LOS SIETE DONES DEL ESPIRITU SANTO

Meditaciones Dominicales del Papa.

 

La sabiduría

Fecha: 9 de abril de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 16/04/89)

            1. Con la perspectiva de la solemnidad de Pentecostés, hacia la que conduce el período pascual, queremos reflexionar juntos sobre los siete dones del Espíritu Santo, que la Tradición de la Iglesia ha propuesto constantemente basándose en el famoso texto de Isaías referido al “Espíritu del Señor” (cf. Is 11, 1-2).

            El primero y mayor de tales dones es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios. En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: “Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. Y la preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza” (Sb 7, 7-8).

            Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás habla precisamente de “un cierto sabor de Dios” (Summa Theol. II-II, q. 45, a. 2, ad. 1), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.

            2. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.

            Un ejemplo fascinante de esta percepción superior del “lenguaje de la creación” lo encontramos en el “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís.

            3. Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz “que viene de lo Alto”, como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos y, yo diría, hoy mismo por Santa Clelia Barbieri y por su luminoso ejemplo de mujer rica en esta sabiduría, aunque era joven de edad.

            En todas estas almas se repiten las “grandes cosas” realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien la piedad tradicional venera como “Sedes Sapientiae”, nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.

 

El entendimiento

 Fecha: 16 de abril de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 23/04/89)

            1. En esta reflexión dominical deseo hoy detenerme en el segundo don del Espíritu Santo: el entendimiento. Sabemos bien que la fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con la fe concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.

            La palabra “inteligencia” deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que “que escruta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba en el camino, explicándonos las Escrituras?” (Lc 24, 32).

            2. Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores, que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cf. Jn 14, 26; 16, 13), y a los fieles, que, gracias a la “unción” del Espíritu (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) poseen un especial “sentido de la fe” (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.

            Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de Dios!

            3. Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo” (Secuencia de Pentecostés).

            Invoquémoslo por intercesión de María Santísima, la Virgen de la Escucha, que a luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cf. Lc 2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 46 ss.).

 

La ciencia

 Fecha: 23 de abril de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 30/04/89)

            1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.

            Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder, que, precisamente, se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.

            2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás- el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cf. S. Th., II-II, q. 9, a. 4).

            Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18/19, 2; cf. Sal 8, 2); “Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna, alabadlo estrellas radiantes” (Sal 148, 1.3).

            3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquél que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.

            Esta ha sido la experiencia de los Santos; también lo fue -podemos decir- para los cinco Beatos que hoy he tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseña a caminar “para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría” (Oración del domingo XXI per annum).

 

El consejo

Fecha: 7 de mayo de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 14/05/89)

            1. (...) [da agradeciminetos por un viaje pastoral]

            2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones morales que la vida diaria le impone.

            Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina “reconstrucción de las conciencias”. Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.

            En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros- para obtener, ante todo, la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad  la experiencia confirma que “los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas”, como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).

            3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cf. San Buenaventura: Collationes de septem donis Spiritus Sancti; VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7).

            Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.

            Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, Madre del Buen Consejo.

 

La fortaleza

Fecha: 14 de mayo de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 21/05/89)

            1. “Veni, Sancte Spiritus!” Esta es, muy queridos hermanos y hermanas, la invocación que hoy, solemnidad de Pentecostés, se eleva insistente y confiada desde toda la Iglesia: Ven, Espíritu Santo y “reparte tus siete dones según la fe de tus siervos” (Secuencia de Pentecostés).

            Entre estos dones del Espíritu hay uno sobre el que deseo detenerme esta mañana: el don de la fortaleza. En nuestro tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce el ambiente circundante.

            2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.

            Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y de la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.

            3. Quizá nunca como hoy la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural que da vigor al alma, no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.

            Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní “la debilidad de la carne” (cf. Mt 26, 41; Mc 14; 28), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: “Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 10).

            4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto a la cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu!

            Pidámos a María, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.

 

La piedad

Fecha: 27 de mayo de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 04/06/89)

            1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu Santo sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

            La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: “Envió Dios a su Hijo... para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...” (Ga 4, 4-7; cf. Rm 8, 15).

            2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera partícipe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano “piadoso” siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

            El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, a la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

            3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de María, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas saluda como Vas insignae devotionis, nos enseñe a adorar a Dios “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la “Salve Regina”: “¡... O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!”

 

El temor de Dios

Fecha: 11 de junio de 1989 (publicada en L’Osservatore Romano 18/06/89)

            1. Al regreso de mi peregrinación apostólica a los países de la Europa septentrional, sobre la cual hablaré próximamente para exponer algunas consideraciones, os pido desde ahora que deis gracias a Dios conmigo por lo que me ha sido dado realizar de acuerdo con la misión pastoral que se me ha encomendado.

            Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El último, en el orden de enumeración de estos dones, es el don del temor de Dios.

            La Sagrada Escritura afirma que “Principio del saber, es el temor de Yahveh” (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese “miedo de Dios” que impulsa a evitar pensar o acordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, “a ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín” (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).

            Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda maiestas de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser “encontrado falto de peso” (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el “corazón contrito” y con el “corazón humillado” (Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación “con temor y temblor” (Flp 2, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.

            2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios, que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial que es un sentimiento arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada, de “permanecer” y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).

            3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: “Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2 Co 7, 1).

            Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste “se conturbó” (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el “fiat” de la fe, de la obediencia y del amor.