La religión, ¿condición o límite de la filosofía?


domingo, 28 de junio de 2009
José Ignacio Murillo Gómez
 



 

 

Sumario

Raíces del conflicto entre filosofía y religión.- El ideal de una razón pura en nuestros días.- La armonía entre fe y razón en el cristianismo.- La filosofía y religión como descubrimientos.- La filosofía como tarea religiosa.- El significado filosófico de la experiencia religiosa.- La experiencia religiosa y la evidencia de los límites de la razón filosófica.- La apropiación de la Revelación como culminación de la filosofía.

Raíces del conflicto entre filosofía y religión

En algunas de los comentarios que ha originado la publicación de la encíclica Fides et Ratio, se ha aludido a la incompatibilidad que parecen presentar estas dos dimensiones humanas [1]. Para algunos, aceptar determinadas convicciones por fe es precisamente lo opuesto de la actitud del filósofo, algo así como un modo tramposo de esquivar la razón para instalarse acríticamente en una seguridad, sobre la que ésta nada tiene ya que decir; y esto, precisamente, sobre aquellos mismos temas que la filosofía tiene por objeto. Planteadas así las cosas, se hace preciso optar entre ambas, o, al menos, reconocer que la aceptación de la fe supone un límite para la filosofía, una forma de situar algunas creencias fuera de su influjo.

Este modo de zanjar el problema es muy común en el pensamiento moderno. De entrada, este planteamiento puede entenderse acudiendo a los avatares históricos en que se desarrolla. El mundo moderno ha experimentado con demasiada frecuencia cómo la religión puede ser un factor de división y de zozobra en la sociedad, y esta constatación ha llevado a excluirla como fundamento del orden social y de la concordia entre los hombres. Para sustituirla, se ha recurrido con frecuencia a la pura razón. Esta elección se apoya en la convicción de que todos los hombres la comparten y de que no es posible vivir humanamente de espaldas a ella. Y, puesto que el desarrollo pleno de la razón humana es la filosofía, es a ella, en consecuencia, y sólo a ella a quien corresponde asentar los fundamentos de la concordia y convivencia entre los hombres.

Pero junto a esta causa, que podemos llamar social e histórica, existe otra que tiene que ver con la naturaleza misma de la filosofía. Del mismo modo que los seres vivos deben desarrollarse según sus principios internos para llegar a una sana madurez, si queremos hacer una filosofía sana, es preciso que la desarrollemos según sus principios internos. Surge así el ideal de una filosofía pura. Quienes lo sostienen, rechazan que la filosofía sea tutelada por instancia alguna ajena a ella, pues esto la impediría desarrollarse. Cualquier estímulo, orientación o límite que pueda venirle de fuera, no puede sino desnaturalizarla.

El ideal de la pureza no ha afectado sólo a esta dimensión del saber, sino, de un modo progresivo, a casi todas las dimensiones del hombre, como fruto de un anhelo por desarrollar libre y autónomamente los diversos aspectos de la condición humana. Este objetivo, en el campo de las ciencias, desemboca en el interés por el ideal metódico, y, en general, en la convicción de que el desarrollo de cada uno de los aspectos de que consta nuestra vida —la política, la economía, el derecho, el arte— exige que los aislemos cuidadosamente respecto de los demás, dejando que se desarrollen de acuerdo con sus propias leyes. En el pensamiento filosófico, este proyecto se ha traducido en la defensa de la autonomía de la razón.

El intento de purificar la razón exige controlar rigurosamente todos los contenidos del saber, especialmente aquellos que tienen más repercusión para el hombre y que podrían obstaculizar el uso autónomo de su razón. Por descontado, si la razón debe cumplir su cometido de regir la vida humana, nada de lo humano puede quedar fuera de ella; pero a todo debe acceder sin perder su propio punto de vista.

No es extraño que la nueva concepción de la filosofía entre pronto en conflicto con el modo de saber que abriga más ambiciones de certeza y que afecta con más amplitud a la vida del hombre. La certeza que deriva de la religión no parece someterse a las reglas de la razón filosófica —desde luego, no suele esperar a que se le apliquen para entrar en vigor—, y además tiende a afectar de un modo u otro —dependiendo de la religión de que se trate— a aquellos temas sobre los que la razón filosófica debe pronunciarse. Por eso no es extraño que se convierta en el gran escollo para que la razón cumpla con su objetivo.

Además la religión insiste en los límites del hombre. Pero si la filosofía debe ser pura y autónoma, en el caso de que tenga límites, deberá reconocerlos por sí misma. Y, si a pesar de ellos, persiste en su papel rector, entonces sólo cabe que juzgue desde sí misma lo que desde ese momento pasará a ser el hecho religioso. La cadencia de este planteamiento es bien conocida. La religión prefilósofica queda pronto fuera de la razón, y pasa a ser considerada irracional o, en el mejor de los casos, prerracional. Pero esto, si lo llevamos a sus últimas consecuencias, y partiendo del supuesto de que sólo lo racional —entiéndáse, lo puramente racional— es plenamente humano, sólo puede querer decir que la religión prefilosófica es, de algún modo, inhumana o prehumana; tal vez, no en el sentido de que sea antihumana, pero desde luego sí corno lo son otras dimensiones no propiamente racionales, corno la digestión o los sentimientos, algo que ocurre en el hombre, pero que no puede ser considerado una fuente fiable de conocimientos hasta que se complete sobre ella la criba de la razón. A no ser que admitamos alguna forma de irracionalismo, y en ese caso podremos sostener el papel clave de la religión, pero sólo al precio de aceptar, con todas sus consecuencias, que la razón no es árbitro de la vida humana. El exclusivismo de la razón que se pretende autónoma obliga a que las relaciones de la fe con ella sean necesariamente dlalécticas.

Ahora bien, si persistimos en que la razón autónoma y el saber filosófico que engendra constituyen el único marchamo de humanidad, será preciso que la razón se haga cargo de la religión, con sus rebeldes pretensiones de absoluto, y la reduzca a sus límites. La verdadera religión sólo puede derivar de la filosofía o reducirse a los márgenes que ésta le imponga. De este modo se forjan conceptos como el de religión natural o racional.

Sabemos que el proceso no concluye ahí. Si la razón pretende ser plenamente autónoma, puede que intente sacar de sí misma sus propios principios, y, en este momento, el proceso adquiere una deriva atea. La razón como árbitro de sí misma no sólo se enfrentará con la religión no filosófica, sino con el objeto mismo de la religión.

El ideal de una razón pura en nuestros días

La pretensión de pureza ha acompañado a las ciencias mucho tiempo después de la crisis del racionalismo y el idealismo, que han sido sus expresiones más ambiciosas y acabadas, y se han manifestado de modo especial en la actitud de desconfianza que éstas han abrigado —y, de un modo particular, las ciencias de la religión— hacia la dimensión religiosa del hombre. En la actualidad, la razón filosófica abdica con frecuencia de su papel de rector global de la vida humana, y prescinde de avalar ninguno de los modos de organizar la existencia. Es más, en muchas ocasiones, se alza como la gran enemiga de toda concepción totalizadora, mediante una crítica implacable de cualquier seguridad que se pretenda definitiva en ese ámbito. Lo que no es sino un modo negativo de reclamar sus pretensiones de pureza, que se resume en defenderla de ser puesta al servicio de cualquier causa ajena a ella misma.

La razón parece haber decretado su incapacidad como rectora de la actividad humana. Sólo cabe exceptuar de esta claudicación a la ciencia positiva. Pero, ésta, aunque pretenda organizar la vida en la medida de su radio de acción, raramente aspira a resolver los problemas acerca del sentido. Así, por ejemplo, Richard Dawkins, en su último libro [2], después de constatar la desolación que sus tesis materialistas y cientificistas han producido en algunos de sus lectores, comienza su apología afirmando que nadie en su sano juicio haría depender su propia felicidad de ese curso del universo, que, según él, las ciencias empíricas describen con precisión como inexorable y despiadado. Aunque la razón científica resulte descorazonadora, todavía cabe inventamos, con un poco de fantasía, un modo aceptable de vivir en el universo.

En cualquier caso, sólo el cientificismo parece proponerse actualmente como alternativa a la religión. Aunque habitualmente renuncia a afrontar muchos de sus temas. Así que no tiene ningún inconveniente en que llene las lagunas que deja sin colmar en los anhelos humanos, si bien, con la condición expresa de que no pretenda influir en el desarrollo de las ciencias y se reduzca a las reservas que resta a éstas todavía por colonizar.

¿Es correcto este planteamiento del problema? ¿Es un hecho inconcuso que las relaciones entre la religión y la filosofía están condenadas a ser problemáticas?

La armonía entre fe y razón en el cristianismo

No se puede negar que los descubrimientos de la investigación filosófica pueden resultar contradictorios con determinadas convicciones religiosas. En este caso, caben varias posturas: o bien rechazar dicha convicción: o bien decretar la incapacidad de la razón para juzgar las propias creencias religiosas. Es decir, el creyente está obligado a optar entre la fe y la razón. Pero el problema se plantea de un modo más agudo con un planteamiento como el cristiano, que incluye entre sus creencias la de que la razón no puede nunca contradecir los contenidos revelados.

Está claro que si esta tesis es verdadera el conflicto se disuelve de suyo [3]. Pero conviene notar que compartir la convicción de que la filosofía y la fe cristiana son compatibles exige la aceptación de ésta última, y no ofrece, por tanto, un argumento convincente a quienes no la comparten. Así las cosas, parece que, para el cristiano, convencer a su oponente de la compatibilidad de la fe y la razón es una empresa desesperada a menos que consiga convertirlo.

Los que rechazan el cristianismo sostendrán, seguramente, que se trata de una falsa pretensión, que, además, obliga a forzar la razón y la puede oscurecer y tergiversar. Así, la exigencia de concordia se traduce en error y ofuscación de la razón.

Parece que sólo cabe al cristiano, ante esta crítica, intentar demostrar racionalmente una por una que las tesis que contradicen su fe están equivocadas. De todos modos, no se puede negar que dicha afirmación de la concordia, usando la terminología de Popper, está expuesta a ser falsada; al menos en la medida en que el cristiano sostiene que la razón que acepta como verdaderos los conocimientos de la revelación es la misma que comparte el no creyente y no escapa a ninguna de sus reglas. De forma que reúne todos los requisitos para prestarse a un verdadero diálogo científico.

¿Es preciso conformarse con esto? Aunque no parece posible zanjar el debate de una vez por todas, creo, sin embargo, que es posible decir algo más desde la filosofía que sirva para demostrar que los términos en que se plantean a menudo en nuestra cultura las relaciones entre filosofía y religión responden a una deficiente comprensión de una de ellas o incluso de ambas.

Y tal vez un enfoque que puede arrojar algo de luz sobre la cuestión consista en partir de nuestra experiencia de la religión y la filosofía para considerar qué representan para el individuo que las ejerce. Este punto de vista, que podemos llamar subjetivo, me parece especialmente adecuado al caso, pues da la impresión de que, en muchas ocasiones, los conflictos se presentan cuando las relaciones entre ambas se plantean de un modo abstracto, sin tener en cuenta suficientemente que ambas sólo son reales en el sujeto que las ejerce.

La filosofía y religión como descubrimientos

En nuestro siglo, Rudolf Otto ha ofrecido una descripción, que ya se ha hecho clásica, del 'hecho religioso [4]. Dicho autor lo considera fundado en una experiencia irreductible, que alumbra un determinado objeto: lo santo. Esta experiencia es el peculiar temor reverencial que lo santo, o, con otro nombre, lo numinoso, inspira. Se trata de la experiencia de un poder separado y puro, a cuya merced el hombre se encuentra, y que, al mismo tiempo le fascina e intimida. La religión sería el conjunto de actitudes y actividades humanas que giran en torno a lo que dicha experiencia alumbra.

La filosofía, por su parte, puede ser entendida al menos de dos maneras. En primer lugar, y de un modo general, consiste en el afán de saber inherente al ser humano. Éste, en efecto, no puede vivir a la altura de su condición sin conocerse a sí mismo y a la realidad, mediante un saber que debe conquistar, y en cuya consecución, por lo tanto, puede fallar. La filosofía, entendida en su sentido más restringido, aparece fundada en esta necesidad humana de conocer, pero con un matiz claro. Aristóteles nos explica que lo característico de ésta es que quien la ejerce no lo hace movido por alguna utilidad, sino con el único fin de escapar de la ignorancia [5].

En este sentido, se puede decir que la filosofía se estrena como actividad bien definida cuando el hombre descubre que la verdad merece la pena por sí misma, y emprende su búsqueda guiado únicamente por sus exigencias. De este modo, aparece un vector de la vida humana que la eleva por encima de la esfera de la necesidad.

Para Aristóteles, en el arranque de esta actitud no se encuentra un proyecto controlado por la voluntad del sujeto, sino una experiencia —que, en ocasiones, puede ser incluso emocionalmente arrebatadora— que nos saca de nosotros mismos, y nos conduce a caer en la cuenta de algo en lo que antes no se había reparado. Se trata de la admiración. La admiración filosófica nos hace caer en la cuenta de nuestra ignorancia de un modo nuevo. No se trata solamente de que necesitemos de unos determinados conocimientos para poder continuar nuestra vida. Lo que aparece más bien es la posibilidad de una vida nueva, en la que la búsqueda intelectual de la verdad y su posesión cobran incluso más valor que la vida biológica, pues nos pone en contacto, en la medida de nuestra posibilidades, con lo realmente real. El hombre descubre con ella que vive, de un modo especial, de la realidad, y que la inteligencia es un modo de alcanzarla más alto que los otros modos de posesión de que dispone [6]. Vivir de la realidad es, para el hombre, vivir de la verdad.

Esta convicción acerca de la naturaleza de la filosofía es una de las constantes de la filosofía griega, que no entra en escena como un modo de resolver los problemas del hombre, sino como indagación acerca de la naturaleza del universo. Es sobre todo después de la crisis sofística, y especialmente de la mano de Sócrates y sus discípulos, cuando la filosofía, sin renunciar a la prioridad de la búsqueda de la verdad, es más, desde ella, se va a transformar de un modo explícito en regla de la conducta humana. Pero, precisamente la intuición socrática consiste en caer en la cuenta de que los problemas prácticos deben resolverse usando como criterio que la verdad es el bien más alto que al hombre cabe alcanzar.

Se podría objetar que los filósofos posteriores no siempre han compartido esta idea de la naturaleza y finalidad de la filosofía. Pero esto no prueba nada en contra de su acierto. Es posible hacer filosofía y negar con las palabras la naturaleza de lo que se ejerce, como, por ejemplo, han puesto de manifiesto tantos pensadores antimetafísicos.

Puede ser interesante comparar ambas aproximaciones. Las dos comparten un carácter que podríamos llamar fenomenológico. Además ambas describen más que la realidad descubierta lo que el descubrimiento representa para el sujeto, o, mejor dicho, determinan la realidad descubierta por su repercusión en quien la descubre, sin por eso afirmar que ese reflejo subjetivo sea lo más importante, pues en los dos casos nos hallamos ante algo que polariza fuertemente la atención humana.

También, cabe constatar un cierto paralelismo entre las experiencias descritas. Las dos alumbran algo que, de lo contrario, quedaría velado o al menos no atisbado en su verdadera importancia. No se pone en cuestión que, por naturaleza, el hombre sea capaz de filosofar o de adoptar una actitud reverente ante lo sagrado. Ninguna de las dos experiencias otorgan una capacidad, sino que, más bien, despiertan lo que se encuentra de algún modo latente. Por eso, en ambos casos, nos encontramos ante una especie de iluminación, y parece pasarse del sueño a la vigilia, a descubrir algo que no se podía prever desde la situación anterior, y que, en cambio aparece ahora como lo realmente real.

La filosofía como tarea religiosa

La experiencia religiosa y la filosofía aparecen en estas descripciones como dos realidades bien distintas. Pero, aparte de estas semejanzas, todavía hay algo que nos da indicios de que están íntimamente relacionadas. Me refiero al hecho de que resulta común encontrar, en los primeros pensadores, una interpretación religiosa de la actividad que ejercitan. La admiración filosófica alumbra la realidad como un designio unitario en el que el hombre se puede adentrar para llegar al fundamento de que depende. Pero la posibilidad de acceder a dicho fundamento y de asistir de algún modo a la entraña de lo real comporta también un descubrimiento acerca del hombre mismo. El fundamento es algo divino, pero, si cabe alcanzarlo, es porque en el ser humano hay también algo divino. La filosofía pronto se configura como saber acerca de lo divino, y su cultivo como el desarrollo de aquello divino que hay en nosotros: el nous o inteligencia. La filosofía puede aparecer de este modo como una praxis religiosa, como una divinización del hombre.

Para los filósofos antiguos, la inteligencia es el único rasgo divino en el hombre. Por eso, aunque no rechacen necesariamente otros modos de tratar a la divinidad, como son los ritos de las diversas religiones, van a considerar a la filosofía como el único modo de acercarse a ella, y, progresivamente, lo irán presentando como aquel que da sentido y al que se encaminan todos los demás. Por otra parte, como ha señalado Hadot [7], la filosofía griega es más que una disciplina intelectual, un modo de vida. De ahí que la filosofía como religión sea como actitud religiosa más abarcante que muchos de los ritos paganos, que parecen tener como único objeto congraciarse con los dioses o defenderse de ellos, pero que a menudo no logran inspirar y ofrecer un rumbo a las acciones humanas.

Ahora bien, la filosofía aporta a la experiencia religiosa algo que ésta de suyo no nos ofrece. La experiencia religiosa no nos dice si existe un modo de alcanzar la divinidad. Si éste existe, es preciso esperar a descubrirlo por otros cauces. La filosofía, por su parte, nos abre la perspectiva inédita de alcanzarla de algún modo.

El significado filosófico de la experiencia religiosa

Pero también puede ocurrir que la religión esté presente en el ejercicio de la filosofía. Así, por ejemplo, Zubiri sostiene que religión "no es actitud ante lo "sagrado", como se repite hoy monótonamente. Todo lo religioso es ciertamente sagrado; pero es sagrado por ser religioso, no es religioso por ser sagrado" [8]. Para Zubiri la religión se funda en la religación [9] del hombre con el fundamento del poder de lo real. Puesto que no es posible vivir sin confrontarse con dicho fundamento, no es posible vivir como hombre al margen de la religión [10].

Aunque no se trata aquí de exponer el pensamiento de este autor, me parece que expresa con gran lucidez algo que se encuentra tras la experiencia religiosa y que impide aislarla del resto de las dimensiones humanas. La actitud religiosa no es una ocupación más del hombre, sino que está entrañada en todas sus dimensiones, y, también, por ende, en el ejercicio de la filosofía.

Tomás de Aquino propone algo semejante en una afirmación que, por su sencillez, tal vez permita que pase inadvertido todo su contenido: "La razón natural dicta al hombre que se someta a algo superior, a causa de los defectos que en él encuentra, en los que necesita ser ayudado y dirigido. Y cualquiera que sea ese algo, esto es a lo que todos llamamos Dios" [11].

Desde luego, no parece que este autor se refiera a la ayuda que necesita el hombre como ser menesteroso, pues la ayuda que recibe de sus semejantes no le impulsa a convertirlos en dioses. Pero sí que cabe decir que la religión está vinculada a la insuficiencia del hombre. Y esta insuficiencia no sólo se manifiesta en la falta de poder para realizar sus objetivos, sino, de un modo más radical y originario, en que está constitutivamente abierto y vinculado a lo otro que él.

La metafísica nos dice que ninguna reali4ad finita puede existir, ni entenderse propiamente, aislada de influjos ajenos, aunque sólo sea el de la acción de Dios que la sostiene en el ser. Ni el hombre se da a sí mismo su realidad, ni su inteligencia proporciona a sí su tema. Pero el hombre, a diferencia de otros seres, puede además adoptar una actitud ante la realidad que se le impone; y no sólo puede, sino que no puede dejar de hacerlo. Y es precisamente adoptándola como se forja. Precisamente en ese trance, que no puede ser esquivado en la medida en que no se puede actuar sin definirse frente a lo real -amor meus, pondus meus-, aparece la religión. En este sentido, se puede estar de acuerdo con Zubiri cuando afirma que lo sagrado es tal por ser religioso, y no viceversa. La religión se asienta en la imposibilidad de autosuficiencia del hombre, en la irrefutable evidencia de que éste no se puede definirse a sí mismo desde sí, sino que precisa hacerla respecto de algo externo. Por eso el descubrimiento de lo santo no puede dejarle indiferente.

Tal vez se puede entender mejor desde esta tesis que el proyecto de autonomía de la razón termine por disolverla. ¿Qué significa una razón pura? Todo conocimiento es una apertura hacia lo otro que la razón. Dicho de otro modo, no hay filosofía sin experiencia o experiencias; pero, en ese caso, no tiene sentido poner el desarrollo de la razón como pretexto para aislamos a algunas de ellas. Aceptar la religión sin límites arbitrarios es, en este sentido, la declaración más ajustada de que la inteligencia humana no puede cerrarse sobre sí misma si quiere llevar a cabo su tarea.

Si es realmente esto lo que subyace a la experiencia religiosa, resulta mucho más claro que lo religioso no es un fenómeno puro y aislado, sino algo que atraviesa toda la experiencia humana [12]. Por eso la actitud religiosa no es algo que se pueda confinar. La experiencia religiosa nos impone el marco en el que se deben instaurar las relaciones con la divinidad. En concreto, nos convence de que éstas han de estar marcadas por la aceptación de su trascendencia.

No quiere esto decir que, a la hora de tomar partido ante lo real, no podamos tomar un camino equivocado. El hecho irrenunciable es la necesidad que tenemos de contar con la realidad como algo ajeno, no el modo en que nos definamos frente a ella. Cabe, en efecto, hacerla de un modo mejor, peor o francamente defectuoso. Además, incluso en aquellos que gozan de una elevada experiencia de lo divino, hasta el punto de que no pueden negarle sus características fundamentales, no pueden dar por culminada en ella su tarea. Es preciso que la entiendan de algún modo para poder ponerla en relación con las otras dimensiones de su vida. Si no, esa experiencia es totalmente baldía.

Pero, ¿cómo hacerla? La percepción de lo numinoso, de lo sagrado, parece anular al hombre, su lenguaje y su cultura [13]. Por eso las religiones tienden a honrar a la divinidad con actos en apariencia arbitrarios o que rompen el ritmo habitual de la vida, e incluso que pueden llegar a ser destructivos. Todo esto refleja, aunque no siempre de un modo acertado, que la divinidad es algo que no permite encerrarse en ninguno de los órdenes dados, y, por lo tanto, que la realidad siempre está más allá de lo que nosotros convencionalmente podemos dar por suficiente.

La experiencia religiosa y la evidencia de los limites de la razón filosófica

Ahora bien, esta afirmación de la trascendencia que deriva de la experiencia religiosa no es ajena a la actividad filosófica. El "desarrollo de la inteligencia estriba en alcanzar la verdad. Por eso la vida del verdadero filósofo, como denota la etimología del término, se organiza en torno a su búsqueda, y en la adecuación a sus exigencias. Pero conviene notar que la búsqueda de la verdad que así se despierta no se encuentra encerrada por un método previo a su encuentro, pues esto significaría un cierre prematuro de sus posibilidades. Por eso, ni en Platón ni en los grandes socráticos la investigación filosófica se cierra a una revelación superior. En esta clave se puede leer la profesión de ignorancia de Sócrates, las explícitas afirmaciones de Platón acerca de la conveniencia de una revelación divina [14] e incluso el constante recurso a la experiencia de Aristóteles, pues ésta última siempre puede derribar nuestras ideas preconcebidas, por cuanto sólo ella puede abrimos a nuevos campos de la realidad.

Por eso, aunque es fácil encontrar la lógica que lleva a convertir la filosofía en una práctica religiosa, también cabe constatar sus límites. Elevar la filosofía al rango de religión tiene el peligro de dar un cauce sesgado a la búsqueda humana del absoluto. Lo divino que comparece en la experiencia religiosa no sólo afecta al hombre en su dimensión intelectual, sino en su totalidad. Si aceptamos que el hombre no se reduce a ella, la experiencia religiosa revela la insuficiencia de una filosofía que entienda su objetivo como mera posesión intelectual para colmar nuestra ansia de divinidad.

De modo que la experiencia religiosa nos advierte acerca de los límites de la filosofía. Lo divino que comparece en la experiencia religiosa se revela inasequible a los esfuerzos meramente humanos. La divinidad nos tiene a su merced. No obstante, esto no obliga necesariamente a la razón filosófica a detenerse, pues podemos intentar desentrañar el significado filosófico de esa experiencia peculiar.

La apropiación de la Revelación como culminación de la filosofía

Como se puede ver, acudir a los orígenes históricos de la filosofía y a sus primeras realizaciones es un modo de conjurar el estrecho marco en que el pensamiento moderno plantea las relaciones de ésta con la religión. Por otra parte, el análisis filosófico de la experiencia religiosa, al mismo tiempo que constata cuáles son los límites de la filosofía, ayuda a comprender su verdadera naturaleza.

Sin embargo, es preciso reconocer que nuestro análisis nos lleva un punto que no es totalmente satisfactorio. Filosofía y religión son compatibles, pero ninguna de ellas ni por sí misma ni unidas entre sí acaban de dar respuesta a las aspiraciones humanas. Las diversas religiones son modos de comportarse respecto a lo divino, de acogerlo en el dominio de lo humano, pero, en la medida en que sean realizaciones del hombre, deben insistir en la distancia que le separa de lo santo. De hecho, uno de los peligros que amenaza es intentar domesticar lo divino, convirtiéndolo en un elemento de la cultura, y traicionando así aquel descubrimiento en que se fundan. La filosofía, por su parte, nos ofrece lo divino como tarea, añadiendo una posibilidad inédita a la experiencia religiosa [15], pero no llega a alcanzarlo por sí misma. Es más, en este sentido, su peligro estriba en pretender que el modo en que lo alcanza es suficiente para el hombre.

Sin embargo, las religiones históricas contemplan otra posibilidad. Puede ocurrir que sea la divinidad la que nos ofrezca los medios para salvar el abismo que nos separa de ella. Algo de esto encontramos en las religiones mistéricas, que ofrecen unos ritos que permiten una nueva relación con los dioses. Parece interesante constatar que éstas alcanzaron un gran desarrollo precisamente al final del mundo antiguo, cuando se pudo hacer patente la insuficiencia de las religiones tradicionales y de la filosofía para satisfacer las expectativas del hombre.

No obstante, donde se encuentra de un modo más cumplido esta posibilidad es en la religión bíblica. Es en ella donde la percepción de la trascendencia de Dios se da con más intensidad. Pero, a su vez, toda ella aparece como resultado de la decisión divina de entrar en contacto con los hombres. Es más, en el cristianismo, Dios se revela definitivamente al hombre, al tiempo que lo eleva y hace apto para alcanzarlo.

No puede resultar extraño que el cristianismo abra una nueva era a las relaciones entre la filosofía y la religión. De hecho, lo más destacado de sus relaciones con ella es la tendencia, expresa en algunos autores, como San Justino [16] y Clemente de Alejandría [17], de romper las barreras que las separan. En ellos, en efecto, el cristianismo, más aún que como la verdadera religión, se presenta como verdadera filosofía, es decir, como el cumplimiento de aquello que los filósofos intentaron alcanzar18. Podemos alcanzar la verdad porque ésta se ha hecho accesible.

El pensamiento cristiano acabó por reservar el término filosofía al despliegue de nuestro conocimiento intelectual al margen de la revelación, distinguiéndolo de la teología. La aceptación en estos términos de la teología dentro de la vida cristiana tuvo el mérito de insistir en que la fe no elimina el esfuerzo del hombre por conocer la realidad, y que éste además tiene valor como acercamiento a la revelación. Pero incluía el peligro de poner como prototipo de filosofía la de aquellos que desconocieron la revelación. Como si la filosofía debiera prescindir, para ser fiel a sí misma, de la experiencia que la culmina. Ahora bien, ¿no significa esto condenarla a existir irremisiblemente frustrada? No sería extraño que la dificultad de resolver esta cuestión fuese la causa de algunos de sus más persistentes problemas.

Notas

[1] A menudo, en este contexto, la razón aparece como sinónimo de la filosofía, mientras que la fe, como lo propio de la actitud religiosa del hombre. Conviene hacer esta precisión porque no se puede dar por supuesto que el término «fe» tenga exactamente el mismo sentido para todas las religiones o que el que se le da sea siempre unívoco para quienes la aceptan y los que la descalifican. Por otra parte, renunciar a la fe no significa necesariamente renunciar a la religión o, al menos, a cierta religiosidad. Aquí, sin embargo, se toma la fe como algo propio de la religión en la medida en que las religiones históricas suelen exigir una aceptación de determinadas verdades basadas en la autoridad y no en una evidencia racional y científica. Es claro, por otra parte, que, para que se plantee el problema, no basta que esas creencias se acepten como valiosas conjeturas acerca de lo que la razón no ha podido determinar, sino que es preciso que la certeza de fe se considere tan fuerte o más que la que deriva de la demostración racional.

[2] Dawkins, R., Destejiendo el arco iris, Tusquets, Barcelona 2000, pp. 9-15.

[3] Omito aquí la consideración de una postura como la de Heidegger, que depende de una concepción muy particular de la filosofía.

[4] Cfr. Otto, Rudolff, Lo santo, Revista de Occidente, Madrid 1925.

[5] "Que no se trata de una ciencia productiva, es evidente ya por los que primero filosofaron. Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración; al principio, admirados ante los fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna y los relativos al sol y las estrellas, y la generación del universo. Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. (Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de elementos maravillosos (thaumasíon). De suerte que si filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad". Aristóteles, Metafisica, A, 2, 982bll-21.

[6] Un interesante análisis de la admiración filosófica, en el que se inspiran estas páginas, es el que ofrece Polo, L., Introducción a la filosofia, Eunsa, Pamplona 1995, pp. 21-46

[7] Cfr. Hadot, P., ¿Qué es la filosofia antigua?, Fondo de Cultura Económica, México 1998.

[8] Zubiri, X., El hombre y Dios, Alianza Editorial, Madrid 1984, p. 380

[9] "El hombre necesita de todo aquello con que vive, pero es porque aquello que necesita es la realidad. Por tanto, las cosas, además de sus propiedades reales tienen para el hombre lo que he solido llamar el poder de lo real en cuanto tal. Sólo en él y por él es como el hombre puede realizarse como persona. La forzosidad con que el poder de lo real me domina y me mueve inexorablemente a realizarme como persona es lo que llamo apoderamiento. El hombre sólo puede realizarse apoderado por el poder de lo real. Y a este apoderamiento es a lo que he llamado religación. El hombre se realiza como persona gracias a su religación al poder de lo real. La religación es una dimensión constitutiva de la persona humana. La religación no es una teoría, sino un hecho inconcuso. En cuanto persona, pues, el hombre está constitutivamente enfrentado con el poder de lo real, esto es, con la ultimidad de lo real". Zubiri, x., Op. cit., pp. 373-374.

[10] "La religación es, pues, una marcha experiencial hacia el fundamento del poder. Es experiencia fundamental. Y en esa experiencia acontece la concreta intelección de este fundamento. Ese carácter esencial es la religación. El hombre, decíamos, accede siempre religadamente al fundamento de lo real. Por tanto, el hombre tiene siempre en su realización personal aquella experiencia fundamental. Todo acto suyo, hasta el más vulgar y modesto, es en todas sus dimensiones, de un modo expreso o sordo, una experiencia problemática del fundamento del poder de lo real". Zubiri, X., Op. cit., pp. 377-378.

[11] "(...) Naturalis ratio dictat homini quod alicui superiori subdatur, propter defectus quos in seipso sentit, in quibus ab aliquo superiori eget adiuvari et dirigi. Et quidquid illud sit, hoc est quod apud omnes dicitur Deus". S. Th., U-U, q. 85, a. 1, c..

[12] Esto es algo que, por otra parte, el análisis de atto no deja ver con claridad; pues, según su análisis, resulta difícil notar qué relación tienen con la experiencia religiosa otras experiencias humanas. Esto se nota en su insistencia en determinada como sobrenatural, lo que hace pensar que la naturaleza humana está en sí misma cerrada a la trascendencia. Se trata, por otra, parte, de una tesis común en la teología luterana.

[13] Cfr. Polo, L., ¿Quién es el hombre?, Rialp, Madrid 1993, pp. 241-243.

[14] Se pueden consultar, por ejemplo, sus afirmaciones sobre el locura divina como fuente de bienes para el hombre en Fedro, 243e-245c.

[15] Una mención aparte entre las religiones precristianas merece algunas concepciones derivadas de la tradición religiosa hindú, que también se proponen lo divino como objetivo, mediante determinadas prácticas. Las relaciones de éstas con la filosofía son tan patentes que llamaron la atención de los filósofos griegos, que conocían a quienes las practicaban con el nombre de gimnosofistas. Las relaciones de éstas con la filosofía griega exigirían un tratamiento más extenso, que aquí no podemos abordar. Cfr. Hadot, P., Op. cit., pp. 11 0-111.

[16] Apología II, 10, 2-3: PG 6, 460-462. Eusebio de Cesarea dirá de él: "amador de la verdadera filosojia, pasaba aún el tiempo ejercitándose en la doctrina de los griegos". Historia eclesiástica, 4, 8, 3.

[17] "Él —el Verbo—, desde el principio, desde la creación del mundo, ha instruido al hombre de muchos modos y bajo muchas figuras, a Él se debe la perfección del saber (gnosis)". Stromata, VI, 10, 82,2: PG 9,229-304. Clemente llega a considerar a la filosofia una alianza (diatheke), Cfr. Ibid., VI, 4.

[18] Este planteamiento de concordia ya se puede encontrar en algunos libros del Antiguo Testamento, con el de la Sabiduría, donde ésta aparece como un don divino, que, no obstante, no anula los esfuerzos humanos por alcanzarla. Así, por ejemplo: "Por esto oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de sabiduría (...). Porque (la sabiduría) es un hálito del poder divino y una emanación pura de la gloria de Dios omnipotente, por lo cual nada manchado hay en ella". Sab, 7,7.25. Nótese la diversa concepción de persona que aqui aparece, que está relacionada con el carácter de lo sagrado.