La humildad
Jesús es la humildad encarnada. Perfecto en todas las virtudes,
nos enseña en cada momento en cada palabra. Siendo Dios, vivió 30 de sus 33 años
en vida oculta, ordinaria, tenido por uno de tantos. Lo extraordinario fue la
perfección en que vivió lo ordinario.
También sus 3 años de vida pública son perfecta humildad. En todo hacía, como
siempre, la voluntad de su Padre. Nunca buscó llamar la atención sobre sí mismo,
sino dar gloria al Padre. Al final murió en la Cruz. Nos dijo: "Aprended de mí
que soy manso y humilde de corazón".
Jesús repara el daño de Adán que es rebeldía ante Dios y de todo el orgullo
posterior. Otros modos de llamar a este veneno: amor propio, egoísmo y soberbia.
Por el orgullo buscamos la superioridad ante los demás. "La soberbia consiste en
el desordenado amor de la propia existencia." - Santo Tomás. La soberbia es la
afirmación aberrante del propio yo.
El hombr e humilde, cuando localiza algo malo en su vida puede corregirlo,
aunque le duela. El soberbio al no aceptar -o no ver- ese defecto, no puede
corregirlo y se queda con él. El soberbio no se conoce o se conoce mal.
Los grados de la humildad: 1 - Conocerse, 2 - Aceptarse, 3 - Olvido de sí, 4 -
Darse.
1 - CONOCERSE.
Primer paso: conocer la verdad de uno mismo.
Ya los griegos antiguos ponían como una gran meta el aforismo: "Conócete a ti
mismo". La Biblia dice a este respecto que es necesaria la humildad para ser
sabios: Donde hay humildad hay sabiduría. Sin humildad no hay conocimiento de sí
mismo y, por tanto, falta la sabiduría.
Es difícil conocerse. La soberbia, que siempre está presente dentro del hombre,
ensombrece la conciencia, embellece los defectos propios, busca justificaciones
a los fallos y a los pecados. No es infrecuente que, ante un hecho, claramente
malo, el orgullo se niegue a aceptar que aquella acción haya sido real, y se
llega a pensar: "no puedo haberlo hecho", o bien "no es malo lo que hice", o
incluso "la culpa es de los demás".
Para superar: examen de conciencia honesto. Para ello: primero pedir luz al
Espíritu Santo, y después mirar ordenadamente los hechos vividos, los hábitos o
costumbres que se han enraizado más en la propia vida - pereza o laboriosidad,
sensualidad o sobriedad, envidia o...
2 - ACEPTARSE.
Una vez se ha conseguido un conocimiento propio más o menos profundo, viene el
segundo escalón de la humildad: aceptar la propia realidad. Resulta difícil
porque la soberbia se rebela cuando la realidad es fea o defectuosa.
Aceptarse no es lo mismo que resignarse. Si se acepta con humildad un defecto,
error, limitación, o pecado, se sabe contra qué luchar y se hace posible la
victoria. Ya no se camina a ciegas sino que se conoce al enemigo. Pero si no se
acepta la realidad, ocurre como en el caso del enfermo que no quiere reconocer
su enfermedad: no podrá curarse. Pero si se reconoce enfermo, se puede cooperar
con los médicos para mejorar. Hay defectos que podemos superar y hay límites
naturales que debemos saber aceptar.
Dentro de los hábitos o costumbres, a los buenos se les llama virtudes por la
fuerza que dan a los buenos deseos; a los malos los llamamos vicios e inclinan
al mal con más o menos fuerza, según la profundidad de sus raíces en el actuar
humano. Es útil buscar el defecto dominante para poder evitar las peores
inclinaciones con más eficacia. También conviene conocer las cualidades mejores
que se poseen, no para envanecerse, sino para dar gracias a Dios, ser optimista
y desarrollar las buenas tendencias y virtudes.
Es distinto un pecado, de un error o una limitación, y conviene distinguirlos.
Un pecado es un acto libre contra la ley de Dios. Si es habitual se convierte en
vicio, requiriendo su desarraigo, un tratamiento fuerte y constante. Para borrar
un pecado basta con el arrepientimiento y el propósito de enmienda unidos a la
absolución sacramental si es un pecado mortal y con acto de contrición si es
venial. El vicio en cambio necesita mucha constancia en aplicar el remedio pues
tiende a reproducir nuevos pecados.
Los errores son más fáciles de superar porque suelen ser involuntarios. Una vez
descubiertos se pone el remedio y las cosas vuelven al cauce de la verdad. Si el
defecto es una limitación, no es pecado, como no lo es ser poco inteligente o
poco dotado para el arte. Pero sin humildad no se aceptan las propias
limitaciones. El que no acepta las propias limitaciones se expone a hacer el
ridículo, por ejemplo, hablando de lo que no sabe o alardeando de lo que no
tiene.
Vive según tu conciencia o acabarás pensando como vives. Es decir, si tu vida no
es fiel a tu propia conciencia, acabarás cegando tu conciencia con teorías
justificadoras.
3 - OLVIDO DE SÍ.
El orgullo y la soberbia llevan a que el pen samiento y la imaginación giren en
torno al propio yo. Muy pocos llegan a este nivel. La mayoría de la gente vive
pensando en sí mismo, "dándole vuelta" a sus problemas. El pensar demasiado en
uno mismo es compatible con saberse poca cosa, ya que el problema consiste en
que se encuentra un cierto gusto incluso en la lamentación de los propios
problemas. Parece imposible, pero se puede dar un goce en estar tristes, pero no
es por la tristeza misma sino por pensar en sí mismo, en llamar la atención.
El olvido de sí no es lo mismo que indiferencia ante los problemas. Se trata más
bien de superar el pensar demasiado en uno mismo. En la medida en que se
consigue el olvido de sí, se consigue también la paz y alegría. Es lógico que
sea así, pues la mayoría de las preocupaciones provienen de conceder demasiada
importancia a los problemas, tanto cuando son reales como cuando son
imaginarios.
El que consigue el olvido de sí está en el polo opuesto del egoísta, que
continuamente esta pendiente de lo que le gusta o le disgusta. Se puede decir
que ha conseguido un grado aceptable de humildad. El olvido de sí conduce a un
santo abandono que consiste en una despreocupación responsable. Las cosas que
ocurren -tristes o alegres- ya no preocupan, solo ocupan.
4 - DARSE.
Este es el grado más alto de la humildad, porque más que superar cosas malas se
trata de vivir la caridad, es decir, vivir de amor. Si se han ido subiendo los
escalones anteriores, ha mejorado el conocimiento propio, la aceptación de la
realidad y la superación del yo como eje de todos los pensamientos e
imaginaciones. Si se mata el egoísmo se puede vivir el amor, porque o el amor
mata al egoísmo o el egoísmo mata al amor.
En este nivel la humildad y la caridad llevan una a la otra. Una persona humilde
al librarse de las alucinaciones de la soberbia ya es capaz de querer a los
demás por sí mismos, y no sólo por el provecho que pueda extraer del trato con
ellos.
Cuando la humildad llega al nivel de darse se experimenta más alegría que cuando
se busca el placer egoístamente. La única vez que se citan palabras del
Evangelio de Nuestro Señor en los Hechos de los Apóstoles dice que se es mas
feliz en dar que en recibir. La persona generosa experimenta una felicidad
interior desconocida para el egoísta y el orgulloso.
La caridad es amor que recibimos de Dios y damos a Dios. Dios se convierte en el
interlocutor de un diálogo diáfano y limpio que sería imposible para el
orgulloso ya que no sabe querer y además no sabe dejarse querer. Al crecer la
humildad, la mirada es más clara y se advierte más en toda su riqueza la Bondad
y la Belleza divinas.
Dios se deleita en los humildes y derrama en ellos sus gracias y dones con
abundancia bien recibida. El humilde se convierte en la buena tierra que da
fruto al recibir la semilla divina.
La falta de humildad se muestra en la susceptibilidad, quiere s er el centro de
la atención en las conversaciones, le molesta en extremo que a otra la aprecien
más que a ella, se siente desplazada si no la atienden. La falta de humildad
hace hablar mucho por el gusto de oirse y que los demás le oigan, siempre tiene
algo que decir, que corregir. Todo esto es creerse el centro del universo. La
imaginación anda a mil por hora, evitan que su alma crezca.
"Que me conozca; que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada. Solo así
podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con una fe grande, con un amor
hondo, sin condición alguna."
Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado
de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El
santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: "Señor,
¿Quién podrá escapar de tantos lazos?". Y oyó una voz que le contestaba:
"Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria,
mient ras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les
tiende."
Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre presente que el pecado capital
opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la vocación que hemos recibido del
Señor, lo que más daño hace a la vida familiar, a la amistad, lo que más se
opone a la verdadera felicidad... Es el principal apoyo con que cuenta el
demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra que el Espíritu Santo
trata incesantemente de edificar.
Con todo, la virtud de la humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos
de la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima
Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la
virtud de la humildad en grado sumo.
La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra; humilde, en su
etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad
consiste en inclinarse delante de Dio s y de todo lo que hay de Dios en las
criaturas.
En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e
indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy grande en anonadarse
delante de Dios y en reconocer que sólo Él es grande, y que en comparación con
la suya, todas las grandezas humanas están vacías y no son sino mentira.
¿Cómo he de llegar a la humildad? Por la gracia de Dios. Solamente la gracia de
Dios puede darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de
su grandeza que origina la humildad. Por eso hemos de desearla y pedirla
incesantemente, convencidos de que con esta virtud amaremos a Dios y seremos
capaces de grandes empresas a pesar de nuestras flaquezas...
Quien lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas porque su vida está
en Dios; y si llegan, procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo
bien. La humildad no se manifiesta en el desprecio sino en el olvido de sí
mismo, reconociendo con alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y
nos lleva a sentirnos hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en
la mano fuerte de su Padre.
Aprendemos a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su
grandeza ante tanta humillación, el dejarse hacer "como cordero llevado al
matadero".
Aprendemos a ser humildes visitándolo en la Sagrada Eucaristía, donde espera que
sus almas amadísimas vayamos a verle y hablarle.
Aprendemos a ser humildes meditando la Vida de la Virgen María y uniéndonos a
ella en oración. La mujer más humilde y por eso también la escogida de Dios, la
más grande. La Esclava del Señor, la que no tuvo otro deseo que el de hacer la
voluntad de Dios.
También acudimos a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María,
llevando a cabo la tarea que Dios le había encomendado.