LOS MALENTENDIDOS SOBRE EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO

 

I

 

Entrevista de Zenit [publicada el 12-01-05] a la profesora Ilaria Morali, especialista en Teología de la Gracia, encargada de Teología dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Gregoriana. Morali, que  imparte cursos sobre la salvación, las religiones no cristianas y el diálogo interreligioso, confiere una particular importancia a la declaración “Dominus Iesus”.

 

La primera vez que el término «dialogo» entra en un documento del Magisterio es el 19 de septiembre de 1964, hace ya 40 años. A partir de aquel momento, ¿podemos decir que inicia una doctrina del diálogo?

Morali: La encíclica “Ecclesiam Suam” de Pablo VI fue promulgada el 6 de agosto de 1964 y fue distribuida a los padres que participaron en el Concilio Vaticano II el 15 septiembre. Atención, cuando hablamos hoy de diálogo entendemos casi exclusivamente el diálogo interreligioso, pero en una visión más completa y equilibrada, como la que propuso Paolo VI, éste constituye sólo un aspecto del diálogo entre la Iglesia y el mundo.

En relación al diálogo interreligioso, la intervención de Paolo VI se coloca por lo tanto en un momento crucial entre la institución del Secretariado para los No Cristianos, que tuvo lugar en mayo de 1964, conocido ahora como Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, y la promulgación de la constitución dogmática sobre la Iglesia, “Lumen Gentium”, el 21 de noviembre de 1964. Esto ocurre un año antes de la publicación de la declaración “Nostra Aetate”, el 28 de octubre de 1965, y del decreto “Ad Gentes”, el 7 de diciembre de 1965. «Lumen Gentium» es pues el primer documento magisterial que presenta todo un número dedicado a los a no cristianos, el 16.

Podemos por lo tanto decir que una doctrina del diálogo toma cuerpo en sus principios esenciales con la «Ecclesiam Suam», promulgada cuando el número 16 de «Lumen Gentium» ya estaba en la fase final de su redacción. Existe, por tanto, una relación privilegiada entre la enseñanza sobre el diálogo, propuesta por Paolo VI y la doctrina de «Lumen Gentium» (número 16) sobre los no cristianos.
Para entender la noción magisterial de diálogo en Pablo VI recordaría en resumen al menos tres puntos importantes.

En primer lugar: Pablo VI cree que a la reflexión sobre el diálogo se tiene que anteponer la reflexión sobre la conciencia de la Iglesia. El fiel tiene que ser consciente de la vocación recibida en el bautismo. Olvidar tal dignidad adquirida por gracia significa perder de vista la propia identidad.

En segundo lugar: El paradigma del diálogo que la Iglesia establece con el mundo, por lo, tanto también el interreligioso, es el «colloquium salutis» (diálogo de salvación) establecido por Dios en Cristo con la humanidad. La Iglesia tiene que dejarse inspirar por este modelo en su acercamiento al mundo.

En tercer lugar: Este interés se traduce en una preocupación apostólica y en una acción misionera: diálogo es precisamente el nombre que Paolo VI atribuye al impulso de caridad interior, que tiende a hacerse don exterior de caridad. Históricamente esta es la primera definición de diálogo por parte del Magisterio y el pontífice la presenta inmediatamente después de la cita de Mateo (28, 19) sobre el mandato misionero.

Pienso realmente que hace cuarenta años empezó a existir una «doctrina» del diálogo. Doctrina en el sentido de una «enseñanza normativa» del Magisterio que fija límites precisos a la definición y a la práctica del diálogo y, si se olvida, se corre el riesgo de entrar en una visión del diálogo diferente a la de quienes la introdujeron en el vocabulario eclesial.

 

¿Qué hace falta recordar del Concilio Vaticano II en este sentido?

La reflexión conciliar de «Lumen Gentium» 16 gravita en torno a la afirmación de que los no cristianos pueden conseguir la salvación eterna y de que tal salvación se realiza a través de la gracia que opera en las personas.

En este número se da una atenta descripción de la acción de Dios en la intimidad de la conciencia de los hombres que no conocen el Evangelio. Quisiera recordar que no se hace ninguna mención a las demás religiones como mediaciones de gracia o vías de salvación.

Añado que «Lumen Gentium» 16, quedará como referencia constante en la redacción de los demás documentos que sucesivamente tocarán el tema de los no cristianos: la declaración «Nostra Aetate» y el decreto «Ad Gentes».

Quisiera hacer una última observación, relativa al valor de «Nostra Aetate». Considero que no es casualidad el que en un escrito oficial sobre «Nostra Aetate», el cardenal Augustin Bea [primer presidente del Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos], explicara a quien pensaba atribuir a «Nostra Aetate» el valor de un documento doctrinal, que la declaración sólo daba indicaciones de orden práctico sobre la relación específica entre la Iglesia y miembros de otras religiones («normae praticae et pastorales a agendum cum no-Christianis»). Así, «Nostra Aetate» es concebida como un apéndice práctico a las líneas dictadas por «Lumen Gentium» (n. 16) y más en general de la eclesiología conciliar. Quien hoy en ámbito eclesial y teológico tiende a olvidar «Lumen Gentium» (n. 16) y a atribuir a la declaración «Nostra Aetate» un valor doctrinal comete, a mi entender, una gran ingenuidad y un error histórico.

Así, pues, ¿el Concilio nunca se refirió a las demás religiones como «vías de salvación»?

Sobre un juicio acerca del papel de las religiones, el Concilio habla de «preparaciones evangélicas» en relación a «algo bueno y auténtico» que se puede encontrar en las personas, y a veces en las iniciativas religiosas. En ninguna página se habla explícitamente de religiones como vías de salvación.

Desde el punto de vista histórico-teológico, el término patrístico de «preparaciones evangélicas» utilizado por el Concilio en «Lumen Gentium» y «Ad Gentes», es imitado por aquel filón de la teología del siglo XX que definió las religiones como preparaciones al Evangelio, contraponiéndose a la tesis de las religiones como vías de salvación. En un estudio que publicaré próximamente muestro cómo, a la luz de las actas conciliares, es evidente que el Concilio no ha querido en ningún modo favorecer esta última tesis.

Alguien podría objetarme que esta lectura del Vaticano II ya se contradice por el hecho mismo de la institución del Secretariado para los No Cristianos.

 

Sí, es verdad. Se podría argumentar que con la creación del Secretariado para los No Cristianos la Iglesia supera esta noción del Concilio. ¿No es así?

En efecto, muchos piensan que con la creación de esta institución la Iglesia reconocería a las religiones un papel salvador y paritario. Pero no es así, lo repito, recordando un detalle histórico muy importante: el 29 de septiembre de 1964, por lo tanto pocos días después de la distribución de la encíclica a los padres conciliares, éstos recibieron una «Nota» oficial en la que se explicaba «lo que no es y no tiene que ser» el Secretariado para los No Cristianos.

Sustancialmente esta nota afirmó:

--que el Secretariado no «es un órgano del Concilio», ya que trabaja en un entorno de «no cristianos», es decir, de personas que no «tienen motivos válidos para justificar su presencia en el Concilio»...

--el Secretariado no tiende «a tratar problemas doctrinales, ni mucho menos a ocuparse del ministerio de la predicación y la gracia, o la tarea de los misioneros, sino a establecer contactos con los no cristianos, sobre cuestiones de carácter general».

 

Se advirtió también sobre los «peligros que amenazan, si no se está atento, a la actividad de los que trabajan en el sentido del Secretariado para los No Cristianos»: derrotismo e indiferencia.

«Por indiferencia no entendemos la frialdad o la incredulidad de algunos respecto a la fe cristiana, sino la actitud de los que ven todas las religiones iguales; en cada una de ellas ven igualmente vías que conducen a la cima de la montaña. Por tanto, ellos se dicen, que si el huésped llega a la cita, no debemos preocuparnos por el camino que recorre. Por lo que se refiere al sincretismo, basta conocer un poco las religiones del Lejano Oriente para darse cuenta de la fuerza de tal tendencia. Todas las creencias conocidas se unen y se derriten en una sola, a condición de que presenten algunos aspectos secundarios comunes. El fenómeno es tan fuerte y general que ha pasado a ser un principio en la ciencia de las religiones comparadas. Creemos oportuno abrir bien los ojos sobre estos peligros». Esto se encuentra en las Actas Conciliares (AS III/I, 30-35).

 

¿Con esto quiere decir que los documentos del Concilio son doctrinales pero los del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso --antiguo Secretariado para los No Cristianos-- son pastorales?

Como vemos esta «Nota» explica indirectamente los motivos por los que la declaración «Nostra Aetate» no fue redactada por el Secretariado y nos recuerda implícitamente que los documentos del Consejo Pontificio por el Diálogo Interreligioso no son de carácter doctrinal, sino sólo naturaleza práctica y pastoral.

A la luz de lo que acabamos de decir, podemos afirmar por tanto que, en la visión del Concilio Vaticano II, el diálogo interreligioso tiene un papel eminentemente pastoral y práctico, eso también vale por los documentos emitidos por el Consejo Pontificio.

El diálogo es una moción que viene de la conciencia del cristiano y nace del deseo de comunicar el regalo inesperadamente recibido en Cristo: el regalo de haber sido constituidos hijos de Dios. Ello tiene también, según la visión de la Iglesia, una función exquisitamente humana, la de crear las premisas por una colaboración internacional orientada a la superación de los conflictos y a la solución de los problemas.

 

II

 

¿Por qué el diálogo interreligioso no puede ser asimilado a lo que ocurre en ámbito ecuménico?

La razón es bastante simple: el diálogo ecuménico ocurre en un contexto intra-cristiano, entre creyentes de confesiones diferentes pero unidas en la fe en Jesucristo. Este tipo de diálogo debería aspirar a llegar a la reconstitución de la unidad de los cristianos (todavía no existente), en la unidad católica (ya existente en la Iglesia católica).

El diálogo interreligioso es una relación que se establece entre cristianos católicos y miembros de otras religiones. No hay una unidad de ciertos elementos de fe como base para este tipo de relaciones. La superposición entre diálogo interreligioso y diálogo ecuménico es una tentación muy difusa, que depende en buena parte de la falta de claridad de ideas en el seno a nuestras comunidades.

En todo caso, hay una condición común para las dos formas de diálogo indicada por Paolo VI: la conciencia de la misma identidad. Si, como católicos, olvidáramos la conciencia de nuestra identidad ante un hermano protestante incurriríamos en el mismo error de aquellos fieles que, por querer dialogar con un musulmán, están dispuestos a relativizar el propio credo.

Recientemente un amigo musulmán me dijo: «Nosotros queremos dialogar con católicos auténticos, no con católicos a medias. Desde mi punto de vista de musulmán, un católico que renuncia a algún aspecto fundamental de su fe para dialogar sería como un mal musulmán que no observa el Corán. Se dialoga si se tiene la valentía de la propia identidad. ¿Cómo realmente podríamos conocer vuestra fe si negáis por ejemplo la unicidad de Cristo?».

Me parece una consideración muy sensata que sería útil también recordar dentro de algunos movimientos católicos que se dicen partidarios del diálogo interreligioso.

 

¿Sería mejor de hablar de «coloquio» (como «colloquium») en latín que de diálogo?

El texto latino de la encíclica “Ecclesiam Suam” (1964) habla de «colloquium», término que se traduce con el término «diálogo» y que fue retomado por Pablo VI en sus discursos en italiano. Yo pienso que habría sido más oportuno y prudente que se hubiera mantenido la palabra originaria, no sólo porque el término «dialogo» ha conocido en la historia sentidos y aplicaciones muy diferentes y ambiguas, sino también porque hoy es una palabra que ha sufrido inflación, se usa a menudo en política, en filosofía, en sociología etcétera, en ocasiones para relativizar la verdad o negarla.

Se dialoga --es la opinión de muchos-- porque nadie puede tener la pretensión de conocer la verdad. Si se traslada este razonamiento al ámbito cristiano, el riesgo concreto y tangible en muchas publicaciones y discursos, es el de relativizar el valor único de la verdad de la salvación en Jesucristo. No es ésta la enseñanza del Magisterio.

 

Al igual que la declaración “Dominus Iesus” (2000), usted habla de dos niveles de diálogo, el personal y el doctrinal. ¿En qué consisten y por qué fueron criticados cuando se publicó esta declaración?

Querría hacer ante todo una premisa: en el momento actual, no existe un diálogo cristianismo-religiones no cristianas. No existe la posibilidad, por el hecho mismo de que ni el hinduismo ni el budismo, ni el islam constituyen en cada uno de los casos una unidad presidida por una autoridad de referencia. Existen budismos, islams y hinduismos muy diferentes entre sí, aunque aunados por algunos elementos distintivos.

No se tendría en cuenta esta diversidad, a veces radical, si se considerara a una de estas religiones como una denominación indistinta. Existe en cambio la posibilidad de dialogar con individuos que pertenecen a una u otra tradición de una determinada religión. Yo no creo, por tanto, que los congresos interreligiosos a gran escala sean la verdadera imagen del diálogo interreligioso.

 

Entonces, ¿cuándo se da el diálogo interreligioso?

El diálogo se edifica en el contacto personal, en un clima de intimidad y simpatía, no en una concentración oceánica. Esto es lo que he aprendido al encontrarme con católicos que trabajan en el ámbito del diálogo, cuando yo misma me he encontrado con creyentes de otras religiones.

Dicho esto, un diálogo entre cristianos y miembros de otras religiones puede darse a dos niveles:

--en temas políticos, sociales, por ejemplo cuando nos interpelan sobre el papel que las religiones desempeñan en el proceso de paz y humanización del mundo;

 

--en temas relativos a las doctrinas religiosas, por ejemplo, el contenido de la salvación según las correspondientes doctrinas religiosas. Es este sentido, la declaración «Dominus Iesus» aclara que si bien a nivel de personas, en cuanto personas, quienes forman parte del diálogo tienen la misma dignidad, no se puede decir lo mismo a nivel de doctrinas. Entre mensaje cristiano y mensaje no cristiano existe una necesaria diferencia, si somos católicos.

 

Quizá puede ayudar el poner un ejemplo. Hace uno años me encontré con unos amigos en casa de un anciano bonzo japonés, después de que hablamos largo y tendido sobre la salvación propuesta en el budismo de la Tierra Pura y la de Cristo, nos dijo: «Yo soy y seguiré siendo budista, pero tengo que admitir que el contenido de la salvación propuesto por Cristo es de un nivel cualitativamente superior a aquel propuesto por mi Tradición. La elevación que le es propuesta al hombre por la redención de Cristo está muy por encima de la que se perfila en el budismo. Cristo me plantea preguntas que difícilmente soy capaz de contestar en virtud de mi tradición».

En estos días, he escuchado el testimonio de un misionero en Indonesia. Recordaba cómo los cronistas musulmanes afirman que el cataclismo del 26 de diciembre debe interpretarse como un castigo de Dios.

En la visión cristiana, Dios es un Padre misericordioso y los desastres naturales son concebidos como expresión de una naturaleza que todavía no ha sido totalmente domada por el hombre. El misionero contó cómo alentó esta explicación a algunos amigos musulmanes. Una vez más, la diferencia no estriba a nivel de las personas sino de doctrinas.

El hecho que la «Dominus Iesus» haya sido mal acogida por algunos entornos del mundo católico no nos debe sorprender. Ha sido un hecho fisiológico: no habría habido razón de escribir un tal documento si amplios sectores del catolicismo actual no hubieran perdido de vista la belleza y la amplitud del mensaje cristiano.

«Dominus Iesus» retoma, en cierto sentido, la misma advertencia de Paolo VI en «Ecclesiam Suam» cuando ponía en guardia a los fieles de la tentación de perder el sentido y el valor del don recibido con el Bautismo y la fe católica.

 

¿Por esto tuvo tan mala prensa la «Dominus Iesus»?

Detrás del rechazo por los contenidos de la declaración «Dominus Iesus», se esconde en general el rechazo por la autoridad doctrinal del Magisterio, por el valor normativo de la Tradición, por el principio de la unicidad de la salvación en Cristo. Éstos son los puntos fundamentales del catolicismo.

El diálogo interreligioso no puede ser entendido como una acción con la que el cristiano podría llegar a conocer aspectos de la Revelación o incluso de otras revelaciones divinas paralelas a aquella cristiana. Quien afirma esto, no sólo se va más allá de la definición de diálogo admirablemente trazada por el Magisterio de Paolo VI, sino que además no reconoce en la Revelación en Cristo ese carácter único que está en el corazón mismo de la fe cristiana.

Desde mi punto de vista, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha cumplido con la «Dominus Iesus» un gesto atrevido, a costa de cierta impopularidad, volviendo a puntualizar principios que no pueden ser arrinconados. Como creyente, por otra parte, si yo perdiera de vista quién soy y qué he recibido por gracia, podría promover mil iniciativas de diálogo, pero ninguna de ellas reflejaría la concepción católica.

Todo esto debe llevarnos a reconocer que, cuarenta años después de la encíclica «Ecclesiam Suam», ha llegado la hora de recuperar la primera parte de su enseñanza sobre la conciencia de la identidad cristiana. Al abrirnos al otro, hemos perdido en parte el baricentro de nuestra vida. Estoy convencida de que tenemos que restablecer este equilibrio en nosotros y en nuestras comunidades para dar vigor y sentido a nuestras iniciativas y a nuestros «coloquios» con personas de otras religiones.