La templanza como virtud


miércoles, 27 de enero de 2010
Julio de la Vega
 



 

 

 

Sumario

Introducción.- 1. Sentido positivo de la templanza.- 2. El daño de su carencia.- 3. El valor de las cosas.- 4. La templanza del espíritu.- 5. La templanza cristiana.

 

Introducción

Lo primero que hace falta es tener una noción clara del objeto de análisis, que aquí es principalmente la virtud de la templanza. ¿En qué consiste? El Catecismo de la Iglesia Católica proporciona una definición que permite fácilmente hacerse una idea: «La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados» (n.1809). Se podría hacer una versión resumida, muy sencilla pero quizás incluso más precisa: la templanza es la virtud por la que se modera lo agradable. Todo lo agradable.

Ya en este momento surge una cuestión, que quizás en otras épocas podía parecer algo obvio, pero que en la situación actual se hace necesaria: ¿por qué hay que moderar lo agradable? Si un niño hiciera esta pregunta, posiblemente la respuesta que encontraría, sin que su padre o su madre reflexionaran mucho, sería «porque hay cosas que si no se moderan hacen daño» De acuerdo, pero, sin pretenderlo, ya se ha restringido el ámbito a «algunas cosas», y el daño mencionado puede resultar equívoco: ¿de qué tipo de daño se trata?

La cuestión no es trivial. Vivimos en una sociedad de mentalidad prevalentemente hedonista, o sea, que pone el agrado como meta de la existencia. Como el hedonismo, quiérase o no, es la ética que corresponde a una idea materialista del hombre, el único límite a esta ansia de agrado que, dentro de esta manera de pensar, se justifica, es el daño material. Éste se reduce en la práctica a dos aspectos: la salud corporal y el bienestar del prójimo. Se entiende así que algunos excesos son censurables, como por ejemplo el consumo excesivo de alcohol o la música a tal volumen que incordie a los vecinos. Son dos ejemplos que corresponden a cada uno de los dos aspectos. Pero conviene advertir que el segundo -el referente al bienestar del prójimo- se mide sólo por consecuencias externas y suele tener un remedio técnico. Si se insonoriza el local o el oyente se pone unos auriculares para acaparar todo el ruido, ya no haría falta templanza alguna. Eso deja el daño corporal como único límite absoluto del disfrute; el daño al prójimo suele ser un límite sólo relativo.

Aquí conviene tener en cuenta que el daño corporal es el primer límite que el niño pequeño aprende, y al principio lo cierto es que no está capacitado para aprender otra cosa. No puede -no debe- hacer algunas cosas porque se cae, se golpea, recibe un calambrazo, se lleva a la boca cosas insanas... o rompe cosas de los demás. Pero, desde el momento en que tiene uso de razón, hay que fijarse si el argumento ha variado o sigue siendo el mismo, con las adaptaciones propias de la edad. Si, pongamos por caso, la criatura se atiborra de «chuches» (golosinas), lo que más fácilmente entiende, y lo que la propaganda actual subraya, es que «le van a sentar mal». y es cierto: no es ésa precisamente la dieta más aconsejable. Pero no es esa la única verdad en juego, ni siquiera la más importante. Ese entregarse al capricho, sin más restricciones que las posibilidades materiales de adquisición, hace más daño a la personalidad del niño que a su hígado o a su dentadura. Y esto también tiene que entenderlo, aunque cueste un poco más.

Para poder entenderlo, hay dos caminos. En el fondo, vienen a coincidir con el dilema que se presenta a los hijos para que aprendan: o por las buenas, o por las malas.

1. Sentido positivo de la templanza

En primer lugar, en la realidad vemos que toda meta humana que valga la pena alcanzar supone un esfuerzo, resulta ardua. Y siempre, en su consecución, se interpone algo agradable que invita a abandonar el esfuerzo, aunque sólo sea la pura comodidad. Si uno se deja llevar por estos estímulos, no será capaz de conseguir lo que se propone, o no será capaz de conservarlo si lo ha conseguido, con lo que eso lleva consigo de fracaso o frustración.

Con los hijos, un primer ejemplo para que lo comprendan es la vida misma de sus padres, que tienen que hacerles ver que lo que son y tienen no ha sido conseguido sin esfuerzo, y que se han encontrado con las mismas dificultades. Pero, sobre todo, el ejemplo por excelencia es el propio estudio (en un sentido amplio: trabajo escolar) de los hijos, con sus vencimientos y sus satisfacciones, cuando se han logrado los objetivos. Aquí es frecuente encontrar una cierta proclividad del chico o de la chica a engañarse, y pensar -o mejor, querer pensar- que podrá ahorrarse el esfuerzo para conseguir sus metas. Basta fijarse en el ingenio que siempre han sido capaces de desplegar para inventar todo tipo de trucos; el autor de estas líneas ha tenido ocasión de tener en sus manos un bolígrafo con toda la revolución rusa grabada a fuego en sus paredes: toda una obra de arte, quizás más costosa que aprenderse el tema por el arcaico pero eficaz procedimiento de hincar los codos y estudiárselo. De todas formas, esto no es algo sorprendente, sino lo propio de una inmadurez de niños que se resisten a aceptar que la vida hay que tomársela en serio.

Sin embargo, hoy también encontramos una mentalidad semejante en los mayores. La excesiva confianza en la técnica, y una vida cómoda, hacen que en muchas ocasiones también los mayores piensen que podemos ahorrar el esfuerzo, o que podemos ahorrárselo a los niños. Se diseñan planes de estudio y formas de aprendizaje en los que supuestamente se puede aprender sin dedicación al estudio, y sobre todo sin recurrir a esfuerzos de memorización, una bestia negra para una pedagogía «avanzada». La técnica permitiría convertir en algo agradable el aprendizaje, e incluso permitir que sea el niño quien descubra por sí mismo lo que antes implicaba la molestia de explicado por parte del docente, y de atender sufridamente por parte del alumno. El reclamo se ha extendido al mundo de los adultos, si atendemos, por ejemplo, a la publicidad de algunas academias de idiomas que ofrecen hablar inglés, o lo que sea, sin esfuerzo, incluso explícitamente «sin estudiar», y ello en unos pocos meses. Es verdad que la técnica puede ayudar a hacer más llevadera la actividad de aprender, pero evitar todo esfuerzo es otra historia. Es la expresión de lo que nos gustaría, pero no de la realidad. Es una falsedad, y la vida misma se encarga de desengañar a quienes la han creído. Y es muy importante no dejarse engañar por semejante espejismo, pues en muchos ambientes ha arraigado, y no sería de extrañar que se respire esa atmósfera en sitios como las reuniones del APA (asociación de padres) de un colegio, con voces que protestan de que a sus hijos les hacen estudiar mucho, o simplemente trasladan las quejas de sus hijos como si fueran propias. También los pequeños, evidentemente, estarán influenciados por esta especie de hedonismo escolar, lo cual tendrá como consecuencia inevitable que haya que insistirles más a menudo en la necesidad del esfuerzo y el vencimiento de la resistencia al mismo, deshaciendo pacientemente cualquier argumentación en contra.

De todas formas, hay que añadir que la templanza no sólo hace posible hacer algo valioso, sino también hace posible ser alguien valioso, lo cual es aun más importante. La templanza, precisamente por controlar el tirón de lo apetecible, permite que sea lo más elevado del hombre, la razón y la voluntad, lo que le gobierne. En este sentido, es liberadora, ya que cuando algo atenaza a la voluntad, esclaviza al hombre, que es menos dueño de sus actos y se comporta menos racionalmente. Yeso ocurre, en mayor o menor medida, cuando uno se deja «enganchar» por lo que le apetece.

Aquí es preciso convencerse, y convencer a los hijos, lo que el ser humano depende de los hábitos que adquiere, y normalmente más de lo que le gustaría reconocer. Es más patente con los vicios -basta pensar en la cantidad de personas que no los reconocen incluso cuando son evidentes, y que, por ejemplo, la terapia de Alcohólicos Anónimos comienza por declarar en voz alta y clara «soy alcohólico»-, pero sucede lo mismo a la inversa con las virtudes. El chico podrá pensar que de momento puede hacer el vago porque los exámenes quedan aún lejos, y cuando llegue el momento se pondrá a estudiar en serio; pero cuando llega ese luego no es capaz de concentrarse si antes no se ha acostumbrado a trabajar. Un buen ejemplo para mostrárselo lo encontramos en el mundo del deporte; sin un asiduo entrenamiento no se rinde en el momento de la verdad; y sin vencer las apetencias una y otra vez, nadie va a entrenarse. Si alguna vez se diera, hay que erradicar de la cabeza del hijo el autoengaño de pensar que el deportista va a entrenarse porque le gusta, y que el que acumula sobresalientes en su clase en realidad es que le gusta estudiar. Claro está que los primeros que tienen que estar convencidos de esto son los propios padres.

Hay un tercer aspecto sobre la templanza que conviene añadir, y es el que se refiere a los demás. La templanza abre el corazón a la generosidad, que cimienta la amistad, pues el amor auténtico es un don de sí, no un sentimiento de agrado (aunque éste se encuentre habitualmente en su comienzo). Lo cual significa que para querer a las personas hay que liberar a la cabeza y el corazón del apego a las cosas y al propio agrado; en caso contrario, se acaba viendo y tratando a los demás como objetos de agrado, es decir, como cosas. La pornografía es un buen ejemplo de ello, pero no es ni mucho menos el único. La imagen del adolescente encerrado en su habitación, rodeado de aparatos y a la vez aislado de todos los demás -familia, amigos-, es también un buen ejemplo, y no tan raro como pueda parecer a algunos. Sin llegar a tanto, basta encontrarse en un vagón de metro a dos adolescentes que quieren hablar entre sí ... pero sin abandonar los auriculares de música que tiene conectados cada uno, para darse cuenta de que hay un choque de tendencias, de que quiere hacerse compatible lo incompatible: querer a los demás sin privarse de cualquier gusto, darse al prójimo mientras se cultiva una actitud que nos hace profundamente egoístas.

Los hijos suelen valorar mucho la amistad, sobre todo en el periodo de la adolescencia. Y es precisamente la amistad una de las mejores referencias para poder explicarles el valor de la templanza. Tener amigos significa en la práctica, quiérase o no, renunciar en numerosas ocasiones a la apetencia propia: salir cuando apetece quedarse en casa, prestar cosas, jugar a lo que se decide contra el propio parecer o en el lugar menos apetecible, invitar uno cuando corresponde, y un largo etcétera. Por el contrario, si alguien se empeña en hacer siempre lo que quiere -en realidad, lo que le apetece-, verá como poco a poco va perdiendo las amistades. Bien ejemplificado, no es difícil de entender, porque es su vida misma, no sólo la de los adultos.

A estas facetas de la templanza se podría todavía añadir el premio que supone para la propia subjetividad el señorío sobre sí mismo que proporciona. Buena parte del malhumor que muestran los niños y más aún los adolescentes es consecuencia de verse flojos, con poca fuerza de voluntad, atrapados por sus propios gustos, aunque traten de ocultado protestando contra todo y contra todos. Esto explica su sorprendente bajo nivel de autoestima que ponen de manifiesto una y otra vez las encuestas. Por el contrario, el dominio de sí mismo alegra la vida, pues da esa dosis de seguridad en uno mismo que tanta falta les hace, el control de su vida que tanto anhelan, y suele ir unido a la satisfacción del deber cumplido y a la estima de los demás. De ahí que sea una virtud alegre, y que veda sólo como una colección de renuncias desagradables en nombre del deber -y peor aún si se ven como una imposición- sea perfilar una triste caricatura. La conclusión es obvia: es importante, muy importante, comprender y hacer comprender el sentido humano auténtico y positivo -y, de paso, también gratificante- de esta virtud, así como su necesidad. Se puede soñar que las cosas sean de otra manera, pero eso no va más allá del sueño, algo quizás bonito, pero gratuito y casi siempre falso.

2. El daño de su carencia

«Por las malas» aquí quiere decir comprender los daños que puede causar el dejarse llevar sin freno por la falta de templanza. Y es que, en efecto, si no se pone un freno a la apetencia, lo apetecible -lo que sea en cada caso- tiende a apoderarse de la persona, la polariza, de forma que al final vive sólo para ello. Así, lo que al principio no parecía más que una afición, se transforma en una adicción, y por tanto en una esclavitud.

En el extremo más lamentable se encuentran los vicios que se han convertido en verdaderas patologías, y necesitan tratamiento médico e incluso internamiento. La drogadicción y el alcoholismo son los ejemplos más patentes. Pero no los únicos. La ludopatía también causa estragos, y en realidad cualquier enganche llevado al extremo puede tener unas consecuencias parecidas: la ruina de personas y familias, siendo el remedio costoso, incierto, laborioso y humillante. Casos como el estudiante coreano que murió por no ser capaz de dejar el ordenador durante varios días, o la señora española que para salvar su familia tuvo que internarse para someterse a una cura de desintoxicación del uso del teléfono móvil y los correos electrónicos, no son una invención sino hechos reales.

De todas formas, por patéticos que puedan ser ejemplos de este tipo, no suelen afectar mucho a los menores, pues los consideran algo lejano, ajeno al entorno en el que viven, algo propio de noticias de periódico o televisión, como esas otras tragedias que recogen y que ocurren lejos de sus vidas. Posiblemente este es uno de los factores que explican los fracasos cosechados, uno tras otro, por las campañas oficiales de concienciación sobre algunos de estos problemas. Salvo... que se encuentren con algún ejemplo cercano, lo que, por desgracia, cada vez es más frecuente: un pariente, un hermano mayor, algún alumno del colegio, o quien sea. Entonces sí que suele producirse una cierta sacudida interior al encontrarse por primera vez con el hecho de cerca, y hay que saber entonces aprovechar el tirón, para que ese impacto cuaje en algún propósito concreto.

Pero ordinariamente se trata de buscar ejemplos probablemente menos dramáticos, pero más cercanos al chico o la chica. Lo mejor es, desde luego, que aprenda de su propia vida, de sus propios errores. Y la tarea de los educadores es hacérselos ver, lo que suele traducirse en la práctica en ayudarle a desmontar los autoengaños propios de este terreno, los que pretenden convencer a uno mismo de que determinado hábito no le afecta, o de que no hay hábito alguno. Que se dé cuenta, por ejemplo, de que estar siempre en casa con unos auriculares conectados a un aparatito de música le va aislando de los demás -padres, hermanos-, le va convirtiendo en un pequeño egoísta que no atiende a nada ni a nadie -no oye-, y le va enganchando cada vez más, pues ya empieza a engañarse pensando que también puede estudiar con eso conectado. Puede parecer evidente, pero no lo es para el hijo muchas veces, y hay que insistir hasta que lo entienda y lo asuma. Entonces se puede añadir el hacerle ver a dónde conduce esa destemplanza y en qué puede convertirle si no reacciona a tiempo. No hace falta pensar en una patología; basta pensar y hacer pensar en lo que es un completo egocéntrico, y en una persona que desperdicia su vida.

Con todo, si el itinerario educativo se está llevando bien, los argumentos de índole positiva tendrán más peso que los negativos. Por parte de los hijos, los mayores debemos comprender que los niños y los adolescentes son, y siempre lo han sido, más inconscientes que los mayores, y más sensibles hacia las metas por alcanzar (es la época en la que se tiene toda la vida por delante) que a los peligros que puedan correr. También debe ser así por parte de los padres: una educación sana da más peso a la ilusión de lo que pueden llegar a ser cuando crezcan, que a los riesgos a los que están expuestos en el camino, aunque éstos no se deban menospreciar. Esto se debe traducir en una tendencia a insistir en los aspectos positivos, y a veces no resulta sencillo. Es más fácil enzarzarse en discusiones sobre lo que no se debe hacer que mostrar el lado más valioso de la templanza. En cierto sentido es inevitable. También aquí se acaba dedicando más espacio a las mil y una posibilidades de descuidarse que al valor de la virtud. Pero procuraremos que se mantenga siempre un trasfondo de sentido positivo en toda la exposición. Del mismo modo, los padres y educadores no deben perder de vista la necesidad de inculcada gran nobleza de espíritu a la que abre paso la virtud de la templanza.

3. El valor de las cosas

El hombre no es un espíritu puro, ni tampoco un espíritu encerrado en un cuerpo, sino un único ser espiritual y corporal a la vez. Necesita de lo material para subsistir, pero también como expresión de su espíritu. De ahí que lo material no sólo tenga un valor material, sino también un valor humano. A la vez, este valor es siempre con referencia al hombre, a la persona humana. Las cosas ayudan al hombre a ser quien es, en sus múltiples dimensiones. Son algo importante, pero instrumental: lo que de verdad vale es la persona. Esto tiene interesantes consecuencias a la hora de entender bien el sentido de la templanza.

Lo primero que se deriva de ahí es que el hombre vale por lo que es, no por lo que tiene, aunque lo que tenga indique en muchas ocasiones algo sobre quién es. Esto se entiende bien en teoría, pero se puede desdibujar en la práctica, insertados como estamos en un ambiente materialista. Es tentador, para muchos padres, comprar al hijo todo «lo que se lleva» para que su hijo no sea menos que los demás, o simplemente cediendo al reclamo del hijo que argumenta insistentemente que todos sus amigos o compañeros de clase lo tienen. Una razón de este tipo, por sí sola, no debería prevalecer. Hay que examinar si ese tener por parte de todos responde o no a una cierta necesidad. «Necesidad» es un concepto más relativo de lo que parece, pues en términos absolutos. no es necesario casi nada; pero se puede valorar con respecto a asuntos concretos. Por ejemplo, si se veranea en un área campestre y los amigos del chico o de la chica salen a diario a pasear en bicicleta, es razonable que nuestro hijo tenga también una; la alternativa, quedarse aburrido en casa, no es muy recomendable. Pero otras cosas son mucho menos razonables. Si ese mismo chico sale a jugar al fútbol, necesitará también alguna camiseta, pero gastar cinco veces más en una, más o menos igual a las demás, sólo por tener grabado el nombre de su futbolista favorito resulta objetivamente disparatado, por mucho que al niño se le antoje. Y, volviendo al ejemplo anterior, tampoco es acertado comprarle la bicicleta más cara de la tienda, lo último que ha salido con cuadro de titanio. No sólo se malcría a un hijo de esta forma, sino que a la vez se le transmite un mensaje equivocado: que lo que cuenta en la vida es tener, y que por tanto el ansia de tener, y de tener siempre lo mejor, debe ser guía de su vida.

En segundo lugar, conviene que los hijos sean conscientes de que las cosas cuestan, tienen un precio, que se paga con dinero logrado gracias al trabajo y al esfuerzo de otros, principalmente sus padres. Aunque volveremos sobre este punto más adelante, aquí se puede señalar lo conveniente que resulta que los chicos se den cuenta del trabajo que supone sacarles adelante. Y, mejor aún, lo bien que viene que, según su edad y sus posibilidades, aprendan a ganar por lo menos algo de lo que gastan.

Más interesante todavía es tomar conciencia de que las cosas deben servir para expresar el aprecio por los demás, como instrumentos del cariño. No se debe perder de vista que la templanza bien entendida está estrechamente unida a la generosidad. Por eso, no es una buena educación la que, quizás con el pretexto de enseñar lo que cuestan las cosas, va dirigida exclusivamente al ahorro y el cuidado de lo propio. Ahorrar es buena cosa, y no digamos cuidar lo que se tiene, pero al mismo tiempo la educación no debe ir dirigida a formar tacaños. Yeso es lo que ocurre cuando se insiste sólo en el ahorro, cuando la casa propia está cerrada a las visitas de los amigos, cuando se llama tonto o tonta al niño o la niña que presta algo a algún amigo y se lo devuelve estropeado. Conviene insistir una vez más: actuando así no se fomenta la responsabilidad, sino la tacañería y el egoísmo. En cambio, fomentar el ser generoso con lo propio en casa -con los hermanos- y fuera de ella -con los amigos-, que el niño o la niña contribuya algo -aunque luego se le compense discretamente- al regalo a papá o a mamá en el día correspondiente (cumpleaños, día de la madre o lo que sea), y el compartir, del modo más adecuado en cada situación, no sólo hace personas generosas, sino también templadas, pues el corazón se dirige a las personas y no a las cosas, poniendo a éstas en su lugar propio, el de instrumentos para el desarrollo de la persona y el amor al prójimo.

4. La templanza del espíritu

Señalábamos anteriormente que la templanza modera lo agradable. Pero es un error confundir lo agradable con lo sensible. Hay unas cuantas cosas que resultan agradables, y no se refieren a cosas, sino a aspectos donde lo espiritual tiene un papel primordial.

En primer lugar hay que mencionar la humildad. Qué duda cabe que la propia excelencia es un bien -lo es realmente-, y un bien apetecible; y por lo tanto sujeto a la templanza. Y es que pocas cosas son tan negativas en la educación de una persona como la hipertrofia del yo. Si se cosechan éxitos, conduce a la vanidad; si son fracasos -o si parecen tales-, a la envidia. De ahí que, para poner las cosas en su sitio, junto a la búsqueda de la excelencia, que siempre será una meta educativa, sea necesario fomentar una moderación en su manifestación, junto a un espíritu de servicio que no convierta al yo en el centro de la existencia. Así, por ejemplo, lógicamente si el chico juega al fútbol querrá marcar goles y ganar, pero si lo hace debe saber reconocer que es una labor de equipo y no cacarear una y otra vez su genial toque de balón ni en casa ni fuera. Y está fuera de lugar que su padre se ponga como si hubiera ganado el campeonato mundial. O si la chica, al dar el estirón de la adolescencia, se ve guapa y atractiva, no se trata de negar lo evidente, pero sí de procurar que no esté todo el día mirándose o se pavonee del modo más estúpido. Y bueno será que su madre, en vez de insistir una y otra vez que está como para desfilar en la pasarela, le recuerde que no es un mérito propio, y que en cambio hay cosas más valiosas en una mujer que sí deben conseguirse con esfuerzo. Hay que entender, porque así es, que una vida austera pero encaminada exclusivamente a la autoafirmación a toda costa no es un ejemplo de templanza, ni siquiera es templanza. La verdadera virtud orienta al hombre a su verdadero fin, a su desarrollo integral, a su mejora como persona. Si no es así, algo falla en la raíz misma.

De entre los demás aspectos de la templanza «espiritual», destacaremos uno: la curiosidad. El afán de saber no sólo es algo bueno, sino que hoy en día sería deseable que hubiera una dosis mayor de la que hay entre la juventud. Pero eso quita con que en algunos casos pueda ser desmedida, y, mucho más frecuentemente, pueda ser compatible con un afán desmesurado de conocer trivialidades. Sobre lo primero, más que abordar la cuestión directamente -posiblemente no se entendería- el remedio es estimular el espíritu de servicio: gastar el tiempo en los demás, que es también una buena manifestación de templanza. Por eso, si es evidente que el ideal no es precisamente un hijo vago, tampoco lo es el extremo contrario, que tiene tal avaricia del tiempo disponible para estudiar y para aprender cosas que en la práctica nunca tiene tiempo para otra cosa, ni para sus amigos, ni para ayudar en casa, ni para nada.

Sobre el segundo aspecto -el afán por saber insustancialidades-, hay que empezar por decir que la medida deseable no es cero. Los niños y las niñas, y los adolescentes, tienen su mundo propio, que para ellos es importante, aunque objetivamente parezca una tontería a un adulto. Y eso no se les debe quitar. N o podemos ver como algo exagerado que un chico sepa a quién ha fichado el Betis, aunque sea hincha del Real Madrid, ni que una chica sepa que los Backstreet Boys están preparando un nuevo álbum (de canciones, por si no se ha caído en la cuenta); ni siquiera la viceversa. Pero aquí, como en todo, se puede exceder la medida, y se excede con mucha frecuencia, con ayuda de instrumentos como Internet, que permite curiosear cualquier cosa sin medida. Corresponde al sentido común de los padres y demás educadores darse cuenta de cuándo se rebasa la medida de lo razonable, y tomar medidas para acotada.

5. La templanza cristiana

¿Qué añade el cristianismo a todo este planteamiento? Quizás hay que empezar diciendo que no quita nada, ni una coma. El cristianismo asume cada una de las virtudes humanas, como la gracia asume la naturaleza, y sobre todo como Cristo asume la naturaleza humana en su integridad y su perfección. Por lo demás, ayuda a entender la aportación cristiana considerar las dos facetas de la gracia: su carácter de sanante, y su carácter de elevante.

«Sanante» quiere decir que sana de la herida en la naturaleza producida por el pecado original. Pocas cosas como el ámbito de la templanza muestran la vulnerabilidad del ser humano tal como viene a este mundo. Resulta fácil, muy fácil, dejarse llevar por lo apetecible sin medida, y por el contrario la virtud es ardua y difícil de lograr. Es experiencia común que nuestra voluntad es bastante débil, y se deja arrastrar con facilidad incluso cuando entendemos con claridad que no debemos seguir el impulso. En esta situación decir que la gracia sana no significa que proporcione de una vez por todas la virtud. Afirmar esto supondría negar la evidencia. Lo que significa es que se recibe, con la gracia, una ayuda para vencer que no ahorra el esfuerzo pero que puede resultar decisiva. Un cristiano que recibe los sacramentos y acude a la oración, de forma que hace lo que puede y pide lo que le supera, encuentra, junto a la fe, la esperanza y la caridad, una energía interior que ilumina su entendimiento y fortalece su voluntad para emprender el combate por la virtud, en este caso la templanza. Es posible que estos efectos no se hagan notar en un principio, pero la perseverancia en poner estos medios sí que se nota. En la lucha por la virtud es menester la paciencia, pero ésta, cuando se ponen los medios sobrenaturales, rinde sus frutos.

Unos padres cristianos deben estar familiarizados con esta eficacia, y saber enseñada, de modo que el hijo pueda confiar en una ayuda que verdaderamente necesita. A la vez, tendrán que hacerlo respetando la intimidad del hijo. Una madre, pongamos por caso, que se pone nerviosa o hace demasiadas preguntas si ve que su hijo o su hija no comulgan en la misa dominical, no ayuda mucho; más bien puede resultar contraproducente. Pero eso no significa que se debe privar al hijo del consejo oportuno en el momento oportuno, o de darle unos ánimos impregnados de espíritu sobrenatural.

«Elevante» quiere decir, con respecto a la templanza, que ésta, sin dejar de ser lo que es, se ve trasladada a una nueva dimensión. La fe, la esperanza y la caridad la transforman. La fe proporciona un orden de valores nuevo, al dar a este mundo un valor relativo en relación con la vida eterna que nos aguarda. Invita así a seguir las palabras de Cristo cuando pedía que atesoráramos sobre todo en el más allá. A la vez, introduce en esta vida la Cruz de Cristo y enseña su sentido y su valor, de forma que ya no se trata sólo de conseguir el necesario dominio de uno mismo, sino participar de esa misma Cruz, de forma que se introducen en la vida algunas renuncias que tienen un sentido tanto penitencial como redentor. Es decir, son expiatorias -todos tenemos algo que expiar- y a la vez medio para ganar almas para Dios. Dicho en unos términos más cercanos a la ascética clásica, se convierten en mortificación, que es oración del hombre en su integridad: cuerpo y alma.

La esperanza mueve tanto a poner la confianza en los bienes imperecederas, a la vez que en la ayuda divina para conseguidos. Esta confianza es tanto más importante cuanto más decepcionante pueda ser la experiencia propia, sobre todo a la hora de superar un vicio que se resiste a ser vencido.

Y por fin, la caridad, la más importante de las virtudes, proporciona un amor a Dios y al prójimo que coloca en el lugar que corresponde al yo y a las cosas, de tal modo que se ponen al servicio del Ser Supremo y de los seres por Él queridos. Con ello es obvio que se facilita en gran medida la práctica de la templanza.