La Liturgia, obra de la Santísima Trinidad


José Luis Gutiérrez
 



 

 

Cfr. J.L. Gutiérrez, La Liturgia, Rialp, Madrid 2006, cap. II.

Sumario

1. La Economía del Misterio.- 2. La Liturgia del Misterio.- 3. El dinamismo trinitario del culto cristiano.- 4. La liturgia celestial y la celebración del culto de la Iglesia.

 

Celebrar la liturgia es comprender que «el Señor es Dios y se nos ha manifestado» [1]; advertir -«contemplar»: ver, escuchar, sentir, gustar- en los signos y acciones simbólicas del hecho sacramental la manifestación y presencia de Dios: «la liturgia es en primer lugar una teofanía: Dios manifiesta su fuerza, y el hombre le reconoce, le adora y le glorifica» [2].

«La comprensión de la liturgia es más completa y coherente cuando se la sitúa en la perspectiva que le es connatural, es decir, dentro de la economía salvífica proyectada y revelada por el Padre, cumplida por el Hijo y Señor nuestro Jesucristo y llevada a cabo por el Espíritu Santo en la etapa de la Iglesia» [3].

Acerca de la verdad radical de Dios, el dogma enuncia tres personas (hipostasis) y una sola naturaleza o esencia (ousia): «no hay más que un sólo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único, y el Espíritu santo: la santísima Trinidad» [4]. La unidad divina es trina [5] y la liturgia no cesa de invocar y celebrar este misterio: «yo canto tres personas de una sola naturaleza, hipostáticas por ellas mismas: al Padre no engendrado, al Hijo engendrado y al Espíritu Santo, reino sin comienzo, poder, divinidad única» [6].

La liturgia celebra, por eso, la gloria del Dios tres veces Santo, el esplendor en el tiempo y en el espacio de la eterna comunión en santidad de las tres personas divinas [7]: «nosotros cantamos el triple resplandor de la divinidad una, clamando: Tú eres santo, Padre sin comienzo, Hijo sin comienzo y Espíritu divino» [8].

Eterna expansión de amor [9], la Trinidad Una es vida de comunión, flujo y reflujo de incesante donación y acogida de amor personal: da comunión divina es una efusión de amor entre los Tres» [10].

1. La "economía" del Misterio

En inefable manifestación de benevolencia, al comienzo de los tiempos, la comunión eterna de amor trinitaria se dona al mundo: «en el inicio, la comunión de amor de la Trinidad Santa se entrega. Este don es el inicio: el Padre dona su Verbo y su Espíritu, y todo es llamado a la existencia» [11]. La comunión eterna de las tres divinas personas consubstanciales es el principio de todo lo creado: «entre el ser y la nada no hay otro principio de existencia que el principio trinitario» [12]. De la nada, el Padre, el Hijo y el Espíritu llaman al ser al cosmos.

La creación, como efusión libre y gratuita de la santidad de Dios, manifiesta en el tiempo la gloria eterna del Dios trinitaria: «todo es don Suyo, manifestación de su Gloria [...] pura efusión de su Santidad» [13]. De las profundidades de la eterna comunión trinitaria en el amor, nace la vida: «en verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre santo, porque tú eres el único Dios vivo y verdadero, que existes desde siempre y vives para siempre; luz sobre toda luz. Porque tú solo eres bueno y la fuente de la vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria» [14].

La vida es donada al mundo en espera de su acogida. Y, entonces, llega el hombre «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» [15] «presencia» en el mundo: «a imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado» [16]. Y, con el hombre, se inicia la historia, que, desde su origen, vive el drama del rechazo de la comunión gratuitamente donada [17]. Comienza así, en la economía del misterio, la historia de la salvación. Nace el «tiempo de las promesas», herido por la ausencia de Dios y su nostalgia en el corazón del hombre, pero aliviado por la espera [18] y encaminado hacia aquel «momento» en el que la vida ofrecida no fuera ya rechazada, sino libremente acogida: «y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación» [19].

Llega «la plenitud de los tiempos» y la vida es nuevamente donada: el Padre la ofrece al mundo en su Hijo y, por su encarnación, el hombre la acoge en la carne de Cristo, ungida por el Espíritu y asumida por aquel que es el Verbo eterno: «y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana» [20]. Misterio de comunión que no nace del hombre, sino de Aquel, el Padre, que es fuente de vida y amor, y lo ofrece al mundo en su Hijo y en su Espíritu, como efusión de su gloria: «eres santo, todo santo, Tú y tu Hijo unigénito y tu Espíritu. Eres santo, todo santo y magnífica es tu gloria. Tú has amado al mundo hasta el punto de dar a tu Hijo unigénito» [21].

El Hijo eterno, «engendrado antes de todos los siglos» y encarnado en el tiempo «por obra del Espíritu Santo», introduce al hombre en el misterio de la comunión del Dios tres veces santo. De las profundidades del eterno misterio de vida que nace del Padre antes de los siglos nadie puede entrar en comunión, sino a través de su Hijo unigénito, pues «a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» [22], pues sólo conoce al Padre el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar [23].

Como recuerda el Catecismo de la Iglesia, los Padres distinguieron «entre la Theologia y la Oikonomia, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, y con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia nos es revelada la Theologia; pero inversamente, es la Theologia la que esclarece toda la Oikonomia. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras» [24].

Sólo a través de la misión del Hijo, enviado por el Padre [25] y hecho hombre por obra del Espíritu (economía del misterio), se participa en la comunión gloriosa del Dios trinitaria (teología del misterio): «según la feliz fórmula de los Padres y de los Concilios de los primeros siglos, sólo mediante la economía se entra en la teología: la Trinidad Santa no se nos revela sino a través de su «designio» de amor» [26], Cristo, el Hijo eterno hecho hombre, «enviado por el Padre al mundo para la salvación de la humanidad» [27].

De este modo, la economía del misterio es como un movimiento o diálogo de comunión con la vida íntima trinitaria o teología del misterio: por medio de Cristo, en la obra del Espíritu se establece una comunión con la gloria del Padre; este diálogo de comunión tiene una doble dimensión, descendente-ascendente [28], de santificación y de culto, que es expresado históricamente por el anonadamiento y la glorificación de Jesucristo, Verbo de Dios al hombre y por la respuesta del hombre a Dios.

Esto es lo que refleja el himno de san Pablo en su carta a los Filipenses: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre» [29].

Concluida su misión, al volver a la gloria del Padre una vez cumplida su voluntad mediante el misterio pascual de su pasión y glorificación [30], el Hijo entrega su Espíritu a la Iglesia [31], para que por su acción santificante, convertidos en hijos en el Hijo, los hombres entren en comunión con la vida: «para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo» [32].

En palabras de Juan Pablo II, «la misión del Hijo de Dios llega a su plenitud cuando Él, ofreciéndose a sí mismo, realiza nuestra adopción filial y, con el don del Espíritu Santo, hace posible a cada ser humano la participación en la misma comunión trinitaria. En el misterio pascual, Dios Padre, por medio del Hijo en el Espíritu Paráclito, se ha inclinado sobre cada hombre ofreciéndole la posibilidad de la redención del pecado y la liberación de la muerte» [33].

A partir de la pascua —la hora en la que el Hijo del hombre es glorificado por su muerte y resurrección [34]—, el Padre es glorificado en el mundo [35]. Exaltado a la derecha del Padre y participando ya para siempre de la gloria eterna trinitaria también en su carne, Jesucristo abre para el hombre la posibilidad de entrar en comunión con la vida que eternamente fluye de Dios:

«porque Jesús, el Señor, el Rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres [...] Ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguido en su reino» [36].

De ahí que, en el núcleo de la liturgia —la anáfora o plegaria eucarística-, se encuentre la memoria del misterio pascual de Cristo: «por eso, nosotros, Señor, al celebrar ahora el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su resurrección y ascensión a tu derecha; y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos su Cuerpo y Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» [37].

Desde la hora pascual, el misterio de la comunión de la santidad divina -theologia-, dispensado en el misterio de Cristo —oikonomia—, se convierte, en cuanto dado en participación a los hombres mediante el culto de la Iglesia, en liturgia: leitourgia.

2. La "liturgia" del Misterio

En su verdad más radical, la liturgia de la Iglesia no es «otra cosa en el fondo que la actualización sacramental continuada de aquel primer acontecimiento por el cual la Palabra-Dios se hizo carne» [38] para santificar a los hombres y dar gloria al Padre. En el misterio de Cristo, la gloria eterna de Dios y la condición histórica del hombre entran en perfecta comunión: «y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» [39].

Este «divino comercio» [40] entre Dios y el hombre se expresa en la celebración litúrgica con sentimientos de admiración: «oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre

la condición humana» [41].

La noción de liturgia, en cuanto presencia actual de la obra y de la persona de Cristo, presupone su constitución según la dialéctica trinitaria de la economía del misterio: toda celebración sacramental-y de modo eminente la eucaristía- vive «los tres movimientos de la Pascua de Jesús: el Padre nos dona a su Hijo amado, el Verbo asume nuestra carne y nuestra muerte para que resucitemos con Él, y su Espíritu nos hace entrar en la comunión eterna del Padre» [42]. De aquí que la celebración de la liturgia nos revele el ser radical de Dios: el misterio de la eterna e infinita comunión en la santidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y su efusión al mundo en el misterio de Cristo.

«Se trata de vivir la liturgia como acción de la Trinidad. El Padre es quien actúa por nosotros en los misterios celebrados; Él es quien nos habla, nos perdona, nos escucha, nos da su Espíritu; a Él nos dirigimos, lo escuchanos, alabamos e invocamos. Jesús es quien actúa para nuestra santificación, haciéndonos partícipes de su misterio. El Espíritu Santo es el que interviene con su gracia y nos convierte en el cuerpo de Cristo, la Iglesia» [43].

Por esto, la liturgia es primariamente misterio, acontecimiento y obra trinitaria; presencia siempre actual de la inefable santidad de Dios dada por Cristo en comunión a los hombres: «algunos síntomas revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente acercarnos a él. Por tanto, es urgente que en la Iglesia se reavive el auténtico sentido de la liturgia [...]. Con ella, como subraya certeramente también la tradición de las venerables Iglesias de Oriente, los fieles entran en comunión con la Santísima Trinidad, experimentando su participación en la naturaleza divina como don de la gracia. La liturgia se convierte así en anticipación de la bienaventuranza final y participación de la gloria celestial» [44].

Aceptar el «misterio» litúrgico implica comprender que en su celebración acontece la comunión de vida con el Dios tres veces Santo, que en su infinita bondad ha querido hacer partícipe al hombre de su gloria eterna. «La Iglesia existe y vive como efecto de la presencia en ella del poder de la muerte y resurrección del Señor. El Espíritu Santo recuerda todo lo que Cristo ha realizado y descubre el significado salvífico del misterio pascual, pero también hace presente y operante este misterio e introduce a todos los hombres en él [45].

Todo ello presupone que, lejos de reducirse a su manifestación fenomenológica, la liturgia es en su estructura más profunda una obra trinitaria. En efecto, en cada celebración sacramental del culto «obran los tres ¡actores [el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo] de la liturgia eterna. La Trinidad santa difunde sus Energías deificantes y es glorificada» [46]. Si la separamos del «misterio» trinitario, la liturgia quedaría limitada a mera «obra humana», a simple expresión cultural del hecho cristiano, su horizonte estaría cerrado a toda trascendencia más allá de la historia y se negaría su condición de don gratuito de comunión divina.

De aquí que la dimensión trinitaria de la liturgia constituya el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la ley de su celebración [47]: la resurrección de Cristo con la donación del Espíritu está, por tanto, en el origen de la liturgia de la Iglesia, que, como tal, «existe antes de las celebraciones sacramentales, las vivifica y las hace capaces de comunicar su fruto» [48].

3. El dinamismo trinitario del culto cristiano

La tradición eclesial ha expresado la estructura de la obra trinitaria en la liturgia mediante un sumario que hunde sus raíces en los escritos del Nuevo Testamento: a Patre, per Christum, in Spiritu Sancto, ad Patrem [49]; es decir, todo don de comunión divina viene del Padre (a Patre) por el Hijo encarnado, Cristo (per Christum), por obra del Espíritu (in o ex virtute Spiritu); para en el Espíritu (in o ex virtute Spiritu), por medio de Cristo (per Christum), regresar al Padre (ad Patrem).

Este sumario subraya el carácter fontal y final del Padre, la mediación del Hijo encarnado, Cristo, y la potencia virtual del Espíritu en el desarrollo de la celebración eclesial del culto; y está en correspondencia con el movimiento de comunión con la vida íntima trinitaria que la liturgia, de modo sacramental, manifiesta, hace presente y comunica.

En otros términos, según el citado principio, el Padre es la «fuente» y el «fin» de la liturgia; Cristo, el Hijo encarnado, es el «mediador»; y el Espíritu Santo, su virtus o «artífice» [50]. Por eso, toda fórmula litúrgica encuentra su fundamento en un esquema tripartito siempre presente, implícita o explícitamente, fiel reflejo de su estructura teológica interna: anámnesis (presencia de Cristo), epíclesis (obra del Espíritu) y doxología (glorificación del Padre).

La estructura trinitaria del acontecer litúrgico implica que toda celebración de culto debe ser siempre comprendida y vivida como alabanza de la gloria [51] del Padre (doxología); presencia sacramental de Cristo (anámnesis), «resplandor de su gloria» [52], por obra del Espíritu (epíclesis): «concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de Tu gloria» [53].

La liturgia es, por eso, esencialmente doxología, término que literalmente significa «expresión de la Gloria». No es de extrañar, por consiguiente, que todas las fórmulas litúrgicas culminen, necesariamente, en una glorificación del Padre, por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo.

De este modo, la dinámica trinitaria del acontecer litúrgico se nos presenta siempre como un gratuito y continuo flujo y reflujo de «don» y «acogida» de la gloria de Dios; movimiento circular que encuentra en el Padre su fuente y su culmen [54]. De aquí que toda celebración litúrgica esté siempre dirigida al Padre [55].

En términos litúrgicos, este movimiento puede expresarse como «bendición» (eulogía) y «acción de gracias» (eucharistia). El Padre bendice al hombre con su intervención salvífica en la historia —«desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos toda la obra de Dios es bendición» [56]—, y el hombre responde en ritual hacimiento de gracias [57]. Por eso, toda celebración litúrgica es, al mismo tiempo, bendición del Padre al hombre y al cosmos, y respuesta en acción de gracias del hombre y del cosmos al Padre. De aquí que la eucaristía sea la acción —y la anáfora o plegaria eucarística, la oración— litúrgica por excelencia, al «re-presentar» o actualizar el misterio de Cristo, aquel que es, al mismo tiempo, en su ser Dios-hombre, la definitiva bendición del Padre a la humanidad, y la sola respuesta humana aceptable para el Padre.

Este movimiento circular de la comunión litúrgica puede resumirse en dos palabras: santidad y gloria [58]. Efectivamente, la glorificación del Padre por parte del hombre consiste esencialmente en su santificación, en su incorporación al misterio de salvación en Cristo: «porque la gloria de Dios es el hombre vivo» [59]. De este modo, en cuanto actualización sacramental de la obra de Cristo, la liturgia unifica en su dinámica teológica interna las dimensiones descendente y ascendente —santificación y culto— del misterio de salvación.

Así, la celebración litúrgica se constituye en ámbito de comunión del hombre con la santidad de Dios. Ahora bien, en cuanto resplandor de su santidad, la gloria trinitaria es el motivo principal de toda celebración, principio unificador del acontecer litúrgico y de su doble movimiento de santificación y culto: glorificación «del» y «al» Padre (doxología), por el memorial del Hijo encarnado (anámnesis), en la fuerza transformadora del Espíritu (epíclesis).

4. La liturgia celestial y la celebración del culto de la Iglesia

La preeminencia de la dimensión fontal de la liturgia, en su condición de obra trinitaria, respecto a la acción de culto, conlleva que la celebración eclesial no sea, en última instancia, sino un trasunto de la liturgia eterna de la Jerusalén celestial: «En la liturgia terrena, pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero [...]; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él [60].

Esta conciencia lleva a la oración litúrgica por excelencia, la plegaria eucarística, a comenzar siempre con la alabanza de la asamblea de los santos: «en verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre Santo [...] Por eso, innumerables ángeles en tu presencia, contemplando la gloria de tu rostro, te sirven siempre y te glorifican sin cesar. Y con ellos también nosotros, llenos de alegría, y por nuestra voz las demás criaturas, aclamamos tu nombre cantando: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de

tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo» [61].

Por eso, las celebraciones litúrgicas no sólo hacen presente, bajo el velo de los símbolos, la comunión eterna de los santos en la gloria del Padre, del Hijo y de su Espíritu, sino que también anticipan la liturgia apocalíptica, que se consumará al final de los tiempos con la venida gloriosa de Cristo, cuando todo el cosmos recreado adorará sin fin al Dios tres veces Santo. «Se debe vivir la liturgia como anuncio y anticipación de la gloria futura, término último de nuestra esperanza» [62].

De este modo, la liturgia de la Iglesia se nos presenta como un don gratuito de comunión, como un ofrecimiento de participación, mediante la economía del misterio de Cristo, en la teología de la gloria trinitaria, resplandor de la santidad mutuamente ofrecida y acogida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Celebrar la liturgia, por consiguiente, no es sino celebrar al cosmos santificado, para la gloria de Dios trino: «A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad beatísima! Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria» [63].

Notas

1 Liturgia bizantina: aclamación de los fieles en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, cuando e! diácono abre las puertas de! santuario y presenta a la asamblea el pan y e! vino consagrados para la comunión.

2 C. Andronikof [1992] 10.

3 J. López Martín [1994], 19.

4 CCE 233.

5 Cfr. CCE 254.

6 Liturgia bizantina: doxología de la I oda de maitines del sábado de carnaval, compuesta por san Teodoro Estudita.

7 «Cuando esta corriente de amor [trinitaria] llegue a desbordarse, esta manifestación de la Santidad escondida se llamará su Gloria»: J. Corbon [2001] 39.

8 Liturgia bizantina: tropario cuaresmal, compuesto por san Teodoro Esrudita (759-826).

9 «Porque Dios es amor»: 1 Jn 4:8.

10 J. Corbon [2001] 38.

11 Ibid. 40.

12 P. Evdokimov, Teologia della bellezza, Cinisello Balsamo 1990,231.

13 ]. Corbon [2001] 40.

14 Misal Romano: prefacio de la Plegaria eucarística IV.

15 Cfr. Gen 1 :26.

16 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.

17 Cfr. Gen 3.

18 Cfr. J. Corbon [2001] 42.

19 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.

20 Ibid

21 Liturgia bizantina: oración de embolismo posterior al Trisagio, como nexo de unión con el relato de la institución, de la plegaria eucarística de la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.

22 Jn 1:18.

23 Cfr. Lc 10:22.

24 CCE 236.

25 Cfr. 1 Jn 4: 10 y 4: 14.

26 J. Corbon [2001] 38.

27 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999).

28 Cfr. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999) 1.

29 Flp 2:6-11.

30 «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre»: Jn 16:28.

31 Cfr. Jn 19:30.

32 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.

33 Cfr. Juan Pablo n, Carta a los sacerdotes (14-III-1999).

34 Cfr. Jn 12:23-26.

35 Cfr. Jn 12:28.

36 Misal Romano: prefacio I de la Ascensión del Señor.

37 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.

38 S. Marsili, Teología litúrgica: NDL 1952.

39 Jn 1:14. La noción veterotestamentaria de la gloria de Dios —kabod Yahweh—, presencia del ser divino en cuanto manifestado a los hombres (cfr. Is 60:1-2), es advertida por el Nuevo Testamento como consumada en el misterio de Cristo.

40 «Sacrosancta commercia»: Misal Romano: oración sobre las ofrendas de la Misa de la noche de la Natividad del Señor.

41 Misal Romano: oración colecta de la Misa del día de la Natividad del Señor. La fórmula, que con toda probabilidad procede de san León Magno, constituye uno de los mejores exponentes literarios y teológicos de la liturgia romana.

42 J. Corbon [2001] 163.

43 Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71.

44 Ibid. 70.

45 J. López Martín [1994], 21.

46 Ibid. 163.

47 Cfr. J. Lopez Martín [1994] 24.

48 J. Corbon [2001] 162.

49 Vid., por ejemplo, en su dimensión ascendente, la doxología propia del Canon Romano: «per ipsum [Christum], et cum Ipso, et in Ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria; per omnia saecula saeculorum». El texto aparece recogido ya en la obra de san León Magno (siglo V).

50 Tal es el término que recoge CCE 1091.

51 Cfr. Ef1:6.

52 Cfr. Hb 1:3.

53 Misal Romano, Plegaria eucarística IV.

54 Cfr. CCE 1083.

55 Cfr. canon 21 del Concilio de Hipona del año 393.

56 CCE 1079.

57 Cfr. CCE 1081.

58 Cfr. SC 7 y CCE 1089.

59 Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4,20:7 (cfr. CCE 294).

60 SC 8.

61 Misal Romano: prefacio de la Plegaria eucarística IV.

62 Juan Pablo Il, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71.

63 Trisagio angélico.