Autor: Cardenal Paul
Poupard
Los carismáticos
La renovación carismática recuerda que el Espíritu Santo, antes de ser un artículo del Credo, fue una realidad vivida en la experiencia de la Iglesia primitiva
En la
Iglesia católica, el movimiento carismático o renovación carismática nació en
1966 en la Universidad Duquesne de Pittsburg, Estados Unidos. Un grupo de
profesores y estudiantes vivieron juntos, el 17 de febrero de 1967, una
experiencia carismática intensa: imposición de las manos, glosolalia, llanto
de alegría. Se multiplicaron los grupos de oración como una vena de agua que
empieza a brotar en todas partes, en una Iglesia en Laque las elites
intelectuales, por influencia de la modernidad y de las ciencias humanas,
habían dejado marchitar un tanto su comprensión de la fe. Considerados primero
con re celo por los militantes comprometidos en la acción y por algunos
pastores que temían una desmovilización de sus fieles en el sentido de una
deserción de la lucha social, los movimientos carismáticos, conscientes de las
posibles desviaciones (como serían un fundamentalismo en la lectura de la
Biblia y un pietismo en la vida cotidiana) y del necesario discernimiento
entre una sensibilidad grupal y una auténtica experiencia espiritual, se
vieron pronto alentados por la conferencia de los obispos americanos, que en
noviembre de 1974 declara: “Una de las grandes manifestaciones del Espíritu en
nuestro tiempo ha sido el concilio Vaticano II. Muchos piensan que la
renovación Carismática Católica es otra manifestación semejante.”
En un Congreso de grupos Carismáticos reunido en Grotaferrata el 10 de octubre
de 1973, Pablo VI, a la vez que invitaba al necesario discernimiento,
declaraba: “Hay ciertas notas comunes en esta renovación: el gusto por una
oración profunda, personal y comunitaria, una vuelta a la contemplación y un
énfasis de la alabanza de Dios, el deseo de entregarse totalmente a Cristo,
una gran disponibilidad para las llamadas del Espíritu Santo, una lectura más
asidua de la Biblia, una amplia comunicación fraternal, la voluntad de aportar
un concurso al servicio de la Iglesia.” El propio Pablo VI otorgó un verdadero
reconoc imiento oficial a la renovación carismática cuando recibió a los
10.000 participantes del tercer Congreso internacional, después de una misa
celebrada en la basílica de San Pedro (mayo de 1975). El Papa propuso tres
principios para orientar un indispensable juicio crítico: la fidelidad a la
doctrina, la gratitud y el amor. Y añadió espontánea mente su deseo de que el
movimiento sirviera para infundir una espiritualidad, un alma, un pensamiento
religioso que rejuveneciera al mundo y volviera a abrir sus labios cerrados a
la oración, al canto, a la alegría, al himno, al testimonio (Discurso del 19
de mayo de 1975).
Desde su nacimiento en Estados Unidos en 1966, el movimiento se ha difundido
por la vieja Europa y casi por todo el mundo, reimplantando en la Iglesia
valores espirituales que habían sido relegados a un segundo plano; en
particular, las experiencias vivas de la oración y de la alegría cristiana que
alcanzan también al cuerpo, de la comunidad de alabanza con su di mensión
ecuménica, del arraigo doctrinal sentido por muchos como una necesidad, del
ministerio de visita a los enfermos y a los presos, practicado como una
exigencia de La vida de fe, etc. Todas estas experiencias aparecen como una
innegable renovación de la Iglesia en el Espíritu Santo. La renovación
carismática, difundida en cerca de cien países y extendida a aproximadamente
medio millón de católicos, recuerda que el Espíritu Santo, antes de ser un
artículo del Credo, fue una realidad vivida en la experiencia de la Iglesia
primitiva. Esta reaparición de los carismas en una Iglesia aquejada de una
crisis de aridez e incertidumbre, de abstracción y de suspicacia reductora,
hace esenciales los valores evangélicos y accesibles a todos al espíritu de
filiación. Herbert Mühler especialista en teología del Espíritu Santo, de
clara:
“Desde hace quince años, yo conocía al Espíritu Santo con la cabeza. Ahora le
conozco también con el corazón. Esto ha cambiado mi vida”. Ya se trat e del
don de lenguas o de curaciones sorprendentes, una fe pone de manifiesto su
vitalidad esperándolo todo de Dios, como en los primeros días de la Iglesia,
incluyendo en su espera la curación y la reconciliación fraterna, el gozo
compartido y el amor a la alabanza y a la contemplación. En pocas palabras, la
inteligencia del corazón abierta al soplo del Espíritu de Dios. (Dicc. de las
religiones)