Autor: R.P. Miguel
Ángel Fuentes, IVE
| Fuente: Del libro "Las Verdades Robadas"
La verdad robada sobre Dios
¿Existe Dios? Su existencia ¿es una cuestión religiosa o científica? ¿Puede uno ser un profesional y creer en Dios?
La existencia de un Dios
personal
¿Existe Dios? Su existencia ¿es una cuestión religiosa
o científica? ¿Puede uno ser un profesional y creer en Dios? Para muchos el
contacto con el mundo científico (falsamente científico, se entiende) es la
puerta por la que entran al mundo del ateísmo, o al menos del agnosticismo. He
escuchado varias veces la frase “yo me declaro agnóstico”, en boca de personas
famosas; probablemente ignoran que tal afirmación equivale a declararse manco
o ciego o impotente en el plano intelectual. El conocimiento de Dios es
ciertamente una cuestión religiosa, si se entiende por “cuestión religiosa” un
problema de fe; pero también es una cuestión científica, pues la filosofía es
una ciencia, y nuestra inteligencia, filosofando llega a esta gran verdad.
Para que entendamos los alcances de este tema dejemos
sentado lo que enseña la Iglesia sobre Dios. La enseñanza sobre Dios que nos
da la Iglesia es un a enseñanza teológica, es decir, está compuesta por
verdades sobre Dios que la Iglesia sostiene como reveladas (ya sea porque
están contenidas en la Sagrada Escritura, o bien reveladas en la tradición y
han sido definidas como tales por el magisterio de la Iglesia), y contiene
también verdades a las que nuestra inteligencia puede acceder a partir de sus
fuerzas naturales. Conocemos de Dios no sólo su existencia sino sus atributos
o cualidades, su esencia íntima (es un solo Dios en tres Personas distintas,
es decir es Trinidad), conocemos su plan de salvación sobre los hombres
(revelado en la Sagrada Escritura, particularmente en el Nuevo Testamento).
Científicamente algunas de estas verdades no son
alcanzables pues sobrepasan la capacidad de nuestro intelecto; estas verdades
superiores a nuestra potencia natural son denominadas “misterios
intrínsecamente sobrenaturales”, y como tales sólo pueden ser conocidos por
Dios y por aquel a quien Dios quiera manifestarlos (= revela rlos o
des-velarlos). Tal es el caso del misterio de la Trinidad, del pecado
original, de la Encarnación de Dios (Jesucristo) y su obra salvadora. La
ciencia no puede alcanzarlas con su propio método, pues éste parte de las
cosas naturales y se eleva al conocimiento de las causas por métodos naturales
y con la fuerza que le da la sola razón humana natural. Pero estrictamente
hablando la ciencia tampoco puede refutarlas ni contradecirlas puesto que
precisamente por definición escapan a su campo. Un ciego no puede ver los
colores, pero tampoco puede decir que no haya colores, ni que lo que yo veo
blanco es verde, puesto que no tiene capacidad para captarlos; escapa a su
facultad; un sordo no puede oír los sonidos, pero tampoco puede decir que una
orquesta está desafinada, pues el mundo de los sonidos es desconocido para él.
La ciencia, por tanto, deja de ser ciencia si se mete en un campo que no es el
suyo. De este modo un científico no tiene autoridad para hablar de lo que no
es su co mpetencia; el ser matemático o biólogo no lo autoriza a hablar de lo
que su ciencia matemática o biológica no le enseña ni de aquello para lo que
no lo capacita; al igual que un astrónomo sordo no puede opinar sobre
sinfonías por más que sea el mejor de los astrónomos. Creo que esto debe
quedar claro para deslindar competencias, pues muchos de los problemas
planteados contra la fe son empuñados por personas que no tienen fe y, lo que
es realmente grave, a partir de disciplinas que nada tienen que ver con la fe
(es decir, con el plano del misterio sobrenatural).
De todos modos, nosotros
no hablaremos propiamente aquí de ese mundo intrínsecamente sobrenatural, sino
del orden natural y de aquello que está a nuestro alcance intelectual.
Igualmente a esto se aplica lo dicho en el parágrafo anterior: el problema de
la existencia de Dios es una verdad natural pero metafísica o filosófica; por
tanto sigue habiendo una indebida invasión de terreno cuando las objeciones
contra (o negacion es de) una verdad filosófica provienen no ya de la
filosofía sino de una ciencia puramente experimental (o sea que no llega al
plano filosófico). Un médico puede hablar con autoridad de enfermedades y
objetar tal o cual tratamiento terapéutico, pero no puede, en cuanto médico
discutir sobre la esencia de las cosas, pues la medicina lo deja ciego, sordo
y mudo para este mundo. Lo mismo se diga del matemático, del astrónomo, del
biólogo y de los demás científicos (para abordar estos temas tendrán que ser
también filósofos). Lamentablemente, la mayoría de las oposiciones a verdades
estrictamente filosóficas provienen de campos infra y extra filosóficos. ¡Y
les damos cabida!
“El problema de Dios, ha escrito Cornelio Fabro, uno
de los filósofos más eminentes del siglo XX, es el interrogante primero y
último del hombre porque busca el Primer Principio sea del ser como del no
ser; por eso se puede decir por su centralidad que es el problema esencial del
hombre esencial y por su u niversalidad es el problema del hombre común” .
El problema de Dios (de si Dios existe o no) es el más
universal de los problemas; al punto tal que todo hombre se lo plantea, ya de
viejo o en su juventud, sea poeta, soldado, artesano, campesino o filósofo,
sea hombre o mujer. Y se declare como se declare: ateo, agnóstico o creyente;
pues el ateo es quien ante tal planteo se extravió hasta la negación de Dios;
el agnóstico desistió en su camino y el creyente llegó a puerto. No es un
viaje fácil, según dicen los filósofos y los teólogos; el mismo Santo Tomás
dice que algunos no han podido dedicarse a este estudio por su complexión
defectuosa, otros por tener ocupaciones familiares absorbentes, y otros, en
fin, por pereza; e incluso los que se dedican a la filosofía sólo con esfuerzo
llegan a estas alturas del conocimiento de Dios, en particular cuando las
pasiones los enceguecen, de aquí la gran misericordia de Dios, al facilitarnos
su conocimiento por medio de su propia rev elación . Pero a pesar de todas las
dificultades, esta es la aventura más emocionante en la que podamos
embarcarnos.
Los filósofos de todos los tiempos han intentado
llegar a la demostración de la existencia de Dios. De ahí tantas pruebas
distintas. El P. Cornelio Fabro, en su obra “Le prove dell’esistenza di Dio”
(Las pruebas de la existencia de Dios), analiza las pruebas dadas por
filósofos de la antigüedad, como Sócrates, Platón, Aristóteles, Cleantes,
Filón, Plotino, Proclo, etc., por los primeros pensadores cristianos como
Orígenes, Gregorio de Nissa, Agustín, Boecio, Juan Damasceno, etc.; filósofos
árabes y judíos como Alfarabí, Avicebrón, Avicena, Algazel, Averroes,
Maimonides; filósofos y teólogos medievales como Buenaventura, Tomás de
Aquino, Juan Duns Escoto, Ockam, Dante Alighieri, Nicolás de Cusa; y
pensadores modernos como Descartes, Pascal, Locke, Leibniz, Vico, Wolff, Kant,
Hegel, Rosmini, Newman, Kierkegaard, etc. Como vemos es un argumento que ha
interesad o a muchos; y desde los más diversos campos han llegado a Dios, con
pruebas más o menos serias, más o menos probatorias. En algunos casos, con
argumentos que, por partir de principios falsos, podían terminar al revés, en
la negación de Dios.
Podemos reducir las pruebas (o vías, como las llama la
tradición filosófica) a dos categorías: las cinco vías tomistas y “las demás”.
En rigor científico las vías realmente probatorias son las cinco vías usadas
por Santo Tomás; las otras pueden darnos una aproximación a la verdad de la
existencia de Dios, pero por sí solas son insuficientes.
1. Las “otras” pruebas (argumentaciones secundarias)
Hay pruebas que nos “ponen en la pista” de la
existencia de Dios. Rigurosamente no son plenamente demostrativas, pero ya
abren nuestra inteligencia y la encaminan a esta gran verdad.
a) Por la existencia del hombre, inteligente y libre
Se puede demostrar particularmente la existencia de
Dios por la exis tencia del hombre, inteligente y libre, pues no hay efecto
sin una causa capaz de producirlo.
Un ser que piensa, reflexiona, raciocina y quiere, no
puede provenir sino de una causa inteligente y creadora; y como esa causa
inteligente y creadora es Dios, se sigue que la existencia del hombre
demuestra la existencia de Dios.
Es un hecho indubitable que no he existido siempre,
que los años y días de mi vida pueden contarse; si, pues, he comenzado a
existir en un momento dado, ¿quién me ha dado la vida?
1º No he sido yo mismo. Antes de existir, yo nada era,
no tenía ser; y lo que no existe, no produce nada.
2º No fueron sólo mis padres. El verdadero autor de
una obra puede repararla cuando se deteriora, o rehacerla cuando se destruye.
Ahora bien, mis padres no pueden sanarme cuando estoy enfermo con una dolencia
grave, ni resucitarme después de muerto. Si solamente mis padres fuesen los
autores de mi vida, ¿por qué no pueden hacerme perfecto?¿Qué padre, qué madre,
no trataría de hacer a sus hijos perfectos? Además, mi alma es simple y
espiritual, no puede proceder de mis padres: no de su cuerpo, pues entonces
sería material; no de su alma, porque el alma es indivisible; ni de su poder
creador, pues ningún ser creado puede crear.
3º No puedo deber mi existencia a ningún ser visible
de la creación. Porque, en cuanto dotado de entendimiento y voluntad soy
superior a todos los seres irracionales.
Si no soy fruto de mí mismo, ni de mis padres, ni de
ningún otro ser creado, sólo explica mi existencia un Espíritu creador que sea
Increado. Alguien que haya podido sacar mi alma de la nada, es decir, crearla.
Y como un ser que reúna estas cualidades (espíritu, increado y creador) es lo
que todos llaman Dios, entonces mi existencia y mi naturaleza postulan la
existencia de Dios.
b) Por la existencia de la ley moral
También probaría la existencia de Dios el hecho de la
ley moral. Existe, en efecto, una ley moral, absoluta, uni versal, inmutable,
que manda hacer el bien, prohíbe el mal y domina en la conciencia de todos los
hombres (hablaré de esta ley en un capítulo especial). El que obedece esta
ley, siente la satisfacción del deber cumplido; el que la desobedece, es
víctima del remordimiento.
Ahora bien, como no hay efecto sin causa, ni ley sin
legislador, esa ley moral exige la existencia de un autor, el cual es Dios.
Luego por la existencia de la ley moral llegamos a deducir la existencia de
Dios.
Él es el Legislador supremo que nos impone el deber
ineludible de practicar el bien y evitar el mal; el testigo de todas nuestras
acciones; el juez inapelable que premia o castiga, con la tranquilidad o los
remordimientos de conciencia.
Nuestra conciencia nos enseña: 1º, que entre el bien y
el mal existe una diferencia esencial; 2º, que debemos practicar el bien y
evitar el mal; 3º, que todo acto malo merece castigo, y toda obra buena es
digna de premio.
Por eso nuestra conciencia se alegr a y se aprueba a
sí misma cuando procede bien, y se reprueba y condena cuando obra mal. Por
tanto, existe en nosotros una ley moral, naturalmente impresa y grabada en
nuestra conciencia.
¿Cuál es el origen de esa ley? Evidentemente debe
haber un legislador que la haya promulgado, así como no hay efecto sin causa.
Esa ley moral es inmutable en sus principios, independiente de nuestra
voluntad, obligatoria para todo hombre, y no puede tener otro autor que un ser
soberano y supremo, que no es otro que Dios.
Además de lo dicho, se ha de tener presente que si no
existe legislador, la ley moral no puede tener sanción alguna; puede ser
quebrantada impunemente. Luego una de dos: o es Dios el autor de esa ley, y
entonces existe; o la ley moral es una quimera, y en ese caso no existiría
diferencia entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio, la justicia y
la iniquidad, y la sociedad sería imposible. El sentimiento íntimo manifiesta
a todo hombre la existencia de Dios. Por natu ral instinto, principalmente en
los momentos de ansiedad o de peligro, se nos escapa este grito: ¡Dios mío!...
Es el grito de la naturaleza. “El más popular de todos los seres es Dios –dijo
Lacordaire: el pobre lo llama, el moribundo lo invoca, el pecador le teme, el
hombre bueno le bendice. No hay lugar, momento, circunstancia, sentimiento, en
que Dios no se halle y sea nombrado, La cólera cree no haber alcanzado su
expresión suprema, sino después de haber maldecido este Nombre adorable; y la
blasfemia es asimismo el homenaje de una fe que se rebela al olvidarse de sí
misma”. Nadie blasfema de lo que no existe. La rabia de los impíos, como las
bendiciones de los buenos, testimonia la existencia de Dios.
c) Por la creencia universal del género humano
Podemos llegar a la existencia de Dios también
examinando el consentimiento de todos los pueblos sobre este punto. El
argumento se puede exponer diciendo: todos los pueblos, cultos o bárbaros, en
todas las regiones del mundo y en todos los tiempos, han admitido la
existencia de un Ser supremo. Ahora bien, como es imposible que todos se hayan
equivocado acerca de una verdad tan trascendental y tan contraria a las
pasiones, debemos admitir con la humanidad entera que Dios existe.
Cuando hablamos de “todos los pueblos” debemos
entender una totalidad “moral”; materialmente pueden encontrarse excepciones,
individuales y tal vez incluso de tribus ateas o semi ateas (al menos lo
podemos postular hipotéticamente; en el capítulo dedicado al fenómeno
religioso veremos que muchos estudiosos niegan que haya pueblos enteros
ateos). Pero cuando estas excepciones son realmente eso “excepciones” puede
hablarse de cierta unanimidad moral.
Pues bien, es indudable que los pueblos se han
equivocado acerca de la naturaleza de Dios; unos han adorado dioses de piedra,
otros animales en lugar de Dios, y muchos a los astros (en particular al sol y
a la luna); muchos han atribuido a sus ídolos cualidades buena s o malas,
etc.; pero todos han reconocido la existencia de una divinidad a la que han
tributado culto. Así lo demuestran los templos, los altares, los sacrificios,
cuyos rastros se encuentran por doquier, tanto entre los pueblos antiguos como
entre los modernos. El historiador Plutarco escribía en la antigüedad: “Echad
una mirada sobre la superficie de la tierra y hallaréis ciudades sin murallas,
sin letras, sin magistrados, pueblos sin casas, sin moneda; pero nadie ha
visto jamás un pueblo sin Dios, sin sacerdotes, sin ritos, sin sacrificios”.
Con razón decía un autor: “Yo he buscado el ateísmo o la falta de creencia en
Dios entre las razas humanas, desde las más inferiores hasta las más elevadas.
El ateísmo no existe en ninguna parte, y todos los pueblos de la tierra, los
salvajes de América como los negros de África, creen en la existencia de
Dios”.
Ahora bien, el consentimiento unánime de todos los
hombres sobre un punto tan importante es necesariamente la expresión de la v
erdad. Porque no se puede explicar tal consentimiento por ninguna otra causa.
No fueron los sacerdotes (paganos) quienes convencieron a los hombres de la
existencia de Dios, pues más bien hay que decir que todo sacerdocio toma
origen de una creencia anterior en la existencia de un Dios al que hay que
rendir culto. No se puede explicar por las pasiones humanas, pues las pasiones
tienden más bien a borrar la idea de Dios, que las contraría y condena. No
puede explicarse por prejuicios, pues un prejuicio no se extiende a todos los
tiempos, a todos los pueblos, a todos los hombres; pronto o tarde lo disipa la
ciencia y el sentido común. No puede explicarse por la ignorancia, pues entre
los más grandes sabios siempre se han contado fervorosos creyentes en Dios. No
puede explicarse por el temor (como alguna teoría etnológica ha pretendido),
pues nadie teme lo que no existe: el temor de Dios prueba su existencia.
Tampoco puede explicarse por la política de los gobernantes, pues ningún gober
nante ha decretado la existencia de Dios, antes al contrario, la mayoría ha
querido confirmar sus leyes con la autoridad divina; esto es una prueba de que
dicha autoridad era admitida por sus súbditos.
Por tanto, la creencia de todos los pueblos sólo puede
tener su origen en Dios mismo, que se ha dado a conocer, desde el principio
del mundo, a nuestros primeros padres, o bien que ha sido conocido por medio
de sus creaturas .
d) Por el deseo natural de perfecta felicidad
Este argumento puede exponerse del siguiente modo: nos
consta que todo ser humano tiene un deseo natural e innato de alcanzar la
felicidad plena; también nos consta que ese deseo no puede ser inútil o
ineficaz; y nos consta que no podemos alcanzar la felicidad sino en un Bien
infinito, que no puede ser otro que Dios.
1º Nos consta con toda certeza que el corazón humano
apetece la plena y perfecta felicidad con un deseo natural e innato.
Esta proposición es e vidente para cualquier espíritu
reflexivo. Consta, efectivamente, que todos los hombres del mundo aspiran a
ser felices en el grado máximo posible. Nadie que esté en su sano juicio puede
poner coto o limitación alguna a la felicidad que quisiera alcanzar: cuanta
más, mejor. La ausencia de un mínimum indispensable de felicidad puede
arrojarnos en brazos de la desesperación; pero no podrá arrancarnos, sino que
nos aumentará todavía más el deseo de la felicidad. El mismo suicida –decía
Pascal– busca su propia felicidad al ahorcarse, ya que cree –aunque con
tremenda equivocación– que encontrará en la muerte el fin de sus dolores y
amarguras. Es, pues, un hecho indiscutible que todos los hombres aspiran a la
máxima felicidad posible con un deseo fuerte, natural, espontáneo, innato; o
sea, con un deseo que brota de las profundidades de la propia naturaleza
humana.
2º Nos consta también con toda certeza que un deseo
propiamente natural e innato no puede ser vano, o sea, no puede recaer sobre
un objetivo o finalidad inexistente o de imposible adquisición.
La razón es porque la naturaleza no hace nada en vano,
todo tiene su finalidad y explicación. De lo contrario, ese deseo natural e
innato, que es una realidad en todo el género humano, no tendría razón
suficiente de ser, y es sabido que “nada existe ni puede existir sin razón
suficiente de su existencia”.
3º Nos consta, finalmente, que el corazón humano no
puede encontrar su perfecta felicidad más que en la posesión de un Bien
Infinito. Por tanto existe el Bien Infinito al cual llamamos Dios.
El hombre no puede encontrar su plena felicidad en
ninguno de los bienes creados en particular ni en la posesión conjunta y
simultánea de todos ellos, porque ni puede poseerlos todos (como nos enseña
claramente la experiencia universal: nadie posee ni ha poseído jamás a la vez
todos los bienes externos –riquezas, honores, fama, gloria, poder–, y todos
los del cuerpo –salud, placeres–, y todos los de l alma –ciencia, virtud–;
muchos de ellos son incompatibles entre sí y jamás pueden llegar a reunirse en
un solo individuo), ni serían suficientes aunque pudieran conseguirse todos,
ya que no reúnen ninguna de las condiciones esenciales para la perfecta
felicidad objetiva pues son bienes creados (por consiguiente finitos e
imperfectos); no excluyen todos los males (puesto que el mayor mal es carecer
del Bien Infinito, aunque se posean todos los demás); no sacian plenamente el
corazón del hombre (como consta por la experiencia propia y ajena); y,
finalmente, son bienes caducos y perecederos, que se pierden fácilmente y
desaparecerán del todo con la muerte. Es, pues, imposible que el hombre pueda
encontrar en ellos su verdadera y plena felicidad.
Solamente un Bien Infinito puede llenar por completo
las aspiraciones inmensas del corazón humano, satisfaciendo plenamente su
apetito natural e innato de felicidad. Por ende hay que concluir que ese Bien
Infinito existe realmente, si no queremos incurrir en el absurdo de declarar
vacío de sentido ese apetito natural e innato que experimenta absolutamente
todo el género humano.
2. Las vías de Santo Tomás (argumentos realmente
probatorios)
Veamos ahora los argumentos que son ciertamente
probatorios, expuestos en su conjunto con suma claridad por Tomás de Aquino.
Se los llama “vías”, por ser itinerarios por los que la mente llega a la
existencia de Dios.
a) La primera vía: la vía del movimiento
La primera vía para demostrar la existencia de Dios
puede formularse del siguiente modo: el movimiento del universo exige un
Primer Motor inmóvil, que es precisamente Dios.
Dice Santo Tomás de Aquino: “Es innegable y consta por
el testimonio de los sentidos que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues
bien: todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en
cuanto está en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio,
mover requier e estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar
algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en
acto, a la manera como lo caliente en acto, por ejemplo, el fuego, hace que un
leño, que está caliente sólo en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora
bien: no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia
respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas; y así, por ejemplo, lo
que es caliente en acto no puede estar caliente en potencia para ese mismo
grado de calor, sino para otro grado más alto, o sea, que en potencia está a
la vez frío. Es, pues, imposible que una misma cosa sea a la vez y del mismo
modo motor y móvil, o que se mueva a sí misma. Hay que concluir, por
consiguiente, que todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si este otro
es, a su vez, movido por un tercero, este tercero necesitará otro que le mueva
a él, y éste a otro, y así sucesivamente. Mas no se puede proceder
indefinidamente en esta seri e de motores, porque entonces no habría ningún
primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores
intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del
primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Es
necesario, por consiguiente, llegar a un Primer Motor que no sea movido por
nadie, y éste es lo que todos entendemos por Dios” .
El argumento es de una fuerza demostrativa
incontrovertible para cualquier espíritu reflexivo acostumbrado a la alta
especulación filosófica. Pero vamos a exponerlo de manera más clara y sencilla
para que puedan captarlo fácilmente los lectores no acostumbrados a los altos
razonamientos filosóficos.
En el mundo que nos rodea hay infinidad de cosas que
se mueven. Es un hecho que no necesita demostración: basta abrir los ojos para
contemplar el movimiento por todas partes.
Ahora bien: prescindiendo del movimiento de los seres
vivos, que, en virtud precisamente de la misma vida, tienen un movimiento
inmanente que les permite crecer o trasladarse de un sitio a otro sin más
influjo aparente que el de su propia naturaleza o el de su propia voluntad, es
un hecho del todo claro e indiscutible que los seres inanimados (o sea, todos
los pertenecientes al reino mineral) no pueden moverse a sí mismos, sino que
necesitan que alguien los mueva. Si nadie mueve a una piedra, permanecerá
quieta e inerte por toda la eternidad, ya que ella no puede moverse a sí
misma, puesto que carece de vida y, por lo mismo, está desprovista de todo
movimiento inmanente.
Pues apliquemos este principio tan claro y evidente al
mundo sideral y preguntémonos quién ha puesto y pone en movimiento esa máquina
colosal del universo estelar, que no tiene en sí misma la razón de su propio
movimiento, puesto que se trata de seres inanimados pertenecientes al reino
mineral; y por mucho que queramos multiplicar los motores intermedios, no
tendremos más remedio que llegar a un Primer Motor inmóvil incomparablemente
más potente que el universo mismo, puesto que lo domina con soberano poder y
lo gobierna con infinita sabiduría. Verdaderamente, para demostrar la
existencia de Dios basta contemplar el espectáculo maravilloso de una noche
estrellada, sabiendo que esos puntitos luminosos esparcidos por la inmensidad
de los espacios como polvo de brillantes son soles gigantescos que se mueven a
velocidades fantásticas, a pesar de su aparente inmovilidad.
Jesús Simón ha expuesto este argumento de una manera
muy bella y sugestiva: “Sabemos por experiencia, y es un principio inconcuso
de mecánica, que la materia es inerte, esto es, de suyo indiferente para el
movimiento o el reposo. La materia no se mueve ni puede moverte por sí misma:
para hacerlo, necesita una fuerza extrínseca que la impela... Si vemos un
aeroplano volando por los aires, pensamos al instante en el motor que lo pone
en movimiento; si vemos una locomotora avanzando majestuosamente por los
rieles, pensamos en la fu erza expansiva del vapor que lleva en sus entrañas.
Mas aun: si vemos una piedra cruzando por los aires, discurrimos al instante
en la mano o en la catapulta que la ha arrojado.
He aquí, pues, nuestro caso.
Los astros son aglomeraciones inmensas de materia,
globos monstruosos que pesan miles de cuatrillones de toneladas, como el Sol,
y centenares de miles, como Betelgeuse y Antares. Luego también son inertes de
por sí. Para ponerlos en movimiento se ha precisado una fuerza infinita,
extracósmica, venida del exterior, una mano omnipotente que los haya lanzado
como proyectiles por el espacio...
¿De quién es esa mano? ¿De dónde procede la fuerza
incontrastable capaz de tan colosales maravillas? ¿La fuerza que avasalló los
mundos?
Sólo puede haber una respuesta: la mano, la
omnipotencia de Dios” .
Hillaire en su obra La religión demostrada expone este
mismo argumento en la siguiente forma: “Es un principio admitido por las
ciencias físicas y mecánicas que l a materia no puede moverse por sí misma:
una estatua no puede abandonar su pedestal; una máquina no puede moverse sin
una fuerza motriz; un cuerpo en reposo no puede por sí mismo ponerse en
movimiento Tal es el llamado principio de inercia. Luego es necesario un motor
para producir el movimiento.
Pues bien; la tierra, el sol, la luna, las estrellas,
recorren órbitas inmensas sin chocar jamás unas con otras. La tierra es un
globo colosal de cuarenta mil kilómetros de circunferencia, que realiza, según
afirman los astrónomos, una rotación completa sobre sí mismo en el espacio de
un día, moviéndose los puntos situados sobre el ecuador con la velocidad de
veintiocho kilómetros por minuto. En un año da una vuelta completa alrededor
del sol, y la velocidad con que marcha es de unos treinta kilómetros por
segundo. Y también sobre la tierra, los vientos, los ríos, las mareas, la
germinación de las plantas, todo proclama la existencia del movimiento.
Todo movimiento supone un motor; mas como no se puede
suponer una serie infinita de motores que se comuniquen el movimiento unos a
otros, puesto que un número infinito es tan imposible como un bastón sin
extremidades, hay que llegar necesariamente a un ser primero que comunique el
movimiento sin haberlo recibido; hay que llegar a un primer motor inmóvil.
Ahora bien, este primer ser, esta causa primera del movimiento, es Dios, quien
con justicia recibe el nombre de Primer Motor del universo.
Admiramos el genio de Newton, que descubrió las leyes
del movimiento de los astros; pero ¿qué inteligencia no fue necesaria para
establecerlas, y qué poder para lanzar en el espacio y mover con tanta
velocidad y regularidad estos innumerables mundos que constituyen el
universo?... Napoleón, en la roca de Santa Elena, decía al general Bertrand:
‘Mis victorias os han hecho creer en mi genio: el Universo me hace creer en
Dios... ¿Qué significa la más bella maniobra militar comparada con el
movimiento de los astros...?’” .
Este argumento, enteramente demostrativo por sí mismo,
alcanza su máxima certeza y evidencia si se le combina con el del orden
admirable que reina en el movimiento vertiginoso de los astros, que se cruzan
entre sí recorriendo sus órbitas a velocidades fantásticas sin que se produzca
jamás un choque ni la menor colisión entre ellos. Lo cual prueba que esos
movimientos no obedecen a una fuerza ciega de la misma naturaleza, que
produciría la confusión y el caos, sino que están regidos por un poder
soberano y una inteligencia infinita, como veremos claramente más abajo al
exponer la quinta vía de Santo Tomás.
Quede, pues, sentado que el movimiento del universo
exige un Primer Motor que impulse o mueva a todos los demás seres que se
mueven. Dada su soberana perfección, este Primer Motor ha de ser
necesariamente inmóvil, o sea, no ha de ser movido por ningún otro motor, sino
que ha de poseer en sí mismo y por sí mismo la fuerza infinita que impulse el
movimiento a todos los dem ás seres que se mueven. Este Primer Motor inmóvil,
infinitamente perfecto, recibe el nombre adorable de Dios.
b) La segunda vía: la vía de la causalidad eficiente
Este segundo procedimiento para demostrar la
existencia de Dios puede formularse sintéticamente del siguiente modo: las
causas eficientes segundas reclaman necesariamente la existencia de una
Primera Causa eficiente a la que llamamos Dios.
En filosofía se entiende por causa eficiente aquella
que, al actuar, produce un efecto distinto de sí misma. Así, el escultor es la
causa eficiente de la estatua esculpida por él; el padre es la causa eficiente
de su hijo.
Se entiende por causa eficiente segunda toda aquella
que, a su vez, ha sido hecha por otra causa eficiente anterior. Y así, el
padre es causa eficiente de su hijo, pero, a su vez, es efecto de su propio
padre, que fue quien le trajo a la existencia como causa eficiente anterior.
En este sentido son causas segundas todas las del univ erso, excepto la
Primera Causa incausada, cuya existencia vamos a investigar.
La expone Santo Tomás de Aquino: “Hallamos que en el
mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes;
pero no hallamos ni es posible hallar que alguna cosa sea su propia causa,
pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora
bien: tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas
eficientes, porque, en todas las causas eficientes subordinadas, la primera es
causa de la intermedia y ésta es causa de la última, sean pocas o muchas las
intermedias. Y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no
existiese entre las causas eficientes una que sea la primera, tampoco
existiría la última ni la intermedia. Si, pues, se prolongase indefinidamente
la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por
tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas
luces. Por consiguiente, es necesario que exista una Causa Eficiente Primera,
a la que llamamos Dios” .
Como se ve, el argumento de esta segunda vía es
también del todo evidente y demostrativo. Pero para ponerlo todavía más al
alcance de los no iniciados en filosofía, vamos a poner un ejemplo clarísimo
para todos: el origen de la vida en el universo. Es un hecho indiscutible que
en el mundo hay seres vivientes que no han existido siempre, sino que han
comenzado a existir; por ejemplo, cualquier persona humana. Todos ellos
recibieron la vida de sus propios padres, y éstos de los suyos, y así
sucesivamente. Ahora bien: es imposible prolongar hasta el infinito la lista
de nuestros tatarabuelos. Es forzoso llegar a un primer ser viviente que sea
el principio y origen de todos los demás. Suprimido el primero, quedan
suprimidos automáticamente el segundo y el tercero y todos los demás; de donde
habría que concluir que los seres vivientes actuales no existen realmente, lo
cual es ridículo y absurdo. Luego e xiste un Primer Viviente que es causa y
origen de todos los demás.
Ahora bien: este Primer Viviente reúne, entre otras
muchas, las siguientes características:
1º No tiene padre ni madre, pues de lo contrario ya no
sería el primer viviente, sino el tercero, lo cual es absurdo y
contradictorio, puesto que se trata del primer viviente en absoluto.
2º No ha nacido nunca, porque de lo contrario hubiera
comenzado a existir y alguien hubiera tenido que darle la vida, pues de la
nada no puede salir absolutamente nada, ya que la nada no existe, y lo que no
existe, nada puede producir. Luego ese primer viviente tiene la vida por sí
mismo, sin haberla recibido de nadie.
3º Por tanto es eterno, o sea, ha existido siempre,
sin que haya comenzado jamás a existir.
4º Y así todos los demás seres vivientes proceden
necesariamente de él, ya que es absurdo y contradictorio admitir dos o más
primeros vivientes: el primero en cualquier orden de cosas se identifica con
la unidad absoluta.
5º Por ende de él proceden, como de su causa
originante y creadora, todos los seres vivientes del universo visible:
hombres, animales y plantas, y todos los del universo invisible: los ángeles
de que nos hablan las Escrituras.
6º Consecuentemente es superior y está infinitamente
por encima de todos los seres vivientes del universo, a los que comunicó la
existencia y la vida.
Hay que concluir forzosamente que el Primer Viviente
que reúne estas características tiene un nombre adorable: es, sencillamente,
Dios.
Esto mismo Hillaire lo expone diciendo: “Las ciencias
físicas y naturales nos enseñan que hubo un tiempo en que no existía ningún
ser viviente sobre la tierra. ¿De dónde, pues, ha salido la vida que ahora
existe en ella: la vida de las plantas, la vida de los animales, la vida del
hombre?
La razón nos dice que ni siquiera la vida vegetativa
de una planta y menos la vida sensitiva de los animales, y muchísimo menos la
vida intele ctiva del hombre, han podido brotar de la materia, ¿Por qué?
Porque nadie da lo que no tiene; y como la materia carece de vida, no puede
darla.
Los ateos se encuentran acorralados por este dilema: o
bien la vida ha nacido espontáneamente sobre el mundo, fruto de la materia por
generación espontánea; o bien hay que admitir una causa distinta del mundo,
que fecunda la materia y hace brotar la vida. Ahora bien: después de los
experimentos concluyentes de Pasteur, ya no hay sabios verdaderos que se
atrevan a defender la hipótesis de la generación espontánea; la verdadera
ciencia establece que nunca un ser viviente nace sin germen vital, semilla,
huevo o renuevo, proveniente de otro ser viviente de la misma especie.
Pero ¿cuál es el origen del primer ser viviente de
cada especie? Remontaos todo lo que queráis de generación en generación:
siempre habrá que llegar a un primer creador, que es Dios, causa primera de
todas las cosas. Es el viejo argumento del huevo y la gallina; mas no por ser
viejo deja de ser molesto para los ateos” .
Este argumento del origen de la vida es un simple caso
particular del argumento general de la necesidad de una Primera Causa
eficiente y puede aplicarse, por lo mismo, a todos los demás seres existentes
en el universo. Cada uno de los seres, vivientes o no, que pueblan la
inmensidad del universo, constituye una prueba concluyente de la existencia de
Dios; porque todos esos seres son necesariamente el efecto de una causa que
los ha producido, la obra de un Dios creador. Por supuesto que no aceptarán
esta demostración, ni otras semejantes, aquellos pensadores que nieguen la
validez del “principio de causalidad” (que dice que no hay efecto sin causa),
como por ejemplo William James –muy alabado nuevamente en nuestros tiempos–
quien afirmaba en una de sus principales obras que “la causalidad es demasiado
oscura como principio para llevar el peso de toda la estructura de la
teología” . Esto, que no solo lo afirma James, se escribe pronto sobre un
papel y es fácil hacerlo creer a los demás desde una cátedra universitaria
cuando los demás en lugar de espíritu crítico nos tienen respeto admirativo...
pero no es posible vivirlo. Es probable que el mismo James, agarrándose el
estómago en medio de algún retorcijón haya pensado para sus adentros: “deben
ser los duraznos verdes que comí ayer”, o “esto me pasa por glotón”; o
simplemente habrá impedido que alguno de sus hijos meta los dedos en el
enchufe o curiosee de cerca a los leones del zoológico de New York... llevado
por su convicción vital de que hay una relación de causa y efecto –principio
de causalidad– entre estos acontecimientos, lo cual aunque lo niegue
intelectualmente le resulta evidente vitalmente. Esto muestra que los
filósofos necios cuando pasean en pijama por sus casas suelen guiarse por el
sentido común, el cual abandonan junto con sus pijamas cuando salen para dar
clase. El día que dejan de hacerlo terminan durmiendo en un caño, como Diógen
es, o en el manicomio como Nietszche.
Vamos a ver esto mismo desde otro punto de vista
distinto.
c) La tercera vía: por la contingencia de los seres
El argumento fundamental de la tercera vía para
demostrar la existencia de Dios puede formularse sintéticamente del modo
siguiente: la contingencia de las cosas del mundo nos lleva con toda certeza
al conocimiento de la existencia de un Ser Necesario que existe por sí mismo,
al que llamamos Dios.
Aclaremos algunos conceptos:
· un ser contingente es aquel que existe, pero podría
no existir; o también, aquel que comenzó a existir y dejará de existir algún
día; tales son todos los seres corruptibles del universo;
· un ser necesario es aquel que existe y no puede
dejar de existir; o también, aquel que, teniendo la existencia de sí y por sí
mismo, ha existido siempre y no dejará jamás de existir.
El argumento lo expone Santo Tomás: “La tercera vía
considera el ser posible o contingent e y el necesario, y puede formularse
así: Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues
vemos seres que se engendran o producen y seres que mueren o se destruyen, y,
por tanto, tienen posibilidad de existir o de no existir.
Ahora bien: es imposible que los seres de tal
condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser
hubo un tiempo en que de hecho no existió. Si, pues, todas las cosas
existentes tuvieran la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna
existió de hecho. Pero, si esto fuera verdad, tampoco ahora existiría cosa
alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo
que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a
existir alguna cosa, y, en consecuencia, ahora no existiría nada, cosa
evidentemente falsa.
Por consiguiente, no todos los seres son meramente
posibles o contingentes, sino que forzosamente ha de haber entre los seres
alguno que sea necesario. Pe ro una de dos: este ser necesario o tiene la
razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de
otro, como no es posible admitir una serie indefinida de cosas necesarias cuya
necesidad dependa de otras –según hemos visto al tratar de las causas
eficientes–, es forzoso llegar a un Ser que exista necesariamente por sí
mismo, o sea, que no tenga fuera de sí la causa de su existencia necesaria,
sino que sea causa de la necesidad de los demás. Y a este Ser absolutamente
necesario lo llamamos Dios” .
Se trata, como se ve, de un razonamiento absolutamente
demostrativo en todo el rigor científico de la palabra. La existencia de Dios
aparece a través de él con tanta fuerza como la que lleva consigo la
demostración de un teorema de geometría. No es posible substraerse a su
evidencia ni hay peligro alguno de que el progreso de las ciencias encuentre
algún día la manera de desvirtuarla, porque estos principios metafísicos
trascienden la experiencia de los sent idos y están por encima y más allá de
los progresos de la ciencia.
Que el ser necesario se identifica con Dios es cosa
clara y evidente, teniendo en cuenta algunas de las características que la
simple razón natural puede descubrir con toda certeza en él. He aquí las
principales:
1º El ser necesario es infinitamente perfecto. Consta
por el mero hecho de existir en virtud de su propia esencia o naturaleza, lo
cual supone el conjunto de todas las perfecciones posibles y en grado supremo.
Porque posee la plenitud del ser y el ser comprende todas las perfecciones:
es, pues, infinitamente perfecto.
2º No hay más que un ser necesario. El Ser necesario
es infinito; y dos infinitos no pueden existir al mismo tiempo. Si son
distintos, no son ni infinitos ni perfectos, porque ninguno de los dos posee
lo que pertenece al otro. Si no son distintos, no forman más que un solo ser.
3º El ser necesario es eterno. Si no hubiera existido
siempre, o si tuviera que dejar d e existir, evidentemente no existiría en
virtud de su propia naturaleza. Puesto que existe por sí mismo, no puede tener
ni principio, ni fin, ni sucesión.
4º El ser necesario es absolutamente inmutable.
Mudarse es adquirir o perder algo. Pero el Ser necesario no puede adquirir
nada, porque posee todas las perfecciones; y no puede perder nada, porque la
simple posibilidad de perder algo es incompatible con su suprema perfección.
Por tanto es inmutable.
5º El ser necesario es absolutamente independiente.
Porque no necesita de nadie, se basta perfectamente a sí mismo, ya que es el
Ser que existe por sí mismo, infinito, eterno, perfectísimo.
6º El ser necesario es un espíritu. Un espíritu es un
ser inteligente, capaz de pensar, de entender y de querer; un ser que no puede
ser visto ni tocado con los sentidos corporales, a diferencia de la materia,
que tiene las características opuestas. El Ser necesario tiene que ser
forzosamente espíritu, no cuerpo o materia. Porque, si f uera corporal, sería
limitado en su ser, como todos los cuerpos. Si fuera material sería divisible
y no sería infinito. Tampoco sería infinitamente perfecto, porque la materia
no puede ser el principio de la inteligencia y de la vida, que están mil veces
por encima de ella. Luego el Ser necesario es un Ser espiritual, infinitamente
perfecto y trascendente.
Ahora bien: estos y otros caracteres que la simple
razón natural descubre sin esfuerzo y con toda certeza en el ser necesario
coinciden en absoluto con los atributos divinos. Por ende el ser necesario es
Dios. Consecuentemente, la existencia de Dios está fuera de toda duda a la luz
de la simple razón natural.
d) La cuarta vía: por los distintos grados de
perfección
La cuarta vía llega a la existencia de Dios por la
consideración de los distintos grados de perfección que se encuentran en los
seres creados. Es, quizá, la más profunda desde el punto de vista metafísico;
pero, por eso mismo, es la más difícil de captar por los no iniciados en las
altas especulaciones filosóficas.
La expone Santo Tomás diciendo: “La cuarta vía
considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres
que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo
sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las
cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice que una cosa
está tanto más caliente cuanto más se aproxima al máximo calor. Por tanto, ha
de existir algo que sea verdaderísimo, nobilísimo y óptimo, y, por ello, ente
o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima
entidad. Ahora bien: lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en
aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor , es causa del
calor de todo lo caliente. Existe, por consiguiente, algo que es para todas
las cosas existentes causa de su ser, de su bondad y de todas sus demás
perfecciones. Y a ese Ser pe rfectísimo, causa de todas las perfecciones, le
llamamos Dios” .
El argumento de esta cuarta vía es similar a las
anteriores. Partiendo de un hecho experimental completamente cierto y evidente
–la existencia de diversos grados de perfección en los seres–, la razón
natural se remonta a la necesidad de un ser perfectísimo que tenga la
perfección en grado máximo, o sea que la tenga por su propia esencia y
naturaleza, sin haberla recibido de nadie, y que sea, por lo mismo, la causa o
manantial de todas las perfecciones que encontramos en grados muy diversos en
todos los demás seres. Ahora bien: ese ser perfectísimo, origen y fuente de
toda perfección, es precisamente el que llamamos Dios .
e) La quinta vía: por la finalidad y orden del
universo
La expone Santo Tomás: “La quinta vía se toma del
gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento,
como los cuerpos naturales, obran por un fin, lo que se comprueba observando
que siempre, o l a mayor parte de las veces, obran de la misma manera para
conseguir lo que más les conviene; de donde se deduce que no van a su fin por
casualidad o al acaso, sino obrando intencionadamente. Ahora bien: es evidente
que lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien
que entienda y conozca, a la manera como el arquero dispara la flecha hacia el
blanco. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a
su fin, y a éste llamamos Dios” .
Esta prueba de la existencia de Dios, además de ser
totalmente válida (hasta el mismo Kant se inclinaba con respeto ante ella), es
la más clara y comprensible de todas. Por eso ha sido desarrollada ampliamente
por escritores y oradores, que encuentran en ella la manera más fácil y
sencilla de hacer comprensible la existencia de Dios, aun a los entendimientos
menos cultivados. Por esta razón daré algunos ejemplos, tomados del orden del
universo. En el libro del P. Royo Marín, que venimos siguiendo s e pueden
encontrar varios ejemplos partiendo del orden del cosmos, del mundo de las
fuerzas fisico-químicas, de la vida vegetal y animal, del reino sensitivo y
otros más, tomados a su vez de la obra de Ricardo Viejo-Felíu, El Creador y su
creación . Me aparto momentáneamente del libro de Royo Marín para basarme en
lo que dice al respecto del orden del universo el P. Jorge Loring, en su
conocido libro Para salvarte :
“Mira el cielo. ¿Puedes contar las estrellas? El Atlas
del cosmos, que ya se ha empezado a publicar, constará de veinte volúmenes,
donde figurarán unos quinientos millones de estrellas. El numero total de las
estrellas del Universo se calcula en unos 200.000 trillones de estrellas: un
numero de veinticuatro cifras!. El Sol tiene diez planetas: Mercurio, Venus,
la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Los nueve
conocidos, y el décimo que se acaba de descubrir: el Planeta X. Fue localizado
por la sonda Pioneer en 1987, pero hacía veinte años que conocíamos su
existencia. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene cien mil millones de soles .
Y galaxias como la nuestra se conocen cien mil millones. La Nebulosa de
Andrómeda consta de doscientos mil millones de estrellas. Pues, si unos hoyos
en la arena no se pueden haber hecho solos, ¿se habrán hecho solos los
millones y millones de estrellas que hay en el cielo? Alguien ha hecho las
estrellas. A ese Ser, Causa Primera de todo el Universo, llamamos Dios.
La Luna, está a 384.000 Km de la Tierra. El Sol a
150.000.000 Km. Plutón a 6.000.000.000 de Km. Fuera del sistema solar, Sirio a
ocho años luz, Arturo a treinta y seis años luz. La luz, a 300.000 Km. por
segundo, recorre en un año una distancia igual a 200 millones de vueltas a la
Tierra. En kilómetros son unos diez billones de kilómetros . Para caer en la
cuenta de lo que es un billón, pensemos que un billón de segundos son casi
treinta y dos mil años. La velocidad de la Luz, según las leyes de la Física,
no puede supera rse. La velocidad de la luz es tope, como demostró
matemáticamente Einstein; pues según la ecuación e=mc2 a esa velocidad la masa
se haría infinita . Y fuera de nuestra galaxia, la nebulosa de Adrómeda, que
es la más cercana a nuestra galaxia de la Vía Láctea, está a dos millones de
años-luz . Coma de Virgo a 200 millones de años-luz, y el Cumulo de Hidra a
2.000 millones de años-luz .
Éste es el límite de percepción de los telescopios
ópticos. Pero los radiotelescopios profundizan mucho más. El astro más lejano
detectado es el Quásar PKS 2.000-330, está a quince mil millones de años-luz.
Los quásares son radio-estrellas que emiten ondas hertzianas. Se detectaron
por vez primera en 1960.
En el cielo hay millones y millones de estrellas
muchísimo mayores que la dimensión de la Tierra. La Tierra es una bola de
40.000 Km. de perímetro (meridiano). El Sol es un millón trescientas mil veces
mayor que la Tierra. En la estrella Antares, de la constelación de Escorpión,
caben 115 millones de soles. Alfa de Hércules, que está a 1.200 años-luz, y es
la mayor de todas las estrellas conocidas, es ocho mil billones de veces mayor
que el Sol. Para aclarar un poco estos volúmenes descomunales, diremos que la
órbita de la Luna dando vueltas alrededor de la Tierra, cabe dentro del Sol; y
que el radio de Antares es el diámetro de la órbita de la Tierra, es decir, de
trescientos millones de kilómetros; y que el diámetro de la órbita de Plutón,
que es de doce mil millones de Km., es la décima parte del radio de Alfa de
Hércules. Todo esto me lo ha calculado un astrónomo. La mayor radio-estrella
conocida es DA-240 que tiene el fabuloso diámetro de seis millones de
años-luz. El diámetro de esta radio-estrella es sesenta veces mayor que el
diámetro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, que es de cien mil años de luz.
Estas bolas gigantescas van a enormes velocidades. La
Tierra va a cien mil Km. por hora, es decir a treinta Km. por segundo. El Sol
va a trescientos Km. por segundo, hacia la Constelación de Hércules. La
Constelación de Virgo se aleja de nosotros a mil Km. por segundo. El Cumulo de
Boyero se desplaza a cien mil Km. por segundo. Por el desplazamiento hacia el
rojo de las rayas del espectro se ha calculado que hay estrellas que se alejan
de nosotros a 276.000 Km. por segundo. Es decir, al 92 % de la velocidad de la
luz.
El movimiento de las estrellas es tan exacto que se
puede hacer el almanaque con muchísima anticipación. El almanaque pone la
salida y la puesta del Sol de cada día, los eclipses que habrá durante el año,
el día que serán, a qué hora, a qué minuto, a qué segundo, cuánto durarán, qué
parte del Sol o de la Luna se ocultará, desde qué punto de la Tierra será
visible, etc. El 30 de junio de 1973, España entera estuvo pendiente del
eclipse parcial de Sol del cual la prensa venía hablando varios días. El 2 de
octubre de 1959, fue visible desde la islas Canarias, un eclipse total de Sol,
a las 12 del mediodía, tal como se h abía previsto desde mucho antes. Por eso
se instaló en la Punta de Jandía en Fuerteventura un puesto de observación en
el que se reunieron científicos del mundo entero. El anterior eclipse de Sol
contemplado desde Canarias, fue el 30 de agosto de 1905, y se sabe que habrá
que esperar hasta pasado el siglo XXII para ver otro eclipse total de Sol
dentro de nuestras fronteras [Loring se refiere a España]. El año 2005
podremos observar un eclipse anular desde Cádiz. El cometa Halley (llamado así
en honor del astrónomo Edmundo Halley, contemporáneo y amigo de Isaac Newton)
que como se había previsto el siglo pasado, pasó junto a nosotros en el año
1910, volvió a pasar cerca de la Tierra (a 486 millones de kilómetros) en
marzo de 1986 según se había anunciado. Todos los periódicos del mundo
hablaron de él. Halley (1646-1742) que observó el cometa en 1662 calculó su
órbita y predijo que aparecería de nuevo cada setenta y seis años, y así ha
sucedido. Volverá a verse el año 2062. Cuando pasó junto a la Tierra en 1986
fue fotografiado por la sonda europea Giotto, que se acercó al núcleo del
cometa a una distancia de 500 kilómetros. La longitud de la cola del cometa
Halley es de cincuenta millones de kilómetros y está formada por gases
enrarecidos (...) El núcleo del cometa está formado por gases sólidos a 100
grados centígrados bajo cero. Sus dimensiones son de 7´50 por 8´50 por 18
kilómetros. Aunque los chinos ya lo conocían mil años antes de Cristo y ha
dado miles de vueltas alrededor del Sol, terminará por desaparecer, pues cada
vez que se acerca al Sol pierde peso al volatilizarse por el calor parte de
los gases sólidos del núcleo. La cola del cometa no va hacia atrás, como la
estela de un avión de reacción, sino que arrastrada por el viento solar se
desplaza en el sentido opuesto al Sol, como el humo de una locomotora en
marcha, que se desplaza lateralmente si hace un viento fuerte.
La precisión del movimiento de los astros sería
imposible conocerlo si el orde n del movimiento de los astros no fuera
calculable matemáticamente. Por eso James Jeans, ilustre matemático y
Presidente de la Real Sociedad Astronómica de Inglaterra y Profesor de la
Universidad de Oxford, uno de los más grandes astrónomos contemporáneos, en su
libro Los misterios del Universo afirma que el Creador del Universo tuvo que
ser un gran matemático . Y Einstein dijo que la Naturaleza es la realización
de las ideas matemáticas de Dios . Paul Dirac, Catedrático de Física Teórica
de la Universidad de Cambridge y uno de los científicos más sobresalientes de
nuestra generación, dijo en la revista Scientific America: ‘Dios es un
matemático de alto nivel’ .
Todo este orden maravilloso requiere una gran
inteligencia que lo dirija. ¿Qué pasaría en una plaza de mucho tránsito si los
conductores quedaran repentinamente paralizados y los vehículos, sin
inteligencia, abandonados a su propio impulso? En un momento tendríamos una
horrenda catástrofe.
Cuanto más complicado y pe rfecto sea el orden, mayor
debe ser la inteligencia ordenadora. Construir un reloj supone más
inteligencia que construir una carretilla. Si un día naufragas en alta mar, y
agarrado a un madero llegas a una isla desierta, aunque allí no encuentres
rastro de hombre, ni un zapato del hombre, ni un trapo de hombre, ni una lata
de sardinas vacía, nada; pero si paseando por la isla desierta encuentras una
cabaña, inmediatamente comprendes que en aquella isla, antes que tú, estuvo un
hombre. Comprendes que aquella cabaña es fruto de la inteligencia de un
hombre. Comprendes que aquella cabaña no se ha formado al amontonarse los
palos caídos de un árbol. Comprendes que aquellas estacas clavadas en el
suelo, aquellos palos en forma de techo y aquella puerta giratoria son fruto
de la inteligencia de un hombre. Pues si unos palos en forma de cabaña
requieren la inteligencia de un hombre, ¿no hará falta una inteligencia para
ordenar los millones y millones de estrellas que se mueven en el cielo c on
precisión matemática? Isaac Newton (1642-1727) y Johann Kepler (1571-1630)
formularon matemáticamente las leyes que rigen el movimiento de las estrellas
del Universo; pero Newton y Kepler no hicieron esas leyes, porque las
estrellas se movían según esas leyes muchísimos años antes de que nacieran
Newton y Kepler. Por tanto hay algún autor de esas leyes que rigen el
movimiento matemático de las estrellas. Por eso el cosmonauta Borman dijo
desde la Luna: ‘nosotros hemos llegado hasta aquí gracias a unas leyes que no
han sido hechas por el hombre’. Y Newton: ‘El conjunto del Universo no podía
nacer sin el proyecto de un Ser inteligente’ . ‘Me basta –ha dicho Albert
Einstein– reflexionar sobre la maravillosa estructura del Universo, y tratar
humildemente de penetrar siquiera una parte infinitesimal de la sabiduría que
se manifiesta en la Naturaleza’ . Dijo también: ‘Dios no juega a los dados’ .
La inteligencia que ordena las estrellas en el cielo y dirige con tanta
perfección la máqui na del Universo es la inteligencia de Dios. Por eso dice
la Biblia: Los cielos cantan la gloria de Dios (Sal 19,2). Las criaturas son
dedos que me señalan a Dios. Pero hay gente que se queda mirando el dedo y no
ve más allá”.
Hasta aquí la cita de Loring. Pero no menos
sorprendente que el orden del cosmos es el orden de cada ser. Basta con que
preguntes a un médico que te explique el maravilloso mecanismo de la
fecundidad femenina y de la maternidad para que debas reconocer un orden
extraordinario que no puede responder sino a una inteligencia ordenadora: el
maravilloso mecanismo hormonal por el que cada mujer es preparada a lo largo
de cada ciclo fértil para poder ovular y todo lo que desencadena la ovulación:
una extraordinaria y armoniosa interacción de precisas órdenes entre las
diversas glándulas para preparar todo el organismo en orden a una posible
concepción, preparación que no sólo mira la preparación del cuerpo femenino
sino la protección del embrión en caso de q ue tenga lugar la concepción; y
una vez dada ésta, el misterioso y matemático proceso por el cual la célula
fecundada, el embrión humano, comienza un crecimiento siempre rigurosamente
igual en los millones de seres humanos que ya han venido a la vida, hasta
culminar en el nacimiento. No puede ser menos, si tenemos en cuenta que en
niveles sumamente inferiores a éste, se verifica el mismo fenómeno de un orden
sorprendente como lo demuestra, por ejemplo, la sabiduría de una simple abeja
. En efecto, la abeja resuelve el problema de construir una celdilla tal, que
con la menor cantidad de cera admita la mayor cantidad de miel. Reaumur lo
descubrió hace dos siglos, aplicando algoritmos del cálculo infinitesimal,
descubierto por Leibnitz. Pero lo curioso fue que los sabios, al hacer por
primera vez el cálculo, se equivocaron; y la abeja, sin cálculo, sin estudio,
no se equivocaba. ¡Y era allá por los años en que aún no habían nacido Reaumur,
Leibnitz ni Pitágoras! El descubrimiento fue as í. Reaumur, el famoso físico
introductor de la escala termométrica que lleva su nombre, sospechando lo que
en efecto sucedía, propuso a sus compañeros el siguiente problema: ¿Qué
ángulos hay que dar a los rombos de la base de una celdilla, de sección
hexagonal, para que, siendo la superficie mínima, la capacidad sea máxima?
König aplicó la teoría de máximos y mínimos del cálculo infinitesimal y halló,
para el ángulo agudo de rombo, una amplitud de 70º 34’; naturalmente el ángulo
obtuso tenía que ser complementario de aquél. Medido el rombo de las celdillas
de las abejas, encontraron constantes sus ángulos, y el agudo era de 70º 32’.
¡Aparentemente el animalito se equivocaba en la insignificante cifra de dos
minutos de grado! Pero al poco tiempo naufragó un barco en el litoral francés;
el accidente se debió a un error en la apreciación de la longitud. Piden
responsabilidades al capitán, que tranquilamente presenta sus cálculos, los
cuales estaban bien hechos. Todos estaban desorientad os. La causa había que
buscarla en otra parte. Repasadas y estudiadas las operaciones, encontraron
una errata en la tabla de logaritmos, que marcó su impronta en el cálculo de
la longitud. Corregido dicho error, König volvió sobre el problema propuesto
por Reaumur, que dio para el ángulo agudo del rombo de la base 70º 32’. Se
equivocaron los sabios matemáticos, pero la abeja no se equivocó ni se
equivoca y construye una celdilla tal, que con el menor gasto de cera admite
la mayor cantidad de miel.
De todo esto se puede deducir que si no existe un
Creador infinitamente sabio y poderoso, el orden dinámico que preside a todo
el cosmos, desde las galaxias hasta los hábitos de la abejas, se debe atribuir
al azar. No hay solución intermedia. Es así que el azar no explica de ningún
modo este orden. Por tanto, existe aquel Creador de sabiduría y poder
infinito.
El mundo, en una palabra, es el resultado de una
comprensión infinita. Por eso, la creencia en Dios pertenece a las funciones
normales de la inteligencia humana. Y por esta misma razón, el ateo es un caso
clínico, como el de uno que pierde la razón . Porque admitir sólo el choque
ciego de fuerzas naturales es aceptar una ininteligencia más inteligente que
la inteligencia misma. La incredulidad no consiste en no creer, sino en creer
lo difícil antes que lo fácil.
3. Los científicos y Dios
Por lo que acabamos de exponer, no nos puede
sorprender que si bien hay en nuestros días científicos que dicen no creer en
Dios, sin embargo, junto a ellos hay muchos otros, que son la mayoría, y se
cuentan entre los más prestigiosos en el mundo de la ciencia, que han creído
en Dios no sólo llevados por su fe (algunos han sido cristianos y otros no)
sino por su ciencia. Tampoco debería sorprendernos que verdaderos pensadores
caigan en argumentos anticientíficos cuando se trata de la negación de Dios;
sólo para citar un ejemplo, cuando William James, a quien ya nos hemos
referido antes, enseñ ó que la existencia de Dios no puede ser demostrada, no
dio otra prueba que el argumento de autoridad (argumento fundamental en
teología, pero de valor casi nulo en filosofía y menos en ciencia): “todos los
idealistas desde Kant han estado de acuerdo en rechazar o al menos no
considerar las pruebas, lo que demuestra que ellas no son suficientemente
sólidas para servir como fundamento de la religión” . Pero ¡así no puede
proceder un científico pues también la mayoría –si no todos– de los
científicos estaban de acuerdo en que el sol gira en torno de la tierra cuando
Copérnico (y luego de él Galileo) planteó su teoría de que eran los planetas
los que giraban en torno al sol! ¿En dónde estaría la ciencia si se hubiese
guiado por el argumento del número? Por este motivo veamos qué dicen sobre
Dios algunos de los estudiosos más destacados en el mundo de la ciencia:
Copérnico, astrónomo polaco (1473-1543) que probó la
esfericidad de la tierra, expuso sus movimientos y la rotación de todo el
sistema solar y defendió antes que Galileo el heliocentrismo, dijo: “Si existe
una ciencia que eleve el alma del hombre y la remonte a lo alto en medio de
las pequeñeces de la tierra, es la Astronomía..., pues no se puede contemplar
el orden magnífico que gobierna el universo sin mirar ante sí y en todas las
cosas al Creador mismo, fuente de todo bien”.
Galileo Galilei, astrónomo y físico italiano
(1564-1642) a quien muchos científicos, incluso ateos, consideran uno de los
símbolos del “hombre de ciencia”, murió profesando su fe en Dios y en la
Iglesia católica, apostólica y romana.
Kepler, astrónomo alemán (1571-1630), que formuló las
leyes que llevan su nombre, a pesar de haber llevado una vida muy desgraciada,
escribe: “Te doy gracias, Dios Creador, porque me has concedido la felicidad
de estudiar lo que Tú has hecho, y me regocijo de ocuparme de tus obras. Me ha
cabido el honor de mostrar a los hombres la gloria de tu Creación, o, por lo
menos, de aquella pa rte de tu infinito reino que ha sido accesible a mis
escasas luces”; y también: “Día vendrá en el que podremos leer a Dios en la
Naturaleza como lo leemos en las Sagradas Escrituras”; “Ahora yo he terminado
la obra de mi profesión, habiendo empleado todas las fuerzas del talento que
tú me has dado; he manifestado la gloria de tus obras a los hombres que lean
estas demostraciones, por lo menos en la medida en que la estrechez de mi
inteligencia ha podido captar su infinitud; mi espíritu ha estado atento a
filosofar correctamente”.
Isaac Newton, físico, astrónomo y matemático inglés
(1642-1727), considerado por muchos científicos como el más grande de todos
los tiempos, en cuanto inteligencia e ingenio, no tuvo reparo en dejar
escrito: “El orden admirable del sol, de los planetas y cometas tiene que ser
obra de un Ser Todopoderoso e inteligente...; y si cada estrella fija es el
centro de un sistema semejante al nuestro, es cierto que, llevando todos el
sello del mismo plan, todos deben estar sumisos a un solo y mismo Ser... Este
Ser infinito lo gobierna todo no como el alma del mundo, sino como Señor de
todas las cosas. Dios es el Ser Supremo, Infinito, Eterno, absolutamente
Perpetuo”.
El médico y naturalista sueco Karl von Linneo
(1707-1778), considerado como fundador de la Botánica y uno de los más grandes
botánicos de todos los tiempos, que escribió más de 15 relevantes obras, tuvo
firmes convicciones religiosas, como lo demuestran estas sabias palabras de su
obra Systema Naturae: “Salía yo de un sueño cuando Dios pasó de lado, cerca de
mí: le vi y me llené de asombro... He rastreado las huellas de Dios en las
criaturas y, en todas, aun en las más ínfimas y más cercanas ¡qué poder, qué
sabiduría, qué insondables perfecciones no he encontrado!”.
El físico italiano Alejandro Volta (1745-1827),
inventor del electrófono y la pila que lleva su nombre, testimonió: “He
estudiado y reflexionado mucho. Ahora ya veo a Dios en todo...”.
El astrónomo fr ancés Hervé-Auguste-Etienne-Albans
Faye (1814-1902), hablando de ateísmo dijo: “En cuanto a negar a Dios, es como
si desde aquellas alturas se dejara uno caer pesadamente sobre el suelo. (...)
Es falso que la ciencia haya llegado por sí misma a la negación de Dios. Esta
se produce en ciertas épocas de lucha contra instituciones del pasado. Así se
encuentran algunos filósofos ateos en la decadencia de la antigua sociedad
grecorromana. A fines del siglo XVIII y aún hoy seguramente, porque es propio
de la lucha, pronto volverán los espíritus a las verdades eternas, muy
asombrados, en el fondo, de haberlas combatido durante tanto tiempo”.
El checo Gregor Johann Mendel (1822-1869) fue fraile
agustino, padre de toda la genética y de gran parte de la biología actual, con
su vida religiosa sin muchas palabras practicó su fe cristiana sin
contradicciones con su ciencia.
El químico y bacteriólogo francés Louis Pasteur,
(1822-1895), fundador de la asepsia y antisepsia modernas, quien no tenía
reparo en rezar su rosario mientras viajaba en tren a pesar de las burlas de
algunos “universitarios” pedantes que sin saber quién era pensaban que era un
simple campesino ignorante, decía: “Yo te aseguro que, porque sé algo, creo
como un bretón; si supiera más creería como una bretona” (haciendo referencia
a que su ciencia no contradecía la fe de un simple campesino).
El ingeniero alemán, luego nacionalizado americano,
Wernher von Braum (nacido en 1912), autor del emplazamiento en órbita del
primer satélite estadounidense Explorer I, llamado “rocket genius”, el genio
de los cohetes, que trabajó como directivo en la NASA, en los proyectos del
cohete Saturno y en el proyecto Apolo (cohete tripulado a la Luna), poseyó un
profundo sentido religioso: “Los materialistas del siglo XIX y sus herederos
los marxistas del siglo XX nos dicen que el creciente conocimiento científico
de la creación permite rebajar la fe en un Creador. Pero toda nueva respuesta
ha suscitado nuevas pr eguntas. Cuanto más comprendemos la complejidad de la
estructura atómica, la naturaleza de la vida o el camino de las galaxias,
tanto más encontramos nuevas razones para asombrarnos ante los esplendores de
la creación divina... El hombre tiene necesidad de fe como tiene necesidad de
paz, de agua y de aire... ¡Tenemos necesidad de creer en Dios!”.
El médico francés Aléxis Carrel (1873-1944), ateo
convertido en Lourdes ante la vista de un milagro, decía: “Yo quiero creer, yo
creo todo aquello que la Iglesia Católica quiere que crea más y, para hacer
esto, no encuentro ninguna dificultad, porque no encuentro en la verdad de la
Iglesia ninguna oposición real con los datos seguros de la ciencia”. “Yo no
soy filósofo ni teólogo; hablo y escribo solamente como hombre de ciencia”.
Pascual Jordan (nacido en 1902) fue un físico alemán,
fundador junto con Max Born y Werner Heisenberg de la mecánica cuántica, al
escribir su libro que tituló El hombre de ciencia ante el problema religio so,
decía: “No sin razón he titulado este libro El hombre de ciencia ante el
problema religioso. Su intención era explicar cómo todos los impedimentos,
todos los mitos que la ciencia antigua había levantado para obstruir el camino
de acceso a la religión hoy han desaparecido (...)La afirmación de la
concepción determinista de que Dios se había quedado sin trabajo en una
naturaleza que seguía su curso regularmente, ha perdido ahora su fundamento.
(...) En la innumerable cantidad de resultados siempre nuevos e indeterminados
se puede ver la acción, la voluntad, el señorío de Dios (...) No afirmamos que
la acción de Dios en la naturaleza se haya hecho científicamente visible o
demostrable (...) sino que, en lo que concierne a la fe religiosa, la nueva
física ha negado aquella negación: ha probado que son erróneas aquellas
concepciones de la vieja ciencia que habían sido aducidas antes como pruebas
en contra de la existencia de Dios”.
El neurobiólogo John Eccles, director del depart
amento de Bioquímica de la Universidad de Cambridge, decía hablando del
materialismo de muchos científicos: “Creo que el materialismo hipotético es
aún la creencia más extendida entre los científicos. Pero no contiene más que
una promesa: que todo quedará explicado, incluso las formas más íntimas de la
experiencia humana, en términos de células nerviosas... Esto no es más que un
tipo de fe religiosa; o mejor, es una superstición que no está fundada en
evidencias dignas de consideración. Cuanto más progresamos a la hora de
comprender la conformación del cerebro humano, más clara resulta la
singularidad del ser humano respecto a cualquier otra cosa del mundo
material”.
Henry Margenau, colaborador de Einstein, Heisenberg y
Scheoedinger, físico de la Universidad de Yale, fundador de tres importantes
revistas científicas, ocho doctorados honoris causa, presidente de la American
Association of the Philosophie et Science, decía: “Casi todo el mundo admite
claramente que el Universo ha tenido un comienzo y aunque hay algunos, como
Carl Sagan, que en astronomía son vivamente antirreligiosos, otros, como
Robert Jastrow, que trabajan en el mismo campo, no lo son. Y Jastrow es más
prestigioso que Sagan como científico y como físico. Sagan es un publicista,
Jastrow es un físico que ha investigado la materia de la que habla. Y Jastrow
es un hombre religioso”.
John von Neumann, matemático húngaro (1903-1957), hijo
de un rico banquero judío, considerado por muchos como la mente más genial del
siglo XX, comparable solo a la de Albert Einstein, participó activamente en el
Proyecto Manhattan, el grupo de científicos que creó la primera bomba atómica,
participó y dirigió la producción y puesta a punto de los primeros ordenadores
y, como científico fue asesor del Consejo de Seguridad de los Estados Unidos
en los años cincuenta; es el creador del campo de la Teoría de Juegos (un
campo en el que trabajan actualmente miles de economistas y se publican a
diario cientos de pági nas) y además las formulaciones matemáticas descritas
por él sirvieron de base para la teoría de la utilidad para resolver problemas
del Equilibrio General. En 1937 publicó A Model of General Economic
Equilibrium, del que E. Roy Weintraub dijo en 1983 que era “el más importante
artículo sobre economía matemática que haya sido escrito jamás”. Este
científico hacia el final de su vida se convirtió al catolicismo.
Y termino con este texto del científico italiano
Enrico Medi: “Cuando digo a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una
galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y,
sin embargo, los protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay
allí son idénticos a los que están en este micrófono (...). La identidad
excluye la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable (...). Por tanto,
hay una causa, fuera del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha dado
al ser, ser así. Y esto es Dios (...). El ser, hablo científ icamente, que ha
dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de
distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a
la 85a potencia... ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo
fuera Francisco de Asís proclamaría: ¡Oh galaxias de los cielos inmensos,
alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! ¡Oh átomos, protones,
electrones! ¡Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento,
cantad, a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega
hasta Dios!”.
Indudablemente, no se puede decir que la ciencia tenga
problemas con Dios; la tienen algunos científicos... y no por su ciencia.
* * *
Por todo esto podemos decir que la verdad sobre la
existencia de Dios es un conocimiento tan claro que la Sagrada Escritura trata
muy duramente a los sabios paganos que no supieron remontarse al Creador a
través de la belleza y potencia de sus obras:
Van os por naturaleza todos los hombres en quienes se
encontró ignorancia de Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas
buenas que se ven a Aquél que es, ni, atendiendo a las obras, reconocieron al
Artífice; sino que al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda
estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron
como dioses, señores del mundo. Pues si, cautivados por su belleza, los
tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de éstos, pues fue el
Autor mismo de la belleza quien los creó. Y si fue su poder y eficiencia lo
que les dejó sobrecogidos, deduzcan de ahí cuánto más poderoso es Aquel que
los hizo; pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por
analogía, a contemplar a su Autor... Pues si llegaron a adquirir tanta ciencia
que les capacitó para indagar el mundo, ¿cómo no llegaron primero a descubrir
a su Señor? (Sb 13,1-5. 9)
Bibliografía para ampliar y profundizar
–Reinhard Löw, Le nuove prov e hce Dio esiste (Las
nuevas pruebas de que Dios existe), Piemme, Casale Monferrato 1996 (el autor
ha sido Director del Instituto de investigación en filosofía, de Hannover;
especialista en la relación entre ciencias naturales y filosofía; esta es una
puesta al día, desde la visión del científico, de las pruebas tradicionales, y
de lo que el autor llama “las nuevas pruebas” científicas).
–Hillaire, La religión demostrada, Barcelona 1955.
–Cornelio Fabro, Le prove dell’esistenza di Dio, Ed.
La Scuola, Brescia 1990 (excelente estudio con el análisis de las pruebas de
la existencia de Dios en los principales filósofos de la historia).
–––––––––––––, Dios. Introducción al problema
teológico, Rialp, Madrid 1961.
–––––––––––––, Drama del hombre y misterio de Dios,
Rialp Madrid 1974.
–R. Garrigou-Lagrange, Dios. Su existencia. Su
naturaleza (dos volúmenes), Palabra, Madrid 1980.
–Víktor Frankl, La presencia ignorada de Dios, Herder,
Barcelona 1985.
–Fulton Sheen, Religión sin Dios, Latinamericana,
México DF s/f.
–Antonio Royo Marín, Dios y su obra, BAC, Madrid 1963.
–Jesús Simón, SJ, A Dios por la ciencia, Barcelona
1947.
–Ricardo Viejo-Felíu, SJ, El Creador y su creación,
Ponce, Puerto Rico, 1952.
–Jorge Loring, Para salvarte, Edapor, Madrid 1998 (51ª
edición).
–Manuel Carreira, S.I., El creyente ante la Ciencia,
Cuadernos BAC, n. 57. Madrid 1982.
–Max Picard, La huida de Dios, Guadarrama, Madrid
1962.
–Nello Venturini, I filosofi e Dio. Dizionario storico-critico,
Marna, Barzago 2003.
––––––––––––––, La ricerca dell’Assoluto: Dio, c’è?
Chi è?, Coletti 1998.
Fabro, C., Le prove dell’esistenza di Dio, Ed. La
Scuola, Brescia 1990, p. 7
Cf. Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, I, 4.
En una reunión bastante numerosa, un incrédulo se
expresó en contra de la existencia de Dios; y viendo que todo el mundo
guardaba silencio, añadió: “Jamás hubiera creído ser el único que no cree en
Dios, entre tantas personas inteligentes”. A lo cual replicó la dueña de la
casa: “Se equivoca, señor; no es usted el único: mis caballos, mi perro y mi
gato comparten con usted ese honor; sólo que ellos tienen el talento de no
gloriarse”.
Para este punto utilizaré la exposición del P. Antonio
Royo Marín, en su Dios y su obra, BAC, Madrid 1963, pp. 11-31. Sólo resumiré
algunos párrafos, saltearé otros y añadiré algunos datos tomados de otros
libros o más actualizados. No pongo entrecomillado el texto por su longitud,
pero aclaro que casi todo cuanto sigue pertenece al docto dominico español.
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 2, 3.
P. Jesús Simón, SJ, A Dios por la ciencia Barcelona
1947, p. 28.
Hillaire, La religión demostrada, Barcelona, 1955, pp.
6-7.
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 2, 3.
Hillaire, op.cit., pp. 8-9.
William James, Variaciones de la experiencia
filosófica; citado por Fulton Sheen, Religión sin Dios (ver bibliografía) p.
25 .
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 2, 3.
No importa que de hecho existan cosas mucho más
calientes que el fuego ordinario; este es solo un ejemplo de Santo Tomás,
tomado del lenguaje ordinario.
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 2, 3.
Este argumento se puede ampliar para quien lo desee
con la lectura de obras como las de Fabro citadas en la bibliografía.
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 2, 3.
Obra realmente valiosa: P. Ricardo Viejo-Felíu, SJ, El
Creador y su creación, Ponce, Puerto Rico, 1952; también se puede ver la obra
de P. Jesús Simón, SJ, A Dios por la ciencia, Lumen Barcelona (hay edición más
actual de Ed. Sol de Fátima, Madrid).
Cito casi textualmente, suprimiendo sólo algunos
párrafos y modificando ligeramente otros. El texto del P. Loring, Para
salvarte, Edapor, Madrid 1998 (51ª edición), nn. 1-9, tiene muchas notas a pie
de página fundamentando cada afirmación; por razón de espacio sólo
transcribiré algunas citas que considero fundamentales. El resto puede verse
en su obra.
Manuel Carreira, S.I., Profesor de Física y Astronomía
en la Universidad de Cleveland (EE.UU.); Antropocentrismo científico y
religioso, Ed. A.D.U.E. Madrid, 1983
Manuel Carreira, S.I., El creyente ante la Ciencia, II,
3, Cuadernos BAC, n. 57. Madrid 1982.
Stephen W. Hawking, Historia del tiempo, II. Ed.
Crítica, Barcelona, 1988
Stephen W. Hawking, Los tres primeros minutos del
Universo, II. Alianza Editorial, Madrid.
Fred Hoyle, El Universo inteligente, pg. 169. Ed.
Grijalbo, 1984.
James Jeans, Los misterios del universo, pg.175.
Desiderio Papp,Einstein, 3º, XIII, 7. Ed. Espasa Calpe.
Madrid, 1979.
Revista INVESTIGACIÓN Y CIENCIA, V, 1.963, pg.53.
Isacc Newton, Scholium Generale de sus Philosophiae
Naturalis Principia Mathemática.
Antonio Dúe, S.I., El cosmos en la actualidad
científica, I, 5. Ed. FAX. Madrid.
Max Born, Ciencia y conciencia de la Era Atómica, 1º,
IX. Alianza Editorial. Madrid, 19 71.
Tomo este ejemplo de Royo Marín, op. cit., n. 22, p.
25. Se puede leer también en otros libros.
Cf. Tihamer Toth, Creo en Dios, Madrid 1939, p. 127.
Se pueden ver las dos excelentes recopilaciones Fe y
científicos del siglo XX y Científicos del pasado creen en Dios, en:
www.arvo.net; sección Ciencia y Fe.
Citado por Fulton Sheen, como se indicó en cita
anterior.