LA
RENUNCIA
Uno de los rasgos más característicos de esta sociedad es la
incapacidad para el sufrimiento. Pero, ¿qué pensar de una sociedad que disuelve
el matrimonio a la menor dificultad o en cuanto comienza parecer insoportable la
relación entre dos cónyuges?
Y, ¿qué decir de una generación de padres y de hijos que cortan la
relación entre sí para evitar conflictos y tener más tranquilidad en su vida?
Con cierta ingenuidad hemos pensado que debemos liberarnos de toda
renuncia y sacrificio, sin darnos cuenta de que así estamos renunciando a la
posibilidad de ser más humanos. Olvidamos que nuestra personalidad se fragua en
las dificultades.
Del mismo modo, tratamos de educar a nuestros hijos evitándoles todo
contratiempo y cualquier sufrimiento, sin darnos cuenta que así lo que hacemos
es incapacitarlos para el crecimiento humano en la lucha y en la adversidad. Y
así nos salen.
Dice el Señor: "El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo,
cargue con su cruz y me siga" (Marcos 8,34).
Seguir el ejemplo de Jesús en todo no es nada sencillo; pero hay
exigencias que son obligatorias para todos. Entre ellas están, además de la
renuncia a acumular bienes terrenos, a toda violencia y a todo afán de dominio,
el saber sacrificarse en aras del bien de la familia y de nuestro prójimo,
renunciando a cosas que pudieran dañar nuestra relación con ellos.
Jesús se llama a sí mismo "el Hijo del hombre", porque es servidor de
todos. Este "Hijo del hombre" vino a servir y llegó a dar la vida en rescate de
muchos y así devolvernos a la vida eterna para la que Dios nos creó. Sabemos que
vendrá un día, con gran poder y majestad, a juzgar a todos los hombres por sus
obras.
Jesús, a pesar de ser Dios, renuncia a toda gloria para ser modelo
humano y con su ejemplo nos guía por los caminos de la humanidad y la
solidaridad.
Buscamos congraciarnos con Dios para que nos otorgue favores. Esperamos
que Dios se preocupe de nuestros problemas, que nos proteja en las dificultades
y que nos evite todo fracaso. Y, cuando Dios no responde a lo que esperamos de
Él, el hombre se subleva y surge la pregunta: ¿Cómo permite Dios que pase tal
cosa?
¡Cuánto nos gusta querer manipular a Dios y ponerlo a nuestro servicio!
Pero es Dios quien sabe mejor e irrumpe en la vida del hombre transformando y
dando un nuevo sentido a su vida. Es Dios el que llama al hombre a realizar una
tarea de entrega y de renuncia, es decir, nos saca de nuestro egocentrismo y nos
conduce al servicio de los demás.
Cuando el hombre tiene una experiencia de Dios, ya nada es lo mismo. Su
vida cambia. Se pierde la rutina, la instalación y el acomodo, y surge el
compromiso por la construcción del Reino de Dios, por la justicia y por los
hombres, un compromiso que exige renuncia y sacrificio.
Siempre hay aquellos que se creen "justos" y se justifican
descalificando a los que viven la fe. "No seas tonto; tampoco hay que matarse",
nos aconsejan a la más mínima.
A veces también nos replican como defensa: "Total para lo que te va a
servir, y encima nadie te lo va agradecer".
El Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere. Es esa libertad del
Espíritu la que encuentra la libertad del hombre que cree y que le impulsa a
seguir adelante, firme en su fe y valiente en su entrega, negándose a sí mismo y
sacrificándose por el prójimo.
Cristo desea la fe para el hombre. "Tu fe te ha salvado" solía decir al
realizar un milagro. Él la da a quien se la pide; jamás la fuerza. Esa fe es
seguridad de que Dios nos ama, es prenda de vida eterna e implica renuncia a lo
que puede separarnos de Dios y del amor y servicio de quienes nos rodean.
Jesús quiere despertar en los hombres la fe. Desea que respondamos a la
palabra del Padre, pero siempre lo hace respetando la libertad del hombre.
Si vivimos la fe, descubrimos a un Dios sorprendente, un Dios que nos
seduce y que trastorna y altera nuestros planes, un Dios que nos abre un nuevo
horizonte lleno de esperanza en lo que será una nueva vida sin fin donde "ya no
habrá hambre ni sed y Dios enjugará toda lagrima" (Apocalipsis 7,16-17).
"El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su
cruz y me siga" (Marcos 8,34).