LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO Y EL CAMINO HACIA LA SANTIDAD

Javier Sesé

(
Artículo publicado en
“Scripta Theologica” 30
(1998/2), 531-557)



1. Un camino de santidad conducido por el Espíritu Santo

La tradición teológica y espiritual cristiana ha resaltado desde muy antiguo el papel de los siete dones del Espíritu Santo en la santificación del alma. Como es sabido, aunque la expresión “dones del Espíritu Santo” se puede entender de forma general, es decir, referida a todo tipo de dádivas divinas, habitualmente tiene un sentido mucho más específico; recordémoslo con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que recogen sintéticamente la doctrina tradicional:
“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”[1].
“Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-3). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas”[2].
No es nuestra intención ahora abordar la cuestión teológica de la naturaleza de estos dones, su relación con las virtudes, su número septenario, etc.[3] Este artículo quiere enmarcarse en un contexto más teológico-espiritual que dogmático, más práctico que especulativo. Teniendo en cuenta la abundante doctrina de los santos y maestros espirituales sobre el papel de los dones en la santificación del alma, queremos fijarnos sobre todo en una visión clásica de la vida espiritual cristiana: su presentación como un camino, itinerario o ascensión.
En ese camino hacia la santidad, la iniciativa y la actividad principal es divina: la acción del Espíritu Santo en el alma, contando con la libre cooperación humana. La actitud cristiana de docilidad a esa conducción interior divina resulta así decisiva en el proceso de la propia santificación. Como acabamos de leer en el Catecismo, Dios infunde en nuestras almas los siete dones precisamente con el objeto de facilitar esa docilidad a sus inspiraciones y mociones; y en este punto es justamente donde completan y perfeccionan a las virtudes. La santidad del alma crecerá así en la medida de una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo, y por tanto, en la medida de un mayor arraigo y desarrollo de esas “disposiciones permanentes” que son los dones.
Por otra parte, la enumeración clásica de los siete dones del Espíritu Santo, tomada de Isaías 11, 1-3, ha sido vista por la tradición teológica y espiritual como una cierta gradación de la actuación del “Espíritu septiforme” en el cristiano[4]: el espíritu de sabiduría sería la culminación de un proceso iniciado desde el temor de Dios. Es el itinerario que presenta, entre otros, San Agustín:
“Cuando el profeta Isaías recuerda aquellos siete famosos dones espirituales, comienza por la sabiduría para llegar al temor de Dios, como descendiendo desde lo más alto hasta nosotros, para enseñarnos a subir. Parte del punto adonde nosotros debemos llegar, y llega al punto donde nosotros comenzamos. Dice, en efecto: ‘descansará sobre El el Espíritu de Dios, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios” (Is 11, 2-3). A la manera, pues, que el Verbo encarnado, no aminorándose, sino enseñándonos, desciende desde la sabiduría hasta el temor; así debemos nosotros elevarnos desde el temor a la sabiduría, no llenándonos de soberbia, sino progresando, ya que ‘el temor es el inicio de la sabiduría’ (Prov 1, 7) (…)
Por esta razón se coloca en el primer lugar la sabiduría, que es la verdadera luz del alma, y en el segundo el entendimiento. Como si a los que le preguntan: ¿de dónde hay que partir para llegar a la sabiduría?, les respondiera: del entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para llegar a la ciencia? De la piedad. ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego desde el temor a la sabiduría, porque ‘el temor de Dios es el inicio de la sabiduría’ (Prov 1, 7)”[5].
Este papel gradual de la acción divina a través de los siete dones es el que queremos presentar aquí. La frase de los Proverbios citada dos veces en ese texto de San Agustín, combinada con la enumeración “desdendente” de Isaías, es precisamente la fuente principal de casi todos los autores que defienden esta visión progresiva de la acción del Espíritu divino en el alma, por la sucesiva intervención de los siete dones.
No obstante, conviene aclarar desde el principio que se trata de un “modelo” teológico-espiritual que no conviene extralimitar. En efecto, esta visión puede servir de orientación para comprender el proceso de santificación del alma, y también de ayuda práctica en la vida ascética; pero no pretendemos afirmar que exista una estricta periodización de la vida espiritual en siete etapas bien delimitadas, según los dones, como tampoco pretenden eso otros modelos clásicos como el de las tres vías, o el de las moradas teresianas, por poner sólo dos ejemplos bien conocidos, entre muchos otros, abundantes en la literatura espiritual.
La acción del Espíritu divino es riquísima y variadísima en la vida de millones de cristianos de todas las épocas, y no está predeterminada por esquemas y periodizaciones rígidas; aunque también es cierto que esa actividad divina sigue una lógica que nos permite, aunque sin rigideces, poder presentar unos rasgos generales y comunes de la vida cristiana lo más universales posibles.
En particular, los siete dones desempeñan un papel importante desde el principio hasta el final del camino de santidad; como lo juegan las virtudes, los sacramentos, la oración, etc. Hay algo de cada uno de ellos en cada etapa, e incluso en cada acto de la vida cristiana. Pero también nos parece que existe una mayor necesidad y predominio del temor de Dios en los primeros pasos de ese itinerario, mientras la sabiduría se suele enseñorear de la vida contemplativa y de intenso amor a Dios de las almas más santas; por hablar sólo de los dos extremos de la cadena.
Sea como sea, nos parece que una reflexión sobre cada uno de los aspectos de esta septiforme intervención divina en el cristiano, puede ser de gran utilidad para una mayor comprensión teológica de la persona y la actuación del Espíritu Santo, y para una mejora interior personal de cada uno en la docilidad a sus impulsos e inspiraciones.


2. El temor de Dios y la lucha contra el pecado

Santidad significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de mancha. Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de todo cristiano, con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo ha alcanzado la impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos hablan con más atrevimiento de una profunda, continua y transformante identificación con Dios en las cumbres de la santidad, están convencidos de poder perder en cualquier momento esa situación privilegiada -que además ven siempre como don inmerecido- y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy alejados que en esos momentos se vean de él[6].
No obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente contra el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas, claramente dominadas y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros pasos de aquellos que se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar marcados por una gran necesidad de conversión, de purificación interior, que aleje de forma determinante el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible de la inclinación al mal, para poder dirigir de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentidos a Dios como objetivo principal, y cuanto antes fin único, incluso, de su existencia.
Los libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos, recomendaciones, propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el pecado y sus adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”, … Pero entre ellos hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada particularmente como Espíritu de temor de Dios.
Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los pecados, y sólo El puede ayudar eficazmente al alma a alejarse del peligro del pecado. El miedo al mismo pecado y a sus consecuencias (el castigo que merece, el daño causado a la propia alma y a los demás) puede ayudar, pero tiende a quedarse muy corto; más aún, si ese miedo se entiende como temor a Dios, a su justicia vindicativa, puede ser incluso contraproducente, al falsear la auténtica imagen de un Dios que, ante todo, es Padre, Amor y Misericordia: atributos sin los que no se puede entender la verdadera Justicia divina.
El don de temor de Dios se nos presenta desde otra perspectiva, que en el fondo es precisamente la perspectiva del Amor. Como tantos escritores cristianos han subrayado desde la antigüedad, se trata, en efecto, de un temor filial, no servil: por eso subrayamos que es temor de Dios.
Sí se puede hablar de una cierta componente servil de ese temor, en cuanto refuerza precisamente el miedo al propio pecado y a los peligros de dejarse dominar por el demonio, o lo carnal. De ahí, en particular, que Santo Tomás de Aquino relacione este aspecto del don de temor con la virtud de la templanza[7]. Pero, sobre todo, este don divino nos hace comprender la maldad del pecado como ofensa a Dios, como pérdida del amor de Dios, como infidelidad del hijo con su Padre. Es el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno, en el pecador que se arrepiente; o el temor de poder ofenderle y así alejarse de su maravilloso amor, o perderlo para siempre incluso, en el que desea huir lo más lejos posible del pecado.
El hijo pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de sus consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento la amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 18-20).
De forma sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las claves del verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera tratar de hacerle compender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el primer hijo, querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”[8].
Este aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro juicio, el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a Santo Tomás, con la virtud de la esperanza[9]. La esperanza es deseo y confianza, y ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y misericordiosa de Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que es Espíritu de Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su poderoso atractivo enciende nuestro deseo.
Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también una particular relación con la virtud de la humildad[10]; lo cual además resulta coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el don de temor afianza ese fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar el conocido texto teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”[11]. Esta doble verdad queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la distancia abismal que separa a la criatura del Creador.
Así lo enseña otro de los grandes maestros de la humildad, San Benito: “El primer grado de humildad consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor de Dios, huya echarlo jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios tiene mandado, considere de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada para los que le temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios, de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia, procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios le está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad ve en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre tiene presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros corazones y todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los pensamientos de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis pensamientos’ (Ps 138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps 75, 11)”[12].
Al mismo tiempo, el don de temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos separa de Dios, confiados sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es la verdadera humildad cristiana: la que, convencida de su nada se lanza audazmente en brazos del que lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús, en una oración que parece particularmente dirigida por la humildad y el temor de Dios:
“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejastes tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”[13].
Por todo lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de Dios en determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del sacramento de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la mortificación voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del alma, etc. En cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo particularmente este don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que Dios frecuentemente les fortalece en momentos determinados de su vida. Son tiempos de “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18).
Así se explica también que el mismo Jesucristo, a pesar de la total ausencia de pecado en su vida, dispusiera de este don y lo utilizara; particularmente frente a las tentaciones del diablo en el desierto, y más claramente aún en la agonía del huerto y en el momento cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); y el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores ejemplos de la fuerza y hondura que puede alcanzar el don de temor de Dios en un alma santa, reforzando la confianza y el abandono en Dios.
Tampoco María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y humildad que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor de su Hijo, no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz, no se explican sin una fuerte y clara intervención del don de temor de Dios.


3. Piedad y vida de oración

Conforme el alma va alejándose del pecado y sus peligros, crece también su cercanía e intimidad con Dios; o mejor: es un progresivo enamoramiento del Señor el que la purifica y afianza en sus disposiciones. Debe empezar así una auténtica vida de oración, de trato personal con Dios.
La oración, por lo menos la oración vocal, aparece en la vida cristiana ya desde los primeros balbuceos conscientes del niño bautizado, o desde los primeros pasos del adulto hacia la conversión; pero es a raíz de una mayor determinación en el seguimiento de Jesucristo, cuando el cristiano empieza a descubrir la riqueza de la oración litúrgica, de las fórmulas devocionales clásicas, y de la oración mental o meditación. Es en este momento, a nuestro entender, cuando el don de piedad va tomando el relevo al de temor de Dios, cada vez con más fuerza.
Como virtud humana, la piedad es justamente la virtud característica del trato entre padres e hijos. Cuando hablamos de piedad en el trato con Dios queremos acentuar el espíritu de devoción, de cariño filial, en definitiva, que debe fomentarse en la oración y demás prácticas de la vida cristiana; evitando así, el mero formalismo, la rutina. Como nos propone San Josemaría Escrivá: “Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor. -Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchìsimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”[14].
Hay una fuerte componente de lucha personal, de ejercicio de las virtudes con la ayuda de la gracia, en el afianzamiento de esas disposiciones interiores en el alma. Pero lo más profundo y valioso de la piedad cristiana no se explica sin la intervención del don de piedad; pues sólo el Espíritu de Amor, fruto en el seno de la Trinidad del mismo trato paterno-filial entre Dios Padre y Dios Hijo, puede enseñarnos los secretos de esa intimidad amorosa divina, y darnos el amor con que amar realmente a Dios como El nos ama y merece ser amado; y el don de piedad, que el mismo Espíritu divino nos da, es la disposición necesaria para que seamos capaces de comprender y valorar ese amor, aplicarlo de hecho a nuestra vida cristiana, e incluso para ser capaces de manifestar al Señor nuestro amor.
Así lo explica magistralmente San Juan Crisóstomo, glosando conocidas frases de San Pablo: “Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: ‘Señor, Jesús’, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (cfr. 1 Cor 12, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: ‘Padre nuestro que estás en los cielos’. Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: ‘Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre’ (Gal 4, 6). Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración”[15].
El don de piedad se hace así especialmente valioso en la participación en los sacramentos, particularmente en la Sagrada Eucaristía; en el rezo de la Liturgia de las Horas; en el Santo Rosario y las prácticas de piedad mariana; en los tiempos dedicados a la oración mental personal; en el examen de conciencia, etc. Es decir en todas las variadísimas formas de la oración cristiana, como nos enseña el Catecismo: “El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos”[16].
Más aún, este espíritu de piedad nos ayuda a armonizar oración personal y litúrgica, pública y privada: a dar a toda oración su pleno valor eclesial. Así lo explica Santa Edith Stein, con una honda comprensión de la acción del Paráclito en la Iglesia y en el cristiano: “no se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad ‘subjetiva’ a la liturgia como forma ‘objetiva’ de oración de la Iglesia: a través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26). Esa es la oración auténtica, pues ‘nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo’ (1 Cor 12, 3)”[17].
La piedad filial proporciona también una cierta participación en la piedad paternal. El buen hijo aprende a ser buen padre, y por tanto, buen hermano. El que se acostumbra a dejarse guiar por el Espíritu de piedad, penetra no sólo en los sentimientos filiales del Hijo, sino también en los paternales del Padre. El don de piedad traslada así los mismos rasgos que confiere a las relaciones del cristiano con Dios hacia las relaciones con los demás hijos de Dios; con sentimientos y actitudes no sólo de hermano mayor, sino de verdadero padre. Oigamos de nuevo a Santa Edith Stein:
“El primer paso es estar unidos con Dios, pero a éste le sigue inmediatamente un segundo. Si Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros del Cuerpo Místico, entonces nuestras relaciones mutuas son de miembro a miembro, y todos los hombres somos uno en Dios, una única vida divina. Si Dios es Amor y vive en cada uno de nosotros, no puede suceder de otra manera, sino que nos amemos con amor de hermanos. Por eso precisamente es nuestro amor al prójimo la medida de nuestro amor a Dios (…) Cristo ha venido al mundo para reintegrar al Padre la humanidad perdida, y quien ama con su amor quiere también a los hombres para Dios y no para sí. Este es, sin duda alguna, el camino más seguro para poseerlos eternamente, pues si hemos acunado a un hombre en Dios, entonces llegamos a ser uno con él en Dios”[18].
“Acunar” al prójimo como un padre, como una madre: expresión atrevida de esta santa, pero apropiada para entender hasta donde debe llegar la piedad cristiana, el amor cristiano, bajo la guía del Espíritu de Amor y de piedad.
En particular, la oración dominical, paradigma de la piedad cristiana, une estrechamente esos dos sentidos de la piedad, hacia Dios y hacia los demás, en una de sus manifestaciones principales, la misericordia: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Jesús mismo nos da de nuevo ejemplo de piedad profunda, movida por el Espíritu, tanto en sus frecuentes ratos de recogimiento y soledad dedicados al diálogo íntimo con su Padre, como en su forma de vivir el sábado judío, de acudir a rezar al templo de Jerusalén, etc.; y desde luego, en los desvelos de su Sagrado Corazón, que sale siempre al encuentro del hijo, del hermano, del amigo necesitado.
Ese mismo Espíritu de piedad brilla con fuerza en la imagen clásica de María recogida en oración, con frecuencia representada precisamente con la paloma que simboliza a la Tercera Persona de la Trinidad sobrevolando su cabeza, en el momento de la Anunciación y Encarnación del Verbo; y brilla con no menos vigor en su Inmaculado Corazón maternal, tan unido siempre al Corazón de Cristo. Por eso, exclama San Buenaventura: “¡Oh, qué Madre más piadosa tenemos! Conformémonos con nuestra Madre e imitemos su piedad. Tanta compasión tuvo de las almas, que reputó como nada todos los daños y padecimientos temporales. Del mismo modo séanos agradable crucificar nuestro cuerpo por la salvación de nuestra alma”[19].


4. La ciencia de lo divino

Los dones de temor y piedad han introducido ya al cristiano por caminos de oración y de intimidad con Dios, de lucha interior y de ejercicio de las virtudes. Pero el cristiano es un “viador”, un ser que vive en el mundo, que recorre su camino hacia Dios en un contexto personal, familiar, social, profesional y cultural determinado; incluso en el caso de los que, siguiendo una peculiar vocación divina, renuncian a determinados aspectos de esa vida en el mundo, para testimoniar ante todos la grandeza de los dones divinos y de Dios mismo. Esa condición personal de cada uno y su posición en el mundo es asumida y querida por Dios, o incluso propuesta expresamente por El con una llamada específica, como elemento decisivo de su camino de santidad; una vez liberada, desde luego, de sus condicionamientos pecaminosos, con la ayuda del don de temor, y orientada hacia el amor divino, con la ayuda del don de piedad. Para ayudarnos a desenvolvernos cristianamente en ese entorno, nos ofrece el Espíritu Santo el don de ciencia.
En efecto, con la fe, el cristiano no sólo conoce a Dios mismo y sus misterios, sino que se adentra en todo lo relacionado con Dios, y en particular, sobre todo, en la realidad del mismo ser humano y del mundo vistos a la luz de su relación con la Trinidad. La fe es un foco poderoso que ilumina hasta los rincones más ocultos de la vida humana, desvelando sus dimensiones más profundas y, por tanto, también más humanas, pues sólo en Cristo, Dios y Hombre verdadero, se encuentra la plenitud de sentido del hombre y del mundo.
La luz de la fe es muy poderosa, pero en una paradoja misteriosa, es a la vez oscura, pues no se apoya en la visión, la evidencia o el razonamiento, sino en la aceptación libre y confiada de la Palabra de Dios, en una adhesión personal a la misma Palabra encarnada, Jesucristo. En la vida eterna sí alcanzaremos la visión del mismo Dios, y en él comprenderemos también los misterios del hombre y del mundo; pero como un anticipo de esa luz definitiva, el Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, nos da nuevas luces que permiten, por decirlo así, ampliar la potencia luminosa de la fe. Una de ellas es el don de ciencia, que distinguimos de los de entendimiento y sabiduría, y consideramos inferior, porque su fin no es iluminarnos sobre Dios mismo, sino precisamente sobre el hombre y el mundo.
Así lo explica Santo Tomás de Aquino: “Dos cosas se requieren de nuestra parte respecto de las verdades que se nos proponen parar creer. Primera, que sean penetradas y captadas por el entendimiento, y es lo que compete al don de entendimiento. Segunda, que el hombre forme sobre ellas un juicio recto, que ordene a la adhesión a las mismas y la repulsa de los errores opuestos. Este juicio corresponde al don de sabiduría cuando se refiere a las cosas divinas; al don de ciencia, si versa sobre las cosas creadas, y al don de consejo, cuando considera su aplicación a las acciones singulares”[20].
El don de ciencia es como un foco de luz divina vuelto hacia la tierra. Con su ayuda, el cristiano adquiere una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo en sus inspiraciones y mociones respecto a las cosas creadas. Es decir, por una parte, profundiza en el conocimiento de esas dimensiones más profundas, divinas, que la fe le ha descubierto en sí mismo y en cuanto le rodea; por otra, le permite transformar cualquier actividad humana en algo santo y santificante, en la medida, precisamente, de esa profundización y de cómo deja penetrar al Espíritu divino con docilidad en todo lo que hace, para que El grabe su impronta sobrenatural.
No se trata de una ciencia infusa, que sería más bien un don extraordinario de Dios. Es decir, el don de ciencia no nos permite saber más matemáticas, biología, historia o antropología; sino que ilumina esas y otras ciencias humanas, y cualquier arte, oficio o actividad, hasta hacernos comprender y asimilar su sentido último en Dios, y ayudarnos a unir nuestro propio ser al divino en el desempeño mismo de esas ciencias, trabajos y acciones.
Digámoslo con las palabras de uno de los más importantes difusores de este afán de divinización de las realidades terrenas, San Josemaría Escrivá: “Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es El quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”[21].
El don de ciencia nos parece, pues, un don clave en la solución -práctica y teórica- al problema clásico de las relaciones entre acción y contemplación, entre Marta y María; o expresado de otra forma, en la consecución de la necesaria unidad de vida que permita al cristiano no sólo alejar el pecado de su vida, y ser piadoso con Dios en los momentos dedicados expresamente a El, sino orientar todo su quehacer a la Trinidad, hacer de todas sus acciones una profunda manifestación de amor[22].
Para esto resulta necesario, sin duda, alcanzar una mínima purificación del alma y un cierto hábito de oración. De ahí que, aunque el don de ciencia actúa desde el momento mismo en que la fe y la gracia se asientan en el alma, empieza a dar sus mejores frutos cuando los dones de temor de Dios y piedad han preparado ya al cristiano para entrar en sintonía con Dios. Además, el propio don de ciencia ayuda a purificar el alma, al enseñarle a distinguir lo bueno y lo malo en su vida y en el mundo que le rodea.
Así lo explica San Buenaventura: “Se dice la ciencia gratuita ciencia de los santos, porque no tiene mezclado nada de viciosidad, nada de carnalidad, nada de curiosidad, nada de vanidad (…) El que tiene la ciencia para discernir lo santo y lo profano, debe abstenerse de todo lo que puede embriagar, esto es, de toda delectación superflua en la criatura; ésta es el vino que embriaga. Si uno, ya por vanidad, ya por curiosidad, ya por carnalidad, se inclina a la delectación superflua, que es en la criatura, no tiene la ciencia de los santos”[23].
Son abundantes las manifestaciones del don de ciencia en la vida de Jesucristo. Más aún, toda su vida, desde los nueve meses en el seno de su Madre hasta su Ascensión a los cielos, viene a constituir un completísimo “tratado” de esta ciencia de la presencia de lo divino en lo humano y de la santificación de las realidades terrenas. Destaquemos en particular los panoramas que abren el comportamiento de Cristo y el don de ciencia en los ámbitos más corrientes y comunes de la vida humana: la familia, el trabajo, el trato con los demás, el descanso y la diversión, la cultura, la vida social, económica y política, etc.
Por ese mismo camino nos conduce la “ciencia” de la vida corriente de María, como mujer, esposa, madre, ama de casa, etc. Así lo expresa la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María a todas las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella, pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”[24].


5. Fortaleza en la lucha ascética

Ya tenemos al cristiano, con la ayuda de los dones de temor, piedad y ciencia, embarcado en una lucha decidida contra el pecado, buscando la intimidad con Jesucristo y procurando orientar todo su quehacer hacia Dios. Pero ese camino de santidad así iniciado y afianzado no es un camino fácil. La santidad misma es exigente; más aún, heroica; y las acciones que la llamada de Dios nos invita y mueve a realizar suponen lucha, esfuerzo, sacrificio, entrega.
La naturaleza humana, y más si es virtuosa, tiene buenas capacidades, ampliadas y reforzadas notablemente por la gracia y las virtudes infusas, que orientan además esa lucha hacia su verdadero fin, dándole su sentido pleno en el amor a Dios y a los demás. Pero sólo Dios es el verdaderamente fuerte, como nos explica San Buenaventura: “La fortaleza dimana, como de principio sólido, sublime y fuerte, de Dios; y Dios eterno es el origen de la fortaleza de todas las cosas, porque nada es poderoso ni fuerte sino en virtud de la fortaleza del primer principio. Esta fortaleza desciende, pues, de Dios, que nos protege como de primer principio según las disposiciones jerárquicas; y esta fortaleza convierte a todo hombe en rico, y seguro, y poderoso, y confiado”[25].
En consecuencia, sólo el que está fortalecido por el Espíritu divino es capaz de afrontar con garantías de éxito los momentos más duros de la lucha interior, superar los obstáculos más problemáticos en el camino de la santidad, afrontar las empresas apostólicas más audaces. Con el don de fortaleza, el alma cristiana encuentra los medios que facilitan en ella esa acción realmente poderosa del Espíritu Santo, que por sí misma es incapaz de realizar.
Por ese camino busca el Beato Juan Ruusbroec relacionar el don de fortaleza con el anterior, el de ciencia: “Si el hombre quiere acercarse a Dios y elevarse en sus ejercicios y en toda su vida, debe hallar la entrada que lleva de las obras a su razón de ser y pasa de los signos a la verdad. Así vendrá a ser señor de sus obras, conocerá la verdad y entrará en la vida interior. Dios le da el cuarto don, a saber, el espíritu de fortaleza. Así podrá dominar alegrías y penas, ganancias y pérdidas, esperanzas y cuidados relativos a las cosas terrenas, toda suerte de obstáculos y toda multiplicidad. De esta suerte el hombre viene a ser libre y desprendido de todas las criaturas”[26].
Resulta significativo, a nuestro entender, que este don aparezca ocupando un puesto central en la tradicional enumeración septenaria. En efecto, desde esta perspectiva gradual de la vida espiritual, son los años centrales de la vida de la mayoría de los cristianos los más necesitados de una actividad constante de ese don; pues, en esos años, la perseverancia, la paciencia, la constancia en la lucha contra los propios defectos, en subir el tono cristiano de la propia vida, en ayudar con mayor efectividad a personas con las que quizá se lleva ya mucho tiempo conviviendo, exigen un ejercicio especial de fortaleza que parece justamente el más cercano a esa labor callada, pero constante y eficaz, que es la más habitual del Paráclito.
Son momentos, además, en que se puede dar un cierto conformismo en la vida interior, que olvide las exigencias últimas de la llamada a la santidad. La docilidad al don de fortaleza ayuda a romper esa peligrosa dinámica y a llenar de ambición el corazón. Con impresionante vigor lo expresa otro conocido y muy citado texto teresiano: “No os espantéis, hijas, que es camino real para el cielo. Gánase por él gran tesoro, no es mucho que cueste mucho, a nuestro parecer. Tiempo vendrá que se entienda cuán nonada es todo para tan gran precio (…) importa mucho, y el todo (…) una grande y muy determinada determinación de no para hasta llegar a ella (el “agua de vida”), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo”[27].
De todas formas, en muchas personas también, el primer paso o pasos de conversión y de respuesta a la llamada divina pueden necesitar una sensible intervención de este don; y a su vez, los momentos cumbres y finales de la vida de muchos santos les enfrentan a situaciones realmente heroicas, que no se explican sin una gran dosis de fortaleza divina: pensemos, sin ir más lejos, en el emblemático caso del martirio, realidad siempre presente y edificante de la santidad en la Iglesia.
Así concluye, por ejemplo, el relato de una de las actas martiriales más impresionantes de la antigüedad, el martirio de las santas Perpetua y Felicidad: “¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece y honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestiguen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén”[28].
Por todo lo dicho, quizá sea el de fortaleza uno de los dones que, al menos en sus manifestaciones, se hace más omnipresente en la vida cristiana. Es difícil encontrar un aspecto o un momento de la misma que no necesite de esa fortaleza divina; o por lo menos, en que al cristiano no le convenga recurrir a ella para afianzarse y ser más eficaz.
En la vida de Nuestro Señor y de su Madre, encontramos momentos emblemáticos de fortaleza humana y fortaleza divina, con la Cruz, desde luego, en primer plano. Pero el fuerte tirón, también sentimental, que suele producir en nosotros la consideración de la Pasión y muerte del Señor, con su Madre dolorosa al lado, no nos puede hacer olvidar la constante búsqueda de esa fortaleza divina que encontramos en todo el comportamiento de Jesucristo, dejándose llevar siempre por el Espíritu, buscando con afán la intimidad de su Padre, perseverando con paciencia en una labor de almas poco agradecida: desde la insistente oposición farisaica hasta la fragilidad de la fidelidad de apóstoles y discípulos, pasando por la caprichosa versatilidad de las masas.
En cuanto a María, así ensalza San Buenaventura los frutos de su fortaleza en beneficio nuestro: “¿Y de quién es esta estima y precio? De esta mujer, Virgen bendita, es el precio, por el que podemos obtener el reino de los cielos, o también es de ella, o sea tomado de ella, pagado por ella y poseído por ella; tomado de ella en la encarnación del Verbo, pagado por ella en la redención del género humano, y poseído por ella en la consecución de la gloria del paraíso. Ella produjo, pagó y poseyó este precio; luego es suyo en cuanto ella es la que lo origina, lo paga y lo posee. Esta mujer produjo aquel precio como fuerte y santa; lo pagó como fuerte y piadosa, y lo posee como fuerte y valerosa”[29].


6. Un Espíritu consejero

La virtud de la prudencia y la luz de la fe van arraigando en el alma que se encamina por estos senderos de santidad, y le van conduciendo por sus vericuetos con eficacia, en la medida de la propia docilidad a la gracia. Además, la rica tradición espiritual de la Iglesia acumulada en estos veinte siglos proporciona un caudal de conocimientos y consejos prácticos impresionante; entre los que resulta fácil encontrar una recomendación o ayuda oportuna para cada situación, tanto personalmente como en la dirección o acompañamiento espiritual. Se trata además de una experiencia ascética muy decantada y bien cribada; por lo menos en los puntos más frecuentes y comunes a la vida espiritual cristiana.
Sin embargo, la misma grandeza de la santidad y el progresivo adentramiento en la atractiva pero misteriosa intimidad divina, y junto a ello, con frecuencia, la complejidad de la psicología y el espíritu humano, necesitan algo más, mucho más incluso, de lo que la propia experiencia, el sentido común y sobrenatural, los buenos libros o los buenos directores nos pueden decir. Resulta ya casi tópica, pero cierta, en particular, la constatación de la dificultad de dirigir espiritualmente a un santo: la hagiografía está llena de ejemplos y anécdotas -algunas muy duras- al respecto.
Un vez más, el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda con sus dones. El don de consejo es mucho más que una recomendable fuente de consulta y criterio en momentos de apuro; es como tener al mismo Dios como director espiritual: es una participación en el mismo Espíritu consejero; es como leer en el libro abierto de la experiencia interior del mismo Jesucristo.
No es fácil, sin embargo, leer en ese libro, aceptar los consejos divinos y seguirlos, con todas sus consecuencias. Como en el caso de los demás dones, hay intervenciones del Espíritu de consejo desde los primeros pasos de la vida cristiana. Pero, llegados ya en nuestra reflexión al quinto don, hemos subido un buen número de peldaños en este proceso gradual de docilidad a la acción santificadora divina; y para los que, en nuestra propia vida, no hemos llegado tan lejos, nos resulta muy difícil penetrar en esa psicología sobrenatural de los santos, guiados por el consejo divino; experiencia de santidad que, al hablar de los dos últimos dones, todavía nos resultará más excelsa, misteriosa e inalcanzable; pero a ella nos sigue invitando la llamada de Dios.
De todas formas, no olvidemos que la naturaleza propia de los dones es facilitar la docilidad; y el don de consejo, por tanto, es un potente receptor para oír la voz de Dios en el fondo de nuestra alma, o para descubrirla a través de acontecimientos aparentemente intrascendentes; y también un potente motor para poner esos consejos en práctica.
Insistamos, además, en que seguimos hablando de nuestra condición cristiana normal en esta tierra, del ámbito de la fe; y que, por tanto, oír la voz de Dios no significa necesariamente comprenderla: hay una fuerte componente de arriesgado salto en el vacío en el seguir las inspiraciones del Espíritu de consejo; y quizá, más ciego y más arriesgado conforme el alma es más santa y Dios le pide más. Es lo que expresan bellamente los conocidos versos de San Juan de la Cruz: “Cuanto más alto subía / deslumbróseme la vista, / y la más fuerte conquista / en oscuro se hacía; / mas, por ser de amor el lance, / di un ciego y oscuro salto, / y fui tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”[30].
El alma se arriesga, y mucho, en ese “oscuro salto”; pero, como se desprende de estos versos del místico castellano, en la medida de la generosidad personal, Dios también da más. Usando símiles toreros y montañeros, podemos asegurar que el Espíritu Santo no es un guía que mira los toros de la barrera; sino un experto cabeza de cordada, que conoce a la perfección el camino, estudia con minuciosidad el itinerario, atraviesa en primer lugar los pasos difíciles, asegura bien la cuerda antes de que nosotros pasemos, e incluso, si es necesario, nos sube a pulso con sus poderosos brazos. Ningún santo que se ha lanzado al vacío siguiendo las inspiraciones divinas se ha estrellado.
El don de consejo cobra además particular valor en el apostolado y la dirección de otras almas. A la hora de servir a los demás, es imprescindible comprender que sólo somos instrumentos en manos de Dios, y que sólo el propio Espíritu Santo puede realmente aconsejar y dirigir a otros. Es la recomendación que hace San Ignacio de Loyola al director de los ejercicios espirituales, y que resulta sin duda aplicable a toda circunstancia similar: “más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante. De manera que el que los da no se decante ni se incline a la una parte ni a la otra; mas estando en medio como un peso, deje inmediate obrar al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor”[31].
Y es la misma doctrina que recuerda con claridad San Juan de la Cruz: “Adviertan estos tales y consideren que el Espíritu Santo es el principal agente y promovedor de las almas; que nunca pierde el cuidado de ellas y de lo que las importa para que aprovechen y lleguen a Dios con más brevedad y mejor modo y estilo; y que ellos no son los agentes, sino instrumentos solamente para enderezar las almas por la regla de la fe y ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada uno. Y así su cuidado sea no acomodar al alma a su modo y condición propia de ellos, sino mirando si saben por donde Dios las lleva; y si no lo saben, déjenlas y no las perturben”[32].
Aquí, más que nunca, somos sólo un eco de la voz divina; aunque eco libre y responsable, del que el mismo Paráclito se quiere servir en esa normalidad que le gusta dar a su actuación en las almas. “Como los cuerpos resplandecientes y translúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven brillantísimos y por sí mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven espirituales y proyectan la gracia en otros”[33], nos enseña bellamente San Basilio.
Forma parte del gran misterio de la Encarnación del Verbo cómo Jesús, con toda su sabiduría humana y divina, se deja sin embargo continuamente guiar por el Espíritu Santo, y prácticamente no da ningún paso sin esa íntima inspiración y conducción. Así resume San Bernardo la acción de los cinco primeros dones en la obra redentora de Cristo: “sumiso al Padre por el espíritu de temor, se compadeció del hombre por el espíritu de piedad, y con el espíritu de ciencia discernió qué debía dar a cada uno de los litigantes. Por el espíritu de fortaleza triunfó del enemigo y con el espíritu de consejo escogió esta manera tan inaudita de triunfar”[34].
Por su parte, tras la aparente sencillez de las palabras de María en Caná: “haced lo que El os diga” (Jn 2,5), se esconde el mejor de los consejos del Espíritu, que en ella habita de forma excelsa desde el momento de su Inmaculada Concepción.



7. La inteligencia contemplativa de los misterios de Dios

Con el don de inteligencia o entendimiento entramos ya en el mundo de la contemplación, y por tanto, de la mística: mundo apasionante para el alma que por él se encamina, y para la reflexión teológica; pero, por ello mismo, difícil y delicado. Estamos ya en los umbrales de la santidad misma, de la unión íntima con Dios. Pero no hablamos de algo raro o extraordinario: los dones de entendimiento y sabiduría son tan “normales”, tan propios de todo cristiano, como los otros cinco. Lo extraordinario en la vida espiritual son otros carismas muy particulares. Recordemos lo que dice claramente al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica:
“El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en El, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos”[35].
El don de entendimiento hace directa referencia justamente a esos misterios divinos, abriéndonos el camino de su contemplación y de la unión de amor con Dios, que culminará el don de sabiduría. Por la fe conocemos ya esos misterios y los aceptamos plenamente; pero la potente luz intelectual de la fe queda condicionada por los límites de nuestra inteligencia humana. El Espíritu de Verdad viene entonces en nuestra ayuda, y con este don nos abre las puertas del misterio divino, para que penetremos en él.
Con Santa Catalina de Siena, podemos cantar en oración las excelencias de este don: “Eres fuego que siempre arde y no se consume; Tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; Tú iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe veo que mi alma tiene vida y con esta luz recibe la luz”[36].
No se trata, sin embargo, de la luz de la visión beatífica; ni tampoco de la luz encendida mediante pruebas o demostraciones: seguimos en el ámbito propio de la fe. Por ello, la contemplación propia del don de entendimiento todavía tiene mucho de oscuridad: de “noche”, en el lenguaje popularizado por San Juan de la Cruz; pero una noche que, en misteriosa paradoja divina, facilita el encuentro con Dios:
“Esta noche oscura es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas. Llámala noche, porque la contemplación es oscura; que por eso la llaman por otro nombre mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo, porque esto no se hace en el entendimiento que llaman los filósofos activo, cuya obra es en las formas y fantasías y aprehensiones de las potencias corporales, mas hácese en el entendimiento en cuanto posible y pasivo, el cual, sin recibir las tales formas, etc., sólo pasivamente recibe inteligencia sustancial desnuda de imagen, la cual le es dada sin ninguna obra ni oficio suyo activo”[37].
Lo característico del don de entendimiento es, entonces, la intuición; conocimiento intuitivo que es, a su vez, el constitutivo formal de la contemplación: “simplex intuitu veritatis”, según la clásica fórmula de Santo Tomás[38]. El mismo Aquinate habla de este don como un “penetrar” en la verdad, “leer interiormente”, un “conocimiento íntimo”, etc.[39].
Esta inteligencia contemplativa es, pues, una intuición de la Verdad divina, simple, pero profunda y abarcante; que ilumina, pero que sobre todo enamora. El que contempla, en efecto, no se limita a ver, ni siquiera a mirar: el que contempla admira, alaba, se goza en lo que ve… Ama lo que ve. Por eso el don de entendimiento nos sitúa en los umbrales mismos de la santidad, que es unión de amor con Dios.
“Allí me enseñó ciencia muy sabrosa: La ciencia sabrosa que dice aquí que le enseñó, es la Teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación; la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor, el cual es el maestro della y el que todo lo hace sabroso. Y, por cuanto Dios le comunica esta ciencia e inteligencia en el amor con que se comunica al alma, esle sabrosa para el entendimiento, pues, es ciencia, que pertenece a él; y esle también sabrosa a la voluntad, pues es en amor, el cual pertenece a la voluntad”[40].
Algo de contemplativa, de “ciencia sabrosa”, tiene, desde luego, la vida cristiana desde el principio; y este don ilumina siempre, discreta pero eficazmente, la búsqueda de la intimidad con Dios, presentándonos su verdadera y atractiva imagen para facilitarnos el acceso a su amor. Pero sólo cuando el alma está ya suficientemente alejada del pecado por el temor de Dios, bien fortalecida y guiada por el Espíritu divino, como acostumbrada al lenguaje de Dios y a la vida sobrenatural, la intuición propia del don de inteligencia se hace plenamente luminosa, clara, diáfana, penetrante; y la vida contemplativa empieza a enseñorearse del alma: sea en la misma vida de oración, que el don de piedad venía ya alentando, sea en medio de cualquier actividad, que el don de ciencia procuraba conducir a Dios y santificar.
Hablar del don de inteligencia en quien es el Verbo de Dios encarnado nos lleva directamente a las paradojas que provoca en nuestra razón el conocimiento del misterio de Cristo. Pero su Humanidad Santísima también fue sede de este espíritu, que quizá hacía como de puente entre su inteligencia humana y la Verdad divina que continuamente estaba contemplando y manifestando en su palabra y en su vida. De María Santísima, por su parte, recordamos siempre su actitud recogida y contemplativa, guardando y ponderando todas las maravillas divinas en su corazón (cfr. Lc 2, 19).


8. La sabiduría y la unión de amor con la Trinidad

Si ya lo hemos hecho en los pasos anteriores, llegados a la cima de lo que puede ser un camino de santidad guiado por los dones del Espíritu Santo, no tenemos más remedio que acudir a los que la han alcanzado, para poder adentrarnos con cierta seguridad en terreno tan delicado. Así se expresa Santa Teresa de Jesús en uno de los textos más importantes de la historia de la mística cristiana:
“Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria.
Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía”[41].
No es fácil, en particular, distinguir la acción del don de sabiduría de lo propio del don de entendimiento. En este conocido texto teresiano -que no busca la precisión teológica- aparecen como mezclados; pero, en nuestra opinión, el ver y entender del primer párrafo haría más bien referencia a lo ya explicado sobre el don de inteligencia; y el “comunicar” y la “compañía”, del segundo párrafo, nos acerca más a lo propio de la sabiduría.
En efecto, si ya la inteligencia contemplativa no se entiende sin el amor, la sabiduría surge directísimamente del amor: es un verdadero conocimiento de amor y por amor. El Espíritu Santo, por medio de este don, logra, por decirlo así, una perfecta unión y sintonía entre nuestro conocer y nuestro amar a Dios; precisamente porque brota desde lo más hondo, desde algo inefable, que está más allá de nuestro mismo entendimiento y de nuestra misma voluntad. Porque realmente Dios es “intimior intimo meo”[42].
Se comprende que sólo un alma ya muy dócil a la acción divina, realmente embebida de lo divino en todo su ser, desde los aledaños del castillo hasta sus moradas más secretas -glosando todavía a Santa Teresa-, sea capaz de alcanzar esa intimidad y esa riqueza que brota desde lo más hondo: un profundo enamoramiento que llena por completo el alma. Y esa intimidad, riqueza y amor tienen que ser necesariamente trinitarios: “cuando en la perfecta unión de amor el alma es introducida en la corriente de la vida divina, ya no se puede ocultar que esa vida es una vida tripersonal, y ella entrará en contacto experimental con todas las tres divinas personas”[43], sentencia Santa Edith Stein, comentado precisamente a Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Y San Josemaría Escrivá nos transmite experiencias paralelas: “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! (…) Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas”[44].
Esta sabiduría divina sigue además unos caminos muy diversos a la sabiduría terrenal, doctorando en la ciencia del amor -la que más importa- incluso a los que a los ojos humanos apenas merecen la categoría de alumnos primerizos: “Él, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: ‘Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla’, quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu…”[45]. Aquella niña tan sabia como humilde y atrevida, Teresita, es hoy ya oficialmente doctora de la Iglesia.
El don de sabiduría enriquece así al alma santa con una participación en la misma Sabiduría eterna, y con ella, en todas las perfecciones divinas. De esta forma, en el Espíritu de sabiduría, el santo reencuentra, llevado a su plenitud, todo el contenido del itinerario sobrenatural que ha recorrido hasta entonces. Así lo explica el Beato Juan Ruusbroec: “De esta consideración amorosa resulta el séptimo don, el espíritu de sabiduría sabrosa, que, con sabiduría y gusto espiritual penetra la simplicidad de nuestro espíritu. Es el fundamento y origen de todas las gracias, de todos los dones y de todas las virtudes. En este toque de Dios cada uno gusta el sabor de sus ejercicios y de toda su vida, conforme a la vehemencia del toque y medida de su amor. Esta moción divina es el medio más íntimo entre Dios y nosotros, entre el descanso y la acción, entre los modos indeterminados y la indeterminación pura, entre el tiempo y la eternidad”[46].
Los titubeantes inicios de la vida cristiana han quedado ya muy lejos, con esta impresionante efusión de los dones divinos. San Bernardo se remonta a aquel principio, para cantar los frutos de la sabiduría: “Esta pobre alma se hallaba adormecida en una fatal negligencia, excitada por una pésima curiosidad, atraída por la experiencia, enredada en la concupiscencia, encadenada por la costumbre, encarcelada por el desprecio y decapitada por la malicia. Pero con el triunfo de la sabiduría, el temor la despierta, la piedad la endulza suavemente, la ciencia le añade el dolor indicándole qué ha hecho; la fortaleza hace su obra propia, levantándola; el consejo la desata, el entendimiento la saca de la cárcel; y la sabiduría le prepara la mesa, sacia su hambre y la repara con sabrosos alimentos”[47].
Partícipe, por este don, de la Sabiduría y el Amor divinos, todo cobra para el alma santa una nueva dimensión: desde la conciencia de la propia miseria hasta el amor de Dios; desde las más sencillas oraciones vocales hasta la contemplación; desde la recepción de un sacramento hasta su vida de trabajo por Cristo.
Así, en una referencia muy especial a la Sagrada Eucaristía, le habla Dios Padre a Santa Catalina de Siena: “Yo soy para ellos (los que han alcanzado esa intimidad con la Trinidad) lecho y mesa. El dulce y amoroso Verbo es su manjar, tanto porque lo reciben de este glorioso Verbo como porque El es la comida que se os da. Su carne y su sangre, Dios y hombre verdadero, las recibís en el sacramento del altar, preparado y dado por mi bondad, mientras sois peregrinos y caminantes, para que no desfallezcáis por la debilidad y para que no perdáis la memoria del beneficio de la sangre derramada por vosotros con tan ardiente amor, y para que siempre os halléis fuertes y contentos durante vuestro caminar. El Espíritu Santo, esto es, el afecto de mi caridad, es el camarero que reparte los dones y las gracias. Este dulce camarero trae y lleva dulces y amorosos deseos, y lleva al alma el fruto de la caridad divina y de sus trabajos, gustando y alimentándose de la dulzura de mi caridad. Por eso, yo soy la mesa; mi Hijo, la comida, y el Espíritu Santo, que procede de mí y del Hijo, el servidor”[48].
Y en cuanto a la acción de este don en el trabajo y en la vida corriente del cristiano, oigamos de nuevo a San Josemaría Escrivá: “se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto”[49].
En definitiva, el don de sabiduría es esa “connaturalidad” con lo divino[50], propia del alma enamorada, que, en la medida de ese mismo amor, no sólo penetra más y más en la intimidad divino-trinitaria, sino que se extiende también más y más por toda la vida del cristiano santo y a todo su alrededor.
Casi parece innecesario hablar del don de sabiduría presente en quien es la Sabiduría personal, en quien está siempre en perfecta sintonía con el Padre, contemplándole y amándole en íntima unidad. Y a María aplica la Iglesia también algunos de los más conocidos textos bíblicos sobre la Sabiduría divina, porque ella fue su Madre y, por tanto, su sede, su trono.

Del temor de Dios a la sabiduría hemos recorrido un camino que nos ha permitido adentrarnos en el misterio de Dios y de nuestra vida de relación con El. Así resume certeramente los hitos principales de ese itinerario Santa Edith Stein, y con sus palabras queremos cerrar nuestra reflexión:
“El don de temor ‘distingue’ en Dios la ‘divina maiestas’ y determina la distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El don de la piedad distingue en Dios la ‘pietas’, el amor paternal, y le contempla con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido al Padre en el cielo. En la prudencia (consejo) es donde se ve con más claridad que la discreción es un don de discernimiento; ella determina qué es lo más conveniente para cada situación concreta. En la fortaleza (…) el espíritu humano obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo (…) La luz del Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno, comprenderlo en su estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le corresponde. Finalmente le concede, como don de entendimiento, la penetración en las profundidades de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda claridad la verdad revelada. En su punto culminante, como don de sabiduría, le une con la Trinidad y le permite penetrar de alguna manera hasta la misma fuente eterna, y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente”[51].


Javier Sesé
Facultad de Teología
Universidad de Navarra



 
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1830.
[2] Ibidem, n. 1831. Así desarrolla estas ideas el Papa León XIII en su encíclica Divinum illud munus, n. 12: “por estos dones es investida el alma de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna bienaventuranza”.
[3] Uno de los estudios más completos al respecto, ya clásico y muy dependiente de la escuela tomista, es el de M.M. PHILIPON, Les dons du saint-Esprit; versión castellana: Los dones del Espíritu Santo, Barcelona 1966. Para una visión de conjunto de esa y otras posturas teológicas, se puede consultar: J. DE BLIC, Pour l’histoire de la théologie des dons, en “Revue d’Ascétique et de Mystique” 22 (1946) 117-179.
[4] Aunque los críticos modernos tienden a reducir la relación de Isaías a seis “espíritus”, identificando los dos últimos, las versiones utilizadas por los teólogos y autores clásicos, la vulgata en particular, mencionan siempre siete.
[5] SAN AGUSTÍN, Sermo 347, 2. En su obra De sermone Domini in monte, el propio San Agustín relaciona los dones con las bienaventuranzas, también de forma escalonada (libro I, 4, 11). Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, entre otros, también establecerán relaciones entre virtudes, dones y bienaventuranzas.
[6] Cfr., en este sentido, SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 4, 3.
[7] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 141, a. 1, ad 3. De todas formas, hay una cierta evolución en la opinión del Aquinate, pues en las Sentencias relaciona todos los aspectos del don de temor con esta virtud cardinal: cfr. In III Sent., d. 34, qq. 1-2; mientras en la Suma, el don de temor corresponde sobre todo a la esperanza, como recordaremos enseguida.
[8] SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Cartas, n. 258, 18.7.97, al abate Bellière. En otra carta, ahora a su hermana Leonia, utiliza expresiones parecidas, y extrae nuevas consecuencias sobre el temor y el amor: “Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. El se conforma con una mirada, con un suspiro de amor... Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón... Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: ‘Dame un beso, no lo volveré a hacer’, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado... Ya en tiempos de la ley del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías, hablando en nombre del Rey del cielo: ‘¿Podrá una madre olvidarse de su hijo...? Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás’ (Is 49, 15). ¡Qué encantadora promesa! Y nosotros, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo...? ¡Cómo vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre nuestro cuello...! (Cfr. Cant 4, 9)” (Cartas, n. 191, 12 de julio de 1896, a Leonia).
[9] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 19.
[10] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 34, q. 2, a. 1.
[11] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VI, 10, 7.
[12] SAN BENITO DE NURSIA, Regla, 7.
[13] SANTA TERESA DE JESÚS, Vida 19, 5.
[14] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 331.
[15] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sermo I de Sancta Pentecoste, nn. 3-4 (PG 50, 457).
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2672.
[17] SANTA EDITH STEIN, La oración de la Iglesia, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, p. 82. En el momento de escribir estas líneas se ha anunciado ya oficialmente la canonización de la actual beata, por lo que preferimos utilizar ya el calificativo de santa.
[18] SANTA EDITH STEIN, El misterio de la Nochebuena, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, pp. 51-52.
[19] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 21.
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 6; cfr. la q. 9.
[21] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 130.
[22] No descartamos realizar un estudio más específico sobre este punto en otro momento. En efecto, entre otras perspectivas del tema, es frecuente entre los teólogos de la vida espiritual relacionar la contemplación con los dones de sabiduría, inteligencia y ciencia; pero a la hora de profundizar en su naturaleza teológica, apenas se hace referencia al tercero; quizá por una polarización hacia unas formas de contemplación más propias de la llamada “vida contemplativa”, y escasa atención a la naturaleza teológica de la “contemplación en medio del mundo”. Esta última, a nuestro entender, siendo verdadera contemplación, y por tanto con una vinculación plena a los dones de sabiduría y entendimiento, abre nuevas perspectivas al papel del don de ciencia, casi siempre mencionado en este contexto pero poco comprendido.
[23] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti IV, 21.
[24] BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra, día décimo.
[25] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti V, 5.
[26] BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, II, 66.
[27] SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, 35, 1-2.
[28] Martirio de Stas. Perpetua y Felicidad, 20-21.
[29] SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 5.

[30] SAN JUAN DE LA CRUZ, Poesías 6, 2.
[31] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, Anotación 15ª.
[32] SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 3, 3.
[33] SAN BASILIO, El Espíritu Santo, 9, 23.
[34] SAN BERNARDO DE CLARAVAL, In Annuntiatione Dominica, sermo III, 2.
[35] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014.
[36] SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 167.
[37] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 39, 12.
[38] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 180, aa. 1 y 3.
[39] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 1.
[40] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 27, 5.
[41] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 1, 6-7.
[42] SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6, 11.
[43] BEATA EDITH STEIN, Ciencia de la Cruz, Burgos 1989, p. 224.
[44] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 306-307.
[45] SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscrito A, 49 rº.
[46] BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, libro II, cap. 71.
[47] SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones varios, XIV, 7.
[48] SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 78.
[49] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296.
[50] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 45, a. 2.
[51] SANTA EDITH STEIN, Sancta discretio, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, pp. 96-97.