La formación de una personalidad madura, verdaderamente integrada, es un ideal por el que vale la pena luchar. La sociedad actual, que con frecuencia valora más el “tener” que el “ser”, necesita con urgencia nuevos testimonios de madurez. Sólo viviendo de acuerdo con la verdad de nuestro ser, podremos descubrir el camino que conduce a la felicidad auténtica y duradera.
Por lo general, la gente asocia la madurez con la edad (a mayor edad, mayor madurez). La edad, es cierto, tiene algo que ver con la madurez (nuestro desarrollo psicológico, intelectual, físico y espiritual se va verificando con el pasar del tiempo). Sin embargo, la edad no es el factor determinante. Hay octogenarios irresponsables, como hay muchachos maduros de catorce años. Basta un simple vistazo a los problemas que afligen a la sociedad en nuestros días para percatarnos de que no todos los mayores de 25 años son verdaderamente maduros.
La cultura popular suele atribuir a la madurez elementos que no corresponden a su verdadera naturaleza. Hay tres mitos, en especial, entrelazados con las nociones modernas de madurez:
1) invulnerabilidad,
2) infalibilidad,
3) inflexibilidad.
En primer lugar, la madurez no es invulnerabilidad. Nuestra sociedad presenta a veces la madurez como si fuese una cierta inmunidad de toda tentación o maldad, como si lo bueno y lo malo fuesen cosas de niños. Los adultos suelen creer que ya están “más allá del bien y del mal” (para usar una expresión de Nietzsche). Basta pensar en los carteles colocados en las salas de cine o en los periódicos que anuncian películas pornográficas: “Sólo para personas maduras” (como si la preocupación por la moral fuese sólo un asunto de niños). La verdad, por supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro precisamente porque no necesita que nadie le diga que debe obrar el bien y evitar el mal.
Actúa según sus convicciones personales y su recta
conciencia. Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones que
pueden conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el bien. Como
diría Alexander Pope: “Los necios corren allí donde los ángeles no se atreven ni
a pisar”. Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una
persona no puede hacerse daño con una sierra eléctrica simplemente porque es
madura. El adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de alto poder
precisamente porque está alerta ante el peligro y toma las precauciones
necesarias para evitar cualquier accidente. El segundo error es el de concebir
la madurez como infalibilidad. Madurez no significa posesión de todas las
respuestas. Nada más lejos de la realidad. Sócrates afirmó que el hombre sabio
es aquél que reconoce su propia ignorancia. Mientras más madura es una persona,
reconoce con mayor humildad sus límites. “La humildad, como decía santa Teresa
de Ávila, es la verdad”. Ni más ni menos. Y la verdad es que todos podemos
equivocarnos. La persona madura reconoce sus debilidades y no se precipita en
sus juicios. Pondera, estudia, consulta y decide con prudencia. El tercer error
consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad. Algunos, equivocadamente,
creen que la madurez consiste en una seriedad impasible y en una perpetua
rigidez, como si el reír, el gozar de las cosas sencillas y el saber relativizar
los problemas fuesen signos de inmadurez. Lo hermoso de la madurez es su
armonía. Reír, conversar, apreciar a los demás, admirar las maravillas de la
naturaleza..
La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse serio y cuándo de tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con superficialidad sino guiada por principios claros. El capítulo tercero del Eclesiastés nos ofrece una excelente sinopsis del equilibrio que es fruto de la madurez: Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir... su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar... su tiempo el llorar, y su tiempo el reír... su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar... su tiempo el callar, y su tiempo el hablar... Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y otro, y para saber lo que conviene en cada ocasión.
Tras examinar lo que no es la madurez, volvamos ahora a lo que sí es. La palabra tiene distintas acepciones, según el contexto. Un programa de televisión sobre la vida en el reino animal puede informarnos que un oso pardo macho “maduro” puede pesar más de 700 kilos. En otro momento, tal vez una amiga nos dirá que ha conocido a un hombre extraordinario y “muy maduro”. El concepto “maduro” tiene, pues, diversos matices de significado. Por este motivo, es mejor ofrecer tres definiciones, en lugar de una.
En el sentido más amplio, “madurez” significa cumplimiento o perfección de nuestra naturaleza, el punto más alto de un proceso de crecimiento y desarrollo. Se trata de un proceso unidireccional, progresivo, no de un simple “cambio”. El proceso de maduración es un recorrido que culmina en la adquisición de todo aquello que una planta, un animal o un hombre debería ser. Un perro es “más perro” cuando llega a la cumbre de su desarrollo, a su “madurez”. Hasta entonces había sido un “cachorro”, más tarde será un “perro viejo”, de esos que ya no aprenden nuevos trucos. Una manzana es “más manzana” cuando está madura. En algunos idiomas se usa la misma palabra para designar la madurez de una planta que la madurez de un ser humano. Así, por ejemplo, en alemán una manzana madura es ein reifer Apfel y un hombre maduro es ein reifer Mensch. También en francés una granada madura es une grenade mûre y una mujer madura es une femme mûre. En este sentido la madurez se puede aplicar a las plantas, a los animales, a las personas, incluso a los vinos, a todo lo que se somete a un desarrollo orgánico. Esta definición vale también para la naturaleza física del hombre. Un niño crece hasta que alcanza la madurez; después el cuerpo empieza a deteriorarse. De aquí la expresión “en la plenitud de la vida”; la plenitud es el punto culmen del desarrollo físico de una persona. Pero a diferencia de las manzanas y de los osos pardos, el hombre tiene también una naturaleza espiritual, y aquí adquiere la madurez su dimensión propiamente humana, del todo única. En las cosas meramente materiales, la madurez es un fenómeno estrictamente físico; la madurez humana, en cambio, es física, emocional, psicológica y espiritual.
Según una definición más restringida, se entiende
por madurez la transformació
La madurez humana, en su sentido pleno, consiste en la armonía de la persona. Más que una cualidad aislada, es un estado que consiste en la integración de muchas y muy diversas cualidades; es un compendio de valores más que un solo valor. Podemos comparar la madurez con una obra de arte, con un cuadro de Rembrandt o de Velázquez. Los colores se combinan perfectamente.
Todo está en su punto, las líneas, las figuras y las formas, la proporción y la perspectiva. Cada pincelada tiene su valor y cada color resulta indispensable para completar y perfeccionar la obra. Lo mismo sucede con la madurez. Es armonía y proporción, es combinación e integración de cualidades humanas muy diversas en un conjunto orgánico: voluntad, intelecto, emociones, memoria e imaginación; todas las facultades de una persona humana. Pero no basta que estén presentes todos estos elementos; tiene que haber un orden y una armonía entre ellos. Sobre la paleta del artista descansan todos los colores, pero no por eso forman una obra de arte. Esta armonía se traduce en la correspondencia perfecta entre lo que uno es y lo que uno profesa ser, y su expresión más convincente es la fidelidad a los propios compromisos. En una persona madura no hay lugar ni para la hipocresía ni para la insinceridad. Así como una manzana madura es “más manzana”, así una persona es más humana cuando alcanza la madurez. Pero a diferencia de lo que ocurre con las manzanas y las demás creaturas, el hombre es capaz de reflexionar sobre su naturaleza y de escoger libremente entre vivir o no de acuerdo con lo que debería ser como persona humana. De este modo, la madurez consiste en la conformidad entre el modo como vivimos y nuestra verdadera naturaleza.
Entre otras cosas, esto implica aceptar el propio estado de vida y actuar con coherencia. Una persona casada madura vive de acuerdo con la naturaleza del estado matrimonial; no se comporta como si fuera soltera -llevando una vida social más activa, quedándose en el trabajo hasta altas horas de la noche, viajando cuando se le ocurre...-. A partir de la boda, sus costumbres y pasatiempos, sus relaciones con los demás y el uso de su tiempo libre tendrán que regirse por el compromiso que libremente ha asumido ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Lo contrario sería vivir en la mentira: decir que se es casado pero comportarse como un soltero.
Madurez significa aceptar las alegrías y las dificultades que conllevan las propias decisiones, como hacen los esposos el día de su boda: “En la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe”. Las personas maduras son capaces de comprometerse sin temor, porque son dueñas de sí mismas y no esclavas de las mudables circunstancias.
El famoso psiquiatra y escritor español Enrique Rojas publicó en 1992 un libro titulado El hombre light, en el que compara la oleada de productos “light” que invadió el mercado en la década de los años 80 -Coca Cola sin cafeína, cerveza sin alcohol, margarina sin grasa, y edulcorantes sin azúcar- con un nuevo tipo de persona que carece de substancia, que es sólo apariencia, máscara, sin nada por dentro. Lo “light” está de moda, y con ello toda una forma nueva de ver la vida: todo light, flojo, reducido, aguado, vacío de contenido.
Rojas asevera que en este nuevo clima psicológico está surgiendo un nuevo modelo de persona: el “hombre light”. Puede describírsele de la siguiente forma: un hombre indiferente a los valores trascendentes, que hace del dinero, del poder, del éxito, del sexo, del narcicismo y del pasarlo bien, la totalidad y el contenido de su vida. Carece de creencias firmes y no acepta que haya una verdad absoluta -aunque tiene un deseo insaciable de información-. Quiere saberlo todo, no para cambiar o mejorar sino, simplemente, para conocer lo que está pasando.
El “hombre light” se parece al que C. S. Lewis llama “hombre sin pecho”. El pecho, según la terminología de Lewis, es el lugar donde residen el temperamento, los principios y la magnanimidad. El pecho tiene el cometido de conjugar la dimensión “cerebral” y “visceral” del hombre. Quien no posee principios, deja de lado lo más humano que hay en él. La superabundancia de datos y estadísticas no suple en modo alguno la falta de principios y de carácter. El racionalista no es el hombre más inteligente. “Su cabeza, como observa Lewis, no es más grande que lo ordinario. Lo que ocurre es que tiene el pecho atrofiado y por eso podría parecer que su cabeza es más grande”. El “hombre light” posee cuatro atributos característicos: hedonismo, consumismo, permisivismo y relativismo. Padece de un exceso de “cosas” y de una correspondiente carencia de valores. Harto y aburrido de la vida, busca una felicidad “a la carta”. Su pensamiento es débil e inconsistente; sus convicciones, tambaleantes.
En conjunto, el “hombre light” es una persona que no tiene puntos de referencia; no posee una meta en la vida ni un ideal que dé sentido a sus empresas.
En contraste con este tipo de hombre frágil, Rojas presenta otro modelo: el “hombre sólido”. Mientras el “hombre ligth” avanza en todo, menos en lo más importante, el “hombre sólido” se compromete, se esfuerza; es consistente, profundo y moralmente auténtico; se sobrepone al escepticismo cínico reinante y es capaz de subir al plano espiritual para descubrir cuanto tiene de bello, noble y grande la existencia. El “hombre sólido” es una persona madura. Su vida tiene una dirección y sus acciones encajan perfectamente dentro del significado de toda su existencia. La madurez es solidez.
La madurez desemboca en ideales y genera la firmeza para mantenerse fiel a ellos. En términos parecidos, el padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, describe la diferencia básica entre el hombre maduro y el inmaduro: “La historia y la mentalidad modernas nos han acostumbrado a clasificar a los hombres en buenos y malvados, listos y tontos, ricos y pobres; pero tengo para mí que hay una distinción más básica y más en consonancia con lo que es el hombre; yo los separaría en generosos y egoístas, batalladores y sensuales. El egoísmo y la magnanimidad, la sensualidad y la lucha han partido al mundo en dos bandos penetrando todas las razas, las culturas, las edades y las estructuras sociales. Al fin y al cabo se puede ser materialmente el más pobre del mundo y el más tonto, pero si hay generosidad y espíritu de trabajo y conquista, ahí está un hombre que tiene su centro más arriba de sí mismo, un hombre que se ha tomado la vida en serio y ha puesto su ideal a rendir, un hombre abierto. Si a este ser humano le infundimos el amor a Cristo, si le ofrecemos un ideal trascendente, si le invitamos a cultivar la vida de gracia, tenemos ya al santo”.
Un hombre así fue santo Tomás Moro. En 1960, el dramaturgo británico Robert Bolt escribió el estupendo drama Un hombre para todas las estaciones, del que luego se sacó una película que ganó el Oscar para la mejor película en 1966. Bolt, un no-cristiano, quedó tan impresionado por la firmeza de carácter de santo Tomás Moro, que se dedicó a estudiar e investigar sobre su vida. Bolt, al igual que Rojas y Lewis, percibió también el fenómeno moderno del “hombre light”. “Nos ocurre algo parecido a lo que pasa en las ciudades -comenta Bolt en el prefacio de su obra-, cuando termina el horario de trabajo se inicia una carrera a toda prisa hacia la periferia, dejando un centro completamente vacío...”. Le cautivó la solidez de Tomás Moro por su contraste con la sociedad que le circundaba, cargada de ligereza. “Lo primero que me atrajo -escribe- fue una persona que no podía ser acusada en absoluto de incapacidad para vivir; una persona que valoraba la vida de múltiples formas; una persona que, sin embargo, encontró en sí misma algo sin lo cual la vida perdía todo su valor y que, al negársele eso, aceptó morir”.
Ésta es, pues, una línea divisoria fundamental de la humanidad. Un hombre o es sólido o es “light”, o es maduro o es inmaduro, o es egoísta o es abierto a los demás. Más adelante tendremos que analizar de cerca las características de estos dos tipos de personas.
Visitando el museo del Louvre en París, el Palacio de los Uffizi en Florencia o una de las numerosas iglesias de Roma, es fácil encontrar alguna pintura al óleo de Caravaggio. Sus obras maestras, cuyo efecto más característico es el claroscuro, son un testimonio de la fuerza que hay en el contraste. La luz y la oscuridad nunca resaltan tanto como cuando están una junto a otra. De modo semejante, los conceptos suelen verse con mayor claridad cuando se comparan con sus contrarios. Para aclarar lo que hemos dicho hasta aquí sobre la madurez, podemos presentar ahora un cuadro más o menos detallado del concepto opuesto: la “puerilidad” (del latín puer, que significa niño). El proceso de maduración humana, lo sabemos, no es otra cosa que el paso de la niñez a la edad adulta. Al escribir a los corintios, san Pablo reflexionó sobre este proceso en su propia vida: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño” (1 Co. 13, 11). Y luego añade una distinción: “Hermanos, no seáis niños al juzgar. Sed niños en lo que se refiere al mal, pero como hombres maduros en vuestra manera de pensar” (1 Co. 14, 20). Ser como un niño no es del todo malo. En numerosas ocasiones, Cristo exhortó a sus discípulos a ser “como niños”, al grado de poner esto como condición para entrar en el cielo: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18, 3). La palabra “niño” tiene dos connotaciones radicalmente distintas. Ser “como niño” significa ser sencillo, confiado, inocente y espontáneo (todas las notas positivas de la niñez).
En este sentido, hemos de empeñarnos en ser como niños. Ser “pueril”, en cambio, significa ser caprichoso, egoísta e ingenuo (en una palabra, inmaduro). Tal vez si comparamos diez pares de características contrastantes, podemos precisar mejor el significado de la madurez. El primer término de cada par se asocia a la puerilidad y el segundo a la madurez.
El siguiente cuadro presenta una síntesis de estas cualidades:
Niño Adulto
1 Superficialidad Profundidad
2 Impulsividad Reflexión
3 Inestabilidad Constancia
4 Sentimentalismo Carácter
5 Satisfacción Capacidad de inmediata sacrificio
6 Autoestima exagerada Humildad
7 Subjetivismo Objetividad
8 Extremismo Equilibrio
9 Egoísmo Apertura
10 Dependencia Independencia
Superficialidad significa fijarse en lo externo sin penetrar en la esencia de las cosas. Una persona superficial se interesa más por las apariencias que por la realidad. Los niños tienden a ser superficiales. Un niño vive de cada instante; su vida es un sucederse de experiencias y descubrimientos, uno tras otro. Cuando termina una aventura ya está empezando una nueva. No alcanza a ver bajo la superficie el hilo conductor de los acontecimientos o el significado más profundo de sus experiencias. Se contenta con tomar las cosas como vienen. Esta superficialidad en su mirada es el origen de ese candor inocente que lo caracteriza, pero también es la causa de su modo de juzgar basado en apariencias y primeras impresiones. Los niños son excelentes observadores, pero no suelen ser tan buenos para interpretar las palabras y las acciones de los demás. La superficialidad no es exclusiva de los niños. Un amigo mío, al volver de visitar a su familia, a la que no había visto en varios años, me comentaba que su hermano menor, ahora de veintinueve años, se entretiene todo el día conduciendo a toda velocidad por las calles de la ciudad en un coche deportivo. Más tarde espera vender ese coche y comprar una motocicleta. Su hermana se pasa cerca de tres meses al año viajando por Europa con un grupo de ciclistas que se alegran cuando la gente les sale al encuentro. Mi amigo quedó algo apenado al ver que “sus vidas no tienen ningún otro sentido que el de pasarlo bien mientras puedan”. Una persona madura se caracteriza por su profundidad. Busca el significado detrás de la información; busca la realidad detrás de las apariencias. Este interés por llegar al fondo de las cosas le permite juzgar correctamente sobre las personas, los acontecimientos y las ideas. Para ser profundo hay que tener una mirada realista, libre de prejuicios y de críticas superficiales. Una persona madura sabe afrontar la realidad y manejarla tal como se presenta. La “realidad” es un horizonte mucho más amplio que el de las cosas visibles o, más genéricamente, perceptibles para nuestros sentidos. No hay ninguna razón para suponer que lo invisible es necesariamente menos real que lo visible. El amor no es menos real que los trastos de la cocina. Dios no es menos real que sus criaturas. De hecho, es infinitamente más real. Todas las criaturas tienen un principio y un fin de su existencia. Dios, en cambio, no tiene principio ni fin.
Un efecto de la superficialidad es la impetuosidad. Dado que una persona superficial percibe sólo las apariencias inmediatas, no es capaz de ver a distancia las consecuencias de sus acciones. Actúa sin pensarlo. Recuerdo cómo se accidentó un muchacho que vivía cerca de mi casa cuando yo era niño. Puso un petardo dentro de una botella y, cuando miró dentro para saber por qué no pasaba nada, el petardo estalló. Aunque los médicos le salvaron el ojo, su vista quedó dañada permanentemente. Es un ejemplo típico de imprudencia que deriva de la falta de reflexión. A la impulsividad se opone la virtud de la prudencia: el hábito de reflexionar las cosas antes de actuar. La persona madura no suele lamentarse de sus decisiones, pues suele pensar y medir las consecuencias de sus acciones. Y esto vale para todo, desde si conviene o no hacer una inversión en tal negocio hasta qué cursos opcionales escoger en la universidad; desde el discernimiento vocacional hasta la elección de la pareja para el matrimonio. Ahora bien, reflexión no significa indecisión. Nunca podremos tener una seguridad total ni tampoco es posible tomar en consideración todos los factores y posibles consecuencias de nuestros actos. La prudencia es equilibrio. La reflexión entra en juego tanto al hablar como al actuar. ¡Cuánto lastiman las palabras duras y los comentarios desconsiderados! Como decía el apóstol Santiago, “El que no peca con la lengua es un hombre perfecto” (Sant. 3, 2). La reflexión puede librarnos de muchos remordimientos.
Los sentimientos son volubles. Si dejamos que ellos
tomen las riendas de nuestras decisiones, terminaremos siendo inconstantes. Es
una de las características más típicas de los niños: no pueden entretenerse por
mucho tiempo en una cosa. El niño empieza a armar un rompecabezas, y a los cinco
minutos ya está harto; va entonces a jugar con el cochecito...
El carácter es como un buen bistec: sólido y
sustancial. Los sentimientos son sólo un aderezo. Es preciso mantenerlos en su
lugar. Los sentimientos dependen de los estados anímicos, de las impresiones y
de las sensaciones; el carácter, en cambio, se basa en principios y en una
voluntad firme. Los niños suelen dejarse llevar por sus sentimientos y deseos
del momento. No necesitan que nadie les diga: “Si te gusta, hazlo”, pues les
brota espontáneo. El sentimiento y la espontaneidad llevan la voz de mando. Una
persona inmadura es como una hoja seca llevada por el viento, o una veleta que
gira constantemente, sin una orientación fija. ¿Alguna vez has visto una hoja
seca llevada por el viento? En un instante el viento la levanta y la lleva hasta
una colina radiante de sol; pero un minuto más tarde, el viento la arranca de
ahí y la deposita en un charco de aguas negras. La persona inmadura corre una
suerte parecida, pues está a merced de sus impredecibles caprichos. En una
persona madura, la razón y la voluntad gobiernan sobre los sentimientos y los
estados de ánimo. Por eso es capaz de actuar en un determinado modo aunque los
sentimientos sean contrarios. Esto no significa que el hombre deba rechazar las
emociones o reprimir ciegamente los sentimientos. No se trata, pues, de elegir
entre razón o sentimiento, sino de determinar quién ha de gobernar. No debemos
ofuscar la razón, pero tampoco reprimir los sentimientos; hay que armonizarlos.
Los principios han de situarse por encima de los sentimientos. Quien forma el
hábito de dirigir sus emociones a la luz de la razón y de la voluntad, se libera
de esa terrible esclavitud que consiste en vivir de impulsos, sentimientos o
impresiones. Quizá esto pueda parecer una agresión contra la “espontaneidad”
El mundo del niño es el presente; de ahí su natural impaciencia. No sólo quiere una galleta, sino que la quiere ahora. Decir a un niño que deberá esperar antes de salir a jugar es como decirle que no podrá jugar nunca más. Puesto que vive de sensaciones, un niño no tiene perspectiva de futuro, ni es capaz de planear el porvenir. Por eso es tan saludable enseñarle a meter su dinero en una alcancía. Así se va preparando para su vida adulta. El hombre maduro actúa según su deber, por encima de los gustos a antojos del momento. Para los padres de familia no siempre resulta agradable cuidar a sus hijos, lavarlos, proporcionarles todo lo que necesitan... Afortunadamente para los niños, hay muchos padres generosos. El sacrificio nunca ha sido popular. Cuando Jesús anunció a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”, seguramente los discípulos no pudieron evitar retorcerse un poco bajo la túnica. Ningún sacrificio es agradable. No sólo eso, sino que tampoco tiene ningún valor en sí o por sí mismo. El sacrificio sólo tiene valor en tres casos. Las personas maduras saben reconocerlos. Como medio para alcanzar un objetivo. Toda elección conlleva una renuncia. Dejamos de lado un bien determinado, pero sólo porque así podemos obtener uno mejor. Un estudiante, por ejemplo, invierte varios años de su vida en prepararse profesionalmente, renunciando con frecuencia a muchas satisfacciones inmediatas, pero porque así podrá cosechar los beneficios después. Como ejercicio para formar la voluntad. Algunas cualidades sólo se pueden adquirir con la práctica. La fuerza de voluntad es una de ellas. Un libro puede enseñarte las principales técnicas que se requieren para ser un buen jugador de fútbol, pero después habrá que practicar en el campo durante largas horas de entrenamiento. La abnegación es un entrenamiento indispensable para la voluntad. Como acto de amor. Cuando uno se sacrifica por otro, es como si le dijera: “Mira, te quiero más que a mí mismo. Te prefiero a ti antes que a mí mismo”. Todo regalo es un tipo de sacrificio, algo de nosotros mismos que ofrecemos a los demás. La capacidad de sobreponernos a nosotros mismos y de llevar a cabo acciones costosas vigoriza nuestro carácter y nos abre el camino hacia la máxima realización de nuestras potencialidades. Toda grande obra y todo proyecto a largo plazo, incluido el de construir una personalidad auténtica, requiere fuerza de voluntad y capacidad de sacrificio.
Los niños suelen irse a los extremos. A veces son
impetuosos y a veces excesivamente cautos. No han adquirido una perspectiva
realista de sus capacidades y de sus límites. Esto mismo les ocurre a las
personas inmaduras que nunca se ajustan completamente a la realidad. La humildad
consiste en conocerse y aceptarse a uno mismo, con las propias cualidades y
limitaciones. Se es humilde cuando se tiene una mirada objetiva de uno mismo,
sin creerse más ni sentirse menos de lo que se es en realidad. Para triunfar en
la vida, es preciso conocerse con honestidad. Quien es humilde es capaz de
reconocer el valor de los demás. Se siente lo suficientemente seguro de sí mismo
como para apreciar la riqueza de ciertas tradiciones, y no exagera el valor de
la propia “creatividad”. Richard John Neahaus escribió a este respecto: “La
creatividad requiere humildad, que equivale a hacerse aprendiz del pasado. La
creatividad del ignorante e inexperto no es sino “auto-expresió
Los niños suelen ser muy ágiles para pronunciar juicios categóricos: o es blanco, o es negro; o es bueno o es malo. La realidad no es así de nítida. Todos los hombres, aunque con diversos matices, compartimos una tonalidad más bien grisácea: todos somos capaces de acciones muy loables, incluso heroicas; pero también somos capaces de horrendos crímenes. Desafortunadamente, esta costumbre infantil de etiquetar a las personas y las cosas se convierte fácilmente en vicio para el resto de la vida. La madurez, en cambio, nos lleva a descubrir el lado bueno de todas las personas, a excusar sus defectos y sus faltas, a cultivar y potenciar la propia bondad. Puesto que la madurez es armonía, la persona madura sabe discernir lo que es importante y lo que puede pasar a segundo plano. Así, por ejemplo, los padres de familia maduros detectan con facilidad aquello que, en la educación de sus hijos, no puede venir a menos. Muchas cosas pueden ser secundarias, pero la educación, la fe, la moral, el sentido de justicia y de caridad, son virtudes que no pueden dejar de fomentar y encauzar en sus hijos, y ellos lo saben. Aristóteles enseñaba que la virtud está en el punto medio entre dos extremos. Así, por ejemplo, describió la valentía como el medio entre la cobardía y la temeridad. El cobarde huye del peligro; el temerario se mete de cabeza en él. El hombre valiente afronta el peligro cuando es necesario, sin cohibirse por el miedo. Es importante, sin embargo, no confundir este equilibrio con la mediocridad. Buscar el justo medio no equivale a pactar con la tibieza. El hombre que reza todos los días y toma en cuenta el valor de la eternidad en sus decisiones no es un fanático religioso; es un realista. Una persona madura pone el énfasis donde corresponde: en lo que es más importante en la vida.
Los niños pequeños creen que ellos son el centro del
universo. Todo gira alrededor de sus necesidades y deseos, y no son capaces de
anteponer los intereses de los demás a los suyos propios. El egoísmo es otro
rostro de la inmadurez. La persona inmadura se encuentra tan ocupada en sí misma
y en lo que le interesa que le resulta difícil pensar en los demás,
comprenderlos, compadecerse de sus sufrimientos o compartir sus alegrías. La
madurez, en cambio, se caracteriza por la apertura y la sincera preocupación por
los demás; es una disposición habitual de olvido de uno mismo para poner a los
demás en el primer lugar. Una niña de siete años se queja amargamente antes de
recibir una inyección, y haría cualquier cosa por evitarla. Pero años más tarde
podríamos encontrarla ofreciéndose para donar sangre en el hospital de
El “borreguismo” es la plaga de los adolescentes. Los niños suelen pasar por períodos de inseguridad y necesitan que los demás los acepten. Es natural de esa edad; pero sería catastrófico arrastrar esta inseguridad toda la vida. La persona inmadura se preocupa demasiado por lo que los demás puedan pensar o decir de él; no posee la fortaleza necesaria para mantenerse firme en sus principios. Así, termina por actuar de modos muy diversos según se encuentre solo o con sus amigos o con otras personas. La persona madura, en cambio, es consistente y actúa del mismo modo, sea que esté sola, sea que esté con otras personas. En su interior encuentra la dirección justa y el significado que debe dar a sus acciones, sin tener que acudir a otros parámetros que circulan por el mundo. La autenticidad es una tarea fundamental de nuestra vida, y sólo se logra a través de la coherencia entre lo que hacemos y lo que somos. La independencia propia de la persona madura en relación con el ambiente tiene, además, otra dimensión: la capacidad para cuestionar los valores que la sociedad le presenta. Es característico de este tipo de personas el no creer todo lo que se escucha por ahí. Desde luego, no es señal de madurez el no creer en nada; eso es cinismo. La persona madura toma en consideración qué es lo que se dice, quién lo dice y por qué. Suele poner a prueba los valores que se le ofrecen confrontándolos con los principios ciertos y probados que posee.
Como dice la carta a los hebreos: “El alimento
sólido es para hombres maduros, que por razón de la costumbre tienen el sentido
moral desarrollado para distinguir entre el bien y el mal” (Heb. 5, 14). Después
de repasar estos diez principios, tal vez podemos sentir cierto agobio ante la
perspectiva de poner todo esto en práctica. Estudiar la madurez es una cosa;
vivirla es algo muy distinto. ¿Es posible vivir humanamente como personas
maduras? Afortunadamente hay muy buenos ejemplos, incluso heroicos, de personas
maduras. Podemos trasladarnos, por ejemplo, al mes de enero de
Una joven madre de familia llamada Carla Levati moría ocho horas después de haber dado a luz a Stefano, su segundo hijo. Durante el embarazo, los médicos le habían diagnosticado un tumor maligno, por lo que le recomendaban recurrir al aborto. Ella se rehusó. A quienes trataban de persuadirla para que se sometiese a la radioterapia, les decía: “Un día menos para mí es un día más para mi hijo”. Su esposo, Valerio, es un carpintero. A los reporteros que acudieron a entrevistarlo para pedirle su punto de vista, les dijo con toda sencillez: “Yo no sé nada de estas cosas. En mi vida, lo único que he aprendido es a meter clavos en la madera”. Sin embargo, en un cuaderno desvencijado, que le servía a Valerio como diario, se encuentra la siguiente nota: “Gracias, Carla, porque me has hecho un hombre completo. Me siento feliz de que haya nacido Stefano. Felicidades, Carla. Gracias. Adiós”. A pesar de las pésimas noticias que nos ofrecen los periódicos todos los días, es posible todavía encontrar héroes en el mundo.
Los cristianos no tenemos que ir muy lejos para encontrar un modelo de madurez auténtica y un camino seguro para avanzar firmemente hacia ella. Jesucristo, el hombre perfecto, es el centro y el modelo de la vida cristiana. Él nos ha dejado un ejemplo consumado de madurez y nos invita a imitarlo. Cuando uno piensa en la vida de Cristo, no puede dejar de conmoverle inmediatamente su profundo sentido de identidad personal. Él sabe quién es, y para qué está aquí. Al venir al mundo, resume su actitud en las palabras: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Toda su vida es un desarrollo continuo de esa identidad, tanto que hacía de la fidelidad a ella su alimento: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra” (Jn. 4, 34). Jesús jamás sucumbió ante la opinión de la gente. Cuando las multitudes, admiradas por sus enseñanzas y milagros, querían llevárselo para proclamarlo rey, él se retiró solo, porque su hora no había llegado aún. Y cuando llegó finalmente esa hora, se abrazó a la voluntad de su Padre y se entregó libremente a la muerte, a pesar de que su naturaleza humana se resistía ante la perspectiva de tanto sufrimiento. No podremos encontrar en ninguna parte un ejemplo más perfecto de madurez.
La vida de Cristo es un libro abierto que nos revela la verdad sobre nosotros mismos y nos señala el camino a seguir.
La formación de una personalidad madura, verdaderamente integrada, es un ideal por el que vale la pena luchar. La sociedad actual, que con frecuencia valora más el “tener” que el “ser”, necesita con urgencia nuevos testimonios de madurez. Sólo viviendo de acuerdo con la verdad de nuestro ser, podremos descubrir el camino que conduce a la felicidad auténtica y duradera.