Verdad y Violencia
THOMAS MERTON
Vivimos en crisis, y tal vez nos parezca interesante hacerlo. Además, también
nos sentimos culpables por ello, como si no tuviéramos que estar en crisis. Como
si fuéramos tan sabios, tan capaces, tan bondadosos, tan razonables, que la
crisis debiera ser en todo momento impensable. Es sin duda este "debiera", este
"tuviera", lo que hace a nuestra era tan interesante que de ningún modo puede
ser una época de sabiduría, ni siquiera de razón. Creemos saber lo que
debiéramos estar haciendo, y nos vemos mover, con la inexorable premeditación de
una máquina descompuesta, haciendo lo opuesto. ¡Un fenómeno tan absorbente que
no podemos dejar de observar, medir, discutir, analizar, y quizás deplorar! Pero
la cosa continúa. Y, como dijo Cristo sobre Jerusalén, no conocemos las cosas
que hacen a nuestra paz. Estamos viviendo en la mayor revolución de la historia,
un enorme cataclismo espontáneo de la especie humana íntegra: no la revolución
planificada y llevada a cabo por algún partido, raza o nación particular, sino
un profundo y elemental hervor desbordante de todas las contradicciones internas
que siempre habitaron al hombre, una revelación de las fuerzas caóticas dentro
de cada cual. No es algo que hayamos elegido, ni es algo que podamos eludir.
Esta revolución es una profunda crisis espiritual del mundo entero, manifestada
vastamente con desesperación, cinismo, violencia, conflicto, auto-contradicción,
ambivalencia, temor y esperanza, duda y creencia, creación y destructividad,
progreso y regresión, apego obsesivo a imágenes, ídolos, slogans, programas que
embotan la angustia general sólo por un momento hasta que estalla por doquier de
un modo más agudo y terrorífico ¡No sabemos si estamos construyendo un mundo
fabulosamente maravilloso o destruyendo todo lo que teníamos, todo lo que
habíamos logrado!. Toda la fuerza interna del hombre está hirviendo y
estallando, lo bueno junto con lo malo, lo bueno emponzoñado por lo malo y
combatiéndolo, lo malo simulando ser bueno y manifestándose con los crímenes más
espantosos, justificados y racionalizados mediante las intenciones más puras e
inocentes. El hombre está preparado para convertirse en un dios, y en cambio a
veces luce como un zombie. Y así tememos reconocer nuestro kairos [*] y
aceptarlo. Esta época manifiesta en nosotros una distorsión básica, una
arraigada falta de armonía moral contra la cual leyes, sermones, filosofías,
autoridad, inspiración, creatividad y hasta aparentemente el mismo amor
parecerían no tener poder alguno. Por el contrario, si en su desesperada
esperanza, el hombre se vuelve a todas estas cosas, ellas parecen dejarlo más
vacío, más frustrado, más angustiado que antes. Nuestra enfermedad es la
enfermedad del amor desordenado, del amor propio que simultáneamente se da
cuenta que es odio propio e instantáneamente se vuelve fuente de destructividad
indiscriminada, universal. Es la otra cara de la moneda que era corriente en el
siglo XIX: la creencia en el progreso indefinido, en la suprema bondad del
hombre y de todos sus apetitos. Lo que en Norteamérica se toma por optimismo,
aún optimismo cristiano, es la indefectible esperanza de que las actitudes de
los siglos XVIII y XIX pueden seguir siendo válidas sólo mediante la decisión de
sonreír, aún cuando el mundo entero se esté cayendo a pedazos. Nuestras sonrisas
son los síntomas de la enfermedad. Estamos viviendo bajo una tiranía de la
falsedad que se afirma en el poder y establece un control más total sobre los
hombres a medida que estos se autoconvencen de que están resistiendo el error.
Nuestra sumisión a las mentiras plausibles y pragmáticas nos enreda en más
grandes y obvias contradicciones, y para ocultárnoslas a nosotros mismos
necesitamos más grandes y siempre menos plausibles mentiras. La falsedad básica
está constituida por la mentira de que estamos completamente dedicados a la
verdad, y de que podemos estar dedicados a la verdad de un modo que es al mismo
tiempo honesto y exclusivo: que tenemos el monopolio absoluto de la verdad
absoluta, así como nuestro adversario ocasional tiene el monopolio absoluto del
error. Luego nos autoconvencemos de no podremos preservar nuestra pureza de
visión ni nuestra sinceridad interior si entramos en diálogos con el enemigo,
pues él nos corromperá con su error. Finalmente, creemos que no puede
preservarse la verdad a menos que destruyamos al enemigo -porque, como lo hemos
identificado con el error, destruirlo es destruir el error. El adversario, por
supuesto, tiene sobre nosotros exactamente la misma política básica por la cual
defiende la "verdad". Él nos ha identificado con la deshonestidad, la
insinceridad y la falsedad. Piensa que si nosotros somos destruidos, no quedará
en pie otra cosa que la verdad. Si persiguiéramos realmente la verdad,
comenzaríamos lenta y trabajosamente a despojarnos, una por una, de todas
nuestras envolturas de ficción y engaño: o al menos deberíamos desear hacerlo,
pues las meras ganas no nos capacitan para lograrlo. Por el contrario, el que
mejor puede señalar nuestro error y ayudarnos a verlo es el adversario que
queremos destruir. Y esta es quizás la razón por la cual queremos destruirlo.
Del mismo modo, nosotros podemos ayudarlo a ver su error, y esa es la razón por
la que él busca destruirnos. (...) La crisis del actual momento histórico es la
crisis de la civilización occidental: más precisamente de la civilización
europea, la civilización que fue fundada sobre la cultura grecorromana del
Mediterráneo, y vigorizada por la gradual incorporación de los invasores
bárbaros dentro de la cultura religiosa judeo-romano-cristiana del decaído
Imperio Romano. Yo nací dentro de esta crisis. Mi vida entera ha sido modelada
por esta crisis. ¡En esta crisis se consumirá mi vida, aunque, espero, no sin
sentido! (...) He aquí un aserto de
Mahatma Gandhi que sintetiza clara y concisamente toda la doctrina de la no
violencia: "El camino de la paz es el camino de la verdad". "La veracidad es aún
más importante que la paz. Por cierto que la mentira es la madre de la
violencia. Un hombre veraz no puede permanecer por mucho tiempo siendo violento.
En el curso de su búsqueda él percibirá que no necesita ser violento, y
descubrirá además que, mientras exista en él la menor traza de violencia,
fracasará en hallar la verdad que está buscando". ¿Por qué no creemos esto
inmediatamente? ¿Por qué lo ponemos en duda? ¿Por qué parece imposible?
Simplemente porque todos somos, de algún modo, mentirosos. La madre de todas las
demás mentiras es la mentira que persistimos en decirnos a nosotros mismos,
acerca de nosotros mismos. Y ya que no nos mentimos en forma suficientemente
descarada como para creernos nuestras propias mentiras individualmente,
unificamos todas nuestras mentiras y las creemos porque se han convertido en la
gran mentira proferida por la vox populi, y este tipo de mentira la aceptamos
como la última verdad. "Un hombre veraz no puede permanecer por mucho tiempo
siendo violento". Pero un hombre violento no puede iniciar la búsqueda de la
verdad. De entrada nomás, él quiere haberse asegurado de que su enemigo es
violento y de que él mismo es pacífico. Ya que entonces su violencia está
justificada. ¿Cómo puede enfrentar la desconsoladora tarea de entrar a reconocer
el gran mal que hay dentro suyo y que necesita ser curado? Es mucho más fácil
enmendar las cosas viendo el mal de uno encarnado en un chivo emisario, y
destruir el chivo y mal juntos. Gandhi no quiere decir que debamos aguardar
volvernos no violentos por el deseo de serlo. Sino que todo aquel que se percata
oscuramente de su necesidad de verdad debería buscarla por medio de la no
violencia, puesto que realmente no existe otro medio. Podrán no tener un éxito
total. Sus éxitos podrán ser en realidad muy escasos. Pero por una pequeña
cantidad de buena voluntad comenzarán a acceder a la verdad, y por medio de
ellos habrá al menos una pequeña verdad en la oscuridad de un mundo violento.
Esta idea de Gandhi no puede ser, sin embargo, entendida si no recordamos su
optimismo básico respecto de la naturaleza humana. Él creía que en las ocultas
profundidades de nuestro ser, profundidades que se hallan demasiado a menudo
aisladas de nuestro modo consciente e inmoral de vida, somos más verdaderamente
no violentos que violentos. Él creía que para nosotros el amor es más natural
que el odio. Que "la Verdad es la ley de nuestro ser". Si esto no fuese así,
entonces "mentir" no sería la "madre de la violencia". La mentira introduce
violencia y desorden en nuestra propia naturaleza. Nos divide contra nosotros
mismos, nos aliena de nosotros mismos, nos hace enemigos de nosotros mismos y de
la verdad que está en nosotros. De esta división es que surge el odio y la
violencia. Odiamos a los demás porque no podemos soportar el desorden, la
intolerable división que hay en nosotros. Somos violentos con los demás porque
ya estamos divididos por la violencia interior de nuestra infidelidad a nuestra
propia verdad. El odio proyecta esta división fuera nuestro, en la sociedad.
(...)
[*] (N.d.E.) Tenemos una sola palabra para el "tiempo". Los griegos tenían dos:
chronos y kairos. Chronos es el tiempo del reloj, el tiempo que se mide. Kairos
no es el tiempo cuantitativo sino el tiempo cualitativo de la ocasión. Todos
experimentamos en nuestras vidas la sensación de que llegó el momento adecuado
para hacer algo, que estamos maduros, que podemos tomar una decisión determinada