hija de
Billy Graham
en el Early
Show, Jane
Clayson le
preguntó:
"¿Cómo pudo
Dios
permitir que
sucediera
esto?" (se
refería a
los ataques
del 11 de
septiembre).
Anne Graham
dio una
respuesta
sumamente
profunda y
llena de
sabiduría.
Dijo: "Al
igual que
nosotros,
creo que
Dios está
profundamente
triste por
este suceso,
pero durante
años hemos
estado
diciéndole a
Dios que se
salga de
nuestras
escuelas,
que se salga
de nuestro
gobierno y
que se salga
de nuestras
vidas. Y
siendo el
caballero
que Él es,
creo que se
ha retirado
tranquilamente.
¿Cómo
podemos
esperar que
Dios nos dé
su bendición
y su
protección
cuando le
hemos
exigido que
nos deje
estar
solos?".
A la luz de
ciertos
sucesos
recientes...
ataques de
terroristas,
balaceras en
las
escuelas,
etc., creo
que todo
comenzó
cuando
Madeleine
Murray
O´Hare (fue
asesinada,
hace poco
que se
descubrió su
cuerpo) se
quejó de que
no quería
que se
rezara en
nuestras
escuelas, y
dijimos que
estaba bien.
Luego
alguien dijo
que mejor no
se leyera la
Biblia en
las
escuelas...
La Biblia
dice no
matarás, no
robarás,
amarás a tu
prójimo como
a ti mismo.
Y dijimos
que estaba
bien.
Luego el Dr.
Benjamin
Spock dijo
que no
debíamos
castigar a
nuestros
hijos cuando
se portan
mal porque
sus pequeñas
personalidades
se
truncarían y
podríamos
lastimar su
autoestima
(el hijo del
Dr. Spock se
suicidó).
Dijimos que
los expertos
saben lo que
están
diciendo. Y
dijimos que
estaba bien.
Luego
alguien dijo
que los
maestros y
directores
de los
colegios no
deberían
imponer la
disciplina a
nuestros
hijos cuando
se portan
mal. Los
administradores
de las
escuelas
dijeron que
más valía
que ningún
miembro de
la facultad
de las
escuelas
tocara a
ningún
estudiante
que se porte
mal porque
no queremos
publicidad
negativa y
por supuesto
no queremos
que nos
vayan a
demandar. Y
dijimos que
estaba bien.
Luego
alguien
dijo:
dejemos que
nuestras
hijas
aborten si
quieren, y
ni siquiera
tienen que
decirle a
sus padres.
Y dijimos
que estaba
bien.
Luego uno de
los
consejeros
del consejo
de
administración
de las
escuelas
dijo: ya que
los
muchachos
siempre van
a ser
muchachos y
de todos
modos lo van
a hacer,
démosle a
nuestros
hijos todos
los condones
que quieran
para que
puedan
divertirse
al máximo, y
no tenemos
que decirle
a sus padres
que se los
dimos en la
escuela. Y
dijimos que
estaba bien.
Luego
algunos de
nuestros
principales
funcionarios
públicos
dijeron que
no importa
lo que
hacemos en
privado
mientras
cumplamos
con nuestro
trabajo.
Estuvimos de
acuerdo con
ellos y
dijimos que
“no me
importa lo
que nadie,
incluyendo
el
Presidente,
haga en su
vida privada
mientras yo
tenga un
trabajo y la
economía
esté bien”.
Luego
alguien
dijo: vamos
a imprimir
revistas con
fotografías
de mujeres
desnudas y
decir que
esto es una
apreciación
sana y
realista de
la belleza
del cuerpo
femenino. Y
dijimos que
estaba bien.
Y luego
alguien más
llevó más
allá esa
apreciación
y publicó
fotografías
de niños
desnudos,
llevándola
aún más allá
cuando las
colocó en
Internet. Y
dijimos que
estaba bien,
tienen
derecho a su
libertad de
expresión.
Luego la
industria de
las
diversiones
dijo:
hagamos
shows por
televisión y
películas
que
promuevan lo
profano, la
violencia y
el sexo
ilícito.
Grabemos
música que
estimule las
violaciones,
las drogas,
los
suicidios y
los temas
satánicos. Y
dijimos, “no
es más que
diversión,
no tiene
efectos
negativos,
de todos
modos nadie
lo toma en
serio, así
que
adelante”.
Ahora nos
preguntamos
por qué
nuestros
niños no
tienen
conciencia,
por qué no
saben
distinguir
entre el
bien y el
mal, y por
qué no les
preocupa
matar a
desconocidos,
a sus
compañeros
de escuela,
o a ellos
mismos.
Probablemente,
si lo
pensamos
bien y
despacio,
encontraremos
la
respuesta.
Creo que
tiene mucho
que ver con
aquella
frase: "LO
QUE
SEMBRAMOS ES
LO QUE
RECOGEMOS".
Es curioso
cómo la
gente
simplemente
manda a Dios
a la basura
y luego se
pregunta por
qué el mundo
está en
proceso de
destrucción.
Es curioso
ver cómo
creemos lo
que dicen
los
periódicos,
pero
cuestionamos
lo que dice
la Biblia.
Es curioso
cómo se
mandan
“chistes
groseros y
subidos de
tono” por la
red y cunden
como reguero
de pólvora,
pero cuando
empiezas a
mandar
mensajes del
Señor, la
gente lo
piensa dos
veces antes
de
compartirlos.
Es curioso
cómo hay
artículos
lujuriosos,
crudos,
vulgares y
obscenos que
circulan
libremente
por el
ciberespacio,
pero la
discusión de
Dios en
público se
suprime en
las
escuelas,
los espacios
de trabajo y
a veces
hasta en el
hogar.
Es curioso
ver cómo,
cuando
envíes este
mensaje, no
se lo
mandarás a
mucha gente
que está en
tu lista de
direcciones
porque no
estás seguro
de sus
creencias, o
lo que
pensarán de
ti por
enviárselos.
Es curioso
ver como nos
preocupa más
lo que
piensan los
demás de
nosotros que
lo que Dios
piensa de
nosotros.
¿Qué te ha
parecido?
Este texto,
como habrás
podido
notar,
remata el
quinto
mandamiento
y nos invita
a explicar
el sexto,
que es muy
interesante.
Resumen
del
Catecismo de
la Iglesia
católica
2318 Dios
tiene en su
mano el alma
de todo ser
viviente y
el soplo de
toda carne
de hombre’
(Job 12,
10).
2319 Toda
vida humana,
desde el
momento de
la
concepción
hasta la
muerte, es
sagrada,
pues la
persona
humana ha
sido amada
por sí misma
a imagen y
semejanza
del Dios
vivo y
santo.
2320 Causar
la muerte a
un ser
humano es
gravemente
contrario a
la dignidad
de la
persona y a
la santidad
del Creador.
2321 La
prohibición
de causar la
muerte no
suprime el
derecho de
impedir que
un injusto
agresor
cause daño.
La legítima
defensa es
un deber
grave para
quien es
responsable
de la vida
de otro o
del bien
común.
2322 Desde
su
concepción,
el niño
tiene el
derecho a la
vida. El
aborto
directo, es
decir,
buscado como
un fin o
como un
medio, es
una práctica
infame
(consulta el
concilio
Vaticano II,
constitución
Gaudium et
Spes, 27,
3),
gravemente
contraria a
la ley
moral. La
Iglesia
sanciona con
pena
canónica de
excomunión
este delito
contra la
vida humana.
2323 Porque
ha de ser
tratado como
una persona
desde su
concepción,
el embrión
debe ser
defendido en
su
integridad,
atendido y
cuidado
médicamente
como
cualquier
otro ser
humano.
2324 La
eutanasia
voluntaria,
cualesquiera
que sean sus
formas y sus
motivos,
constituye
un
homicidio.
Es
gravemente
contraria a
la dignidad
de la
persona
humana y al
respeto del
Dios vivo,
su Creador.
2325 El
suicidio es
gravemente
contrario a
la justicia,
a la
esperanza y
a la
caridad.
Está
prohibido
por el
quinto
mandamiento.
2326 El
escándalo
constituye
una falta
grave cuando
por acción u
omisión se
induce
deliberadamente
a otro a
pecar.
2327 A causa
de los males
y de las
injusticias
que ocasiona
toda guerra,
debemos
hacer todo
lo que es
razonablemente
posible para
evitarla. La
Iglesia
implora así:
‘del hambre,
de la peste
y de la
guerra,
líbranos
Señor’.
2328 La
Iglesia y la
razón humana
afirman la
validez
permanente
de la ley
moral
durante los
conflictos
armados. Las
prácticas
deliberadamente
contrarias
al derecho
de gentes y
a sus
principios
universales
son
crímenes.
2329 ‘La
carrera de
armamentos
es una plaga
gravísima de
la humanidad
y perjudica
a los pobres
de modo
intolerable’
(Gaudium et
Spes 81, 3).
2330
‘Bienaventurados
los que
construyen
la paz,
porque ellos
serán
llamados
hijos de
Dios’ (Mateo
5, 9).
Para la
reflexión
personal o
en grupo
1. ¿En qué
sentido
decimos que
Dios es el
único dueño
de la vida?
2. ¿El
aborto es
crimen
abominable?
¿Dónde está
la maldad
del aborto?
3. ¿Es
lícito
experimentar
con
embriones o
fetos
humanos para
el bien de
la ciencia,
ayudando así
a descubrir
nuevos
medicamentos?
4. ¿Por qué
están mal
moralmente
los
anticonceptivos
y
contraceptivos?
5. ¿Qué
significa lo
que el Papa
Juan Pablo
II ha dicho:
“Nos rodea
la cultura
de la
muerte”?
6. ¿Dónde
está el mal
en el
consumo de
las drogas o
bebidas
alcohólicas
en exceso?
7. ¿Qué
piensas de
la
eutanasia?
8. ¿Cómo
podemos
crear una
mentalidad
pro-vida?
9. ¿Qué
motivos
tiene
alguien que
se suicida?
10. ¿Qué
piensas tú
de la guerra
y de la
carrera de
armamentos?
ANEXO:
Te regalo el
capítulo
primero de
la famosa
encíclica
del Papa
Juan Pablo
II "Evangelium
Vitae" del
25 de mayo
de 1995,
sobre el
valor y el
carácter
inviolable
de la vida
humana.
Capítulo I:
La sangre de
tu hermano
clama a mí
desde el
suelo.
Actuales
amenazas
contra la
vida humana
«Caín se
lanzó contra
su hermano
Abel y lo
mató» (Gn 4,
8): raíz de
la violencia
contra la
vida.
7. «No fue
Dios quien
hizo la
muerte ni se
recrea en la
destrucción
de los
vivientes;
él todo lo
creó para
que
subsistiera...
Porque Dios
creó al
hombre para
la
incorruptibilidad,
le hizo
imagen de su
misma
naturaleza;
mas por
envidia del
diablo entró
la muerte en
el mundo, y
la
experimentan
los que le
pertenecen»
(Sb 1,
13-14; 2,
23-24).
El evangelio
de la vida,
proclamado
al principio
con la
creación del
hombre a
imagen de
Dios para un
destino de
vida plena y
perfecta (cf.
Gn 2, 7; Sb
9, 2-3),
está como en
contradicción
con la
experiencia
lacerante de
la muerte
que entra en
el mundo y
oscurece el
sentido de
toda la
existencia
humana. La
muerte entra
por la
envidia del
diablo (cf.
Gn 3, 1.4-5)
y por el
pecado de
los primeros
padres (cf.
Gn 2, 17; 3,
17-19). Y
entra de un
modo
violento, a
través de la
muerte de
Abel causada
por su
hermano
Caín:
«Cuando
estaban en
el campo, se
lanzó Caín
contra su
hermano Abel
y lo mató» (Gn
4, 8).
Esta primera
muerte es
presentada
con una
singular
elocuencia
en una
página
emblemática
del libro
del Génesis.
Una página
que cada día
se vuelve a
escribir,
sin tregua y
con
degradante
repetición,
en el libro
de la
historia de
los pueblos.
Releamos
juntos esta
página
bíblica,
que, a pesar
de su
carácter
arcaico y de
su extrema
simplicidad,
se presenta
muy rica de
enseñanzas.
«Fue Abel
pastor de
ovejas y
Caín
labrador.
Pasó algún
tiempo, y
Caín hizo al
Señor una
oblación de
los frutos
del suelo.
También Abel
hizo una
oblación de
los
primogénitos
de su
rebaño, y de
la grasa de
los mismos.
El Señor
miró
propicio a
Abel y su
oblación,
mas no miró
propicio a
Caín y su
oblación,
por lo cual
se irritó
Caín en gran
manera y se
abatió su
rostro. El
Señor dijo a
Caín: "¿Por
qué andas
irritado, y
por qué se
ha abatido
tu rostro?
¿No es
cierto que
si obras
bien podrás
alzarlo?
Mas, si no
obras bien,
a la puerta
está el
pecado
acechando
como fiera
que te
codicia, y a
quien tienes
que
dominar".
Caín dijo a
su hermano
Abel: "Vamos
afuera". Y
cuando
estaban en
el campo, se
lanzó Caín
contra su
hermano Abel
y lo mató.
El Señor
dijo a Caín:
"¿Dónde está
tu hermano
Abel?".
Contestó:
"No sé. ¿Soy
yo acaso el
guarda de mi
hermano?".
Replicó el
Señor: "¿Qué
has hecho?
Se oye la
sangre de tu
hermano
clamar a mí
desde el
suelo. Pues
bien:
maldito
seas, lejos
de este
suelo que
abrió su
boca para
recibir de
tu mano la
sangre de tu
hermano.
Aunque
labres el
suelo, no te
dará más
fruto.
Vagabundo y
errante
serás en la
tierra".
Entonces
dijo Caín al
Señor: "Mi
culpa es
demasiado
grande para
soportarla.
Es decir,
que hoy me
echas de
este suelo y
he de
esconderme
de tu
presencia,
convertido
en vagabundo
errante por
la tierra, y
cualquiera
que me
encuentre me
matará".
El Señor le
respondió:
"Al
contrario,
quienquiera
que matare a
Caín, lo
pagará siete
veces". Y el
Señor puso
una señal a
Caín para
que nadie
que lo
encontrase
le atacara.
Caín salió
de la
presencia
del Señor, y
se
estableció
en el país
de Nod, al
oriente de
Edén» (Gn 4,
2-16).
8. Caín se
«irritó en
gran manera»
y su rostro
se «abatió»
porque el
Señor «miró
propicio a
Abel y su
oblación» (Gn
4, 4). El
texto
bíblico no
dice el
motivo por
el que Dios
prefirió el
sacrificio
de Abel al
de Caín; sin
embargo,
indica con
claridad
que, aun
prefiriendo
la oblación
de Abel, no
interrumpió
su diálogo
con Caín. Le
reprende
recordándole
su libertad
frente al
mal: el
hombre no
está
predestinado
al mal.
Ciertamente,
igual que
Adán, es
tentado por
el poder
maléfico del
pecado que,
como bestia
feroz, está
acechando a
la puerta de
su corazón,
esperando
lanzarse
sobre la
presa. Pero
Caín es
libre frente
al pecado.
Lo puede y
lo debe
dominar:
«Como fiera
que te
codicia, y a
quien tienes
que dominar»
(Gn 4, 7).
Los celos y
la ira
prevalecen
sobre la
advertencia
del Señor, y
así Caín se
lanza contra
su hermano y
lo mata.
Como leemos
en el
Catecismo de
la Iglesia
católica,
«la
Escritura,
en el relato
de la muerte
de Abel a
manos de su
hermano
Caín,
revela,
desde los
comienzos de
la historia
humana, la
presencia en
el hombre de
la ira y la
codicia,
consecuencia
del pecado
original. El
hombre se
convirtió en
el enemigo
de sus
semejantes»
(10).
El hermano
mata a su
hermano.
Como en el
primer
fratricidio,
en cada
homicidio se
viola el
parentesco
«espiritual»
que agrupa a
los hombres
en una única
gran familia
(11), donde
todos
participan
del mismo
bien
fundamental:
la idéntica
dignidad
personal.
Además, no
pocas veces
se viola
también el
parentesco
«de carne y
sangre», por
ejemplo,
cuando las
amenazas a
la vida se
producen en
la relación
entre padres
e hijos,
como sucede
con el
aborto o
cuando, en
un contexto
familiar o
de
parentesco
más amplio,
se favorece
o se procura
la
eutanasia.
En la raíz
de cada
violencia
contra el
prójimo se
cede a la
lógica del
maligno, es
decir, de
aquél que
«era
homicida
desde el
principio» (Jn
8, 44), como
nos recuerda
el apóstol
Juan: «Pues
éste es el
mensaje que
habéis oído
desde el
principio:
que nos
amemos unos
a otros. No
como Caín,
que, siendo
del maligno,
mató a su
hermano» (1
Jn 3,
11-12). Así,
esta muerte
del hermano
al comienzo
de la
historia es
el triste
testimonio
de cómo el
mal avanza
con rapidez
impresionante:
a la
rebelión del
hombre
contra Dios
en el
paraíso
terrenal se
añade la
lucha mortal
del hombre
contra el
hombre.
Después del
delito, Dios
interviene
para vengar
al
asesinado.
Caín, frente
a Dios, que
le pregunta
sobre el
paradero de
Abel, lejos
de sentirse
avergonzado
y excusarse,
elude la
pregunta con
arrogancia:
«No sé. ¿Soy
yo acaso el
guarda de mi
hermano?» (Gn
4, 9). «No
sé». Con la
mentira Caín
trata de
ocultar su
delito. Así
ha sucedido
con
frecuencia y
sigue
sucediendo
cuando las
ideologías
más diversas
sirven para
justificar y
encubrir los
atentados
más atroces
contra la
persona.
«¿Soy yo
acaso el
guarda de mi
hermano?»:
Caín no
quiere
pensar en su
hermano y
rechaza
asumir
aquella
responsabilidad
que cada
hombre tiene
en relación
con los
demás. Esto
hace pensar
espontáneamente
en las
tendencias
actuales de
ausencia de
responsabilidad
del hombre
hacia sus
semejantes,
cuyos
síntomas
son, entre
otros, la
falta de
solidaridad
con los
miembros más
débiles de
la sociedad
-es decir,
ancianos,
enfermos,
inmigrantes
y niños- y
la
indiferencia
que con
frecuencia
se observa
en la
relación
entre los
pueblos,
incluso
cuando están
en juego
valores
fundamentales
como la
supervivencia,
la libertad
y la paz.
9. Dios no
puede dejar
impune el
delito:
desde el
suelo sobre
el que fue
derramada,
la sangre
del
asesinado
clama
justicia a
Dios (cf. Gn
37, 26; Is
26, 21; Ez
24, 7-8). De
este texto
la Iglesia
ha sacado la
denominación
de «pecados
que claman
venganza
ante la
presencia de
Dios» y
entre ellos
ha incluido,
en primer
lugar, el
homicidio
voluntario
(12). Para
los hebreos,
como para
otros muchos
pueblos de
la
antigüedad,
en la sangre
se encuentra
la vida,
mejor aún,
«la sangre
es la vida»
(Dt 12, 23)
y la vida,
especialmente
la humana,
pertenece
sólo a Dios:
por eso
quien atenta
contra la
vida del
hombre, de
alguna
manera
atenta
contra Dios
mismo.
Caín es
maldecido
por Dios y
también por
la tierra,
que le
negará sus
frutos (cf.
Gn 4,
11-12). Y es
castigado:
tendrá que
habitar en
la estepa y
en el
desierto. La
violencia
homicida
cambia
profundamente
el ambiente
de vida del
hombre. La
tierra del
«jardín de
Edén» (Gn 2,
15), lugar
de
abundancia,
de serenas
relaciones
interpersonales
y de amistad
con Dios,
pasa a ser
«país de
Nod» (Gn 4,
16), lugar
de
«miseria»,
de soledad y
de lejanía
de Dios.
Caín será
«vagabundo
errante por
la tierra»
(Gn 4, 14):
la
inseguridad
y la falta
de
estabilidad
lo
acompañarán
siempre.
Pero Dios,
siempre
misericordioso,
incluso
cuando
castiga,
«puso una
señal a Caín
para que
nadie que le
encontrase
le atacara»
(Gn 4, 15).
Le da, por
tanto, una
señal de
reconocimiento,
que tiene
como
objetivo no
condenarlo a
la
execración
de los demás
hombres,
sino
protegerlo y
defenderlo
frente a
quienes
querrán
matarlo para
vengar así
la muerte de
Abel. Ni
siquiera el
homicida
pierde su
dignidad
personal y
Dios mismo
se hace su
garante. Es
justamente
aquí donde
se
manifiesta
el misterio
paradójico
de la
justicia
misericordiosa
de Dios,
como
escribió san
Ambrosio:
«Porque se
había
cometido un
fratricidio,
esto es, el
más grande
de los
crímenes, en
el momento
mismo en que
se introdujo
el pecado,
se debió
desplegar la
ley de la
misericordia
divina; ya
que, si el
castigo
hubiera
golpeado
inmediatamente
al culpable,
no sucedería
que los
hombres, al
castigar,
usen cierta
tolerancia o
suavidad,
sino que
entregarían
inmediatamente
al castigo a
los
culpables.
(...) Dios
expulsó a
Caín de su
presencia y,
renegado por
sus padres,
lo desterró
como al
exilio de
una
habitación
separada,
por el hecho
de que había
pasado de la
humana
benignidad a
la ferocidad
bestial. Sin
embargo,
Dios no
quiso
castigar al
homicida con
el
homicidio,
ya que
quiere el
arrepentimiento
del pecador
y no su
muerte»
(13).
«¿Qué has
hecho?» (Gn
4, 10):
eclipse del
valor de la
vida
10. El Señor
dice a Caín:
«¿Qué has
hecho? Se
oye la
sangre de tu
hermano
clamar a mí
desde el
suelo» (Gn
4, 10). La
voz de la
sangre
derramada
por los
hombres no
cesa de
clamar, de
generación
en
generación,
adquiriendo
tonos y
acentos
diversos y
siempre
nuevos.
La pregunta
del Señor
«¿Qué has
hecho?», que
Caín no
puede
esquivar, se
dirige
también al
hombre
contemporáneo,
para que
tome
conciencia
de la
amplitud y
gravedad de
los
atentados
contra la
vida, que
siguen
marcando la
historia de
la
humanidad;
para que
busque las
múltiples
causas que
los generan
y alimentan;
reflexione
con extrema
seriedad
sobre las
consecuencias
que derivan
de estos
mismos
atentados
para la vida
de las
personas y
de los
pueblos.
Hay amenazas
que proceden
de la
naturaleza
misma y que
se agravan
por la
desidia
culpable y
la
negligencia
de los
hombres que,
no pocas
veces,
podrían
remediarlas.
Otras, sin
embargo, son
fruto de
situaciones
de
violencia,
odio,
intereses
contrapuestos,
que inducen
a los
hombres a
agredirse
entre sí con
homicidios,
guerras,
matanzas y
genocidios.
¿Cómo no
pensar
también en
la violencia
contra la
vida de
millones de
seres
humanos,
especialmente
niños,
forzados a
la miseria,
a la
desnutrición
y al hambre,
a causa de
una inicua
distribución
de las
riquezas
entre los
pueblos y
las clases
sociales? ¿o
en la
violencia
derivada,
incluso
antes que de
las guerras,
de un
comercio
escandaloso
de armas,
que favorece
la espiral
de tantos
conflictos
armados que
ensangrientan
el mundo? ¿o
en la
siembra de
muerte que
se realiza
con el
temerario
desajuste de
los
equilibrios
ecológicos,
con la
criminal
difusión de
la droga o
con el
fomento de
modelos de
práctica de
la
sexualidad
que, además
de ser
moralmente
inaceptables,
son también
portadores
de graves
riesgos para
la vida? Es
imposible
enumerar en
su totalidad
la vasta
gama de
amenazas
contra la
vida humana,
¡son tantas
sus formas,
manifiestas
o
encubiertas,
en nuestro
tiempo!
11. Pero
nuestra
atención
quiere
concentrarse,
en
particular,
en otro
género de
atentados,
relativos a
la vida
naciente y
terminal,
que
presentan
caracteres
nuevos
respecto al
pasado y
suscitan
problemas de
gravedad
singular,
por el hecho
de que
tienden a
perder, en
la
conciencia
colectiva,
el carácter
de «delito»
y a asumir
paradójicamente
el de
«derecho»,
hasta el
punto de
pretender
con ello un
verdadero y
propio
reconocimiento
legal por
parte del
Estado y la
sucesiva
ejecución
mediante la
intervención
gratuita de
los mismos
agentes
sanitarios.
Estos
atentados
golpean la
vida humana
en
situaciones
de máxima
precariedad,
cuando está
privada de
toda
capacidad de
defensa. Más
grave aún es
el hecho de
que, en gran
medida, se
produzcan
precisamente
dentro y por
obra de la
familia, que
constitutivamente
está llamada
a ser, sin
embargo,
«santuario
de la vida».
¿Cómo se ha
podido
llegar a una
situación
semejante?
Se deben
tomar en
consideración
múltiples
factores. En
el fondo hay
una profunda
crisis de la
cultura, que
engendra
escepticismo
en los
fundamentos
mismos del
saber y de
la ética,
haciendo
cada vez más
difícil ver
con claridad
el sentido
del hombre,
de sus
derechos y
deberes. A
esto se
añaden las
más diversas
dificultades
existenciales
y
relacionales,
agravadas
por la
realidad de
una sociedad
compleja, en
la que las
personas,
los
matrimonios
y las
familias se
quedan con
frecuencia
solas con
sus
problemas.
No faltan,
además,
situaciones
de
particular
pobreza,
angustia o
exasperación,
en las que
la prueba de
la
supervivencia,
el dolor
hasta el
límite de lo
soportable y
las
violencias
sufridas,
especialmente
contra la
mujer, hacen
que las
opciones por
la defensa y
promoción de
la vida sean
exigentes, a
veces
incluso
hasta el
heroísmo.
Todo esto
explica, al
menos en
parte, cómo
el valor de
la vida
pueda hoy
sufrir una
especie de
«eclipse»,
aun cuando
la
conciencia
no deje de
señalarlo
como valor
sagrado e
intangible,
como
demuestra el
hecho mismo
de que se
tienda a
disimular
algunos
delitos
contra la
vida
naciente o
terminal con
expresiones
de tipo
sanitario,
que distraen
la atención
del hecho de
estar en
juego el
derecho a la
existencia
de una
persona
humana
concreta.
12. En
efecto, si
muchos y
graves
aspectos de
la actual
problemática
social
pueden
explicar en
cierto modo
el clima de
extendida
incertidumbre
moral y
atenuar a
veces en las
personas la
responsabilidad
subjetiva,
no es menos
cierto que
estamos
frente a una
realidad más
amplia, que
se puede
considerar
como una
verdadera y
auténtica
estructura
de pecado,
caracterizada
por la
difusión de
una cultura
contraria a
la
solidaridad,
que en
muchos casos
se configura
como
verdadera
«cultura de
muerte».
Esta
estructura
está
activamente
promovida
por fuertes
corrientes
culturales,
económicas y
políticas,
portadoras
de una
concepción
de la
sociedad
basada en la
eficiencia.
Mirando las
cosas desde
este punto
de vista, se
puede
hablar, en
cierto
sentido, de
una guerra
de los
poderosos
contra los
débiles. La
vida que
exigiría más
acogida,
amor y
cuidado es
tenida por
inútil, o
considerada
como un peso
insoportable
y, por
tanto,
despreciada
de muchos
modos.
Quien, con
su
enfermedad,
con su
minusvalidez
o, más
simplemente,
con su misma
presencia
pone en
discusión el
bienestar y
el estilo de
vida de los
más
aventajados,
tiende a ser
considerado
un enemigo
del que hay
que
defenderse o
a quien
eliminar. Se
desencadena
así una
especie de
«conjura
contra la
vida», que
afecta no
sólo a las
personas
concretas en
sus
relaciones
individuales,
familiares o
de grupo,
sino que va
más allá,
llegando a
perjudicar y
alterar, a
nivel
mundial, las
relaciones
entre los
pueblos y
los Estados.
13. Para
facilitar la
difusión del
aborto, se
han
invertido y
se siguen
invirtiendo
ingentes
sumas
destinadas a
la obtención
de productos
farmacéuticos,
que hacen
posible la
muerte del
feto en el
seno
materno, sin
necesidad de
recurrir a
la ayuda del
médico. La
misma
investigación
científica
sobre este
punto parece
preocupada
casi
exclusivamente
por obtener
productos
cada vez más
simples y
eficaces
contra la
vida y, al
mismo
tiempo,
capaces de
sustraer el
aborto a
toda forma
de control y
responsabilidad
social.
Se afirma
con
frecuencia
que la
anticoncepción,
segura y
asequible a
todos, es el
remedio más
eficaz
contra el
aborto. Se
acusa,
además, a la
Iglesia
católica de
favorecer de
hecho el
aborto al
continuar
obstinadamente
enseñando la
ilicitud
moral de la
anticoncepción.
La objeción,
mirándolo
bien, se
revela en
realidad
falaz. En
efecto,
puede ser
que muchos
recurran a
los
anticonceptivos
incluso para
evitar
después la
tentación
del aborto.
Pero los
contravalores
inherentes a
la
«mentalidad
anticonceptiva»
-bien
diversa del
ejercicio
responsable
de la
paternidad y
maternidad,
respetando
el
significado
pleno del
acto
conyugal-
son tales
que hacen
precisamente
más fuerte
esta
tentación,
ante la
eventual
concepción
de una vida
no deseada.
De hecho, la
cultura
abortista
está
particularmente
desarrollada
justo en los
ambientes
que rechazan
la enseñanza
de la
Iglesia
sobre la
anticoncepción.
Es cierto
que
anticoncepción
y aborto,
desde el
punto de
vista moral,
son males
específicamente
distintos:
la primera
contradice
la verdad
plena del
acto sexual
como
expresión
propia del
amor
conyugal, el
segundo
destruye la
vida de un
ser humano;
la
anticoncepción
se opone a
la virtud de
la castidad
matrimonial,
el aborto se
opone a la
virtud de la
justicia y
viola
directamente
el precepto
divino «no
matarás».
A pesar de
su diversa
naturaleza y
peso moral,
muy a menudo
están
íntimamente
relacionados,
como frutos
de un mismo
árbol. Es
cierto que
no faltan
casos en los
que se llega
a la
anticoncepción
e incluso al
aborto bajo
la presión
de múltiples
dificultades
existenciales,
que sin
embargo
nunca pueden
eximir del
esfuerzo por
observar
plenamente
la ley de
Dios. Pero
en
muchísimos
otros casos
estas
prácticas
tienen sus
raíces en
una
mentalidad
hedonista e
irresponsable
respecto a
la
sexualidad y
presuponen
un concepto
egoísta de
libertad,
que ve en la
procreación
un obstáculo
al
desarrollo
de la propia
personalidad.
Así, la vida
que podría
brotar del
encuentro
sexual se
convierte en
enemigo que
es preciso
evitar a
toda costa;
y el aborto,
en la única
respuesta
posible
frente a una
anticoncepción
frustrada.
Lamentablemente
la estrecha
conexión
que, como
mentalidad,
existe entre
la práctica
de la
anticoncepción
y la del
aborto se
manifiesta
cada vez más
y lo
demuestra de
modo
alarmante
también la
preparación
de productos
químicos,
dispositivos
intrauterinos
y «vacunas»
que,
distribuidos
con la misma
facilidad
que los
anticonceptivos,
actúan en
realidad
como
abortivos en
las
primerísimas
fases de
desarrollo
de la vida
del nuevo
ser humano.
14. También
las
distintas
técnicas de
reproducción
artificial,
que
parecerían
puestas al
servicio de
la vida y
que son
practicadas
no pocas
veces con
esta
intención,
en realidad
dan pie a
nuevos
atentados
contra la
vida. Más
allá del
hecho de que
son
moralmente
inaceptables
puesto que
separan la
procreación
del contexto
integralmente
humano del
acto
conyugal
(14), estas
técnicas
registran
altos
porcentajes
de fracaso.
Éste afecta
no tanto a
la
fecundación,
cuanto al
desarrollo
posterior
del embrión,
expuesto al
riesgo de
muerte, por
lo general
en brevísimo
tiempo.
Además, se
producen con
frecuencia
embriones en
número
superior al
necesario
para su
implantación
en el seno
de la mujer,
y estos así
llamados
«embriones
supernumerarios»
son
posteriormente
suprimidos o
utilizados
para
investigaciones
que, bajo el
pretexto del
progreso
científico o
médico,
reducen en
realidad la
vida humana
a simple
«material
biológico»,
del que se
puede
disponer
libremente.
Los
diagnósticos
prenatales,
que no
presentan
dificultades
morales si
se realizan
para
determinar
eventuales
cuidados
necesarios
para el niño
aún no
nacido, con
mucha
frecuencia
son ocasión
para
proponer o
practicar el
aborto. Es
el aborto
eugenésico,
cuya
legitimación
en la
opinión
pública
procede de
una
mentalidad
-equivocadamente
considerada
acorde con
las
exigencias
de la
«terapéutica»-
que acoge la
vida sólo en
determinadas
condiciones,
rechazando
la
limitación,
la
minusvalidez,
la
enfermedad.
Siguiendo
esta misma
lógica, se
ha llegado a
negar los
cuidados
ordinarios
más
elementales,
y hasta la
alimentación,
a niños
nacidos con
graves
deficiencias
o
enfermedades.
Además, el
panorama
actual
resulta aún
más
desconcertante
debido a las
propuestas,
hechas en
varios
lugares, de
legitimar,
en la misma
línea del
derecho al
aborto,
incluso el
infanticidio,
retornando
así a una
época de
barbarie que
se creía
superada
para
siempre.
15. Amenazas
no menos
graves
afectan
también a
los enfermos
incurables y
a los
terminales,
en un
contexto
social y
cultural
que,
haciendo más
difícil
afrontar y
soportar el
sufrimiento,
agudiza la
tentación de
resolver el
problema del
sufrimiento
eliminándolo
en su raíz,
anticipando
la muerte al
momento
considerado
más
oportuno.
En una
decisión así
confluyen
con
frecuencia
elementos
diversos,
que
lamentablemente
convergen en
este
terrible
final. Puede
ser
decisivo, en
el enfermo,
el
sentimiento
de angustia,
exasperación,
e incluso
desesperación,
provocado
por una
experiencia
de dolor
intenso y
prolongado.
Esto supone
una dura
prueba para
el
equilibrio,
a veces ya
inestable,
de la vida
familiar y
personal, de
modo que,
por una
parte, el
enfermo -no
obstante la
ayuda cada
vez más
eficaz de la
asistencia
médica y
social-,
corre el
riesgo de
sentirse
abatido por
su propia
fragilidad;
por otra, en
las personas
vinculadas
afectivamente
con el
enfermo,
puede surgir
un
sentimiento
de
comprensible,
aunque
equivocada,
piedad. Todo
esto se ve
agravado por
un ambiente
cultural que
no ve en el
sufrimiento
ningún
significado
o valor, es
más, lo
considera el
mal por
excelencia,
que debe
eliminar a
toda costa.
Esto
acontece
especialmente
cuando no se
tiene una
visión
religiosa
que ayude a
comprender
positivamente
el misterio
del dolor.
Además, en
el conjunto
del
horizonte
cultural no
deja de
influir
también una
especie de
actitud
prometeica
del hombre
que, de este
modo, se
cree señor
de la vida y
de la muerte
porque
decide sobre
ellas,
cuando en
realidad es
derrotado y
aplastado
por una
muerte
cerrada
irremediablemente
a toda
perspectiva
de sentido y
esperanza.
Encontramos
una trágica
expresión de
todo esto en
la difusión
de la
eutanasia,
encubierta y
subrepticia,
practicada
abiertamente
o incluso
legalizada.
Ésta, más
que por una
presunta
piedad ante
el dolor del
paciente, es
justificada
a veces por
razones
utilitarias,
de cara a
evitar
gastos
innecesarios
demasiado
costosos
para la
sociedad. Se
propone así
la
eliminación
de los
recién
nacidos
malformados,
de los
minusválidos
graves, de
los
impedidos,
de los
ancianos,
sobre todo
si no son
autosuficientes,
y de los
enfermos
terminales.
No nos es
lícito
callar ante
otras formas
más
engañosas,
pero no
menos graves
o reales, de
eutanasia.
Éstas
podrían
producirse
cuando, por
ejemplo,
para
aumentar la
disponibilidad
de órganos
para
trasplante,
se procede a
la
extracción
de los
órganos sin
respetar los
criterios
objetivos y
adecuados
que
certifican
la muerte
del donante.
16. Otro
fenómeno
actual, en
el que
confluyen
frecuentemente
amenazas y
atentados
contra la
vida, es el
demográfico.
Éste
presenta
modalidades
diversas en
las
diferentes
partes del
mundo: en
los países
ricos y
desarrollados
se registra
una
preocupante
reducción o
caída de los
nacimientos;
los países
pobres, por
el
contrario,
presentan en
general una
elevada tasa
de aumento
de la
población,
difícilmente
soportable
en un
contexto de
menor
desarrollo
económico y
social, o
incluso de
grave
subdesarrollo.
Ante la
superpoblación
de los
países
pobres
faltan, a
nivel
internacional,
medidas
globales
-serias
políticas
familiares y
sociales,
programas de
desarrollo
cultural y
de justa
producción y
distribución
de los
recursos-,
mientras se
continúan
realizando
políticas
antinatalistas.
La
anticoncepción,
la
esterilización
y el aborto
están
ciertamente
entre las
causas que
contribuyen
a crear
situaciones
de fuerte
descenso de
la
natalidad.
Puede ser
fácil la
tentación de
recurrir
también a
los mismos
métodos y
atentados
contra la
vida en las
situaciones
de
«explosión
demográfica».
El antiguo
faraón,
considerando
una
pesadilla la
presencia y
aumento de
los hijos de
Israel, los
sometió a
toda forma
de opresión
y ordenó que
fueran
asesinados
todos los
recién
nacidos
varones de
las mujeres
hebreas (cf.
Ex 1, 7-22).
Del mismo
modo se
comportan
hoy no pocos
poderosos de
la tierra.
Éstos
consideran
también una
pesadilla el
crecimiento
demográfico
actual y
temen que
los pueblos
más
prolíficos y
más pobres
representen
una amenaza
para el
bienestar y
la
tranquilidad
de sus
países. Por
consiguiente,
antes que
querer
afrontar y
resolver
estos graves
problemas
respetando
la dignidad
de las
personas y
de las
familias, y
el derecho
inviolable
de todo
hombre a la
vida,
prefieren
promover e
imponer por
cualquier
medio una
masiva
planificación
de los
nacimientos.
Las mismas
ayudas
económicas,
que estarían
dispuestos a
dar, se
condicionan
injustamente
a la
aceptación
de una
política
antinatalista.
17. La
humanidad de
hoy nos
ofrece un
espectáculo
verdaderamente
alarmante,
si
consideramos
no sólo los
diversos
ámbitos en
los que se
producen los
atentados
contra la
vida, sino
también su
singular
proporción
numérica,
junto con el
múltiple y
poderoso
apoyo que
reciben de
una vasta
opinión
pública, de
un frecuente
reconocimiento
legal y de
la
implicación
de una parte
del personal
sanitario.
Como afirmé
con fuerza
en Denver,
con ocasión
de la VIII
Jornada
mundial de
la juventud:
«Con el
tiempo, las
amenazas
contra la
vida no
disminuyen.
Al
contrario,
adquieren
dimensiones
enormes. No
se trata
sólo de
amenazas
procedentes
del
exterior, de
las fuerzas
de la
naturaleza o
de los
"Caínes" que
asesinan a
los
"Abeles";
no, se trata
de amenazas
programadas
de manera
científica y
sistemática.
El siglo XX
será
considerado
una época de
ataques
masivos
contra la
vida, una
serie
interminable
de guerras y
una
destrucción
permanente
de vidas
humanas
inocentes.
Los falsos
profetas y
los falsos
maestros han
logrado el
mayor éxito
posible»
(15). Más
allá de las
intenciones,
que pueden
ser diversas
y presentar
tal vez
aspectos
convincentes
incluso en
nombre de la
solidaridad,
estamos en
realidad
ante una
objetiva
«conjura
contra la
vida», que
ve
implicadas
incluso a
instituciones
internacionales,
dedicadas a
alentar y
programar
auténticas
campañas de
difusión de
la
anticoncepción,
la
esterilización
y el aborto.
Finalmente,
no se puede
negar que
los medios
de
comunicación
social son
con
frecuencia
cómplices de
esta
conjura,
creando en
la opinión
pública una
cultura que
presenta el
recurso a la
anticoncepción,
la
esterilización,
el aborto y
la misma
eutanasia
como un
signo de
progreso y
conquista de
libertad,
mientras
muestran
como
enemigas de
la libertad
y del
progreso las
posiciones
incondicionales
a favor de
la vida.
«¿Soy acaso
yo el guarda
de mi
hermano?»
(Gn 4, 9):
una idea
perversa de
libertad
18. El
panorama
descrito no
sólo debe
considerarse
atendiendo a
los
fenómenos de
muerte que
lo
caracterizan,
sino también
a las
múltiples
causas que
lo
determinan.
La pregunta
del Señor:
«¿Qué has
hecho?» (Gn
4, 10)
parece como
una
invitación a
Caín para ir
más allá de
la
materialidad
de su gesto
homicida y
comprender
toda su
gravedad en
las
motivaciones
que estaban
en su origen
y en las
consecuencias
que se
derivan.
Las opciones
contra la
vida
proceden, a
veces, de
situaciones
difíciles o
incluso
dramáticas
de profundo
sufrimiento,
soledad,
falta total
de
perspectivas
económicas,
depresión y
angustia por
el futuro.
Estas
circunstancias
pueden
atenuar
incluso
notablemente
la
responsabilidad
subjetiva y
la
consiguiente
culpabilidad
de quienes
hacen estas
opciones en
sí mismas
moralmente
malas. Sin
embargo, hoy
el problema
va bastante
más allá del
obligado
reconocimiento
de estas
situaciones
personales.
Está también
en el plano
cultural,
social y
político,
donde
presenta su
aspecto más
subversivo e
inquietante
en la
tendencia,
cada vez más
frecuente, a
interpretar
estos
delitos
contra la
vida como
legítimas
expresiones
de la
libertad
individual,
que deben
reconocerse
y ser
protegidas
como
auténticos
derechos.
De este modo
se produce
un cambio de
trágicas
consecuencias
en el largo
proceso
histórico,
que después
de descubrir
la idea de
los
«derechos
humanos»
-como
derechos
inherentes a
cada persona
y previos a
toda
Constitución
y
legislación
de los
Estados-
incurre hoy
en una
sorprendente
contradicción:
justo en una
época en la
que se
proclaman
solemnemente
los derechos
inviolables
de la
persona y se
afirma
públicamente
el valor de
la vida, el
derecho
mismo a la
vida queda
prácticamente
negado y
conculcado,
en
particular
en los
momentos más
emblemáticos
de la
existencia,
como son el
nacimiento y
la muerte.
Por una
parte, las
varias
declaraciones
universales
de los
derechos del
hombre y las
múltiples
iniciativas
que se
inspiran en
ellas,
afirman a
nivel
mundial una
sensibilidad
moral más
atenta a
reconocer el
valor y la
dignidad de
todo ser
humano en
cuanto tal,
sin
distinción
de raza,
nacionalidad,
religión,
opinión
política o
clase
social.
Por otra
parte, a
estas nobles
declaraciones
se
contrapone
lamentablemente
en la
realidad su
trágica
negación.
Ésta es aún
más
desconcertante
y hasta
escandalosa,
precisamente
por
producirse
en una
sociedad que
hace de la
afirmación y
de la tutela
de los
derechos
humanos su
objetivo
principal y
al mismo
tiempo su
motivo de
orgullo.
¿Cómo poner
de acuerdo
estas
repetidas
afirmaciones
de
principios
con la
multiplicación
continua y
la difundida
legitimación
de los
atentados
contra la
vida humana?
¿Cómo
conciliar
estas
declaraciones
con el
rechazo del
más débil,
del más
necesitado,
del anciano
y del recién
concebido?
Estos
atentados
van en una
dirección
exactamente
contraria a
la del
respeto a la
vida y
representan
una amenaza
frontal a
toda la
cultura de
los derechos
del hombre.
Es una
amenaza
capaz, al
límite, de
poner en
peligro el
significado
mismo de la
convivencia
democrática:
nuestras
ciudades
corren el
riesgo de
pasar de ser
sociedades
de
«con-vivientes»
a sociedades
de
excluidos,
marginados,
rechazados y
eliminados.
Si, además,
se dirige la
mirada al
horizonte
mundial,
¿cómo no
pensar que
la
afirmación
misma de los
derechos de
las personas
y de los
pueblos se
reduce a un
ejercicio
retórico
estéril,
como sucede
en las altas
reuniones
internacionales,
si no se
desenmascara
el egoísmo
de los
países ricos
que cierran
el acceso al
desarrollo
de los
países
pobres o lo
condicionan
a absurdas
prohibiciones
de
procreación,
oponiendo el
desarrollo
al hombre?
¿No
convendría,
quizá,
revisar los
mismos
modelos
económicos,
adoptados a
menudo por
los Estados
incluso por
influencias
y
condicionamientos
de carácter
internacional,
que producen
y favorecen
situaciones
de
injusticia y
violencia en
las que se
degrada y
vulnera la
vida humana
de
poblaciones
enteras?
19. ¿Dónde
están las
raíces de
una
contradicción
tan
sorprendente?
Podemos
encontrarlas
en
valoraciones
generales de
orden
cultural o
moral,
comenzando
por aquella
mentalidad
que,
tergiversando
e incluso
deformando
el concepto
de
subjetividad,
sólo
reconoce
como titular
de derechos
a quien se
presenta con
plena o, al
menos,
incipiente
autonomía y
sale de
situaciones
de total
dependencia
de los
demás. Pero,
¿cómo
conciliar
esta postura
con la
exaltación
del hombre
como ser
«indisponible»?
La teoría de
los derechos
humanos se
fundamenta
precisamente
en la
consideración
del hecho
que el
hombre, a
diferencia
de los
animales y
de las
cosas, no
puede ser
sometido al
dominio de
nadie.
También se
debe señalar
aquella
lógica que
tiende a
identificar
la dignidad
personal con
la capacidad
de
comunicación
verbal y
explícita y,
en todo
caso,
experimentable.
Está claro
que, con
estas
premisas, no
hay espacio
en el mundo
para quien,
como el que
ha de nacer
o el
moribundo,
es un sujeto
constitutivamente
débil, que
parece
sometido en
todo al
cuidado de
otras
personas,
dependiendo
radicalmente
de ellas, y
que sólo
sabe
comunicarse
mediante el
lenguaje
mudo de una
profunda
simbiosis de
afectos.
Es, por
tanto, la
fuerza lo
que se hace
criterio de
opción y
acción en
las
relaciones
interpersonales
y en la
convivencia
social. Pero
esto es
exactamente
lo contrario
de cuanto ha
querido
afirmar
históricamente
el Estado de
derecho,
como
comunidad en
la que la
«fuerza de
la razón»
sustituye a
las «razones
de la
fuerza».
A otro
nivel, el
origen de la
contradicción
entre la
solemne
afirmación
de los
derechos del
hombre y su
trágica
negación en
la práctica,
está en un
concepto de
libertad que
exalta de
modo
absoluto al
individuo, y
no lo
dispone a la
solidaridad,
a la plena
acogida y al
servicio del
otro. Aunque
es cierto
que, a
veces, la
eliminación
de la vida
naciente o
terminal se
enmascara
también bajo
una forma
mal
entendida de
altruismo y
piedad
humana, no
se puede
negar que
semejante
cultura de
muerte, en
su conjunto,
manifiesta
una visión
de la
libertad muy
individualista,
que acaba
por ser la
libertad de
los «más
fuertes»
contra los
débiles
destinados a
sucumbir.
Precisamente
en este
sentido se
puede
interpretar
la respuesta
de Caín a la
pregunta del
Señor
«¿Dónde está
tu hermano
Abel?»: «No
sé. ¿Soy yo
acaso el
guarda de mi
hermano?»
(Gn 4, 9).
Sí, cada
hombre es
«guarda de
su hermano»,
porque Dios
confía el
hombre al
hombre. Y
también con
vistas a
este encargo
Dios da a
cada hombre
la libertad,
que posee
una esencial
dimensión
relacional.
Es un gran
don del
Creador,
puesta al
servicio de
la persona y
de su
realización
mediante el
don de sí
misma y la
acogida del
otro. Sin
embargo,
cuando la
libertad es
absolutizada
en clave
individualista,
se vacía de
su contenido
original y
se
contradice
en su misma
vocación y
dignidad.
Hay un
aspecto aún
más profundo
que
acentuar: la
libertad
reniega de
sí misma, se
autodestruye
y se dispone
a la
eliminación
del otro
cuando no
reconoce ni
respeta su
vínculo
constitutivo
con la
verdad. Cada
vez que la
libertad,
queriendo
emanciparse
de cualquier
tradición y
autoridad,
se cierra a
las
evidencias
primarias de
una verdad
objetiva y
común,
fundamento
de la vida
personal y
social, la
persona
acaba por
asumir como
única e
indiscutible
referencia
para sus
propias
decisiones
no ya la
verdad sobre
el bien o el
mal, sino
sólo su
opinión
subjetiva y
mudable o,
incluso, su
interés
egoísta y su
capricho.
20. Con esta
concepción
de la
libertad, la
convivencia
social se
deteriora
profundamente.
Si la
promoción
del propio
yo se
entiende en
términos de
autonomía
absoluta, se
llega
inevitablemente
a la
negación del
otro,
considerado
como enemigo
de quien es
preciso
defenderse.
De este modo
la sociedad
se convierte
en un
conjunto de
individuos
colocados
unos junto a
otros, pero
sin vínculos
recíprocos:
cada cual
quiere
afirmarse
independientemente
de los
demás,
incluso
haciendo
prevalecer
sus
intereses.
Sin embargo,
frente a los
intereses
análogos de
los otros,
se ve
obligado a
buscar
cualquier
forma de
compromiso,
si se quiere
garantizar a
cada uno el
máximo
posible de
libertad en
la sociedad.
Así,
desaparece
toda
referencia a
valores
comunes y a
una verdad
absoluta
para todos;
la vida
social se
adentra en
las arenas
movedizas de
un
relativismo
absoluto.
Entonces
todo es
pactable,
todo es
negociable:
incluso el
primero de
los derechos
fundamentales,
el de la
vida.
Es lo que de
hecho sucede
también en
el ámbito
más
propiamente
político o
estatal: el
derecho
originario e
inalienable
a la vida se
pone en
discusión o
se niega
basándose en
un voto
parlamentario
o en la
voluntad de
una parte
-aunque sea
mayoritaria-
de la
población.
Es el
resultado
nefasto de
un
relativismo
que
predomina
incontrovertible:
el «derecho»
deja de ser
tal, porque
no está ya
fundamentado
sólidamente
en la
inviolable
dignidad de
la persona,
sino que
queda
sometido a
la voluntad
del más
fuerte. De
este modo la
democracia,
a pesar de
sus reglas,
va por un
camino de
totalitarismo
fundamental.
El Estado
deja de ser
la «casa
común»,
donde todos
pueden vivir
según los
principios
de igualdad
fundamental,
y se
transforma
en Estado
tirano, que
presume de
poder
disponer de
la vida de
los más
débiles e
indefensos,
desde el
niño aún no
nacido hasta
el anciano,
en nombre de
una utilidad
pública, que
no es otra
cosa, en
realidad,
que el
interés de
algunos.
Parece que
todo
acontece en
el más firme
respeto de
la
legalidad,
al menos
cuando las
leyes que
permiten el
aborto o la
eutanasia
son votadas
según las,
así
llamadas,
reglas
democráticas.
Pero, en
realidad,
estamos sólo
ante una
trágica
apariencia
de
legalidad,
donde el
ideal
democrático,
que es
verdaderamente
tal cuando
reconoce y
tutela la
dignidad de
toda persona
humana, es
traicionado
en sus
mismas
bases:
«¿Cómo es
posible
hablar aún
de la
dignidad de
cada persona
humana
cuando se
permite que
se mate la
más débil y
la más
inocente?
¿En nombre
de qué
justicia se
realiza
entre las
personas la
más injusta
de las
discriminaciones,
declarando
que algunas
personas son
dignas de
ser
defendidas,
mientras a
otras se les
niega esta
dignidad?»
(16). Cuando
se verifican
estas
condiciones,
se han
introducido
ya los
dinamismos
que llevan a
la
disolución
de una
auténtica
convivencia
humana y a
la
disgregación
de la misma
realidad
establecida.
Reivindicar
el derecho
al aborto,
al
infanticidio,
a la
eutanasia, y
reconocerlo
legalmente,
significa
atribuir a
la libertad
humana un
significado
perverso e
inicuo: el
de un poder
absoluto
sobre los
demás y
contra los
demás. Pero
ésta es la
muerte de la
verdadera
libertad:
«En verdad,
en verdad os
digo: todo
el que
comete
pecado es un
esclavo» (Jn
8, 34).
«He de
esconderme
de tu
presencia»
(Gn 4, 14):
eclipse del
sentido de
Dios y del
hombre
21. En la
búsqueda de
las raíces
más
profundas de
la lucha
entre la
«cultura de
la vida» y
la «cultura
de la
muerte», no
basta
detenerse en
la idea
perversa de
libertad
anteriormente
señalada. Es
necesario
llegar al
centro del
drama vivido
por el
hombre
contemporáneo:
el eclipse
del sentido
de Dios y
del hombre,
característico
del contexto
social y
cultural
dominado por
el
secularismo,
que con sus
tentáculos
penetrantes
no deja de
poner a
prueba, a
veces, a las
mismas
comunidades
cristianas.
Quien se
deja
contagiar
por esta
atmósfera,
entra
fácilmente
en el
torbellino
de un
terrible
círculo
vicioso:
perdiendo el
sentido de
Dios, se
tiende a
perder
también el
sentido del
hombre, de
su dignidad
y de su
vida. A su
vez, la
violación
sistemática
de la ley
moral,
especialmente
en el grave
campo del
respeto de
la vida
humana y su
dignidad,
produce una
especie de
progresiva
ofuscación
de la
capacidad de
percibir la
presencia
vivificante
y salvadora
de Dios.
Una vez más
podemos
inspirarnos
en el relato
del
asesinato de
Abel por
parte de su
hermano.
Después de
la maldición
impuesta por
Dios, Caín
se dirige
así al
Señor: «Mi
culpa es
demasiado
grande para
soportarla.
Es decir,
que hoy me
echas de
este suelo y
he de
esconderme
de tu
presencia,
convertido
en vagabundo
errante por
la tierra, y
cualquiera
que me
encuentre me
matará» (Gn
4, 13-14).
Caín
considera
que su
pecado no
podrá ser
perdonado
por el Señor
y que su
destino
inevitable
será tener
que
«esconderse
de su
presencia».
Si Caín
confiesa que
su culpa es
«demasiado
grande», es
porque sabe
que se
encuentra
ante Dios y
su justo
juicio. En
realidad,
sólo delante
del Señor el
hombre puede
reconocer su
pecado y
percibir
toda su
gravedad.
Ésta es la
experiencia
de David,
que después
de «haber
pecado
contra el
Señor»,
reprendido
por el
profeta
Natán (cf. 2
S 11-12),
exclama: «Mi
delito yo lo
reconozco,
mi pecado
sin cesar
está ante
mí; contra
ti, contra
ti solo he
pecado, lo
malo a tus
ojos cometí»
(Sal 51/50,
5-6).
22. Por
esto, cuando
se pierde el
sentido de
Dios,
también el
sentido del
hombre queda
amenazado y
contaminado,
como afirma
lapidariamente
el concilio
Vaticano II:
«La criatura
sin el
Creador
desaparece...
Más aún, por
el olvido de
Dios la
propia
criatura
queda
oscurecida»
(17). El
hombre no
puede ya
entenderse
como
«misteriosamente
otro»
respecto a
las demás
criaturas
terrenas; se
considera
como uno de
tantos seres
vivientes,
como un
organismo
que, a lo
sumo, ha
alcanzado un
estadio de
perfección
muy elevado.
Encerrado en
el
restringido
horizonte de
su
materialidad,
se reduce de
este modo a
«una cosa»,
y ya no
percibe el
carácter
trascendente
de su
«existir
como
hombre». No
considera ya
la vida como
un don
espléndido
de Dios, una
realidad
«sagrada»
confiada a
su
responsabilidad
y, por
tanto, a su
custodia
amorosa, a
su
«veneración».
La vida
llega a ser
simplemente
«una cosa»,
que el
hombre
reivindica
como su
propiedad
exclusiva,
totalmente
dominable y
manipulable.
Así, ante la
vida que
nace y la
vida que
muere, el
hombre ya no
es capaz de
dejarse
interrogar
sobre el
sentido más
auténtico de
su
existencia,
asumiendo
con
verdadera
libertad
estos
momentos
cruciales de
su propio
«existir».
Se preocupa
sólo del
«hacer» y,
recurriendo
a cualquier
forma de
tecnología,
se afana por
programar,
controlar y
dominar el
nacimiento y
la muerte.
Éstas, de
experiencias
originarias
que
requieren
ser
«vividas»,
pasan a ser
cosas que
simplemente
se pretenden
«poseer» o
«rechazar».
Por otra
parte, una
vez excluida
la
referencia a
Dios, no
sorprende
que el
sentido de
todas las
cosas
resulte
profundamente
deformado, y
la misma
naturaleza,
que ya no es
«mater»,
quede
reducida a
«material»
disponible a
todas las
manipulaciones.
A esto
parece
conducir una
cierta
racionalidad
técnico-científica,
dominante en
la cultura
contemporánea,
que niega la
idea misma
de una
verdad de la
creación que
hay que
reconocer o
de un
designio de
Dios sobre
la vida que
hay que
respetar.
Esto no es
menos
verdad,
cuando la
angustia por
los
resultados
de esta
«libertad
sin ley»
lleva a
algunos a la
postura
opuesta de
una «ley sin
libertad»,
como sucede,
por ejemplo,
en
ideologías
que
contestan la
legitimidad
de cualquier
intervención
sobre la
naturaleza,
como en
nombre de
una
«divinización»
suya, que
una vez más
desconoce su
dependencia
del designio
del Creador.
En realidad,
viviendo
«como si
Dios no
existiera»,
el hombre
pierde no
sólo el
misterio de
Dios, sino
también el
del mundo y
el de su
propio ser.
23. El
eclipse del
sentido de
Dios y del
hombre
conduce
inevitablemente
al
materialismo
práctico, en
el que
proliferan
el
individualismo,
el
utilitarismo
y el
hedonismo.
Se
manifiesta
también aquí
la perenne
validez de
lo que
escribió el
Apóstol:
«Como no
tuvieron a
bien guardar
el verdadero
conocimiento
de Dios,
Dios los
entregó a su
mente
insensata,
para que
hicieran lo
que no
conviene»
(Rm 1, 28).
Así, los
valores del
ser son
sustituidos
por los del
tener. El
único fin
que cuenta
es la
consecución
del propio
bienestar
material. La
llamada
«calidad de
vida» se
interpreta
principal o
exclusivamente
como
eficiencia
económica,
consumismo
desordenado,
belleza y
goce de la
vida física,
olvidando
las
dimensiones
más
profundas
-relacionales,
espirituales
y
religiosas-
de la
existencia.
En semejante
contexto el
sufrimiento,
elemento
inevitable
de la
existencia
humana,
aunque
también
factor de
posible
crecimiento
personal, es
«censurado»,
rechazado
como inútil,
más aún,
combatido
como mal que
debe
evitarse
siempre y de
cualquier
modo. Cuando
no es
posible
evitarlo y
la
perspectiva
de un
bienestar al
menos futuro
se
desvanece,
entonces
parece que
la vida ha
perdido ya
todo sentido
y aumenta en
el hombre la
tentación de
reivindicar
el derecho a
su
supresión.
También en
el mismo
horizonte
cultural, el
cuerpo ya no
se considera
como
realidad
típicamente
personal,
signo y
lugar de las
relaciones
con los
demás, con
Dios y con
el mundo. Se
reduce a
pura
materialidad:
está
simplemente
compuesto de
órganos,
funciones y
energías que
hay que usar
según
criterios de
mero goce y
eficiencia.
Por
consiguiente,
también la
sexualidad
se
despersonaliza
e
instrumentaliza:
de signo,
lugar y
lenguaje del
amor, es
decir, del
don de sí
mismo y de
la acogida
del otro
según toda
la riqueza
de la
persona,
pasa a ser
cada vez más
ocasión e
instrumento
de
afirmación
del propio
yo y de
satisfacción
egoísta de
los propios
deseos e
instintos.
Así se
deforma y
falsifica el
contenido
originario
de la
sexualidad
humana, y
los dos
significados,
unitivo y
procreativo,
innatos a la
naturaleza
misma del
acto
conyugal,
son
separados
artificialmente.
De este
modo, se
traiciona la
unión y la
fecundidad
se somete al
arbitrio del
hombre y de
la mujer. La
procreación
se convierte
entonces en
el «enemigo»
que hay que
evitar en la
práctica de
la
sexualidad.
Cuando se
acepta, es
sólo porque
manifiesta
el propio
deseo, o
incluso la
propia
voluntad, de
tener un
hijo «a toda
costa», y
no, en
cambio, por
expresar la
total
acogida del
otro y, por
tanto, la
apertura a
la riqueza
de vida de
la que el
hijo es
portador.
En la
perspectiva
materialista
expuesta
hasta aquí,
las
relaciones
interpersonales
experimentan
un grave
empobrecimiento.
Los primeros
que sufren
sus
consecuencias
negativas
son la
mujer, el
niño, el
enfermo o el
que sufre y
el anciano.
El criterio
propio de la
dignidad
personal -el
del respeto,
la gratuidad
y el
servicio- se
sustituye
por el
criterio de
la
eficiencia,
la
funcionalidad
y la
utilidad. Se
aprecia al
otro no por
lo que «es»,
sino por lo
que «tiene,
hace o
produce». Es
la
supremacía
del más
fuerte sobre
el más
débil.
24. En lo
íntimo de la
conciencia
moral se
produce el
eclipse del
sentido de
Dios y del
hombre, con
todas sus
múltiples y
funestas
consecuencias
para la
vida. Se
pone en
duda, sobre
todo, la
conciencia
de cada
persona, que
en su
unicidad e
irrepetibilidad
se encuentra
sola ante
Dios (18).
Pero también
se
cuestiona,
en cierto
sentido, la
«conciencia
moral» de la
sociedad.
Ésta es de
algún modo
responsable,
no sólo
porque
tolera o
favorece
comportamientos
contrarios a
la vida,
sino también
porque
alimenta la
«cultura de
la muerte»,
llegando a
crear y
consolidar
verdaderas y
auténticas
«estructuras
de pecado»
contra la
vida. La
conciencia
moral, tanto
individual
como social,
está hoy
sometida,
también a
causa del
fuerte
influjo de
muchos
medios de
comunicación
social, a un
peligro
gravísimo y
mortal, el
de la
confusión
entre el
bien y el
mal en
relación con
el mismo
derecho
fundamental
a la vida.
Lamentablemente,
una gran
parte de la
sociedad
actual se
asemeja a la
que Pablo
describe en
la carta a
los Romanos.
Está formada
«de hombres
que
aprisionan
la verdad en
la
injusticia»
(1, 18):
habiendo
renegado de
Dios y
creyendo
poder
construir la
ciudad
terrena sin
necesidad de
él, «se
ofuscaron en
sus
razonamientos»,
de modo que
«su
insensato
corazón se
entenebreció»
(1, 21);
«jactándose
de sabios se
volvieron
estúpidos»
(1, 22), se
hicieron
autores de
obras dignas
de muerte y
«no
solamente
las
practican,
sino que
aprueban a
los que las
cometen» (1,
32). Cuando
la
conciencia,
este
luminoso ojo
del alma
(cf. Mt 6,
22-23),
llama «al
mal bien y
al bien mal»
(Is 5, 20),
camina ya
hacia su
degradación
más
inquietante
y hacia la
más
tenebrosa
ceguera
moral.
Sin embargo,
todos los
condicionamientos
y esfuerzos
por imponer
el silencio
no logran
sofocar la
voz del
Señor, que
resuena en
la
conciencia
de cada
hombre. De
este íntimo
santuario de
la
conciencia
puede
empezar un
nuevo camino
de amor, de
acogida y de
servicio a
la vida
humana.
«Os habéis
acercado a
la sangre de
la
aspersión»
(cf. Hb 12,
22.24):
signos de
esperanza y
llamada al
compromiso
25. «Se oye
la sangre de
tu hermano
clamar a mí
desde el
suelo» (Gn
4, 10). No
sólo la
sangre de
Abel, el
primer
inocente
asesinado,
clama a
Dios, fuente
y defensor
de la vida.
También la
sangre de
todo hombre
asesinado
después de
Abel es un
clamor que
se eleva al
Señor. De
una forma
absolutamente
única, clama
a Dios la
sangre de
Cristo, de
quien Abel
en su
inocencia es
figura
profética,
como nos
recuerda el
autor de la
carta a los
Hebreos:
«Vosotros,
en cambio,
os habéis
acercado al
monte Sión,
a la ciudad
del Dios
vivo... al
mediador de
una nueva
alianza, y a
la aspersión
purificadora
de una
sangre que
habla mejor
que la de
Abel» (12,
22.24).
Es la sangre
de la
aspersión.
De ella
había sido
símbolo y
signo
anticipador
la sangre de
los
sacrificios
de la
antigua
alianza, con
los que Dios
manifestaba
la voluntad
de comunicar
su vida a
los hombres,
purificándolos
y
consagrándolos
(cf. Ex 24,
8; Lv 17,
11). Ahora,
todo esto se
cumple y
verifica en
Cristo: su
sangre es la
sangre de la
aspersión
que redime,
purifica y
salva; es la
sangre del
mediador de
la nueva
alianza,
«derramada
por muchos
para perdón
de los
pecados» (Mt
26, 28).
Esta sangre,
que brota
del costado
abierto de
Cristo en la
cruz (cf. Jn
19, 34),
«habla mejor
que la de
Abel»; en
efecto,
expresa y
exige una
«justicia»
más
profunda,
pero sobre
todo implora
misericordia
(19), se
hace ante el
Padre
intercesora
por los
hermanos
(cf. Hb 7,
25), es
fuente de
redención
perfecta y
don de vida
nueva.
La sangre de
Cristo, a la
vez que
revela la
grandeza del
amor del
Padre,
manifiesta
qué precioso
es el hombre
a los ojos
de Dios y
qué
inestimable
es el valor
de su vida.
Nos lo
recuerda el
apóstol
Pedro:
«Sabéis que
habéis sido
rescatados
de la
conducta
necia
heredada de
vuestros
padres, no
con algo
caduco, oro
o plata,
sino con una
sangre
preciosa,
como de
cordero sin
tacha y sin
mancilla,
Cristo» (1 P
1, 18-19).
Precisamente
contemplando
la sangre
preciosa de
Cristo,
signo de su
entrega de
amor (cf. Jn
13, 1), el
creyente
aprende a
reconocer y
apreciar la
dignidad
casi divina
de todo
hombre y
puede
exclamar con
nuevo y
grato
estupor:
«¡Qué valor
debe tener
el hombre a
los ojos del
Creador, si
ha "merecido
tener tan
gran
Redentor"
(Himno
Exsultet de
la Vigilia
pascual), si
"Dios ha
dado a su
Hijo", a fin
de que él,
el hombre,
"no muera
sino que
tenga la
vida eterna"
(cf. Jn 3,
16)!» (20).
Además, la
sangre de
Cristo
manifiesta
al hombre
que su
grandeza, y
por tanto su
vocación,
consiste en
el don
sincero de
sí mismo.
Precisamente
porque se
derrama como
don de vida,
la sangre de
Cristo ya no
es signo de
muerte, de
separación
definitiva
de los
hermanos,
sino
instrumento
de una
comunión que
es riqueza
de vida para
todos. Quien
bebe esta
sangre en el
sacramento
de la
Eucaristía y
permanece en
Jesús (cf.
Jn 6, 56)
queda
comprometido
en su mismo
dinamismo de
amor y de
entrega de
la vida,
para llevar
a plenitud
la vocación
originaria
al amor,
propia de
todo hombre
(cf. Jn 1,
27; 2,
18-24).
Es en la
sangre de
Cristo donde
todos los
hombres
encuentran
la fuerza
para
comprometerse
en favor de
la vida.
Esta sangre
es
justamente
el motivo
más grande
de
esperanza,
más aún, es
el
fundamento
de la
absoluta
certeza de
que según el
designio
divino la
vida
vencerá. «No
habrá ya
muerte»,
exclama la
voz potente
que sale del
trono de
Dios en la
Jerusalén
celestial
(Ap 21, 4).
Y san Pablo
nos asegura
que la
victoria
actual sobre
el pecado es
signo y
anticipo de
la victoria
definitiva
sobre la
muerte,
cuando «se
cumplirá la
palabra que
está
escrita: "La
muerte ha
sido
devorada en
la victoria.
¿Dónde está,
oh muerte,
tu victoria?
¿Dónde está,
oh muerte,
tu
aguijón?"»
(1 Co 15,
54-55).
26. En
realidad, no
faltan
signos que
anticipan
esta
victoria en
nuestras
sociedades y
culturas, a
pesar de
estar
fuertemente
marcadas por
la «cultura
de la
muerte». Se
daría, por
tanto, una
imagen
unilateral,
que podría
inducir a un
estéril
desánimo, si
junto con la
denuncia de
las amenazas
contra la
vida no se
presentan
los signos
positivos
que se dan
en la
situación
actual de la
humanidad.
Desgraciadamente,
estos signos
positivos
encuentran a
menudo
dificultad
para
manifestarse
y ser
reconocidos,
tal vez
también
porque no
encuentran
una adecuada
atención en
los medios
de
comunicación
social.
Pero,
¡cuántas
iniciativas
de ayuda y
apoyo a las
personas más
débiles e
indefensas
han surgido
y continúan
surgiendo en
la comunidad
cristiana y
en la
sociedad
civil, a
nivel local,
nacional e
internacional,
promovidas
por
individuos,
grupos,
movimientos
y
organizaciones
diversas!
Son todavía
muchos los
esposos que,
con generosa
responsabilidad,
saben acoger
a los hijos
como «el don
más
excelente
del
matrimonio»
(21). No
faltan
familias
que, además
de su
servicio
cotidiano a
la vida,
acogen a
niños
abandonados,
a muchachos
y jóvenes en
dificultad,
a personas
minusválidas,
a ancianos
solos. No
pocos
centros de
ayuda a la
vida, o
instituciones
análogas,
están
promovidos
por personas
y grupos
que, con
admirable
dedicación y
sacrificio,
ofrecen un
apoyo moral
y material a
madres en
dificultad,
tentadas de
recurrir al
aborto.
También
surgen y se
difunden
grupos de
voluntarios
dedicados a
dar
hospitalidad
a quienes no
tienen
familia, se
encuentran
en
condiciones
de
particular
penuria o
tienen
necesidad de
hallar un
ambiente
educativo
que les
ayude a
superar
comportamientos
destructivos
y a
recuperar el
sentido de
la vida.
La medicina,
impulsada
con gran
dedicación
por
investigadores
y
profesionales,
persiste en
su empeño
por
encontrar
remedios
cada vez más
eficaces:
resultados
que hace un
tiempo eran
del todo
impensables
y capaces de
abrir
prometedoras
perspectivas
se obtienen
hoy para la
vida
naciente,
para las
personas que
sufren y los
enfermos en
fase aguda o
terminal.
Distintas
instituciones
y
organizaciones
se movilizan
para llevar,
incluso a
los países
más
afectados
por la
miseria y
las
enfermedades
endémicas,
los
beneficios
de la
medicina más
avanzada.
Así,
asociaciones
nacionales e
internacionales
de médicos
se mueven
oportunamente
para
socorrer a
las
poblaciones
probadas por
calamidades
naturales,
epidemias o
guerras.
Aunque una
verdadera
justicia
internacional
en la
distribución
de los
recursos
médicos está
aún lejos de
su plena
realización,
¿cómo no
reconocer en
los pasos
dados hasta
ahora el
signo de una
creciente
solidaridad
entre los
pueblos, de
una
apreciable
sensibilidad
humana y
moral y de
un mayor
respeto por
la vida?
27. Frente a
legislaciones
que han
permitido el
aborto y a
tentativas,
surgidas
aquí y allá,
de legalizar
la
eutanasia,
han
aparecido en
todo el
mundo
movimientos
e
iniciativas
de
sensibilización
social en
favor de la
vida.
Cuando,
conforme a
su auténtica
inspiración,
actúan con
determinada
firmeza,
pero sin
recurrir a
la
violencia,
estos
movimientos
favorecen
una toma de
conciencia
más
difundida y
profunda del
valor de la
vida,
solicitando
y realizando
un
compromiso
más decisivo
por su
defensa.
¿Cómo no
recordar,
además,
todos estos
gestos
cotidianos
de acogida,
sacrificio y
cuidado
desinteresado,
que un
número
incalculable
de personas
realiza con
amor en las
familias,
hospitales,
orfanatos,
residencias
de ancianos
y en otros
centros o
comunidades,
en defensa
de la vida?
La Iglesia,
dejándose
guiar por el
ejemplo de
Jesús «buen
samaritano»
(cf. Lc 10,
29-37) y
sostenida
por su
fuerza,
siempre ha
estado en la
primera
línea de la
caridad:
muchos de
sus hijos e
hijas,
especialmente
religiosas y
religiosos,
con formas
antiguas y
siempre
nuevas, han
consagrado y
continúan
consagrando
su vida a
Dios,
ofreciéndola
por amor al
prójimo más
débil y
necesitado.
Estos gestos
construyen
en lo
profundo la
«civilización
del amor y
de la vida»,
sin la cual
la
existencia
de las
personas y
de la
sociedad
pierde su
significado
más
auténticamente
humano.
Aunque nadie
los advierta
y
permanezcan
escondidos a
la mayoría,
la fe
asegura que
el Padre,
«que ve en
lo secreto»
(Mt 6, 4),
no sólo
sabrá
recompensarlos,
sino que ya
desde ahora
los hace
fecundos con
frutos
duraderos
para todos.
Entre los
signos de
esperanza se
da también
el
incremento,
en muchos
estratos de
la opinión
pública, de
una nueva
sensibilidad
cada vez más
contraria a
la guerra
como
instrumento
de solución
de los
conflictos
entre los
pueblos, y
orientada
cada vez más
a la
búsqueda de
medios
eficaces,
pero «no
violentos»,
para frenar
la agresión
armada.
Además, en
este mismo
horizonte se
da la
aversión
cada vez más
difundida en
la opinión
pública a la
pena de
muerte,
incluso como
instrumento
de «legítima
defensa»
social, al
considerar
las
posibilidades
con las que
cuenta una
sociedad
moderna para
reprimir
eficazmente
el crimen,
de modo que,
neutralizando
a quien lo
ha cometido,
no se le
prive
definitivamente
de la
posibilidad
de
redimirse.
También se
debe
considerar
positivamente
una mayor
atención a
la calidad
de vida y a
la ecología,
que se
registra
sobre todo
en las
sociedades
más
desarrolladas,
en las que
las
expectativas
de las
personas no
se centran
tanto en los
problemas de
la
supervivencia
cuanto más
bien en la
búsqueda de
una mejora
global de
las
condiciones
de vida.
Particularmente
significativo
es el
despertar de
una
reflexión
ética sobre
la vida. Con
el
nacimiento y
desarrollo
cada vez más
extendido de
la bioética
se favorece
la reflexión
y el diálogo
-entre
creyentes y
no
creyentes,
así como
entre
creyentes de
diversas
religiones-
sobre
problemas
éticos,
incluso
fundamentales,
que afectan
a la vida
del hombre.
28. Este
horizonte de
luces y
sombras debe
hacernos a
todos
plenamente
conscientes
de que
estamos ante
un enorme y
dramático
choque entre
el bien y el
mal, la
muerte y la
vida, la
«cultura de
la muerte» y
la «cultura
de la vida».
Estamos no
sólo «ante»
este
conflicto,
sino
necesariamente
«en medio»
de él: todos
nos vemos
implicados y
obligados a
participar,
con la
responsabilidad
ineludible
de elegir
incondicionalmente
en favor de
la vida.
También para
nosotros
resuena
clara y
fuerte la
invitación a
Moisés:
«Mira, yo
pongo hoy
ante ti vida
y felicidad,
muerte y
desgracia...;
te pongo
delante vida
o muerte,
bendición o
maldición.
Escoge la
vida, para
que vivas tú
y tu
descendencia»
(Dt 30,
15.19). Es
una
invitación
válida
también para
nosotros,
llamados
cada día a
tener que
decidir
entre la
«cultura de
la vida» y
la «cultura
de la
muerte».
Pero la
llamada del
Deuteronomio
es aún más
profunda,
porque nos
apremia a
una opción
propiamente
religiosa y
moral. Se
trata de dar
a la propia
existencia
una
orientación
fundamental
y vivir en
fidelidad y
coherencia
con la ley
del Señor:
«Yo te
prescribo
hoy que ames
al Señor tu
Dios, que
sigas sus
caminos y
guardes sus
mandamientos,
preceptos y
normas...
Escoge la
vida, para
que vivas tú
y tu
descendencia,
amando al
Señor tu
Dios,
escuchando
su voz,
viviendo
unido a él;
pues en eso
está tu
vida, así
como la
prolongación
de tus días»
(30,
16.19-20).
La opción
incondicional
en favor de
la vida
alcanza
plenamente
su
significado
religioso y
moral cuando
nace, viene
plasmada y
es
alimentada
por la fe en
Cristo. Nada
ayuda tanto
a afrontar
positivamente
el conflicto
entre la
muerte y la
vida, en el
que estamos
inmersos,
como la fe
en el Hijo
de Dios que
se ha hecho
hombre y ha
venido entre
los hombres
«para que
tengan vida
y la tengan
en
abundancia»
(Jn 10, 10):
es la fe en
el
Resucitado,
que ha
vencido la
muerte; es
la fe en la
sangre de
Cristo, «que
habla mejor
que la de
Abel» (Hb
12, 24).
Por tanto, a
la luz y con
la fuerza de
esta fe, y
ante los
desafíos de
la situación
actual, la
Iglesia toma
conciencia
más viva de
la gracia y
de la
responsabilidad
que recibe
de su Señor
para
anunciar,
celebrar y
servir al
evangelio de
la vida.
Notas
(10) N.
2259.
(11) Cf. S.
Ambrosio, De
Noe, 26,
94-96: CSEL
32, 480-481.
(12) Cf.
Catecismo de
la Iglesia
Católica,
1867 y 2268.
(13) De Cain
et Abel, II,
10,38: CSEL
32, 408.
(14) Donum
vitae, sobre
el respeto
de la vida
humana
naciente y
la dignidad
de la
procreación:
AAS 80
(1988),
70-102.
(15)
Discurso
sobre la
Vigilia de
oración en
la VIII
Jornada
Mundial de
la Juventud
(14 agosto
1993), II,3:
AAS 86
(1994), 419.
(16)
Discurso a
los
participantes
en el
convenio de
estudio
sobre "El
derecho a la
vida y
Europa" (18
diciembre
1987):
Insegnamenti
X,3 (1987),
1446-1447).
(17) Gaudium
et spes, 36.
(18) Cf.
ibid, 16.
(19) Cf. S.
Gregorio
Magno,
Moralia in
Job, 13,23:
CCL 143 A,
683.
(20)
Redemptor
hominis,
274.
(21) Gaudium
et spes, 50.
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