LA HISTORIA Y JESÚS

 

Por Ferran Blasi*

 

Llama la atención que, de tanto en tanto, se publiquen encuestas, de las cuales parece resultar que sólo una minoría piensa que se puede demostrar la existencia terrena de Jesucristo Hombre.
 

La inmensa mayoría de la gente le confiesan como Dios Hombre y admiten sin dudar la existencia histórica de Jesucristo, es decir, el hecho de que unos veinte siglos atrás vivió en esta tierra un personaje de familia judía, Jesús de Nazaret, el que en los evangelios se llama el Hijo de David, o del Artesano, Hijo de Dios o Hijo del Hombre, Hijo de María, o el Señor, y que según estas fuentes bíblicas, nació en Belén y murió crucificado en Jerusalén.

Para los cristianos, además de ser como para todo el mundo un dato cognoscible a través de los medios normales de adquisición de certeza, es también un hecho estrechamente relacionado con la fe que le propone la Iglesia fundada por Jesucristo: le llega por una tradición viva que se remonta a la época de los Apóstoles y enlaza con el mismo Cristo, y que en parte ha quedado plasmada en los libros del Nuevo Testamento, escritos por inspiración divina.

Por otro lado, gran parte del contenido de la fe proviene de Cristo mismo. El es la plenitud de la Revelación y ha llegado hasta nosotros a través de los aludidos canales de transmisión. Se puede decir pues que ese hecho que Jesús vivió en la tierra en un momento de la historia está en el fundamento de la fe cristiana. Cabría aplicar aquí, adaptándolo, aquel argumento «ad absurdum» que san Pablo presenta a los corintios: «si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe» (I Cor 15,17). Con mayor motivo se podría decir que sería inútil la fe, si Él no hubiera existido.

Por esto, llama la atención que, de tanto en tanto, se publiquen encuestas, de las cuales parece resultar que sólo una minoría piensa que se puede demostrar la existencia terrena de Jesucristo Hombre. Pero probablemente, no es que la mayoría no lo crea, sino que teme que no haya, de esto, prueba satisfactoria. Nos encontraríamos una vez más ante una actitud fideista: la que lleva a creer, a aceptar la verdad; pero sólo por un acto de voluntad, por una fe desnuda, sin que intervengan en ello criterios racionales.

¿Y por qué suceden estas cosas? Tal vez porque unos cuantos autores contemporáneos si no queremos ir mas lejos han tratado este tema con superficialidad, con afán de sensacionalismo el sueño de conseguir por este camino las grandes tiradas de los «best seller» , y a menudo copiándose unos a otros, sin comprobar datos y sin ir a las fuentes, han dejado sembrada una cierta inquietud en este sentido en lectores o telespectadores poco avisados.

El fenómeno ha de causar sorpresa en quien tenga un cierto conocimiento de la historia antigua, que sabe bien que no hay ninguna literatura que disponga de fuentes documentales tan ricas como la de los libros de la Biblia. de algunos de los cuales por lo menos, de fragmentos existen copias hechas en una época próxima a la de su redacción. Así, por ejemplo, hay trozos del evangelio de san Juan que hablan de Jesucristo concretamente el texto que recoge el diálogo entre Jesús y Pilatos (Jn 19) que han llegado a nosotros en un papiro del primer cuarto del siglo II, que se conserva en Manchester, en la «John Rylands Library».

Y en Barcelona están los «Papyri Barcinonenses» que el Dr. Ramón RocaPuig ha dado a conocer. Uno de ellos es seguramente de la mitad del siglo II, y contiene fragmentos del evangelio griego de san Mateo, los cuales juntamente con otros que pertenecen al mismo códice, que se encuentran en Oxford, en el «Magdalen College", y han sido publicados por C.H. Robertsson los documentos de ese evangelio más antiguos que se conocen.

Ya en la segunda mitad del siglo I, y en todo el siguiente, los testimonios orales y las citas escritas difunden el conocimiento recibido, de una figura que, con su palabra y sus hechos, comenzó a transformar el mundo.

¿Cómo se explicarían unos efectos evidentes sin que alguna cosa o alguien fuese de ello la causa proporcionada? ¿Por ventura tendría sentido que miles de mártires hubieran muerto confesando la fe en Jesucristo, y que éste no hubiera existido?

En el momento más fuerte de la expansión del marxismo, ¿se habría atrevido alguien a dudar de la existencia, cien años atrás, de Marx? Es posible que esté en extinción la raza de los creyentes en los postulados marxianos, pero nadie negará que, en Tréveris o en Londres, haya vivido aquel judío alemán que ha provocado la conmoción que todo el mundo conoce.

Supongamos que se esté acabando la Revolución cultural china, que ya no se reediten los pensamientos de Mao, pero sus compatriotas que quieran olvidarlo, no podrán eliminar su nombre de las enciclopedias por lo menos en las que hay en el resto del mundo , o de los comentarios de quienes le han alabado o criticado.

Por lo que se refiere al cristianismo no solamente no ha habido un retroceso en su camino a través del mundo y del tiempo digámoslo de paso , sino que, a pesar de todas las crisis, ha tenido una progresión constante.

Como han afirmado no hace mucho tiempo dos judíos especialistas en historia de los orígenes del cristianismo Shlomo Pines y David Flusser, profesores de la Universidad hebraica de Jerusalén no hay ningún motivo para desconfiar de la honestidad de las personas concretas que son autores de los cuatro evangelios y de los Hechos de los Apóstoles. Con los datos que estos libros nos ofrecen bastaría para dejar establecido definitivamente el hecho de la existencia histórica de Jesús de Nazaret.

Considerando empero que alguien podría decir que son parte interesada y que argumentan «pro domo sua», prescindamos de ellos, aunque sea por un momento, y limitémonos a consultar otros autores antiguos, contemporáneos suyos, o casi, y que desde fuera vieron el fenómeno cristiano, con indiferencia, con hostilidad, con simpatía, o con ironía.

No se puede negar que los romanos sobresalían por su organización administrativa y que, entre otros medios de trabajo, prestaban atención a los archivos. Se puede pensar que algunos de los grandes historiadores latinos extrajeron de allí datos sobre los seguidores de un movimiento religioso que se había iniciado por la acción de un tal Jesús de Nazaret, que fue condenado en tiempo del emperador Tiberio, mientras Poncio Pilatos era procurador de Judea.

Bastaría recordar una referencia, que resulta todavía más verosímil por el hecho de contener cosa bien explicable alguna imprecisión de lenguaje: Suetonio (75 160), en la «Vida de Claudio» (25, 3 4), escrita hacia el 120, dice que este emperador «expulsó de Roma a los judíos, que por causa de un tal Chrestus "impulsore Chresto" , siempre provocaban tumultos». Y es interesante notar que san Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, hace una referencia a esta expulsión (Act 18,2).

No nos resistimos a citar a Tácito (54 119), cuando habla de Nerón y hace una descripción de cómo ve la vida de los cristianos en Roma, los relaciona con su origen, y menciona a Cristo («Annales», 13, 32). Alude a aquellos que el vulgo llama «chrestianos» y dice que «el autor de este nombre, Cristo, había sido llevado al suplicio por medio del procurador Poncio Pilato, cuando Tiberio era emperador".

Hasta ahora incluso admitiendo en ellos, como en todos los historiadores, simpatías y antipatías los romanos han sido tenidos por maestros de historia, y en general, por relativamente objetivos, y no hay motivo para minusvalorar sus testimonios.

Plinio el Joven (62 113) que, como alto funcionario, escribe al emperador Trajano desde la provincia de Siria, pidiéndole criterios de actuación en relación con los cristianos , menciona también el nombre de Cristo («Informe sobre los cristianos» escrito a Trajano entre 111 113, en «Epistularum liber», 10,96).

No olvidemos tampoco a los escritores griegos, que a menudo se caracterizan por una tendencia al sarcasmo y a la ironía. Hay un autor Celso , del cual se han perdido las obras, pero una de ellas, escrita hacia el 178 el llamado «Discurso verídico» se puede reconstruir casi del todo, a través de la crítica que de ella hace Orígenes (c.a. 185 253) en su tratado apologético «Contra Celso». El filósofo pagano arremete primero contra Jesucristo, recogiendo las objeciones que formularía un judío, y a continuación emprende un ataque general contra las creencias, tanto cristianas como judías; se burla de la idea misma de Mesías; y hace de Jesús un impostor o un mago.

No hay necesidad de refutar ahora las irrespetuosas afirmaciones de Celso; pero una cosa queda clara: tienen como objetivo desacreditar a un hombre que ha dejado una impronta en el mundo de aquel tiempo. No tendría, en efecto, ninguna necesidad de apostrofar a una persona que no hubiese existido nunca.

A mí, el texto que me resulta más sugestivo es el de Flavio Josefo (37 105), porque quiero ver a este personaje como una combinación de historiador de su época contemporánea, de ensayista y de periodista «avant la lettre», papeles ciertamente bien atractivos para un hombre de hoy: era un judío que nació hacia los años en que Cristo moría y resucitaba, que asistió a acontecimientos importantes de su tiempo, como la destrucción de Jerusalén en el año 70 en la guerra de los judíos contra los romanos; era un nacionalista que se captó el favor de los romanos; que no se convirtió al cristianismo, pero que demuestra un notable conocimiento de la vida y las obras de los seguidores de Cristo.

De Flavio Josefo nos ha llegado un texto, del cual tenemos dos versiones, una más amplia y otra más sobria. La primera es la que, en griego, se encuentra en las «Antiquitates iudaicae» las Antiguedades judaicas , un libro acabado hacia el 93: Y en aquel tiempo existió Jesús, hombre sabio, si es lícito llamarlo hombre. Fue pues un realizador de obras admirables, maestro de los hombres que acogen la verdad con pasión; y atrajo así a muchos judíos y también a muchos gentiles. Este era el Cristo. A éste, los que primero le habían amado, no dejaron sin embargo de amarlo cuando, entregado por los principales de entre los nuestros, Pilatos lo condenó al suplicio de la cruz. Con todo, se les apareció redivivo el tercer día, y se cumplieron los vaticinios divinos, con éstas y otras obras suyas admirables. Y la gente de los cristianos, que lleva de él el nombre, perdura hasta hoy (18, 3, 3).

A algunos, este texto les parece sospechoso de haber sufrido algún pequeño arreglo por las alusiones a la condición divina de Cristo y al hecho de la resurrección , pero no hay razones de peso, desde el punto de vista documental, para rechazar su genuinidad (...).

Un criterio elemental en estas materias es que, lo que vale, son los documentos, y no las suposiciones, sospechas o prejuicios que no tienen apoyo en los testimonios escritos, y que el peso de los primeros se ha de tener como válido, mientras no se demuestre lo contrario.

Y esto es lo que sucede con los textos que se pueden aducir para probar la existencia de Cristo: los de autores cristianos, de judíos o de paganos.

De Belén a Jerusalén: una cuestión histórica

Alrededor de Navidad, en los medios de comunicación, más de una vez se han planteado cuestiones sobre el nacimiento de Jesús y, en cuanto al lugar, alguien ha colocado un interrogante al nombre de Belén, y ha hecho reservas al valor histórico de la narración del evangelista Lucas (...).

Es cierto que san Lucas, el compañero de san Pablo, antioqueno, de cultura clásica, médico, que realiza un trabajo bien hecho, con diligencia, con acribía (Lc 1,3), no quiere escribir como tampoco los otros evangelistas una biografía de Jesús propiamente dicha, sino más bien ofrecer, en un contexto verdaderamente histórico, un resumen de la predicación cristiana.

Y no hay motivo para pensar que el valor de los dos primeros capítulos los que tratan de la infancia de Cristo haya de ser menos sólido que el del resto de su evangelio, porque, si bien los testigos oculares de los hechos relatados, como es lógico, no eran los apóstoles, el autor, cuando preparaba el libro, no más allá del año 62, podía probablemente recurrir a un testimonio verdaderamente de excepción: la Virgen María, cuando vivía aún en la tierra.

Esto estaría de acuerdo con el plan de trabajo, expuesto en el Prólogo de su Evangelio (Lc 1,1 4), donde dice que se ha informado de todo desde el principio, o que ha ido hasta el fondo, con diligencia. ¿Quién podría explicar mejor todas esas cosas que María, la cual, mientras todo ello sucedía, lo observaba atentamente y lo ponderaba en su corazón (Lc 2,1)? Lucas pues, no tenía necesidad de utilizar la fantasía, porque podía partir de hechos reales que conocía de primera mano. Por otra parte esto ocurre incluso en la vida vulgar la realidad, supera a veces la ficción. Es lógico que la Madre de Dios, a veces, contara detalles de los hechos de los cuales había sido protagonista y espectadora, tales como la relación con sus parientes los padres de san Juan Bautista, el Precursor ; el nacimiento de Jesús, y las circunstancias que lo acompañaron; el cumplimiento de las prescripciones de la Ley, etc.

Con todo, Lucas no pretende hacer una enumeración exhaustiva de los episodios que hayan de trazar todo el itinerario de aquella parte de la vida de Jesús, sino solamente de aquello que ha de servir de marco a su evangelio. Así, por ejemplo, no narra la visita de los Magos, ni el sacrificio de los Inocentes, o la estancia en Egipto, que siguió a ello (Mt 2), porque no era necesario para su esquema y además, se trataba de hechos ya relatados por san Mateo, y no parecía que le preocupase ningún problema de concordancia con el otro evangelista, o que pudieran quedar cabos sin atar.

Tanto un evangelista como el otro, van dando aquí y allá precisiones cronológicas, geográficas, arqueológicas, etc., que se pueden relacionar entre ellas, y parangonar con otras de historiadores profanos. Así, es Lucas quien relaciona el nacimiento de Cristo con el censo que ordena el emperador Augusto, y que debió de efectuarse según el sistema habitual de cada región del Imperio.

En el relato menciona a Quirino, al cual no aplica el nombre de «gobernador» como escriben a veces los traductores sino que, con expresión intencionadamente genérica, da a entender que era él quien «mandaba» (hegemoneúontos) en Siria. Tenía el mando de las tropas, función de importancia capital en tiempo de empadronamiento, en territorios como aquél, que el nacionalismo hacía conflictivos. mientras que el gobernador propiamente dicho podía ser otro. Y, según parece, él lo fue más tarde, después de la muerte de Herodes. No se ve pues, en esto, discordancia con la historia y, una vez más, es de admirar la meticulosidad de Lucas a la hora de ofrecer datos.

Por otro lado, es Mateo quien, con la precisa relación de un hecho, con la alusión a la muerte de Herodes, nos da un dato muy importante para fijar la cronología exacta del nacimiento de Jesús.

Este no puede haber nacido después del año 750 (de la Fundación de Roma), el cual según el historiador judío Flavio Josefo, que vivió entre los años 37 y 105 de nuestra era es el de la muerte, en Jericó, del rey de Palestina, Herodes el Grande. Esto hace retroceder unos años (de 4 a 6) el nacimiento de Cristo, respecto a la fecha (753), que fijó con sus cálculos el monje Dionisio el Exiguo, en el siglo VI.

Y dice Mateo que, a la muerte de Herodes, José, que estaba en Egipto, no quiso volver a Judea porque allí reinaba Arquelao en el lugar de su padre Herodes (2,22), y la Sagrada Familia se trasladó a Galilea, a Nazaret. Y esto es coherente con lo que sabemos: que Herodes, al morir, distribuyó el reino un reino tributario de los romanos entre sus hijos. Y habiendo heredado Arquelao, junto con aquel territorio, también la crueldad de su padre, fue depuesto por los romanos, y el territorio que le había correspondido pasó a ser gobernado por un procurador. Esto explica que en los días de la pasión de Jesús, surgiera una cuestión de competencia a propósito del juicio: comoquiera que éste iba a celebrarse en Jerusalén, la autoridad competente había de ser Poncio Pilato, pero cuando éste oye que Jesús es de Galilea, lo remite al tetrarca de aquella región un hijo de Herodes que también se llamaba así , que en aquellos días estaba en Jerusalén (Lc 23, 6 12).

Y esto cuadra con los datos que ofrece Lucas para situar en la historia el inicio de la predicación de Juan, que precede de poco el comienzo de la vida pública de Cristo (Lc 3, 1 6), en los cuales menciona a los que tenían autoridad política o religiosa en Palestina. El emperador que se cita allí es Tiberio César.

Y Dionisio estableció la fecha del nacimiento de Cristo, basándose en los detalles relativos a este personaje, pero hace una simplificación. Lucas dice, en efecto, que Jesús tenía «unos treinta años» cuando fue a ver a Juan para ser bautizado (3,23), y que el inicio de la predicación del hijo de Zacarías (que debió de producirse poco antes del hecho relatado) fue el año 15 de Tiberio. Dionisio calcula aquel año 15 a partir de la muerte de César Augusto (767) y lo sitúa pues en el 783; de esta cifra resta 30 años justos y cree así encontrar el año del nacimiento de Cristo, que fija en el 753 (de la Fundación de Roma), que de esta manera se convirtió en el año 0 de la era cristiana. Había conseguido una aproximación estimable, pero no una absoluta exactitud.

Se hubiera tenido que hacer retroceder la fecha del año 0 el 753 quizá unos 6 años, pues la fórmula de Lucas «unos treinta años» bien podía indicar 35 o 36. Una diferencia de este tipo se explica por distintas razones: por una parte, el comienzo del reinado de Tiberio puede contarse de dos maneras: desde la fecha misma de la muerte de Augusto (767 a.U.c.) o desde dos años antes (765), cuando éste hizo a Tiberio adjunto suyo, para preparar la sucesión.

Y, si bien está claro que el nacimiento de Cristo ha de ser anterior a la muerte de Herodes, la distancia entre esos dos eventos no se puede precisar con los datos que se tienen, porque no sabemos cuánto tiempo había pasado desde el nacimiento hasta la adoración de los magos que tuvo lugar en Belén , y el que pudo transcurrir entre ese episodio con la repentina huida a Egipto que le siguió, y la estancia en este país y la muerte del citado Herodes. Hay que tener en cuenta que, a la llegada de los magos, ese rey estaba en Jerusalén (Mt 2, 112), y según lo que sabemos por Flavio Josefo, murió en Jericó, despues de haber estado en un balneario, y en todos esos espacios de tiempo puede haber una oscilación, entre un máximo y un mínimo.

Cuando hasta el presente ha sucedido, que se creía inexacto un dato ofrecido por Lucas, se ha visto después, que o bien se había leído mal, o que existía una explicación para el aparente error. No hay tampoco motivo para pensar ahora que en la cuestión del nacimiento y en todos los acontecimientos que le sucedieron, no haya sido igualmente riguroso.

El prestigio de Lucas, como historiador honesto, reconocido desde siempre, tiene derecho a gozar del favor de la prueba. Los que nieguen el valor histórico de algún punto son los que han de demostrar su pretensión, sin que valgan afirmaciones gratuitas, ni las referencias a cualquier libro acabado de publicar. Ha de aplicarse en cierta manera el principio jurídico que evita incertidumbres inoportunas: «melior est condicio possidentis» está en mejor condición quien tiene la posesión.

También en el caso de un autor tan serio como Lucas, la presunción de verdad ha de estar a su favor. Los que niegan como es el caso de los que, con Bultmann, propugnan la desmitologización de los evangelios no han de dar como cierto aquello que, según ellos, es sólo lo que puede haber sucedido. En cosas como éstas no bastan las hipótesis, ya que en principio lo que cuenta son los documentos.

Y la verdad es que no han aparecido documentos que rebajen el valor histórico de los evangelios, y que en favor de ellos están, en cambio, muchos testimonios antiguos, y tradiciones que dependen de ellos.

(Paradojas que aparecen en los Evangelios)

Dios se hace un Niño para que nosotros seamos adultos en Cristo.
El Dios lleno de poder y majestad se muestra en la sencillez de un Hombre como todos.
Dios se ha hecho igual a cada uno de los hombres, excepto en el pecado.
El que es el Santo, y no tiene pecado, ha sido constituido víctima por los pecados del mundo (cfr. 2"~or 5,21).
Dios ha cargado encima de su Hijo los pecados de los hombres, para que nosotros quedemos libres de los nuestros.
Él que es Amo y Señor se ha hecho Sirviente y Esclavo.
Él que es el Hijo de Dios se llamará también Hijo del Hombre para que, igualmente, a la inversa, el hijo del hombre llegue a ser hijo de Dios (cfr. S. Agustín, Sermón 185).
Son paradojas que se explican así: en la Persona del Dios Hombre se encuentran, unidas, las dos naturalezas la divina y la humana , y todo lo que es propio de cada una de ellas, se puede predicar de la otra, a través de la Persona de Jesucristo, que es una sola, y por esto son correctas aunque sorprendentes expresiones como éstas, aplicadas a Jesús: el Dios que ha nacido; o el Dios que ha muerto; el Hombre que lo sabe todo; o el Dios que aprende.

Es aquello que en lenguaje teológico se llama «communicatio idiomatum»comunicación de idiomas, entendiendo aquí este último término, de acuerdo con su etimología, como aquello que es propio de cada naturaleza: la intercomunicación de las propiedades de ambas naturalezas, que pasa por la Persona del Verbo hecho Hombre, y permite tales cambios audaces de adjetivos y verbos.

Este gusto por las paradojas jugando con la Muerte y la Resurrección debía de tenerlo el autor de una lápida funeraria que se puede leer en un antiguo cementerio de la Segarra. Ofrezco aquí el texto a los amadores de la lengua latina, como un fácil ejercicio de toda la serie de los casos del singular de la tercera declinación: «Mors mortis, morti, mortem, morte, dedit» (la Muerte de la muerte, a la muerte, dio muerte, con la muerte).

De estas maneras y de otras parecidas «se ha manifestado la benignidad y el amor a los hombres, de Dios Salvador nuestro» (Tit 3,4), como escribe otra vez bellamente san Pablo.

Arvo Net, Navidad 2004.



(*) Ferrán Blasi Birbe -colaborador de Arvo- es doctor en Derecho, en Teología, y en Ciencias de la Información; Académico electo de la Academia de Ciencias Sociales y Políticas de Barcelona y miembro de la Sociedad de Estudios de Historia Eclesiática Moderna y Contemporánea de Cataluña; es autor de varios libros, entre los que se cuenta «Los nombres de Cristo en la Biblia» (Ed. EUNSA, 1993)