Autor: Mario
Castellano, O.P.
Fuente: Enciclopedia Mariana “Theotòcos”
La Práctica Canónica en las Apariciones Marianas
La actitud de la Iglesia ante las apariciones Marianas.
Por divina institución y
según la misma legislación de la Iglesia, los obispos son verdaderos maestros
de la fe y verdaderos pastores, que no sólo han de guiar la grey a ellos
confiada hacia los sanos pastos de la fe, sino también deben vigilar para que
no se infiltren errores o abusos en la devoción de los fieles y en las
prácticas de piedad (1)
Respecto a las apariciones en general y a las
apariciones marianas en especial, no hay prescripciones explícitas en el
Código de Derecho Canónico que digan cómo deban comportarse los obispos en
tales circunstancias, cómo deban proceder en el examen de los pretendidos
hechos milagrosos. Todo esto está actualmente regulado por una práctica más o
menos conocida, pero perfectamente delimitada y que encuentra dos de sus más
documentados y muy conocidos ejemplos en los procesos canónicos para las
apariciones de Lourdes y de Fátima.
El canonista, naturalmente, presupone lo que es de l
dominio de la Teología Dogmática y de la Teología Mística: posibilidad de las
apariciones o visiones marianas, su forma o tipo, discernibilidad, etc. Así,
por ejemplo, es de suma importancia cuanto afirma Poulain respecto a los
videntes que no han alcanzado todavía un alto grado de santidad, a saber, que
“podemos admitir sin imprudencia que por lo menos las tres cuartas partes de
sus revelaciones son ilusiones” (2); él hace incluso un catálogo, con unos 32
casos, de personas canonizadas o muertas con fama de santidad, caídas en error
en las apariciones que creían haber visto y en los
mensajes celestiales que creían haber recibido.
El canonista necesita, además, de la ayuda de la
ciencia médica, porque numerosísimas son las formas sicopáticas (histerismo,
etc.) en las cuales el sujeto, presa de exaltación religiosa, confunde, de
buena fe, sus alucinaciones o visiones con apariciones celestiales.
Finalmente, no hay que excluir el truco, la ficción,
la mala fe; por ambición, ligereza y a veces por lucro, se llega hasta a
fingir visiones, apariciones, éxtasis, voces misteriosas.
LA ACTITUD DE LA IGLESIA
La práctica canónica sobre las visiones y apariciones
marianas se atiene especialmente a lo que es la actitud tradicional de la
Iglesia en la materia.
La Iglesia enseña, ante todo, que la Revelación
oficial pública se cerró con la muerte del último de los Apóstoles y que el
depósito a ella confiada contiene todo lo que es necesario creer y practicar
en orden a la salvación eterna.
Sin emba rgo, la Iglesia no niega la posibilidad de
revelaciones privadas (apariciones, visiones, mensajes) de Dios y de los
santos y en particular de Nuestra Señora. En el pasado, frente a tales hechos,
se ha mantenido muchas veces en completa indiferencia; muchas veces ha
intervenido para desaprobar neta y enérgicamente (3); en ciertos casos, aun no
dando ninguna garantía explícita sobre el origen divino de las apariciones y
de las visiones, ha mostrado de alguna manera que aquellas revelaciones o
apariciones eran tenidas por ella en gran estima (4); finalmente, muy pocas
veces ha dado una explícita aprobación a las revelaciones o apariciones, cuyo
valor explicaremos más adelante.
La Iglesia reivindica para sí misma, exclusivamente,
la autoridad y el poder para dar un juicio auténtico sobre las visiones o
apariciones, para aprobarlas o condenarlas: tal poder está implícito en su
misión, y ella no sería maestra de verdad, si no defendiese la verdadera
revelación y la verdadera dev oción contra las falsas apariciones y
revelaciones (5).
Por tanto, puesto que se trata de revelaciones o
apariciones que no son absolutamente necesarias, pero que a lo más son
solamente útiles al pueblo cristiano en las diversas contingencias históricas,
la Iglesia no tiene jamás prisa por juzgarlas, y como sabe por experiencia que
tales apariciones y revelaciones no son frecuentes; que la mayor parte de las
veces no son auténticas, y que, en todo caso, es más bien difícil juzgar de su
autenticidad, a causa de las múltiples ilusiones que pueden mezclarse en
ellas, las examina con extrema circunspección y, si las circunstancias lo
aconsejan, con desconfianza (6). Su prudencia no disminuye, incluso cuando el
pueblo se ve arrebatado por un gran entusiasmo y, humanamente hablando, podría
parecer oportuno secundar sus fervientes deseos.
La Iglesia, por consiguiente, “camina con paso lento
entre los errores contrarios”, como afirma Santo Tomás (7); pero también está
segura de poder llegar en todos los casos, pronto o tarde, a conocer la
verdad, porque la sabiduría y bondad de Dios no puede permitir que el hombre
se vea arrastrado invenciblemente al error y que su Iglesia pierda en su
oficio de maestra. Todo consiste en aplicar con sabia prudencia los criterios
de discernimiento de la intervención divina, tal y como nos los sugiere la
Teología y la misma razón.
Los criterios o señales suficientes de la
sobrenaturalidad de la aparición deben poner en condiciones de juzgar la
realidad del prodigio y su origen o causa (8).
Ante todo, es necesario apurar la certeza histórica
del hecho que constituye el objeto de la investigación en sí mismo, y en sus
circunstancias. Muchas veces, efectivamente, ocurre que se buscan las razones
de visiones o apariciones que de hecho no existen, y que se cree, con suma
ligereza, por la simple afirmación de una niña o de varias niñas o niños. Es
necesario, por el contrario, controlar punto por punto lo que los pretendidos
videntes afirman sobre las circunstancias de tiempo, de lugar, de personas,
etc., y esto mediante testimonios oculares. Los testigos auriculares deben ser
admitidos sólo para controlar y confrontar las diversas narraciones del mismo
acontecimiento que se afirma prodigioso hechas por quien ha sido el
privilegiado protagonista.
Es evidente que la aplicación metódica, severamente
crítica, de este criterio puede por sí misma llevar a resultados concretos,
tanto en sentido positivo como en sentido negativo, y la experiencia lo
confirma.
Según, pues, la práctica de la Iglesia, enseñada por
innumerables experiencias, no se debe pasar a ulteriores investigaciones hasta
que haya quedado establecida, con certeza moral, la realidad del pretendido
hecho prodigioso, al menos en su especie externa, a través de una minuciosa
discusión de testigos no sospechosos, no interesados, maduros, ponderados,
oculares o inmediatos, tales, en suma, que sean dignos de plena confianza. Ya
amonestaba Ferraris: Examen debet esse rigidissimum quoa d testes (9)
En la mayor parte de los casos, con una aplicación
inteligente de este criterio, se llega a la conclusión cierta de que los
pretendidos hechos no existen: son ilusiones, mixtificaciones o equívocos. En
término técnico, suele decirse que las pretendidas apariciones están
destituidas de todo fundamente. Algunas veces se utiliza también la fórmula:
constat (facta, apparitiones, etcétera) non esse supernaturalia para excluir
la sobrenaturalidad de los dichos fenómenos y dejar sin juzgar la cuestión de
si se ha notado o no, algo de verdad en lo que se afirm aba; pero es evidente
que la fórmula precisa que hay que utilizar en los casos de ficción,
mistificación, ilusión, es más bien la primera: Constat praetensas
apparitiones quovis fundamento carere. De estas fórmulas hablaremos más
adelante.
ASPECTOS QUE CONSIDERAR
Si, a través de testimonios plenamente probativos, se
hace cierto el hecho de una aparición o visión, hay que pasar al examen de las
verdaderas causas del mismo hecho, a saber, indagar si ha de atribuirse a las
fuerzas de la Naturaleza, a la intervención del demonio, o a la acción
benéfica de Dios.
De estas tres hipótesis no podemos huir porque no es
posible que se dé una cuarta; podemos, por consiguiente, concluir que el hecho
es de carácter sobrenatural únicamente cuando se pueda excluir de manera
absoluta que haya sido producido naturalmente o por intervención del demonio.
Para llegar a esto es necesario calibrar atentamente
los diversos aspectos de la aparición o visión a la luz de la siguiente regla
general: “se debe considerar como absolutamente falsa toda aparición o visión
que se halle en oposición evidente con las verdades especulativas de la fe,
que ofenda a la moral o a la disciplina de la Iglesia, que contenga cualquiera
afirmación teórica o práctica contra la razón, que vaya abiertamente contra el
buen sentido natural y cristiano” (10)
Los diversos aspectos a considerar, según las
sugerencias hechas por Benedicto XIV, que sigue siendo el autor clásico en la
materia (11), son los siguientes:
1) La persona del vidente
2) El contenido de la visión o aparición
3) La naturaleza o forma de la visión o aparición
4) La finalidad de la visión o aparición
La persona del vidente
Ante todo se puede deducir si una aparición es
sobrenatural o no por un examen atento y prolongado de la persona del vidente
o de los videntes, hecho desde un doble punto de vista: moral y psicofísico.
Desde el punto de vista moral, se deben considerar las
virtudes de la persona o personas supuestas privilegiadas. Aun admitiendo que
Nuestra Señora puede aparecer a pecadores y a santos, no parece admisible que
Ella escoja como a portadores de sus “mensajes” a ciertos pecadores o a
determinados espíritus rebeldes a la autoridad de la Iglesia, en los cuales no
se haya producido –a consecuencia de la aparición- un radical cambio de vida.
De lo contrario, el embajador de María estaría falto
de las credenciales que se le pueden exigir con toda justicia. Por otra parte,
es conocido que los grandes privilegiados de Nuestra Señor han sido elevados
muchas veces a la gloria de los altares.
Es necesario, por consiguiente, estar seguros de que
el supuesto vidente es enemigo de todo pecado, incluso leve, y verdaderamente
preocupado de su adelantamiento espiritual; si abraza con fervor y afecto todo
lo que pertenece al servicio de Dios, si huye ponerse a la vista de todos,
hablar de sì mismo, sacar provechos materiales de las supuestas apariciones;
si ama el sacrificio, la mortificación y el desapego de las cosas del mundo;
si, sobre todo, se muestra humilde, sometido, obediente. La humildad sincera y
profunda, la obediencia plena y total a la Iglesia, son la gran piedra de
toque de las virtudes de los videntes. Lo cual no significa que, por obsequio
a las autoridades eclesiásticas investigadoras deban decir que la aparición no
ha existido o que la mujer que han visto no era María Santísima; por el
contrario será indicio de verdadera aparición la firme constancia con que,
incluso ante presiones y ante las más severas amonestaciones permanezcan
firmes en sus afirmaciones; pero su firmeza será humilde y serena, jamás
proterva o injuriosa hacia la Iglesia .
Se puede estar totalmente cierto de que no se trata de
apariciones sobrenaturales cuando los pretendidos videntes se muestran
impacientes, orgullosos, testarudos, desobedientes a la autoridad
eclesiástica, cuando buscan el aplauso y la admiración; cuando no se sienten
movidos a la mortificación y el sacrificio, y aman, en cambio, la vida cómoda
y las mundanidades; cuando tiene tendencia a alejarse de los caminos trillados
y manifiestan cierta ansia de extraordinario y aman divulgar las
comunicaciones que ha tenido; cuando procuran sacar ventajas económicas de las
pretendidas apariciones.
No raras veces sucede, además, que los supuestos
videntes aparecen destituidos de toda virtud, y especialmente de humildad y
obediencia; pero no hemos de contentarnos con las apariencias y con
manifestaciones cortas: es necesario estar seguros de que se trata de virtudes
reales y no aparentes, por medio de un examen agudo y prolongado. No son, como
hemos dicho, raros los casos de impostura, de ilusión o de alucinación; pero
también es cierto que el falsamente virtuoso pronto o tarde se traiciona.
Esto es tanto más verdad cuanto que no son pocos los
videntes de buena fe que consideran como apariciones marianas lo que no son
más que ilusiones o alucinaciones suyas, productos de un estado morboso. Por
esto hemos dicho que los sujetos deben ser cuidadosamente examinados, incluso
desde el punto de vista médico, a saber, psicofísico.
Cualquier indicio de temperamento morboso o anormal,
de sensibilidad demasiado acentuada o de imaginación excesivamente via, de
excesiva impresionabilidad y sugestionabilidad, de agudo sentimentalismo,
deberá ser ponderado y valorado por médicos, peritos en la materia, y de
evidente conciencia cristiana, para establecer el juicio que, desde el punto
de vista patológico, deba darse del supuesto vidente.
Basta a veces un indicio cierto de histerismo para
encontrar la manera de desenmascarar las mixtificaciones o alucinaciones que
se quieren hacer pasar como auténticas apariciones o revelaciones.
Desde este punto de vista,
se presentan a veces casos dificilísimos de juzgar. Ciertos relatos, ciertas
descripciones de apariciones son hechas con tal conmoción, con tan cuidadosa
precisión de detalles de tiempo, de lugar y de toda clase de circunstancias,
que nos vemos obligados a decir: “Es imposible que el fondo por lo menos no
sea verdad”; y, en cambio, se trata de hechos inventados totalmente o de
exageraciones de hechos en si mismos insignificantes.
El contenido de la aparición
El contenido y objeto de la visión o aparición debe
ser atentamente valorado a la luz del principio general antes afirmado y, por
consiguiente, se debe considerar como falso lo que contradice a la razón;
falso y malvado todo lo que contradice a la moral; falso, malvado e impío todo
lo que contradice a las verdades reveladas (12).
En otros términos, cuando las visiones o apariciones
contienen cosas contrarias a la Sagrada Escritura, a las verdades definidas
por la Iglesia, a la enseñanza unánime de los Padres y Doctores de la Iglesia;
o cuando contienen actos inmorales o indecentes; e incluso solamente ridículos
e indignos de Dios, nos podemos dispensar de cualquier examen ulterior: se
trata de una intervención diabólica o de fenómenos patológicos o de torpes
mixtificaciones. “Cuando, por ejemplo, se sabe que la Santísima Virgen ha
animado a los videntes y a sus seguidores a desafiar las censuras
eclesiásticas que les han sido fulminadas y los ha consolado del sufrimiento
de verse privados por su gloria de los sacramentos, no hay que seguir más el
examen, al menos que no nos interesemos, como psicólogos, por los epifenómenos
del sentimiento religioso” (13).
Las apariciones, además, que contienen afirmaciones
nuevas y singulares, como también las que contienen cosas curiosas e inútiles,
se deben considerar por lo menos co mo dudosas y sospechosas; porque no hay
nada que añadir al depósito de la revelación, ni podemos admitir que Dios haga
un milagro sin alguna razón suficiente. Sin embargo, no conviene rechazar sin
más las apariciones y visiones que tienen un contenido que sabe a novedad, por
este solo motivo: porque puede ocurrir que, por medio de ellas, Dios quiera
llamar la atención sobre verdades ya reveladas, pero poco vivas en la piedad
de los fieles, como sucede por ejemplo, en la devoción al Sagrado Corazón,
revelada a Santa Margarita Alacoque; puede ocurrir también que, por medio de
apariciones, que a nosotros nos parecen inútiles, quiere Dios realizar
designios providenciales que escapan a nuestra corta inteligencia. También los
mensajes y los secretos marianos que so n confiados a los videntes se deben
examinar a la luz de estos principios (14).
La forma de la aparición
La forma y la naturaleza de los fenómenos que se dicen
sobrenaturales deben también servir como criterio para valorar los mismos
fenómenos, teniendo presente que las obras de Dios son siempre perfectas. Si
Nuestra Señora aparece, ninguna deformidad física o moral es admisible en su
aspecto, en su actitud, en sus movimientos; su visión es tranquila, firme y
segura. Si además Ella revela los secretos del corazón, cuando es imposible
que los penetre la inteligencia humana; si manifiesta una ciencia o un poder
superior a todo agente creado (comprendido el demonio), entonces no puede
caber duda alguna: es ciertamente la Madre de Dios.
La finalidad de la aparición
La finalidad, o sea los efectos de las apariciones o
visiones, nos proporcionan un criterio de valoración que es muchas veces
decisivo. Efectivamente, es evidente, que tales finalidades deben ser dignas
de Dios y, por consiguiente, finalidades de bien y de santificación, tanto del
vidente como de la colectividad de los fieles. Nuestra Señora no ha aparecido
nunca sobre la tierra más que para dar gracias de salvación y de santidad a
los afortunados privilegiados y a todos aquellos que escuchan sus maternales
exhortaciones.
Ya hemos dicho que las apariciones o visones
ciertamente inútiles, sin finalidad, o precisamente con una finalidad no
buena, han de ser rechazadas sin más. Jesús mismo nos ha dado un criterio que
podemos aplicar a los visionarios cuando dijo: “Los reconoceréis por sus
frutos”. Si los efectos de una visión son malos, la visión no podrá ser buena,
ni el demonio puede actuar par un bien real y absoluto: puede, acá y allá,
proponerse una obra santa, disfrazándose de ángel de luz, pero, tarde o
temprano, descubre su intento, que sustancialmente consiste en llevar alas
almas a una obra mala. Por consiguiente, es necesario en todo caso examinar
todos los efectos de una aparición o visión hasta los últimos, para descubrir
la verdadera finalidad de quien se pretende haber aparecido al vidente.
Además de una finalidad de bien para la comunidad de
los fieles, las verdaderas apariciones marianas, tienen otra, secundaria, pero
constante, de santificación del vidente. Lourdes y Fátima son confirmación de
ello. Escribe justamente a tal propósito el P. Oddone:
“No son, por tanto, divinas aquellas visiones y
revelaciones que mueven a algo indecente, que fomenta el orgullo y la
soberbia, que dejan al alma en agitación y en inquietud, que aumentan el deseo
de tener visiones, que inducen al hombre a hablar muchas veces de sus visiones
y a gloriarse de ellas con ostentación y facilidad. En cambio, han de
considerarse como verdaderas y divinas aquellas visiones o apariciones que
producen calma y tranquilidad del alma, que aumentan la fe y la caridad, que
mueven a practicar todas las virtudes cristianas, especialmente la obediencia
y la humildad. El efecto más seguro de la verdad de una revelación es la
humildad, la cual jamás se produce en el caso de una ilusión imaginaria, ni
mucho menos en el caso de una intervención diabólica. Cuando consta
verdaderamente que una visión es precedida, acompañada, seguida por
sentimientos de verdadera humildad, de una humildad a toda prueba, la duda no
tiene ningún fundamento razonable. La humildad, dicen los mejores autores, es
el sello màs seguro, la piedra de toque por excelencia, para discernir todas
las operaciones divinas (15)
Sin embargo, aun aplicando estos criterios en su
conjunto, no siempre conseguimos excluir con absoluta certeza el peligro de
engaño y de error. Se trata de una materia tan difícil e incierta que ya el
cardenal Bona la llamaba Opus multa cal igine, casuum varietate perplexum, et
quibusdam quasi cavernosis anfractibus impeditum (16).
El mismo San Alfonso de Ligorio estimula a la mayor
desconfianza y ponderación afirmando que “la mayor parte de las visiones y
revelaciones particulares son falsas y engañosas”. Nosotros mismos daremos más
adelante una impresionante estadística de fenómenos recientes.
Hay que tener presente que también los buenos, los
humildes, los santos, pueden engañarse y tomar por apariciones, lo que no son
más que alucinaciones suyas o ilusiones. Es necesario, por tanto, un criterio
que supere toda incertidumbre, que manifieste a los fieles con evidencia la
verdad de la aparición, que sea finalmente el dedo de Dios.
CRITERIO DECISIVO: EL MILAGRO
Este tercer criterio general es el más importante de
todos, porque asegura de la manera más cierta el carácter sobrenatural de una
aparición: el milagro. Mas para esto es absolutamente necesaria una condición,
a saber, que el milagro tenga una conexión explícita o implícita, pero
indudable, con la aparición. Únicamente si el milagro es hecho por Dios para
probar la verdad de la aparición –directa o indirectamente- y no sólo para
premiar la fe de alguien o por otros motivos, será señal apodíctica, el signum
comprobationis con el cual se llega a la certeza del carácter sobrenatural de
la misma aparición.
Dios, Verdad infinita e infinito Amor, si permite que
su Madre aparezca en el mundo para el bien común de los fieles, no puede dejar
de acompañar tal aparición con señales tan evidentes, que no pueda haber
posibilidad de errores por parte de los fieles. Únicamente el milagro que sea
verdaderamente tal y tenga relación evidente con la aparición de los criterios
precedentes (17).
Pero el milagro no siempre acompaña a las apariciones
marianas: únicamente cuando éstas tienen una finalidad social, cuando, por
ejemplo, contienen mensajes o admoniciones para la comunidad de los fieles,
deben estar comprobadas por el signum comprobationis; pero no cuando se trata
de apariciones para confortar o consolar al vidente, como leemos en la vida de
muchos santos.
PROCEDIMIENTO A SEGUIR
¿De qué manera deberá procederse para aplicar los
diversos criterios y llegar a una decisión pública?
El modus procedendi, lo hemos ya dicho, está
determinado por una práctica canónica que no ha encontrado sitio en la
codificación de 1917. El Código se limita a decir que es el obispo del lugar,
como maestro de la fe y pastor de la grey a él confiada, quien debe velar por
la piedad de los fieles, y excluir toda falsa devoción (18). A él pertenece,
por tanto, tomar las medidas cuando se t rata de juzgar supuestas apariciones
o visiones marianas en su diócesis, y no tiene que acudir al Santo Oficio para
poderlo hacer. Si quiere, puede pedir al Santo Oficio instrucciones, puede
remitir a él la cuestión, puede someter a él la aprobación, el juicio sobre
las apariciones al cual haya él llegado; pero, de suyo, él puede investigar
con su propia autoridad, es competente para juzgar y para tomar todas las
medidas del caso (19).
Apenas el Ordinario del lugar se ha informado de una
pretendida aparición o visión mariana, debe ante todo indagar si la cosa puede
tener o no alguna consistencia. Muchas veces se trata de hechos tan estupidos
o groseros, que no vale la pena de tomarlos en consideración: bastará entonces
hacer avisar al párroco o a toro sacerdote designado que amoneste al
pretendido vidente, para que desista de propagar sus pretendidas apariciones,
y advertir prudentemente a los fieles –si se presenta el caso- para que no se
dejen desviar. En suma, tomar las oportunas medidas para que las cosas vuelvan
a quedarse tranquilas.
A veces puede ser también útil no hacer nada, mantener
una actitud de absoluta indiferencia y dejar de esta manera que los hechos sn
consistencia caigan poco a poco en el olvido. La indiferencia y el silencio de
la autoridad eclesiástica consiguen muchas veces que el entusiasmo por la
pretendida aparición se extinga rápidamente; mientras que procedimientos
drásticos contra uno u otro de los más fervientes propagadores de la nueva
devoción, propagarían tal vez insensatas reacciones o rebeliones, que
acabarían manteniendo abierta una cuestión que de otra manera se hubiese
ahogado.
Si la s pretendidas apariciones revisten cierto
carácter de seriedad y conmueven a gran número de fieles, el obispo tome las
oportunas informaciones, y apenas lo considere oportuno pase a la constitución
de una Comisión diocesana para examinar y juzgar los hechos.
Contemporáneamente, debe tomar disposiciones para que no se permita en manera
alguna el culto público en relación con las apariciones (construcción de
capillas, oraciones litúrgicas, etc.) (20).
Ni que el clero les dé valor con intervenciones
oficiales. A veces puede ser aconsejable prohibir al clero incluso que se
acerque, aun en forma privada, al lugar de las supuestas apariciones.
La Comisión episcopal se compone ordinariamente de
teólogos, canonistas y médicos; pueden agregarse a ella, en otros casos,
peritos en otras ciencias. Es presidida por el mismo obispo o por un
sacerdote, delegado por él, y debe establecer la manera de proceder a una
cuidadosa investigación de los hechos, partiendo de las informa ciones
procuradas por el mismo obispo y regulándose por los criterios arriba
expuestos.
Debe desarrollar esta Comisión un verdadero y estricto
proceso canónico, usando también muchas solemnidades propias del proceso
judicial o administrativo, como el juramento que han de prestar los miembros
de la Comisión de munere fideliter implendo et de secreto servando, el
juramento de cada uno de los testigos sobre decir la verdad (toda y solamente
la verdad) y de guardar el secreto, la redacción por escrito de notario del
proceso verbal de los interrogatorios y de las reuniones de la Comisión y su
firma, etc. Especialmente de los cánones sobre las causas de beatificación de
los siervos de Dios y canonización de los beatos (can. 1.999-2.141), se podrán
sacar preciosas ayudas sobre el procedimiento a seguir.
Ordinariamente la Comisión interroga a testigos
oculares, y a los mismos pretendidos videntes en sesiones colegiales, en las
cuales todos los miembros pueden hacer preg untas; toma información sobre los
videntes; va al lugar de las supuestas apariciones (21), etc.
Muchas veces es ordenado el retiro de los videntes a
una casa religiosa, donde puedan ser continuamente observados y mantenidos
lejos de la curiosidad morbosa del público y de la influencia de eventuales
interesados. A veces se ha descubierto la anomalía psíquica o la mixtificación
de los videntes poniendo a su lado a una persona de toda confianza e
inteligente que los acompañe noche y dìa.
Si las apariciones continúan, la misma Comisión
procure acudir a ellas y observar a los videntes durante los fenómenos. En el
caso de pretendidos milagros o curaciones milagrosas, examina cuidadosamente
los hechos para admitir su sobrenaturalidad y la conexión con las apariciones.
El estudio de las curaciones consideradas milagrosas debe ser muy cuidadoso y
confiarse a médicos especializados, no hostiles a la Iglesia, pero no
demasiado fáciles para admitir la intervención divina.
Sobre los interrogatorios
de los testigos, y especialmente de los pretendidos videntes, han de hacerse,
si es posible de improviso, para evitar previos acuerdos. Se deben confrontar,
durante la misma sesión, las contradicciones del interrogado consigo mismo y
con los demás testigos; a los videntes se les deben oponer, además, todas las
posibles objeciones. Si los videntes son màs de uno se les convocará al mismo
tiempo y se les interrogará separadamente, manteniéndolos a todos esperando en
sitios distintos. Los interrogatorios el vidente o de los videntes deben casi
siempre ser repetidos a distancia de tiempo y no raras veces ocurre que los
falsarios acaban por confesar su ficción; mientras que sean sospechosos se
debe insistir en los interrogatorios, haciéndolos cada vez más insistentes. La
Comisión no debe tener prisa por terminar.
La decisión
La Comisión, cuando considere que tiene suficientes
elementos para pronunciarse, discute colegialmente sobre los hechos y decide
por mayoría de votos, sobre su carácter sobrenatural. El obispo puede también
exigir de cada uno de los comisarios su voto escrito, que deberá en tal caso
ser altamente motivado con datos teóricos y datos de hecho. El juicio de la
Comisión puede ser aceptado o rechazado por el obispo, quien puede también, si
ti ene razones verdaderamente graves, publicar su sentencia disconforme de la
propuesta de la Comisión. Pero ordinariamente el obispo publica la decisión de
la Comisión, haciéndola suya, y tomando, al mismo tiempo, las medidas del
caso.
Si el obispo, vista la decisión de la Comisión,
considera oportuno remitir al Santo Oficio todas las actas del proceso, para
un juicio màs seguro, puede libremente hacerlo. En tal caso, el Santo Oficio,
o da instrucciones para una investigación complementaria o comunica su juicio
al obispo, para que èl tome medidas, o publica èl miso su decisión,
acompañándola de las oportunas providencias.
El juicio de la Comisión episcopal o del obispo (y
análogamente el del Santo Oficio) pueden tener diversas formulaciones, según
los casos.
La formula de que los hechos están “privados de todo
fundamento”, a sabe, que no son verdaderos, no se usa casi nunca, precisamente
porque no se toman para examinar sino aquellas pretendidas aparic iones que,
por lo menos externamente, se presentan con algunos elementos de seriedad.
La formula Constare apparitiones et revelaciones
quovis supernaturali charactere penitus esse destitutas, o la formula
equivalente, constare de non supernaturalitate apparitionum, excluyen que se
trate de hechos sobrenaturales: está probado que no lo son.
En cambio la formula más común: Non constare de
supernaturalitate apparitionum, afirma que, de la investigación hecha, las
apariciones no resultan sobrenaturales: faltan los requisitos para poder decir
que superan las fuerzas de la Naturaleza y, por consiguiente, no se pueden
aprobar sino de una manera menos enérgica: la primera afirma positivamente que
las apariciones no son sobrenaturales; la segunda niega que llegue a probar la
sobrenaturalidad de los hechos.
Finalmente, la formula: Constare de supernaturalitate
apparitionumes la formula de aprobación: por medio de ella, la autoridad
eclesiástica reconoce que lo s hechos que se afirman haber ocurrido no se
pueden explicar naturalmente; más aún: que hay señales que exigen la
intervención de lo sobrenatural.
Si después la Comisión episcopal (o Santo Oficio), con
los elementos sacados de la investigación, no pudiese llegar a salir de la
duda o dar un juicio en un sentido o en otro, deberá sobreseer la causa y
continuar en el examen de los fenómenos, comunicando al público que la
autoridad eclesiástica no se ha pronunciado todavía y que entre tanto hay que
abstenerse de cualquier acto de culto público en orden a las llamadas
apariciones. En la práctica, no es raro el caso de pretendidas apariciones
marianas que siguen durante mucho tiempo, e incluso para siempre, sin decisión
de la autoridad eclesiástica: el tiempo y el sensus fidei del pueblo cristiano
hacen justicia por si misma.
Valor de la aprobación eclesiástica
Es importante subrayar –para prevenir equívocos- el
valor y la trascendencia de la aproba ción eclesiástica de una aparición
mariana. Ya Benedicto XIV declaraba oportunamente: “Diximus praedictis
revelationibus, etsi approbatis, non debere, nec posse a nobis adhiberi
assensum fidei catholicae, sed tantum fidei humanae, iuxta regular prudetiae,
iuxta queas praedictae revelaciones sunt probabiles et pie credibiles. Y en
otra parte añade: Sequitur posse aligquem assensum revelationibus praedictis
non praestare, et ab eis recedere, dummodo id fiat cum debita modestia, non
sine ratione et citra contemptum (22).
La jurisprudencia constante de la Iglesia es
igualmente de una perfecta claridad: Quamvis memorata appritio a Sede
Apostolica approbata non sit attamen nec fuit ab eadem reprobata vel damnata,
sed potius permissa tamquan pie credenda dife tamen gunana, iuxta piam, uti
perhibent, traditionem, etiam idoneis testimoniis ac monumentos confirmatam…
Así dice una respuesta de la Sagrada Congregación de
Ritos de 6 febrero de 1875 al arzobispo de Santiago d e Chile (23). La misma
formula la encontramos reproducida en la respuesta dada el 12 de mayo de 1877
por la Sagrada Congregación de Ritos a tres obispos, que preguntaban si la
Santa Sede había aprobado las apariciones de Lourdes y de La Salette (24).
Es, por tanto, evidente que la aprobación de la
Iglesia no es propiamente tal: significa que se puede creer con fe únicamente
humana en las apariciones en cuanto que en ellas no aparece nada contra la fe
y las costumbres y consta que son debidas a causas sobrenaturales.
Naturalmente, la Iglesia puede avanzar todavía más; por ejemplo, admitir que
se constituya una fiesta litúrgica referida a una determinada aparición, que
se dedique a Nuestra Señora de la aparición iglesias o capillas, etc. (26).
Ordinariamente, cuando el juicio de la Iglesia es favorable, se concede
construir una iglesia o santuario en honor a la bienaventurada Virgen Maria
bajo el título de las apariciones, publicar imágenes, editar libros
ilustrativos, dirigir a ella oraciones públicas: en una palabra, se permite el
culto público.
Finalmente, debe ser muy evidente que la aprobación o,
mejor, permisión de la Iglesia no garantiza de eventuales errores que se
puedan infiltrar, a causa de las inevitables deficiencias de algún vidente,
como ya hemos insinuado. Se ha constatado muchas veces que los privilegiados
de Nuestra Señora han mezclado en el relato de las apariciones pensamientos
propios, maneras propias de pensar o de expresarse, que ellos, de buena fe,
atribuían a Nuestra Señora misma.
No sería, por tanto, exacto pretender que la
aprobación eclesiástica de una aparición mariana garantiza la autenticidad de
todas las palabras de los videntes, como si hubiesen sido dictadas por María
Santísima y referidas con perfecta exactitud. No se trata aquí de la Sagrada
Escritura ni de inspiración divina.
La Iglesia aprueba, y al aprobar, nos asegura con su
autoridad que en el hecho sustancial de la aparición de la cual se trata no
hay nada contra la fe y las costumbres: se puede creer, sin poner en peligro
la propia fe, que Nuestra Señora verdaderamente se ha aparecido y ha dicho
cuanto en sustancia le es atribuido.
Medidas disciplinares
Las aprobaciones eclesiásticas de apariciones
marianas, son, sin embargo muy raras. En la mayor parte de los casos
–querríamos decir en el 99 por 100 de los casos-, la Iglesia desaprueba, a
saber, declara con su autoridad que las pretendidas apariciones mariana o no
han ocurrido o no son sobrenaturales, como arriba hemos dicho.
A la desaprobación o condenación, la Iglesia
ordinariamente acompaña o hace seguir medidas administrativas, disciplinares y
penales, que las circunstancias del caso hacen necesarias. También esto entra
en la práctica canónica que estamos ilustrando.< br />
Si las pretendidas apariciones han sido divulgadas por
medio de libros, opúsculos, revistas especializadas, tales publicaciones son
prohibidas o declaradas tales, basados en el canon 1.399, no. 5, siempre que
hayan sido publicadas sin el imprimatur de la autoridad eclesiástica.
Efectivamente, dice este canon que ipso iure prohibentur libri ac libelli qui
ovas apparitiones, revelaciones, visiones, prophetias, miracula enarrant, vel
qui novas inducunt devociones, etiam sub praetextu quod sint private, si editi
fuerint non servatos canonum praescriptionibus. En cambio, siempre que dichas
publicaciones han salido con la aprobación eclesiástica, cuando los hechos
estaban todavía sometidos al estudio y las cosas parecían tomar un matiz
favorable, entonces se proveerá a ordenar el retiro del comercio, pública o
reservadamente, según las circunstancias.
Si, en relación con las pretendidas apariciones, se ha
difundido una nueva forma de culto de Nuestra Señor (por ejempl o, bajo un
nuevo título o representada de una manera nueva, con determinados vestidos o
determinadas actitudes, o Nuestra Señora es invocada con ritos determinados,
oraciones, peregrinaciones, en determinados días y lugares, etc.) esta nueva
forma de culto serà prohibida, ya en el lugar de las apariciones, ya en
cualquier otro sitio. En otros términos, será prohibido todo culto a Nuestra
Señora que tenga de alguna manera relación con las pretendidas apariciones, y
se añadirá, si es el caso, conminación de penas eclesiásticas contra los
desobedientes (privación de la Sagrada Comunión, excomunión, suspensión a
divinis para los sacerdotes, etc.) En ciertos casos se podrá llegar incluso a
la clausura material del lugar de las apariciones y al secuestro de los
materiales allí expuestos (estatuas, cuadros, altares, etc.)
Especiales prohibiciones deberán hacerse muchas veces
a los mismos pretendidos videntes par que desistan de hacer propaganda, o
también de hablar en público de las pretendidas apariciones, para que no vayan
al lugar donde las apariciones han ocurrido, no hagan los actos de culto que
Nuestra Señora les pedía, etc. Las prohibiciones deberán ser formuladas de la
manera más clara posible, e intimadas en las formas canónicas, para que conste
con certeza de su contenido, de las personas a quienes han sido hechas, del
lugar, día y hora de la intimación. A las prohibiciones se añadirá, si la
prudencia lo sugiere, la conminación de penas eclesiásticas, en que incurrirán
–también ipso facto- en caso de trasgresión: privaciòn de la Sagrada Comunión,
entredicho personal, excomunión.
De manera análoga se procederá para con los fieles
laicos que continuasen su obra de propagadores, defensores, propagandistas de
las nuevas devociones y del nuevo culto mariano, incluso después del decreto
de condenación emitido por la competente autoridad eclesiástica.
Finalmente, si los sacerdotes, con su participación
activa han valorado las pretend idas apariciones y fomentado la nueva forma de
culto, deberán ser invitados a desistir de su actitud y a abstenerse de
cualquier ulterior participación: mejor aún, si ellos mismos se dedican a
ilustrar a los fieles y a llevarlos, con su palabra y con su ejemplo, a la
plena obediencia a la Iglesia. Pero si, en cambo los sacerdotes no quisieran
someterse al juicio de la Iglesia, y se rebelasen y siguiesen tomando parte en
el culto prohibido y haciendo propaganda de las pretendidas apariciones,
deberán aplicarse penas severas, tanto por la gravedad de la desobediencia, en
razón de su dignidad sacerdotal, cuanto porque el sacerdote rebelde arrastra
siempre consigo en la rebelión a cierto número de fieles: sin el sacerdote,
los movimientos pseudo marianos poco a poco se van disolviendo; con los
sacerdotes se consolidan y se convierten en secta cismática o herética.
Por esto, contra los sacerdotes rebeldes, después de
la aplicación de las penas de suspensión y de excomunión, se puede pasar a la
probación del hábito eclesiástico, y, finalmente a reducirlos al estado
laical.
Los casos de rebelión contra la autoridad eclesiástica
por motivo de pretendidas apariciones no son hoy, desgraciadamente,
infrecuentes.
En este caso, la rebelión, alimentada por el
fanatismo, por la soberbia, y algunas veces por intereses materiales, se
consolida y da origen a sectas heréticas. Pero la Iglesia no retrocede ni ante
los peligros: la Iglesia ama la pureza de la fe más que la pupila de sus ojos,
y, a cualquier precio, no traiciona su obligación de maestra de la verdad.
Alfredo Ottaviani, asesor entonces y actualmente
cardenal prosecretario del Santo Oficio, en un artículo titulado Siate, o
cristiani, a muovervi più gravi, publicado en L’Osservatore Romano de 4
febrero 1951, afirmaba, entre otras cosas:
“Asistimos desde hace años a un recrudecimiento de
pasión popular hacia lo maravilloso, incluso en la religión. Muchedumbres de
fie les se dirigen a los sitos de presuntas visiones y pretendidos prodigios,
y abandonan, en cambio, la Iglesia, los Sacramentos, la predicación.
Personas que ignoran las primeras palabras del Credo,
se convierten en apóstoles de ardiente religiosidad. Cualquiera se atreve a
hablar del Papa, de los obispos, del clero en términos de evidente
reprobación, y se indignan después de que no tomen parte, en tropel con ellos,
en todas las incandescencias y en todas las excandescencias de ciertos
movimientos populares…
No hay que creer que somos religiosos de cualquier
manera que lo seamos: hay que saber serlo bien. Pueden existir, y existen,
desviaciones del sentido religioso, tanto como de los demás sentimientos. El
sentimiento religioso ha de ser guiado por la razón, alimentado por la Gracia,
gobernado por la Iglesia, como toda nuestra vida, y más severamente aún.
Existe una instrucción, una educación, una formación religiosa. Quienes han
combatido, con tanta ligereza, a la autorida d de la Iglesia, y al sentimiento
religioso, se encuentran actualmente ante explosiones impresionantes de un
sentimiento religioso instintivo, sin luz alguna de racionalidad, sin ninguna
conciencia de gracia, sin control alguno, sin gobierno: tan verdad es que
desembocan en deplorables desobediencias a la Autoridad eclesiástica, que
había intervenido para poner el debido freno. Así ocurrió en Italia, a
consecuencia de las llamadas apariciones de Voltago; en Francia, ante los
hechos de Espis y de Bouxières, con las ramificaciones de Ham-sur-Sambre
(Bélgica); en Alemania, con las visiones de Heroldsbach; en los Estados
Unidos, con las manifestaciones de Necedah (La Crosse), y podría continuar
citando ejemplos en otras naciones, cercanas y lejanas” (27)
En la práctica hemos de tener en cuenta el caso de
quien (sacerdote o seglar) se sujeta externamente a las disposiciones de la
autoridad eclesiástica, absteniéndose de todo acto de culto en relación con
las pretendidas aparici ones o de cualquier otra propaganda de ellas, pero que
internamente sigue creyéndolas verdaderas y sigue pensando lo mismo. Surge
entonces el problema del valor que tiene los decretos de la competente
autoridad eclesiástica (obispo, Santo Oficio): ¿son estos decretos meramente
disciplinares, que exigen exclusivamente una actitud externa, cualquiera que
fuere el ánimo con que se obedece, o imponen también una actitud interior de
conformidad ?
Hemos de advertir, ante todo, que quien no obedece
interiormente a la Iglesia respecto a determinadas apariciones expresamente
reprobadas, no admite en su corazón que no sean sobrenaturales y, por
consiguiente, está convencido de que en aquel caso la Iglesia se ha
equivocado: su juicio es exacto, no el de la Iglesia, la cual –piensa él- ha
juzgado precipitadamente, no bien informada, sugestionada, etc. Puesto que
todas estas razones no son más que pretextos sin fu ndamento, y la realidad es
la adhesión exclusiva al propio juicio, es evidente que todos los que siguen
pertinaces en tal actitud son, por lo menos, temerarios. Un mínimo de
prudencia les debe sugerir que admitan el juicio de la Iglesia, que tiene de
Dios la misión de gobernar el sentimiento religioso y guiar a los fieles a los
pastos de la verdadera devoción.
En realidad, los decretos con que la autoridad
eclesiástica prohíbe devociones relacionadas con las pretendidas apariciones
tocan en cierto modo la materia de la fe y las costumbres, y no son por
consiguiente meramente disciplinares. De donde, de suyo, obligan también en el
fuero interno, en conciencia (28).
Lo mismo habría que decir de los decretos con que la
autoridad eclesiástica admite el origen sobrenatural de la aparición mariana.
Los fieles (y los clérigos) no deben oponerse a tal decisión, sabiendo
perfectamente que tal aprobación no pone en juego la infalibilidad de la
Iglesia, puesto que no impor ta la obligación, sino únicamente el permiso para
admitir la aparición.
Únicamente quien tuviere razones verdaderamente graves
podría interiormente disentir de la aprobación o desaprobación de la
competente autoridad eclesiástica, con tal de que no manifestase a otros de su
disentimiento y disciplinariamente se comportase según las normas dadas.
Si la Iglesia no castiga a quien no se somete
internamente a sus decisiones negativas, esto no significa que no sea
obligatorio el asentimiento interno, tanto más que, en la mayor parte de los
casos, el juicio negativo de la Iglesia es exigido por errores doctrinales que
se hallan implícitos en las pretendidas apariciones o revelaciones.
Cuando el juicio sobre la aparición mariana fuese dado
por el obispo del lugar, quien tuviese graves razones en contrario podría, con
el debido secreto, humildad y discreción, informar a la Suprema Sagrada
Congregación del Santo Oficio.
(1) Cfr. Can. 1.326; 336, 2; 1.261, 1, etc.
(2) A. Poulain, S.J., Des gràces d’oraison, 11.a ed., Parìs, 1931. Vèase tambièn : G. Colombo, Apparizione e messagi divini nella vita cristiana, en “ La Scuola Cattolica “, 76 (1948), 270; Santo Tomàs, 2-2, q. 171, a. 5: “…non plene discernere possit, utrum haec cogitaverit aliquo divino instinctu, vel per spiritum proprium.”
(3) Un ejemplo
recientísimo es el Aviso o Moniciòn del S. Oficio de 28 enero 1954 (AAS 1.954,
64), en el cual se afirma que nullo modo constat del origen sobrenatural de
las promesas que se dicen hechas por Dios a Santa Brígida.
(4) Colombo, op, cit., pp. 267-268. Vèase tambièn M.
J. Congar, O.P., La credibilitè des revelations privees, en Supplèment à la «
Vie spirituelle », 1 octubre 1937, 44-48.
(5) Cfr. A. Oddone, S.J ., Apparizione e visioni, en «
La Civiltà Cattolica », 99 (1948), I, 4 febrero 1951, citado en « Monitor
Ecclesisticus », 76 (1951), 193-196: “Por lo cual es un derecho y un deber del
Magisterio de la Iglesia dar un juicio sobre la verdad y sobre la naturaleza
de hechos o revelaciones que se dicen acontecidos por especial intervención
divina. Es un deber de todos los hijos buenos de la Iglesia someterse a este
juicio” (p. 193)
(6) Crf. Oddone, op. Cit., p. 370
(7) Opus. 3, Contra
graecos, cap. IX
(8) A. Oddone, S.J.,
Criteri per discernere le vere visioni e le apparizioni soprannaturali, en “La
Civiltà Cattolia”, 99 (1948), II, 364 ss.; J.H. Nicolas, O.P., La foi et les
signes, en Supplèment de la « Vie spirituelle », 15 mayo 1953, p. 141 ss,
(9) Prompta Bibliotheca, «
Miracula », n. 39
(10) Oddone, Crieri, p.
366
(11) De beatif. Et canoniz.
SS., lib. III, cap. 51, n. 3; cfr. Santo Tomàs, De veritate, q. 2, a. 2
(12) Asì, Oddone, Criteri,
p. 370. En estas páginas utilizamos especialmente este magnìfico ensayo. Léase
también Nicolas, op, cit., 149-144.
(13) Nicolas op, cit.,
144.
(14) Sobre los beneficios que pueden provenir para la Iglesia de las apariciones marianas, vèase Nicolas, op. cit., 158-162.
(15) Oddone, Criteri,
374-375
(16) De discret. Spiritum,
cap. I, n. 1
(17) Sobre la severa
crítica que hemos de hacer sobre los prodigios que acompañan a las visiones y
revelaciones públicas, véase Nicolas, op. cit. 144-147.
(18) Can. 1.261, 1.
(19) La Suprema Sagrada
Congregación del S. Oficio, de la cual es Prefecto el Sumo Pontífice en
persona, tutatur doctrinam fidei et forum (can. 247. 1). Los Ordinarios de los
lugares, en lugar de los antiguos inquisidores, son “miembros natos” del Santo
Oficio.
(20) Crf. Can. 1.256 y
cuanto hemos dicho sobre la distinción entre culto público y privado en el
capítulo anterior. Mientras que la Autoridad eclesiástica no se pronuncia
sobre las supuestas apariciones marianas, no està prohibido a los fieles el
culto privado que se refiere a ellas.
(21) En general, no
conviene que el obispo vaya personalmente al lugar de las apariciones, por lo
menos hasta que la investigación no adquiera un matiz favorable.
Efectivamente, la presencia del obispo-incluso privadamente- en el lugar de
las supuestas apariciones les da un valor extraordinario a los ojos del
público.
(22) De serv. Dei beat. Et
canon., lib. II, cap. XXXII, n. 11; lib. III, cap. LIII, n. 15, Sobre las
enseñanzas de los teólogos, léase Congar, op. cit., p. 45, nota 1
(23) Decreta authen tica
Congr. S. Rituum, t. III (Romae, 1900), n. 3.336, p. 48
(24) Ibidem, n. 3.419, p.
79
(25) ASS 40 (1907), 649
(26) Por ejemplo, sobre
las apariciones de Nuestra Señora en Lourdes tenemos la Institución de la
fiesta para la Iglesia universal (13 noviembre 1907), el decreto de la S. C.
de Ritos sobre la heroicidad de Virtudes de Bernardita (11 Noviembre 1923, AAS
1.923, pp. 593-594). Etc. Como base de dichas intervenciones de la Iglesia hay
que admitir, en tales casos, la aprobación positiva de la sustancia de las
apariciones, mientras que ordinariamente la aprobación de la Iglesia tiene
exclusivamente valor negativo, como un nihil obstat o un permiso. Así, Congar,
op. cit., 46-47. Lo mismo escribía Benedicto XIV: “Sciendum est approbationem
istam nihil aliud esse quam permissionem ut edantur ad fidelium institutionem
et utilitatem post maturum examen” (op. cit., lib. II, cap. XXXII
(27) Ottaviani, op. cit., pp. 194-195
(28) Crf. Nicolas, op, cit., p. 148: Congar, op.,
cit., p. 47: L. Choupin, S.J., Valeur des décisions doctrinales et
disciplinaires du Saint Siège, Paris, 1907, p. 27, el cual habla de « respect
et obéissance, non seulement un silence respectueux, mais l’assentiment
intérieur de l’esprit ».
Padre Mario Castellano, O.P.
Tomado de:
Enciclopedia Mariana “Theotòcos”
Ediciones Studium, Madrid, 1960, 2ª. Ed.
Capìtulo XXVII