La
Sagrada Escritura y el Magisterio de la
Iglesia por Luis Francisco Ladaria
Ferrer
Escrito por Ecclesia
Digital
martes, 08
de febrero de 2011
De dos maneras se puede
entender el enunciado del tema que se me
ha propuesto. Lo que el Magisterio de
la Iglesia ha dicho
sobre la Sagrada Escritura o las
relaciones que existen entre una u otro.
En realidad los dos aspectos están en
íntima relación y no se pueden tratar el
uno sin el otro. Por tanto estudiaremos
las dos cuestiones en su conexión
mutua.
El canon de las
Escrituras
Trataremos en primer
lugar de una cuestión en la que la
interrelación de Escritura y Magisterio,
sin olvidar
la Tradición,
aparece clara: la fijación del canon de
las Escrituras. La importancia decisiva
de la Sagrada Escritura en la
vida de
la Iglesia y en
concreto como la fuente y la base de su
doctrina y de su fe ha sido algo de
hecho incuestionado e incuestionable
desde los primeros momentos de
la Iglesia naciente.
Los primeros cristianos aceptan como
algo normativo también para ellos el
cuerpo que ahora nosotros llamamos el
Antiguo Testamento. Nuestro “Nuevo
Testamento” es prueba de ello. Es
convicción de la iglesia apostólica que
a partir de Cristo se entienden las
Escrituras de Israel de un modo más
completo, pero también, por otra parte,
ellas prestan una ayuda decisiva a la
comprensión de Cristo en cuanto ofrecen
un marco para interpretar su figura y su
obra salvadora. Cristo se coloca por una
parte en continuidad con el Antiguo
Testamento, pero por otra significa una
radical novedad en cuanto lo trasciende.
En todo caso el cristianismo naciente ha
recibido de la fe de Israel la idea de
un cuerpo de escritos que posee una
autoridad normativa.
La vida espontánea va
siempre por delante de la reflexión.
Antes de que se forme explícitamente la
idea de un “Nuevo” Testamento que se
coloca al lado de los Escritos de Israel
los Padres y escritores eclesiásticos
empiezan a citar también, atribuyéndoles
autoridad, los Evangelios y los escritos
apostólicos. Ya la segunda carta de
Pedro (2 Pe 3,16) nos ofrece un
testimonio importante al mencionar un
grupo de escritos, las cartas paulinas,
que son colocadas al mismo nivel que las
“otras Escrituras”: «…como en todas las
cartas en las que habla de estas cosas.
En estas hay algunas cosas difíciles de
comprender, que los ignorantes y los
inciertos desvían, al igual que las
otras Escrituras, para su perdición». Ya
los Padres apostólicos parecen dar
testimonio de un cuerpo que se ha
recibido y al que no se puede quitar ni
añadir nadase han de cumplir los
mandamientos del Señor (Did. 4,13; 8,8,
controlar). En los finales del siglo II
y comienzos del III los padres y
escritores eclesiásticos de primera
importancia (Ireneo, Tertuliano,
Clemente Alejandrino) conocen y citan,
reconociéndoles normatividad,
prácticamente todos los escritos del
corpus neotestamentario. Se considera de
gran importancia el llamado fragmento de
Muratori, que se considera comúnmente de
finales del siglo II, que conoce ya casi
todos los escritos de nuestro Nuevo
Testamento (faltan Hebreos, las dos
cartas de Pedro, una de Juan, Santiago).
No tratamos ahora de la
historia del canon. Sino sólo de ver
cómo desde los primeros siglos del
cristianismo se ha ido completando la
idea de la Sagrada Escritura,
añadiendo a los libros que constituyen
nuestro actual Antiguo Testamento los
que forman el “Nuevo”. En los comienzos
del siglo III se usa ya esta
denominación . En el siglo IV Atanasio
(año 367) nos ofrece ya el canon que
conocemos y que con diversas vicisitudes
que no podemos exponer ha llegado hasta
la fijación del mismo en los concilios
de Florencia y de Trento (cf. DH 1335;
1502-1503). Es un primer elemento que
necesariamente tenemos que señalar
cuando tratamos del
la Sagrada Escritura
y el Magisterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha dicho
autoritativamente qué escritos,
distribuidos en Antiguo y Nuevo
Testamento (conc. de Trento) considera
Sagrada Escritura. Esto quiere decir,
solamente en
la Iglesia y a
partir de su decisión sabemos lo que es la Sagrada Escritura, bajo
cuya autoridad
la Iglesia misma se
coloca. La acción del Espíritu ha guiado
al reconocimiento del carácter sacro de
estos escritos, en particular de su
inspiración. El primer paso es: la Iglesia y la Escritura no se entienden la una
sin la otra. Ya diferentes
intervenciones magisteriales de los
primeros siglos, a partir de los años
finales del siglo IV, enumeran los
libros que
la Iglesia
recibe del Antiguo y del Nuevo
Testamento
La fijación del canon
parte de un principio fundamental: los
libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento tienen a Dios como autor.
Según el concilio de Florencia el mismo
único Dios es el autor de
la Ley, de los Profetas
y del Evangelio, ya que los santos del
Antiguo y del Nuevo Testamento han
hablado bajo la inspiración del mismo
Espíritu Santo (DH 1334). Estas pocas
pero decisivas indicaciones son
recogidas un siglo más tarde por el
concilio de Trento, en un contexto
nuevo, en el que junto al valor de la Escritura se había de
poner también de relieve la importancia
de la Tradición de la Iglesia, cuestionada por
los Reformadores. Todo ello para que se
conserve en la Iglesia la “puritas Evangelii”, la
pureza del evangelio ; éste había sido
prometido por los profetas, promulgado
por Jesucristo, que después ordenó a sus
apóstoles predicarlo a toda criatura
como fuente de la verdad y la disciplina
de las costumbres. Y esta verdad y
disciplina se contienen en los libros
escritos y en las tradiciones no
escritas que los apóstoles han recibido
de la boca del mismo Cristo o nos han
sido entregadas por los mismos apóstoles
“Spiritu Santo dictante”, bajo el
dictado del Espíritu Santo. Todos los
libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento, repetirá todavía el
Concilio, tienen a Dios como autor. Las
tradiciones que se refieren a la fe o a
las costumbres, bien porque vienen de la
palabra de Cristo, bien porque han sido
dictadas por el Espíritu Santo, son
acogidas con igual afecto y reverencia (pari
pietatis affectu).
Junto a esta mención de
la tradición, que ha dado lugar a
problemas de solución difícil, el
concilio de Trento aborda el problema de
la interpretación de la Sagrada Escritura: es
la Iglesia la
que debe juzgar acerca de la
interpretación de las Escrituras, a
nadie le es lícito interpretarlas contra
el sentir de la Iglesia o contra el unánime consenso
de los Padres. Es clara la intención
antiprotestante. Si la Escritura nos es
entregada por
la Iglesia ella es
también la encargada de interpretarla.
La “Iglesia”, dice el concilio de
Trento, sin ulteriores distinciones. En
tiempos posteriores se va a matizar más.
El Magisterio de la Iglesia y la interpretación
de las Escrituras
Vemos que junto a la
autoridad magisterial de la que Trento
hace uso para la fijación del canon se
nos habla también de la autoridad de
la Iglesia en la
interpretación de las Escrituras. Tienen
que pasar varios siglos antes de que el
magisterio vuelva a ocuparse de
cuestiones directamente relacionadas con
la Sagrada Escritura,
su valor y su sentido. En relación con
los problemas relacionados con los
descubrimientos científicos y con la
mentalidad de
la Ilustración
las de la interpretación de la Escritura, de su valor
histórico aparecerán bajo una nueva luz.
Y también se va a profundizar en la
función y el sentido del “magisterio”,
palabra que, en el uso actual, entró en
documentos oficiales solamente a
principios del s. XIX . Gregorio XVI la
usa en una encíclica a los católicos de
Suiza en 1835 en la cual
significativamente dice: «La
Iglesia dispone, por
institución divina, de un poder … de
magisterio para enseñar y definir lo que
concierne a la fe y a las costumbres e
interpretar las Sagradas Escrituras sin
peligro de error». Definir lo que
concierne a la fe y a las costumbres e
interpretar las Sagradas Escrituras van
juntos. No deja de ser significativo
que, cuando se introduce el término de
“magisterio” para dar un nombre a una
función, que ciertamente se había
ejercido desde hacía muchos siglos, se
mencione de manera explícita la
interpretación de las Escrituras sin
error. Se ha dado una precisión respecto
a la indicación más genérica del
concilio de Trento, que decía
simplemente “la Iglesia”.
Las declaraciones del
concilio de Trento son retomadas tres
siglos más tarde por el concilio
Vaticano I. Las afirmaciones del
concilio sobre la Sagrada Escritura se
encuentran en la constitución dogmática
Dei Filius de fide catholica, y, dentro
de ella, en el capítulo dedicado a la
revelación. Afirmado que Dios puede ser
conocido con certeza a partir de las
cosas creadas, se añade enseguida que,
por su sabiduría y su bondad, Dios se ha
complacido en revelarse a sí mismo y los
decretos de su voluntad a los hombres de
una manera sobrenatural. Esta revelación
no es en modo alguno necesaria, pero
Dios ha ordenado al hombre a un fin
sobrenatural, es decir, a la
participación en los bienes divinos que
superan toda humana inteligencia. Esta
revelación, se nos dice, se contiene en
los libros escritos y en las tradiciones
que recibidas por los apóstoles de la
boca de Cristo o recibidas por los
apóstoles por el dictado del Espíritu
Santo han llegado hasta nosotros . Los
libros a los que el Concilio se refiere
son los del Antiguo y Nuevo Testamento
en todas sus partes, tal como el
concilio de Trento los enumera.
La Iglesia tiene estos
libros por sagrados y canónicos no
porque hayan sido aprobados por su
autoridad siendo una obra humana, ni
tampoco solamente porque contengan la
revelación sin error, sino porque,
escritos bajo la inspiración del
Espíritu Santo tienen a Dios como autor
y como tales han sido entregados a
la Iglesia (“…Spiritu
Santo inspirante conscripti Deum habent
auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae
traditi sunt”). La formulación se ha
hecho clásica, y ha sido repetida desde
entonces en multitud de ocasiones. De
nuevo la relación entre
la Escritura y
la Iglesia es puesta de
relieve. Solamente ésta puede reconocer
un libro como inspirado. El concilio
Vaticano I ha vuelto a referirse al
concilio de Trento al tratar de la
interpretación de la Sagrada Escritura. El
sentido de la misma es el que siempre
retuvo y retiene la Iglesia (tenuit ac tenet). Nadie
puede interpretar
la Escritura contra
este sentido o contra el unánime sentir
de los Padres. Novedad respecto de
Trento es la inserción de estas
referencias en el contexto más amplio de
la “revelación”. el concilio de Trento
habló simplemente de los libros sagrados
y las tradiciones. Ahora, en el siglo
XIX, ya el término revelación ha
adquirido carta de naturaleza. No
existía todavía como término técnico en
el sentido en que lo usamos ahora en el
s. XVI. Fue usado por vez primera por el
magisterio en el año 1835, por Gregorio
XVI (cf. DH 2739), y después de él lo
usó también Pío IX ya mucho antes del
Vaticano I (enc. “Quam pluribus” de
1946; cf. DH 2777; 2781) .
La cuestión de
la Sagrada Escritura
ha sido afrontada en tiempos posteriores
en diversas encíclicas, empezando por la
“Providentissimus Deus” de León XIII,
del año 1893. Es la primera respuesta
del magisterio a la exégesis liberal,
aunque ya alguna pequeña alusión se
había hecho en el concilio Vaticano I al
problema de la historicidad de los
milagros que algunos negaban o
cuestionaban . El comienzo de la
encíclica, inspirado en los primeros
versículos de la carta a los Hebreos,
recuerda que Dios, después de haber
hablado por los profetas y por sí mismo,
nos ha dado
la Escritura canónica,
como una carta que el Padre celestial
escribe a sus hijos que están lejos de
la patria . El Papa recuerda los
principios fundamentales para la recta
interpretación de la Escritura siguiendo lo
establecido en el concilio de Trento que
fueron a su vez recogidos en el Vaticano
I, es decir que a nadie le es lícito
interpretar la Escritura contra el
sentido que le ha dado
la Iglesia y contra el
unánime consenso de los Padres . Dios ha
puesto las Escrituras en las manos de la Iglesia, y para su interpretación
recibimos de ella una guía infalible. En
aquellos en los que se perpetúa la
sucesión apostólica tenemos la
exposición segura de las Escrituras .
Esto no quiere decir que
la Iglesia coarte la
investigación en la ciencia bíblica,
sino que más bien ayuda a su progreso en
cuanto la protege del error. El espacio
para la labor del estudioso es muy
amplio en los campos en los cuales la Iglesia no se ha
pronunciado definitivamente y su
investigación puede contribuir a que
la Iglesia
pueda pronunciarse con su autoridad. Por
otra parte incluso en aquellos puntos en
los que hay un juicio definitivo, cabe
también un progreso en cuanto siempre se
puede proponer una explicación más clara
o más ingeniosa (cf. DH 3282). No faltan
reglas detalladas sobre la
interpretación de los libros sacros. No
me detendré en los particulares. Pongo
solamente de relieve que se indica,
citando a san Agustín, que los
escritores sagrados o más bien el
Espíritu Santo que ha hablado mediante
ellos, no quiso enseñar a los hombres
las cuestiones relativas a la
constitución de las cosas visibles, ya
que estos conocimientos “en nada
aprovechan para la salvación” .
Fundamental en la interpretación de
la Escritura
es el sentido literal de la misma, pero
a veces éste no es suficiente dada la
sublimidad del pensamiento, en estos
casos el mismo sentido literal llama en
auxilio otros sentidos, que sirven para
esclarecer la doctrina o para fortificar
los preceptos morales .
El valor histórico de
la Escritura
ha de ser establecido con firmeza,
porque a partir de él se puede afirmar
con certeza la divinidad de Cristo, su
misión, la institución de la Iglesia, el primado de
Pedro, etc. . Esta dimensión apologética
es por tanto para el papa León XIII de
capital importancia.
No es legítimo reducir
el ámbito de la inspiración y de la
inerrancia de la Escritura a lo que se
refiere explícitamente a la fe y las
costumbres, dejando de lado todo lo
demás. Todos los libros que
la Iglesia recibe como
sagrados y canónicos, en todas sus
partes, “Spiritu Sancto dictante
conscripti sunt” (DH 3292), de tal
manera que se excluye todo error, ya que
Dios, que es la suma verdad, no puede
ser autor de ningún error (ib.). En
efecto, siguiendo las afirmaciones
conciliares que ya conocemos, se repite
que los libros del antiguo y del Nuevo
Testamento tienen a Dios como autor. El
Espíritu Santo se ha servido de hombres
como instrumentos, de manera que con una
fuerza sobrenatural les movió a escribir
y les asistió mientras escribían para
que no concibieran en su mente ninguna
otra cosa sino lo que él mismo ordenaba
y lo expresaran con verdad infalible. De
otro modo no sería el autor de las
Escrituras. Los Padres han profesado
unánimemente «libros eos et integros et
per partes a divino aeque esse afflatu.
Deumque ipsum, per sacros auctores
elocutum, nihil admodum a veritate
alienum ponere potuisse» (DH 3293).
Notemos por último que
León XIII ha utilizado una frase que ha
hecho fortuna: la Sagrada Escritura debe ser
como el alma de toda la teología . La
repetirá Benedicto XV y luego la
constitución Dei Verbum del concilio
Vaticano II, como habrá ocasión de
indicar.
No entramos en el
análisis detallado de las diferentes
respuestas que la Pontificia Comisión
Bíblica dio entre los años 1903-1915 .
Se refieren sustancialmente a la
historicidad de
la Escritura y a la
autenticidad de diferentes escritos
bíblicos, es decir, a la real
pertenencia a los autores a los que
tradicionalmente se atribuyen. Con el
pontificado de Benedicto XV termina esta
serie de respuestas de
la Comisión Bíblica a
las diferentes cuestiones históricas que
se planeaban. Ciertamente la mentalidad
que prevalecía en aquel momento era la
apologética. El Papa reafirma la
doctrina ya expuesta en el concilio
Vaticano I con las mismas palabras allí
utilizadas. La Iglesia ha mantenido siempre
firmemente que «libros sacros Spiritu
sancto inspirante conscriptos Deum
habere auctorem atque ut tales ipsi
Ecclesiae traditos esse». Por otra parte
si es verdad que los libros de
la Escritura han sido
escritos «Spiritu sancto inspirante vel
suggerente vel insinuante vel etiam
dictante», como escritos por él mismo,
no obstante tampoco hay que dudar de que
los autores humanos, cada uno según su
naturaleza y su ingenio, han llevado a
cabo su obra libremente, con la
inspiración divina (cf. DH 3560). Junto
al autor divino aparece la importancia
del autor humano. La doctrina
magisterial sobre la Sagrada Escritura se
enriquece notablemente con esta nueva
perspectiva. Las consecuencias que de
ahí se seguirán para la interpretación
de la Escritura serán notables.
Efectivamente se pone de
relieve la importancia decisiva del
autor humano de la Escritura, que en los
textos hasta ahora citados había quedado
un tanto en la penumbra. Se progresa
lentamente en la conciencia de que no
sólo la inspiración es importante en el
conocimiento de la que es
la Escritura, sino que
también se ha de tener presente al autor
humano que, inspirado por Dios, ha
actuado libremente según su índole y su
ingenio propio. En esta misma línea se
afirma que hay que considerar la acción
de Dios en cada autor sagrado. Se basa
el Papa en la doctrina de la inspiración
de san Jerónimo, que, según sus
palabras, afirma que «Dios, con su
gracia, aporta a la mente del escritor
luz para proponer a los hombres la
verdad en nombre de Dios; mueve además
su voluntad y le impele a escribir;
finalmente le asiste de manera especial
y continua hasta que acaba el libro»
(3651). No basta reducir la inerrancia o
la exclusión del error al elemento
primario o religioso de los libros
sacros, como si lo que no pertenece a él
hubiera sido escrito simplemente por el
autor sagrado, Dios únicamente lo
hubiera permitido y lo hubiera dejado a
la debilidad del autor humano. Frente a
esta opinión mantiene Benedicto XV la
idea de León XIII, que decía que era
importante lo que Dios había dicho y no
sólo el motivo por el que lo había
dicho. Si la inspiración se extiende a
todos los libros de
la Biblia no se
puede pensar que haya ningún error en el
texto inspirado (cf. DH 3652) . No se
puede trasladar por otra parte a los
hechos históricos el principio que se
aplica a las cosas naturales (in
physicis), es decir, que los hagiógrafos
han hablado de ellas según lo que
aparecía a sus ojos. Los eventos
históricos les eran conocidos
directamente. Importante tener presente
que aparece en esta encíclica la noción
de los “géneros literarios” (genera
litterarum ) de la que se hará amplio
uso en tiempos posteriores, aunque
ciertamente en un sentido más positivo
que el que aquí se utiliza. Se pretende
hallar en
la Biblia,
afirma Benedicto XV, algunos géneros
literarios con los que no puede
concordar la íntegra y perfecta verdad
de la palabra divina (cf .DH 3654).
La encíclica habla
también de las diferentes maneras de
aproximación al texto bíblico: la
lectura espiritual, la lectura
exegética, el ministerio de la palabra.
En cuanto al estudio exegético se indica
que no se puede oponer la riqueza del
sentido espiritual a la “pobreza” del
sentido histórico. Es con la base del
sentido literal e histórico como se
puede acceder al sentido pleno. Una
cierta reserva se expresa en relación
con el uso de la alegoría, que se va a
confirmar en una carta de
la Comisión bíblica en
1941, aprobada por el papa Pío XII (DH
3792-3793), que indica que el uso de la
alegoría fue un exceso grave de la
escuela alejandrina querer encontrar en
todas partes un sentido simbólico,
«incluso en perjuicio del sentido
literal e histórico». Todos los sentidos
se fundan sobre el literal, como ya
enseñaba santo Tomás. Se citan en el
mismo sentido los textos a que ya nos
hemos referido de León XIII y de
Benedicto XVI. La exégesis científica y
la lectura espiritual de la Escritura no pueden
contraponerse .
La encícilica Divino
afflante Spiritu, del año 1943 dio un
nuevo impulso al estudio de
la Sagrada Escritura
de manera que ésta fuera cada vez mejor
conocida por todo el pueblo de Dios y
para alimentar la vida de los cristianos
. En efecto, al final de la misma el
Papa alude a los tiempos difíciles de la
guerra en que la encíclica fue publicada
y se refiere a la palabra de Dios como
consolación de los afligidos y camino de
la justicia para todos. Pío XII se
coloca en la línea de los documentos
anteriores al señalar que la primera
tarea que se impone al exégeta católico
es la de exponer el sentido de los
libros sagrados. Por ello su primera
preocupación ha de ser la de establecer
y exponer el sentido literal de
la Escritura,
usando del conocimiento de las lenguas,
de la comparación con otros pasajes.
Pero no se puede olvidar otro elemento
que ya ha aparecido diversas veces en
nuestra exposición: la custodia y la
interpretación de
la Sagrada Escritura
han sido confiadas a la Iglesia, y por ello han de tener
presentes las interpretaciones del
magisterio de la Iglesia y los Santos Padres, y la
“analogía de la fe”, de la cual había ya
hablado León XIII . Junto con las
cuestiones que atañen a la arqueología,
a la historia o a la filología, el
exégeta debe también tener en cuenta la
teología de los libros sagrados, de
manera que los estudios sobre la Escritura ayuden a elevar la mente
a Dios. No se puede excluir del estudio
de la Sagrada Escritura el
sentido “espiritual”, ya que las cosas
dichas o hechas en el Antiguo Testamento
al mismo tiempo prefiguraban de manera
espiritual las que iban a realizarse en
la Nueva Alianza de la
gracia. Por lo tanto, a la vez que se ha
de hallar y exponer el sentido literal
de las palabras, se ha de hacer lo mismo
con el sentido espiritual, pero con una
clara advertencia: ha de constar
debidamente que éste fue dado por Dios,
no se deja esta exposición a la
iniciativa de cada uno. Solamente Dios
pudo conocer y revelarnos el sentido
espiritual. En los evangelios el mismo
Salvador nos enseña este sentido, como
también los Apóstoles, la doctrina de la Iglesia y el uso de la liturgia. Se
debe por tanto proponer este sentido
espiritual, pero con atención a no
proponer otros sentidos traslaticios (cf.
DH 3828). A la clara aceptación y
afirmación del sentido espiritual de
la Escritura, en
particular del Antiguo
Testamento, acompaña una invitación a la
cautela. Efectivamente, sería fácil el
engaño en una cuestión en la que se
puede mezclar fácilmente la imaginación
personal. La advertencia de la Comisión Bíblica de unos
años antes tenía su concreta razón de
ser en alguna exageración precisa. Los
teólogos y exégetas católicos, e incluso
el mismo magisterio, han vuelto a hablar
en tiempos posteriores el sentido
espiritual de la Escritura e incluso el mismo
Magisterio ha hecho uso de la expresión
y ha dado claras indicaciones al
respecto . El Papa Pío XII señala
igualmente que las cuestiones de la
inspiración de
la Escritura han sido
estudiadas por los teólogos católicos
últimamente de modo más apropiado y
perfecto de lo que se había hecho con
anterioridad.
Hemos visto mencionada
la noción de los “géneros literarios” en
la encíclica Spiritus Paraclitus de
Benedicto XV, en una breve alusión que
parece tener tintes negativos. Pío XII
más de veinte años después, vuelve sobre
el tema con mucha más amplitud. Se
señala que no hay que descuidar la luz
que viene de las investigaciones
modernas acerca del hagiógrafo, las
condiciones de su vida, para mejor
determinar lo que quiso decir (cf. DH
3829). Hace falta que de algún modo el
exégeta se remonte en un cierto sentido
a aquellos lejanos tiempos para que
ayudándose de la arqueología, de la
historia, de la etnología y de las otras
ciencias discierna los géneros
literarios que los autores han empleado.
«Los antiguos orientales no siempre
empleaban, para expresar sus conceptos,
las mismas formas y el mismo estilo que
nosotros hoy, sino aquellas que se
usaban entre los hombres de su tiempo y
de su tierra. Cuáles fueran esas formas,
el exégeta no lo puede establecer como
de antemano, sino solo por la cuidadosa
investigación de las antiguas
literaturas de Oriente» (DH 3830).
Precisamente para subrayar la necesidad
de atender a las circunstancias en que
el autor humano de
la Sagrada Escritura ha
vivido y se ha expresado establece una
analogía con el misterio de la
encarnación: «De la misma manera que el
Verbo sustancial de Dios se ha hecho en
todo semejante a los hombres, ‘excepto
el pecado’ (Heb. 4,15), así las palabras
de Dios, expresadas en lengua humana,
son en todo semejantes al lenguaje
humano, exceptuado el error. Se trata de
la synkatabasis de
la Providencia divina…»
. Volveremos a encontrar la idea en la
constitución dogmática Dei Verbum del
concilio Vaticano II.
El Papa Pío XII no deja
de hacer referencia a la dificultad del
trabajo exegético y por consiguiente
advierte que sería poco prudente por
parte de los hijos de
la Iglesia
rechazar o tener por sospechoso todo lo
nuevo que los exégetas pueden proponer.
Éstos según el Pontífice gozan de un
amplio espacio de libertad: «…de lo
mucho que en los libros sagrados,
legales, históricos, sapienciales y
proféticos son muy pocas las cosas cuyo
sentido haya sido declarado por la
autoridad de
la Iglesia y
no son tampoco más aquellas en que
unánimemente convienen los Padres.
Quedan, pues, muchas y muy graves cosas
en cuyo examen y exposición puede y debe
ejercitarse libremente el ingenio y la
agudeza de los intérpretes católicos…» (DH
3831). La encíclica de Pío XII confirma
por tanto cuanto se ha dicho previamente
acerca de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las
Escrituras y la importancia del consenso
de los Padres, pero añade la
constatación de hecho de que son
relativamente pocos los puntos que los
que se ha dado un pronunciamiento de la
autoridad o en los que se puede
constatar un acuerdo unánime de los
Padres. No se quiere frenar la
investigación bíblica, sino más bien
estimularla para que se desarrolle en
libertad. En una continuidad básica los
acentos no siempre se colocan de la
misma manera. El magisterio de
la Iglesia es
“vivo”, y esto quiere decir entre otras
cosas que tiene en cuenta los diferentes
momentos y circunstancias en que se
ejercita.
El concilio Vaticano II.
La constitución dogmática “Dei Verbum”
El concilio Vaticano II
ha tratado del valor de
la Sagrada Escritura en
el contexto de la teología de la
revelación. Ha seguido en esto la pauta
del concilio Vaticano II en el cap. 2 de
la constitución dogmática “Dei Filius”
de fide católica, aunque con un
desarrollo muchísimo mayor. Me referiré
solamente a lo que en la Dei Verbum se dice
explícitamente sobre la Sagrada Escritura, teniendo
presente por supuesto el contexto, para
mantener nuestra exposición en límites
razonables.
Tengamos presente ante
todo que para el Vaticano II, que sigue
la ininterrumpida tradición de
la Iglesia, la
revelación divina, que tiene una larga
historia, encuentra en Cristo su
plenitud. En él de manera máxima Dios se
manifiesta y se comunica a sí mismo y
los eternos decretos de su voluntad para
la salvación de los hombres.
Presupuestas estas afirmaciones
fundamentales se indica que esta
revelación ha de transmitirse a los
hombres de todas las edades, «lo cual
fue realizado fielmente tanto por los
apóstoles, que en la predicación oral
comunicaron… lo que habían recibido por
la palabra, por la convivencia o por las
obras de Cristo, o habían aprendido por
la inspiración del Espíritu Santo, como
por aquellos apóstoles y varones
apostólicos que, bajo la inspiración del
Espíritu Santo, escribieron el mensaje
de la salvación» (DV 7). Esta
transmisión empieza con la predicación
de los Apóstoles y continúa con sus
sucesores que ellos han dejado para que
se mantuviera siempre vivo e íntegro el
Evangelio. Por tanto, continúa el
Concilio, «la predicación apostólica,
que se expresa de modo especial en los
libros inspirados, debía conservarse
hasta el fin de los tiempos por una
sucesión continua» (DV 8). No es ahora
el caso de entrar en la compleja noción
de tradición que el Concilio expone y
que se halla en una íntima relación con la Escritura. Surgen de una
misma fuente y tiene un mismo fin. «La Sagrada Escritura es la
palabra de Dios (locutio Dei) en cuanto
se consigna por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo (divino
afflante Spiritu). La Sagrada Tradición
transmite íntegramente la palabra de
Dios confiada por Cristo Señor y por el
Espíritu Santo a los Apóstoles a los
sucesores de éstos, para que, con la luz
del Espíritu de la verdad, la guarden
fielmente, la expongan y la difundan con
su predicación…» (DV 9). Se ha hablado
de la Escritura como locutio Dei, y esta
expresión se usa solo con referencia a
ella. En cambio se habla a continuación
de
la Escritura y la Tradición como de un solo depósito
sagrado de la palabra de Dios,
encomendado a la Iglesia (DV 10). Y a la vez a
continuación se habla de la palabra de
Dios escrita o transmitida (verbum Dei
scriptum vel traditum), cuya
interpretación ha sido confiada al
Magisterio vivo de
la Iglesia. Hay por
tanto una noción amplia de palabra de
Dios que no se usa solamente para
la Escritura, sino que
abraza también la Tradición. Pero solamente
respecto de
la Escritura se dice
directamente que es palabra de Dios .
Afloran los temas ya conocidos:
la Escritura (y la
tradición) ha sido confiada a la Iglesia y por consiguiente
su interpretación no es un asunto
privado; sólo el Magisterio de la Iglesia es intérprete
auténtico de la misma. El magisterio no
está por encima de la palabra de Dios
sino que, con la asistencia del Espíritu
Santo, la oye con piedad (pie audit), la
custodia santamente (sancte custodit) y
la expone con fidelidad (fideliter
exponit). Tenemos aquí una indicación
clara no solamente de lo que el
Magisterio dice acerca de
la Sagrada Escritura,
sino también de cómo se relaciona
respecto a ella. Sólo de este depósito
de la fe saca lo que propone como verdad
revelada por Dios que se ha de creer (cf.
DV 10). Esta doctrina se encuentra ya
explicitada en el Vaticano I (cf. DH
3011). En efecto, esta es la fórmula que
se ha usado en los últimos tiempos en
las definiciones dogmáticas: la verdad
que se propone se presenta efectivamente
a la Iglesia como revelada por Dios (cf.
p. ej. DH 3903, definición de la Asunción de María en cuerpo y alma a
los cielos; ya 3073, definición de la
infalibilidad pontificia en el concilio
Vaticano I) .
La Tradición, la Escritura y el Magisterio de
la Iglesia
están unidos entre sí de manera que no
tienen consistencia cada uno de ellos
sin los otros. En esta interacción
contribuyen los tres, cada uno a su
modo, a la salvación, bajo la acción del
Espíritu. Esta unión y articulación de
estos tres elementos no es difícil de
explicar. La Escritura, que de modo eminente es
locutio Dei, palabra de Dios nos llega
en la Iglesia en la Tradición que proviene de los
apóstoles. Esta Tradición no se
transmite en la Iglesia sin la acción de los
sucesores de los apóstoles, por
consiguiente no sin el Magisterio. Se ha
señalado antes que “prelados y fieles”,
es decir, todo el pueblo santo,
colaboran en el ejercicio y en la
conservación de la fe recibida (DV
10,1). Sobre la relación del Magisterio
a la Escritura y a la Tradición comenta Josef
Ratzinger:
Con este presupuesto
habrá que alabar por una parte la
expresa mención de la función
ministerial del Magisterio como por otra
la afirmación de que su primer servicio
es el escuchar; que siempre está
referido a la recepción oyente de las
fuentes, depende de la siempre nueva
escucha e interrogación de las mismas,
para así verdaderamente poder
explicarlas y defenderlas. Defenderlas
no en el sentido de la protección…, sino
en el sentido de la fidelidad, que
rechaza el poder extraño y defiende a la
vez el señorío de la palabra de Dios
contra el Modernismo y el
Tradicionalismo. A la vez la
contraposición entre la Iglesia que enseña y la Iglesia que escucha se
reduce a su justa medida. En último
término toda la Iglesia escucha, y a la vez toda
la Iglesia
participa en la permanencia en la
verdadera doctrina .
El primado de
la Sagrada Escritura
como palabra de Dios está por tanto
claramente expresado. El Magisterio se
entiende a sí mismo al servicio de esta
Palabra que la tradición conserva y
transmite. Solamente en función de la
garantía de la interpretación auténtica
de esta palabra transmitida tiene
sentido la función magisterial.
Con estos preámbulos,
explicados un tanto sumariamente, se
pasa a la consideración más explícita de
la Sagrada Escritura
que es lo que ahora nos interesa en
primer lugar.
La Iglesia tiene por
santos y canónicos todos los libros del
Antiguo y Nuevo Testamento, con todas
sus partes, porque, escritos bajo la
inspiración del Espíritu Santo, tienes a
Dios como autor y como tales han sido
entregados a la misma Iglesia. Resuenan
aquí sin duda los ecos del texto del
Vaticano I al que ya nos hemos referido.
Pero a continuación, siguiendo la línea
que ya hemos hallado en las últimas
encíclicas consideradas, se resalta la
importancia del autor humano: «en la
redacción de los libros sagrados Dios
eligió a hombres de los que se sirvió (adhibuit)
en el uso de sus propias facultades y
capacidades, de tal manera que, obrando
Dios en ellos y por ellos, escribieron,
como verdaderos autores todo y solo lo
que Él quería» (DV 11). La importancia
del autor humano se pone de relieve. Los
hagiógrafos son verdaderos autores de
sus escritos, actúan según sus fuerzas y
capacidades. Se abandonan las categorías
del “instrumento”, o del “dictado”,
aunque sigue quedando claro que la
iniciativa es de Dios, ya que, «todo lo
que las autores inspirados o hagiógrafos
afirman debe tenerse como afirmado por
el Espíritu Santo. Por ello los libros
de la Escritura enseñan sin error la
verdad que Dios quiso consignar en las
sagradas letras para nuestra salvación»
(ib.) .
Solo para nuestra
salvación Dios nos ha hablado, «por
hombres y en manera humana». Éste es el
gran misterio de
la Escritura, Palabra
de Dios y a la vez palabra humana. De
ahí derivan las normas de interpretación
de la Escritura que el Concilio propone,
siguiendo y profundizando cuanto se
había dicho en las precedentes
intervenciones pontificias. Buscar qué
quisieron decir los hagiógrafos, conocer
los géneros literarios, ya que la verdad
se propone de modo diverso en los textos
históricos, poéticos, proféticos, etc. (cf.
DV 12). En este punto se da una notable
precisión respecto a las afirmaciones
anteriores. Según san Agustín
la Escritura
ha de ser leída e interpretada con el
mismo Espíritu con que se escribió ; por
ello hay que atender a la unidad de la Escritura y a la Tradición viva de
la Iglesia y a
la analogía de la fe . El tema es
importante para nuestro cometido. La
interpretación de una afirmación
concreta no puede hacerse sin tener en
cuenta el conjunto de la revelación. Una
afirmación se entiende así a la luz de
las otras. Y con el crecimiento y el
progreso de la tradición que tiene su
rigen en los apóstoles (cf. DV 8),
progresa también la inteligencia de las
Escrituras. En este proceso, en el que
toda
la Iglesia está
implicada, ejerce el magisterio una
función irremplazable. «[La
Tradición] va creciendo
en la comprensión de las cosas y de las
palabras transmitidas, ya por la
contemplación y el estudio de los
creyentes que las meditan en su corazón
(cf. Lc 2,19.51); ya por la percepción
íntima que experimentan de las cosas
espirituales; ya por el anuncio de
aquellos con la sucesión del episcopado
recibieron el carisma cierto de la
verdad » (DV 8). El magisterio tiene por
tanto un papel decisivo en el
crecimiento de la inteligencia de la
revelación que la predicación apostólica
nos ha trasmitido. Esta predicación
apostólica se expresa de modo especial
en los libros inspirados, «in inspiratis
libris speciali modo exprimitur» (DV
8). No es de extrañar por ello que el
estudio de la Escritura se vea en
relación con el crecimiento en la
inteligencia de la revelación, que
adquiere su manifestación más alta en
los juicios definitivos que la Iglesia en su magisterio debe
madurar. Con el estudio de los exégetas
debe ir formándose y madurando el juicio
de
la Iglesia. «Porque
todo lo que se refiere a la
interpretación de
la Sagrada Escritura
está sometido en última instancia a la Iglesia que cumple el
mandato y el ministerio divino de
conservar e interpretar la palabra de
Dios (verbi Dei servandi et
interpretandi)» (DV 12) . De nuevo aquí
la palabra de Dios se refiere
explícitamente a la Escritura. Y con claridad
todavía mayor nos dice Verbum Domini:
«Aunque el Verbo de Dios precede y
excede
la Sagrada Escritura,
con todo ésta, en cuanto inspirada por
Dios, contiene
la Palabra divina (cf.
2Tm 3,16) ‘en modo del todo singular’» (VD
17) . Función del magisterio no es solo
interpretarla, sino conservarla. Esta es
una acción fundamental del munus docendi,
que ha de tener siempre esta palabra
como punto de referencia. Un punto de
referencia que reenvía siempre a Jesús,
en quien la revelación ha alcanzado su
plenitud y que es la palabra por
excelencia . En efecto, de nuevo, como
ya Divino afflante Spiritu, también Dei
Verbum habla de la condescendencia de la
sabiduría divina, para que conozcamos la
benignidad de Dios. «Porque las palabras
de Dios expresadas con lenguas humanas,
se han hecho semejantes al lenguaje
humano, como en otro tiempo, el Verbo
del Padre eterno, tomando la carne de la
debilidad humana, se hizo semejante a
los hombres» (DV 13). Esta analogía con
la encarnación usada ya por Pío XII, fue
recogida de nuevo en el discurso de Juan
Pablo II a
la Pontificia Comisión
Bíblica del año 1993, precisamente para
celebrar el 50 aniversario de este
último documento .
Siguiendo esta misma
analogía de la encarnación, y
ampliándola a su vez a la Eucaristía, - una
analogía que no se podría reducir a una
total equiparación - indica el Concilio
Vaticano II que
la Iglesia distribuye a
los fieles el pan de la vida de la
palabra de Dios y del cuerpo de Cristo,
sobre todo en la liturgia . Las Sagradas
Escrituras, inspiradas por Dios y
escritas de una vez para siempre,
comunican inmutablemente la palabra del
mismo Dios y hacen resonar la voz del
Espíritu Santo en las palabras de los
profetas y de los apóstoles. Por ello
toda la predicación se debe regir por
ella. Evidentemente algo semejante se
puede decir respecto del Magisterio:
también este, como la predicación, debe
hacer resonar la voz del Espíritu,
aunque aquí este aspecto no se mencione
explícitamente. En este contexto es de
decisiva importancia la recomendación
que la misma constitución hace acerca
del uso de la Escritura en la teología: «Las
Sagradas Escrituras contienen la palabra
de Dios, y, por ser inspiradas, son en
verdad la palabra de Dios (vere Dei
verbum sunt); por consiguiente el
estudio de
la Sagrada Escritura
ha de ser como el alma de la sagrada
teología» (DV 24) . No se dice que la Sagrada Escritura deba ser
el alma del Magisterio. Pero tenemos
elementos para descubrir en este sentido
alguna analogía con lo que se dice
respecto de la teología: en efecto, el
Magisterio y la teología tienen en la Iglesia funciones diversas y bien
delimitadas. Pero a la vez hay entre
ellos notables analogías. La Comisión Teológica
Internacional señaló ya en 1975, junto a
las evidentes diferencias, algunos
elementos comunes . Así, ambos tienen en
común la tarea de conservar el depósito
sagrado de la revelación, penetrarlo más
profundamente, exponerlo, enseñarlo,
defenderlo. Este servicio implica, ante
todo, salvaguardar la certeza de la
fe. Por otro lado teología y magisterio
están al servicio de la Palabra de Dios; así se indica
siguiendo las enseñanzas del concilio
Vaticano II. Señala también
la Comisión
Teológica que el
Magisterio y la teología deben atender
al sentido de la fe, que posee todo el
pueblo de Dios, en la concordia entre
los pastores y los fieles. Es evidente
el reclamo al concilio Vaticano II,
Lumen Gentium,12: «La universalidad de
los fieles que tiene la unción del Santo
(cf. Jn 2,20.27) no puede fallar en su
creencia, y manifiesta esta peculiar
propiedad suya mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo
cuando ‘desde los obispos hasta los
últimos fieles laicos’ muestra el
asentimiento universal en las cosas de
fe y de costumbres. Con este sentido de
la fe, que el Espíritu Santo mueve y
sostiene, el pueblo de Dios, bajo la
dirección del magisterio, al que sigue
fielmente, recibe no ya la palabra de
los hombres, sino la verdadera palabra
de Dios…». Igualmente la atención a
la Tradición
es necesaria, puesto que «ni el
magisterio ni la teología tienen derecho
a desatender las huellas que la fe ha
dejado en la historia de la salvación
del pueblo de Dios» .
Establecidos estos
elementos comunes del Magisterio y la Teología se podría por tanto de
alguna manera hablar de la Sagrada Escritura como
“alma del Magisterio”, analógicamente. Y
si tenemos presente los principales
momentos de la historia nos damos cuenta
de que esto con frecuencia ha sido así.
Nos hemos referido ya a los primeros
concilios. Lo mismo podemos decir de
muchos de los grandes documentos del
magisterio en todos los momentos de la
historia. Pienso por ejemplo en uno de
los grandes documentos del concilio de
Trento, su decreto sobre la
justificación (cf. DH 1520-1583). Es
evidente que, muchas veces, por la
preocupación de una precisión doctrinal
y conceptual en las formulaciones
dogmáticas esta inspiración bíblica no
parece tan evidente. Pero esto no quiere
decir que esté ausente. Ciertamente
encontramos esta inspiración bíblica
bien clara y manifiesta en las últimas
intervenciones magisteriales
importantes, sobre todo a partir del
concilio Vaticano II.
El Magisterio no se
sobrepone nunca a la palabra de Dios que
tiene la función de interpretar para el
bien de toda
la Iglesia, ni quiere
tampoco sustituirla. No dejan de ser
elocuentes las palabras con que se
concluye la constitución dogmática Dei
Verbum (n. 26): «Así, pues, con la
lectura y el estudio de los Libros
Sagrados la palabra de Dios se difunda y
resplandezca (2 Tes 3,1), y el tesoro de
la revelación confiado a
la Iglesia llene más y
más los corazones de los hombres. Como
la vida de
la Iglesia recibe su
incremento de la asidua frecuentación
del misterio eucarístico, así es de
esperar un nuevo impulso de la vida
espiritual de la acrecida veneración de
la palabra de Dios que permanece para
siempre (Is 40,8; cf. 1 Pe 1,23-25)». La
necesaria interacción de Escritura y
Magisterio no cuestiona en ningún modo
el primado de la primera. Este primado
aparece con toda claridad en la liturgia
de la Iglesia. El valor que
la Iglesia
atribuye a
la Escritura y su
importancia en la vida de la Iglesia se encuentra
resumido en Verbum Domini 7, que después
de haber explicado los diversos sentidos
de la expresión “palabra de Dios”,
comenzando por el primero y principal,
el cristológico, añade: «Todo esto nos
hace comprender por qué en
la Iglesia
veneramos en gran manera las Sagradas
Escrituras, aunque la fe cristiana no es
una “religión del libro”. El
cristianismo es la “religión de la
palabra de Dios”, no de “una palabra
escrita y muda, sino del Verbo encarnado
y viviente” (San Bernardo). Por tanto
la Escritura ha de ser
proclamada, escuchada, leída, acogida y
vivida como Palabra de Dios siguiendo la Tradición apostólica de la cual es
inseparable». En relación con la Palabra de Dios por antonomasia que
es Jesucristo adquiere la Sagrada Escritura todo su
valor. Como dice san Jerónimo, la
ignorancia de las Escrituras es la
ignorancia de Cristo . De ahí que el
Magisterio de la Iglesia, cuya autoridad deriva de la
que Cristo mismo dio a sus apóstoles,
tenga como misión fundamental en la
fidelidad a Cristo la fidelidad a la Escritura que da testimonio de él,
para el bien de toda
la Iglesia.
La extensión de la
exhortación apostólica postsinodal
Verbum Domini a la que ya en diversas
ocasiones nos hemos referido hace
imposible un resumen, ni siquiera
sumario, de la misma. Ponemos de relieve
que se coloca en la línea de los
documentos anteriores, subrayando de
modo especial el sentido cristológico de
la palabra de Dios. Jesucristo, culmen
de la revelación, es la palabra por
excelencia. A partir del evento de la
encarnación tiene sentido hablar de la
palabra de Dios que es a la vez palabra
humana en la Sagrada Escritura . Se
insiste igualmente en la hermenéutica de la Sagrada Escritura que se ha
de hacer ante todo en la vida de la Iglesia . Vuelve también Benedicto
XVI sobre los diferentes sentidos de la Escritura, y de la articulación
necesaria entre el sentido literal y el
sentido espiritual del texto; este
último es el sentido de los textos
bíblicos cuando son leídos bajo el
influjo del Espíritu Santo en el
contexto del misterio pascual de Cristo
y de la vida nueva que de él surge . En
esta misma línea se trata de la relación
entre Antiguo y Nuevo Testamento; ésta
es la del cumplimiento del Antiguo en la
muerte y resurrección de Cristo, según
un triple movimiento: la continuidad, la
ruptura y la superación. El Antiguo
Testamento conserva siempre en sí mismo
su propio valor como revelación, ya que
el Nuevo lo reconoce como Palabra de
Dios.
La Iglesia ha
debido oponerse siempre al “marcionismo
recurrente”. Pero por otra parte la
lectura cristológica es originalmente
cristiana: en las obras del Antiguo
Testamento se descubren prefiguraciones
de cuanto Dios ha cumplido en el Hijo
encarnado (tipología) . La relación
entre ambos testamentos se expresa en la
famosa frase de san Agustín que ya se
encuentra citada en la constitución
dogmática Dei Verbum : el Nuevo
Testamento está oculto en el Antiguo, y
el Antiguo se encuentra manifestado en
el Nuevo .
La unidad de la Escritura y el Magisterio
de
la Iglesia
Cualquier intervención
magisterial, y en particular las
definiciones dogmáticas, deben referirse
a la revelación divina, y, en concreto,
como ya hemos tenido ocasión de notar,
esto ha sido tenido presente en las
últimas intervenciones solemnes y en la
reflexión que el magisterio ha hecho
sobre sí mismo. Ha surgido el problema
de si las formulaciones dogmáticas, que
quieren regular el común lenguaje de la
fe y señalar los límites de la unidad de la Iglesia, a la vez que
trazan la línea para no apartarse de
ella, no serían algo opuesto al Nuevo
Testamento. En efecto, en este se
hallaría una pluralidad de concepciones
teológicas que pueden parecer no
responder a la exigencia de unidad que
el magisterio de
la Iglesia presupone.
Pero se ha de tener siempre presente que
la diversidad de concepciones, evidente
por otra parte, que hallamos en el Nuevo
Testamento, contienen un vínculo
fundamental de unidad, que está en la
base de la formación del canon, este
vínculo es simplemente la persona misma
de Jesús. Él es el objeto de la fe y del
anuncio en todos los libros del Nuevo
Testamento. En realidad la exigencia de
la unidad de los que creen en Cristo se
repite muy frecuentemente en el Nuevo
Testamento, en escritos de diversas
características (cf. Jn 10,16; 17,21-23;
1 Cor 1,12-13; 12, 12-13; Gál 3,28; Ef
4,3-6). Esta exigencia de unidad a la
que
la Iglesia ha tratado
de responder no significa eliminar todas
las distinciones y los matices. Lo
prueba el hecho de que no tuvo éxito el
intento de agrupar en uno los cuatro
evangelios (Diatessaron). Pero esto no
quita que la necesidad de la unidad no
haya sido vista como una consecuencia
lógica del mensaje neotestamentario. La
misma denominación “las Escrituras” más
frecuente en el Nuevo Testamento que el
singular “Escritura “ (que también
aparece, cf. Jn 10,35; Rom 4,3; 1 Pe
2,6) muestra que es el mismo Cristo el
que las refiere a la única Palabra .
Cuando el Magisterio se preocupa de
asegurar la unidad de la fe,
especialmente cuando lo hace mediante
las “definiciones” dogmáticas no se
coloca al margen de la tendencia
neotestamentaria y de la exigencia que
de ella brota. Las declaraciones
magisteriales son una interpretación de la Escritura a partir de la
analogía de la fe y no la simple
repetición de una u otra de sus
formulaciones. El dogma «es el resultado
de una escucha histórica de la Escritura: representa un punto de
convergencia de diversos testimonios
escriturísticos» .
El Magisterio de
la Iglesia no
constituye un principio de unidad
independiente de la Escritura. La misma fidelidad a
esta última, como quedó ya claro a
partir de las controversias
cristológicas y trinitarias de los
siglos IV y V, no puede reducirse a una
repetición literal de las fórmulas que
en ella se encuentran. El Magisterio, en
sus formulaciones dogmáticas, refleja la
unidad de la Escritura, la unidad de la fe,
concentra en una expresión o en una
fórmula lo que se halla disperso en
formulaciones diversas del Nuevo
Testamento. Por esto estas fórmulas son
vinculantes para nosotros, para el
mantenimiento de aquella unidad en la fe
que el Nuevo Testamento nos exige. Es
esta conciencia de la fidelidad a la
verdad revelada la que ha dado lugar al
desarrollo de la teología del concilio o
del primado del obispo de Roma. Las
intervenciones del Magisterio
representan un paso más en el proceso de
reflexión sobre la fe que ya empezó
antes del Nuevo Testamento tal como lo
conocemos, y que prosiguió después pero
ya con un punto de referencia claro en
este último. Este proceso de reflexión
aparece “normado” por el Nuevo
Testamento, sólo en él puede fundarse la
“regula fidei”, la regla de la fe que ha
dado origen a nuestro Credo. El Nuevo
Testamento, en su variedad y en la
diversidad de sus escritos, encuentra su
unidad en el testimonio de Cristo. Pero
es la misma verdad de la Escritura la que queda comprometida
cuando a partir de sus formulaciones
literales no es posible resolver un
problema que se ha planteado en un
contexto y en una situación cultural que
no responde ya a las circunstancias en
las que el Nuevo Testamento ha
aparecido. La intervención magisterial
en este caso garantiza la recta
inteligencia de
la Escritura
y la unidad de la fe que la misma
Escritura exige. De todas maneras, lo
hemos indicado ya, el Magisterio nos
señala el recto camino para la
interpretación de
la Sagrada Escritura,
pero no puede ni quiere ocupar nunca su
lugar. En aquélla y no en éste tenemos
el testimonio original de la revelación
de Cristo. El Magisterio nos remite
siempre a la Escritura y de ella y de la
tradición viva de
la Iglesia que nos la
ha trasmitido ha sacado los contenidos
esenciales de su enseñanza.
La acción del Espíritu en
la interpretación de
la Escritura.
Hemos aludido ya a la
enseñanza de san Agustín, recogida por
Dei Verbum, según la cual
la Escritura
ha de ser leída e interpretada según el
mismo Espíritu con el que se escribió.
El texto es eco, sin duda, de cuanto
encontramos en la segunda carta de
Pedro: «Tened presente que ninguna
profecía de la Escritura puede ser interpretada
por cuenta propia; porque nunca profecía
alguna ha venido por voluntad humana,
sino que hombres movidos por el Espíritu
Santo, han hablado de parte de Dios» ( 2
Pe 1,20-21). Si el Espíritu Santo ha
inspirado a los autores sagrados, se nos
enseña, la interpretación de estos
textos no es cosa privada. No se nos
dice de manera explícita a quién
corresponde la interpretación. Pero la
mención del Espíritu Santo nos ayuda a
responder la cuestión en un sentido
eclesiológico. La relación del Espíritu
Santo y Iglesia es evidente en la Escritura y en toda la tradición.
Ciertamente
la Iglesia no tiene
ningún tipo de dominio sobre el
Espíritu, que es Señor (cf. 2 Cor 3,17),
que sopla siempre donde quiere y escapa
a todo control humano (cf. Jn 3,8). Pero
ella es sin duda el lugar privilegiado,
aunque ciertamente no exclusivo, de su
acción . En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo,
el Espíritu Santo suscita los diferentes
carismas y dones para la utilidad de
todos (cf. 1 Cor 12,4-11). San Ireneo
indica con claridad esta relación del
Espíritu Santo y
la Iglesia:
Este es el don confiado a
la Iglesia,
como el aliento de Dios a su criatura,
que le inspiró para que tuviesen vida
todos los miembros que lo recibiesen. En
éste te halla el don de Cristo la
comunicación de Cristo, es decir, el
Espíritu Santo, prenda de incorrupción,
confirmación de nuestra fe y escalera
para subir a Dios. en efecto, «en
la Iglesia Dios
puso apóstoles, profetas y maestros» (1
Cor 12,28), y todos los otros efectos
del Espíritu. De éste no participan
quienes no se unen a
la Iglesia,
sino que se privan a sí mismos de la
vida por su mala doctrina y su pésima
conducta. Pues donde está
la Iglesia ahí se
encuentra el Espíritu de Dios y donde
está el Espíritu de Dios ahí está
la Iglesia y toda
gracia. Porque el Espíritu es la verdad.
Por tanto los que no participan de él no
reciben del pecho de su madre el
alimento de la vida, no reciben nada de
la fuente más pura que brota del cuerpo
de Cristo .
Si el Espíritu actúa
preferentemente en
la Iglesia y a ésta ha
sido confiadas las Escrituras inspiradas
por el Espíritu, se entiende sin
dificultad que sólo en el Espíritu puede
ser comprendida y acogida
la Palabra de Dios que
hallamos en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento: «Como
la Palabra de Dios
viene a nosotros en el cuerpo de Cristo,
en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo
de las Escrituras mediante la acción del
Espíritu Santo, así esta Palabra puede
ser solamente acogida y comprendida sólo
gracias al mismo Espíritu» . Es el
Espíritu Santo el que anima la vida de
la Iglesia y
por tanto la hace capaz de interpretar y
entender la Escritura . La Escritura no puede ser
leída y comprendida “en
la Iglesia”, por la
acción del Espíritu, sin tener presente
la función de aquellos a quienes el
mismo Espíritu Santo ha puesto como
vigilantes para pastorearla (cf. Hch
20,28). Toda lectura de la Biblia en la Iglesia, como toda labor teológica
presupone que Dios ha hablado, que su
palabra encuentra el cauce de
transmisión cuando es leída o celebrada,
y que hay órganos de interpretación
auténtica y actualizadora de ella .
Conclusión
Las relaciones entre
la Sagrada Escritura
y el Magisterio eclesial son ciertamente
complejas. Por una parte el primado de
la Palabra de Dios ha
de ser siempre claramente afirmado. Por
otro se ha de afirmar también que la Escritura no puede verse nunca
separada de la vida misma de
la Iglesia que le ha
dado origen y que asistida por el
Espíritu ha determinado con decisiones
solemnes, fundadas en una larga
tradición, qué libros se han de
considerar inspirados por el Espíritu
Santo y entran por tanto en el canon de
las Escrituras.
La Iglesia es el único
ámbito adecuado para la interpretación
de
la Escritura
como palabra actual de Dios porque es el
ámbito privilegiado de la acción del
Espíritu. En este ámbito se coloca la
función propia del Magisterio que a la
escucha de
la Palabra saca lo que
debe proponer a todos los fieles como
verdad revelada. No podemos habar de
Escritura sin la Tradición viva de la Iglesia que nos la propone
como tal y sin el Magisterio que con su
autoridad ha determinado sus precisos
límites y juzga sobre su interpretación.
Por otro lado la misma tradición de
la Iglesia y
su Magisterio vivo nos indican el
primado de la Sagrada Escritura, Palabra
de Dios en un sentido del todo singular,
como aparece ante todo en la liturgia de
la Iglesia. El
principio lex orandi, lex credendi, se
aplica también aquí y nos muestra el
lugar privilegiado que la Escritura tiene en la vida de
la Iglesia y
por tanto debe tener en la vida de todo
fiel cristiano.