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27/10/2008

Jorge Enrique Mújica

 

La fe que cimentó e impulsó la cultura occidental (I)

Desmontando las leyendas negras de la Edad Media: el cristianismo sentó las bases de Occidente y posibilitó su desarrollo

 

Ahora todo lo que huele a cristianismo es rechazado a priori. Pocos se fijan en la validez de la propuesta católica y menos todavía en la justificación racional que le da soporte. Se descalifica a la fe por el solo hecho de serla y se evita mirar a ese legado de dos milenios de historia donde, objetivamente, la Iglesia católica ha tenido un papel positivo muy importante.

Ha sido el cristianismo quien ha cimentado la cultura occidental y quien ha posibilitado su desarrollo. Las leyendas negras que gustan centrar su atención, sin argumentación histórica competente, en periodos o hechos puntuales como la Edad Media o la Inquisición, suelen cerrar los ojos a toda esa herencia que hoy tenemos. Se goza del fruto y se olvida la raíz.

Cada vez es más fácil atacar al cristianismo con sofismas fáciles como que impide el progreso. Paradójicamente, es precisamente el progreso auténtico lo que han posibilitado los cristianos y el cristianismo.

Edad Media: no sólo universidad, preservación de la literatura y catedrales

La contribución de los monjes-copistas en la preservación de la literatura de la antigua Grecia y Roma, el arte arquitectónico y la construcción de catedrales -aún no superado en pleno siglo XXI-, y el nacimiento de las universidades al amparo del Papado, son contribuciones contundentes e irrefutables, acaso las más conocidas, pero no son las únicas.

En un discurso de inicios del siglo XX, Henry H. Goodel, entonces presidente del Colegio Agrícola de Massachusetts, reconoció “el esfuerzo de estos grandes monjes del pasado a lo largo de mil quinientos años”. ¿Esfuerzo en qué? Goodel responde: “Fueron ellos quienes salvaron la agricultura en un momento en que nadie podía haberlo conseguido. La practicaron en el contexto de una vida y de unas condiciones nuevas, cuando nadie se habría atrevido a abordar esta empresa” (Cf. The influence of the monks in agricultura, discurso ante la Massachusetts State Board of Agriculture, el 23 de agosto de 1901). Para Alexander Clarence Flick, “los monasterios benedictinos eran una universidad agrícola para la región donde se ubicaban”.

Los monjes ayudaron a poblaciones enteras a aprovechar mejor la tierra previniendo así grandes hambrunas. Fueron ellos quienes desarrollaron el uso de fertilizantes naturales y el concepto de la siembra por temporadas, tipos y con descansos del campo.

En este contexto, un monje de la abadía de san Pedro, en Hautvilliers del Marne, descubrió el champán. Nombrado bodeguero de la abadía en 1688, Dom Perignon hizo el hallazgo experimentando con distintas mezclas de vinos. La fórmula sigue usándose hasta nuestro presente.

Quizá hoy, en una sociedad más bien abocada a lo tecnológico, no se alcance a valorar lo suficiente la contribución en materia de agricultura de los monjes. Sin embargo, sus aportaciones no fueron exclusivamente métodos de cultivo y explotación de la tierra. También fomentaron la sofisticación tecnológica en el uso de instrumentos y mecanismos para obtener mejores resultados.

Los cistercienses son una de las órdenes que se valieron de sistemas hidráulicos, poco comunes en su época, al grado de ser denominados por Randall Collins “unidades económicas más eficaces que había existido en Europa, y acaso en el mundo, hasta la fecha” (Cf. Weberian Sociological Theory, Cambridge University Press, 1986, p. 53-54). Muchos monasterios cistercienses se valieron de la energía hidráulica para moler grano, tamizar la harina, elaborar telas y curtir pieles. Toda esta tecnología pasó luego al ámbito civil con sus consiguientes beneficios.

Los monjes medievales también fueron pioneros en el trabajo industrial metalúrgico. A mediados del siglo XIII los monjes fueron los principales productores de hierro en la Campaña francesa. Sus métodos de explotación pasaron también a los laicos y justamente aquí se plasma y evidencia su contribución.

Pero no es todo. A inicios del siglo XI, un monje de nombre Eilmer, voló con un planeador a más de 90 metros de altura. Como recuerda Stanley L. Jaki en su Medieval Creativity in Science and Technology, la hazaña sería recordada siglos más tarde por el sacerdote jesuita Francesco Lana-Terzi, quien desarrolló una técnica de vuelo más sistemática que le valió el nombre de padre de la aviación. De suyo, su libro Prodromo alla Arte Maestra (1670) fue el primero en describir la parte geométrica y física de una aeronave.

Medidores del tiempo y transmisores del saber

Los relojes había nacido por la necesidad de medir el tiempo y fueron los monjes benedictinos quienes los inventaron para dividir el día a partir de las horas en que debían rezar la lectio divina. Después vinieron quienes perfeccionaron la idea. Uno de ellos incluso llegó a Papa: fue Silvestre II.

Silvestre II se consumó en el arte de la relojería en torno a 996 cuando personalmente construyó un reloj para la ciudad alemana de Magdeburgo. Siglos más tarde, Peter Lightfoot, un monje de Glastonbury, también hizo su contribución al arte. En pleno siglo XIV construyó uno de los relojes más antiguos y que aún hoy es conservado en el Museo de la Ciencia, en Londres. El precursor de la trigonometría occidental, Ricardo de Wallingford, abad de Saint Albans, es conocido por el reloj astronómico que elaboró también en el siglo XIV para su monasterio y que incluso era capaz de predecir los eclipses de luna.

La labor de copista no era sencilla. Charles Montalembert cita en su libro The Monk of the West: From Saint Benedict to Saint Bernard (vol. V, Nimmo, Londres 1896, p.151-152) una transcripción final en el comentario de san Jerónimo sobre el Libro bíblico de Daniel. Ahí, el copista agrega unas líneas que roban nuestra simpatía: “Tengan a bien los lectores que empleen este libro, no olvidar, se lo ruego, a quien se ocupó de copiarlo; fue un pobre hermano llamado Luis que, mientras transcribía este volumen llegado de un país extranjero, hubo de padecer el frío y de concluir de noche lo que no fuera capaz de escribir a la luz del día. Mas Tú, Señor, serás la recompensa de nuestro esfuerzo”. A monjes como a Luis y a las escuelas y bibliotecas dependientes de las catedrales debemos el gran cuerpo de literatura griega y latina que ha sobrevivido hasta hoy.

Se recuperaron de un plumazo textos que de otro modo se habrían perdido para siempre –escriben L.D. Reynolds y N.G. Wilson–; al esfuerzo de este monasterio (se refiere a Montecassino, ndr) le debemos la conservación de los últimos Anales e Historias de Tácito, El asno de oro de Apuleyo, los Diálogos de Séneca, De lingua latina de Varro, De aquis de Frontino y treinta y tantos versos de la sexta sátira de Juvenal que no figuran en ningún otro manuscritos” (Cf. Scribes and Scholars: A Guide to the Transmission of Greek and Latin Literature, Clarendon Press, Oxford, 1991, p. 83).

Fue la Iglesia católica quien se ocupó de preservar libros y documentos de importancia para nuestra civilización. Pero no todos los monasterios copiaban los mismos textos. Unos se ocupaban de determinadas materias y otros de unas distintas. De hecho, tampoco se redujo todo a un mero copiar. Muchos clérigos rescataron lo que de bueno y verdadero había en los escritores paganos. De esta manera, algunos monasterios destacaron por el conocimiento que sus miembros tenían en determinadas ramas del saber.

Fueron buena parte de esos mismos religiosos quienes luego se dedicaron a la docencia formando así, poco a poco, a los que luego serían los profesores de las universidades que nacerían de la mano de la fe precisamente en un periodo hoy comúnmente tachado de oscuro: la Edad Media.

¿Realmente lo fue? Parece que no. La universidad nació precisamente en el contexto cultural de estos siglos y fue un evento del todo nuevo pues ni en Grecia ni en Roma había existido nada parecido. Las facultades, exámenes, títulos, programas, etcétera, eran algo nuevo.

En el libro The Medieval University, 1200-1400 (Sheed and Ward, Nueva York, 1961, p. 4), Lowrie J. Daly señala abiertamente que fue la Iglesia quien desarrolló el sistema universitario. “Era la única institución en Europa que mostraba un interés riguroso por la conservación y el cultivo del conocimiento”, remarca. La universidad de París y Bolonia, por ejemplo, iniciaron su marcha como escuelas catedralicias en la segunda mitad del siglo XII. Poco a poco el papado confirió un estímulo y apoyó a las nacientes casas de estudios. De hecho, era ley aceptada la imposibilidad de poder conferir títulos sin la aprobación del Papa, del rey o del Emperador.

El afecto y solicitud de los pontífices fue clara desde el inicio. Inocencio IV (1243-1254) describía a la universidad como “ríos de ciencia que riegan y fertilizan la tierra de la Iglesia universal”; y Alejandro IV (1254-1261) las nombraba “lámparas que iluminan la casa de Dios”. El conocido historiador Daniel Rops recuerda, no sin razón, que “gracias a la constante intervención del papado la educación superior pudo ampliar sus fronteras; la Iglesia fue la matriz que produjo la universidad, el nido a partir del cual emprendió el vuelo” (Cf. La catedral y la cruzada, Círculo amigos de la historia, Madrid, 1978).

La Edad Media también brilló por la pléyade de intelectuales cuya contribución académica sigue siendo estudiada en nuestro tiempo en muchas facultades civiles y eclesiásticas. Es el caso de grandes como san Anselmo y su argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios; Pedro Abelardo, profesor en París por diez años, quien en el prólogo de su libro Sic et Non testimonia la importancia del quehacer intelectual de su época; Pedro Lombardo, arzobispo de París por algún tiempo, cuyas Sentencias fueron libro de texto para muchos estudiantes de su época en temas que van desde los atributos de Dios, pasando por temas de pecado y gracia, hasta las postrimerías; y santo Tomás de Aquino, el más grande de los escolásticos y maestros de todos los tiempos. En su Summa Theologiae plantea y responde miles de cuestiones sobre teología y filosofía. Fue uno de los primeros grandes pensadores cuya grandeza radicó en la defensa racional de la fe. Son conocidas sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios y la armonización que logró de la filosofía de Platón y Aristóteles.

Fue gracias a todo este ambiente que la ciencia pudo desarrollarse con mayor amplitud: todo lo que la fe había ayudado a desarrollar fue la base del progreso auténtico, un regalo del Medioevo al mundo contemporáneo, aunque pocas veces se reconozca. Al centro de todo, no huelga decirlo, estaba la Iglesia católica.

 

La fe que cimentó e impulsó la cultura occidental (II)

Hombres, nombres y hechos: la contribución del genio católico a la ciencia

 

El nacimiento de la universidad bajo la protección e impulso del Papado, la contribución técnica, muchas veces sencilla, pero hondamente enriquecedora de varias órdenes religiosas y monasterios, así como el ambiente académico sostenido y estimulado por numerosos intelectuales católicos cuya fe complementó perfectamente la razón, fueron caldos de cultivo donde la ciencia, contrario a lo que muchos suponen, fue secundada a lo largo de los siglos.

Quizá una de las formas más claras de evidenciar la contribución del genio católico, sea el de traer a colación el nombre de tantos hombres de ciencia que la impulsaron.

Profesor de la universidad de Oxford en el siglo XIII y admirado por sus contribuciones en matemáticas y óptica, al franciscano Roger Bacon se le considera el precursor del método científico moderno.

Otro sacerdote, aunque éste danés y converso del luteranismo, Nicolaus Steno (Niels Stensen en danés, 1638-1686), estableció la mayoría de los principios de la geología actual al grado de ser llamado, en ciertos ámbitos, padre de la estratigrafía y de cristalografía. Aunada a su labor científica, Steno también fue un modelo de santidad. Por este motivo Juan Pablo II lo beatificó en 1988.

Fue también un monje quien “inventó” la comunidad científica. Marin Mersenne (1558-1648) estudió en el colegio jesuita de La Flêche y fue compañero de René Descartes con quien mantuvo después una copiosa correspondencia epistolar.

Tras su paso por La Flêche, la Sorbona y el Collage de France, Mesenne abrazó la vida religiosa ingresando en la orden de los mínimos fundada por san Francisco de Paula. Fue ahí donde desarrolló su fecundo apostolado de oración y ciencia realizando valiosas aportaciones al enunciar leyes pendulares y oscilatorias que siguen vigentes en la actualidad. Fue Mersenne quien desarrolló importantes investigaciones sobre la propagación del sonido y la introducción de los ‘números primos de Mersenne’, tan importantes en matemáticas. También se considera valiosa su contribución como musicólogo.

En torno a su celda del convento situado a mitad de París, se aglutinaron  Roberval, Descartes, Pascal y Gassendi, hombres de ciencia dispuestos a compartir sus conocimientos al servicio de la verdad en una época histórica donde no eran tan común la conciencia del transmitir el saber. La materialización del sueño que congregaba a sabios de aquella época se llamó inicialmente Academia Mersenne y luego Academia Parisiense. Más tarde, tomando la idea de Mersenne, nacería la Academia de las Ciencias de Francia (1666) y la Royal Society de Londres.

Nacido el 1401 en la ciudad alemana de Krebs (Cusa en latín), el cardenal Nicolás de Cusa sostuvo antes que Copérnico que la tierra no era el centro del universo, basándose en la observación de eclipses, y afirmó el movimiento de los planetas y estrellas, además de influir en otros sabios como Leonardo Da Vinci y Giordano Bruno.

En De docta ignorantia expuso una epistemología y teología distintas a las enseñadas hasta entonces propugnando, a partir de la idea de que el mundo es una imagen de Dios uno y trino, la infinitud del espacio que, más tarde, René Descartes  propondrá con la idea de un espacio-tiempo infinito. A Nicolás de Cusa debemos perfeccionamiento en el sistema de medición de relojes y balanzas y la creación del barómetro. Hombre de confianza de papas como Nicolás V, Eugenio IV y Pío II, fue también obispo de profunda vida eclesial.

Los jesuitas, ‘soldados de Dios’ para la ciencia

Pero quizá la congregación religiosa católica que más aportaciones estrictamente científicas haya dado a la humanidad, sea la de los jesuitas. No sin razón, Jonathan Wright recuerda en su libro Los jesuitas: una historia de ‘soldados de Dios’ (Debate, Barcelona, 2005) que “científicos tan influyentes como Fermat, Huygens, Leibniz y Newton no fueron los únicos para quienes los jesuitas figuraban entre sus más valiosos corresponsales” (Cf. p. 189).

Fue un hijo de san Ignacio, el padre Christóforo Scheiner, quien descubrió las manchas solares en enero de 1612 (Galileo las descubrió en marzo del mismo año) y quien fabricó el primer telescopio terrestre, además de los interesantes estudios sobre el ojo, la retina y la luz, recogidos luego en la obra Oculus.

El padre Atanasius Kirchner, conocido también como el creador de la geología moderna, defendió que las enfermedades eran causadas por micro-organismos, mucho antes que el también católico y padre de la microbiología, Luis Pasteur (1822-1895), lo hiciera e inventara la vacuna contra la rabia.

Físico, matemático, filósofo, poeta y diplomático, el padre Rudjer Joseph Boscovich es el precursor de la teoría atómica e incluso de la misma teoría de la relatividad. No por nada sir Harold Hartley, de la Royal Society, le calificó en pleno siglo XX como “uno de los más grandes intelectuales de todos los tiempos”.

El historiador de las matemáticas, Charles Bossut, incluyó a 16 jesuitas entre los primeros 303 matemáticos más eminentes, del siglo X antes de Cristo al siglo XIX después de Cristo. En el siglo XIX los jesuitas construyeron importantes observatorios astronómicos, geomagnéticos y de medición sísmica en América central y del sur, proporcionando avances notorios en estas disciplinas a nivel regional.

De hecho, fue un jesuita, el padre Frederick Louis Odenbach, quien planteó en 1908 la idea de lo que luego convertiría en el Servicio Sismológico Jesuita y que actualmente lleva el nombre de Asociación Sismológica Jesuita.

Pero sin duda el más famosos sismólogo de la Compañía de Jesús es el padre J.B. Macelwane, S.J., quien con su Introduction to Theoretichal Seismology ofreció a todo el continente americano, en 1936, el primer libro de texto sobre sismología. El padre Macelwane fue presidente de la American Geophysical Union y de la Seismological Society of America. La primera concede desde 1962 una medalla en honor del religioso a los geofísicos más jóvenes.

Pero no es todo. Treinta y cinco cráteres lunares recibieron su nombre de miembros de la Compañía de Jesús mientras que otro sacerdote, Nicolas Zucchi, es quien inventó el telescopio reflectante. En China, India, África y Latinoamérica, fueron los jesuitas quienes aportaron sus conocimientos para la creación de una infraestructura que mejoró la condición de vida de los nativos.

‘Fundadores de la economía científica’

La economía no ha estado exenta del enriquecimiento que la fe católica le ha brindado. En History of Economic Analysis (Oxford University Press, Nueva York, 1954), el reconocido economista Joseph Schumpter dice, refiriéndose a los escolásticos católicos de la Edad Media, que fueron ellos “quienes merecen  más que nadie el título de ‘fundadores de la economía científica’” (Cf. p. 97).

El franciscano Pierre de Jean Olivi (1248-1298) postuló una teoría del valor basada en la utilidad subjetiva y, siglos más tarde, otro fraile, san Bernardino de Siena, tomó prácticamente los postulados de Jean de Olivi. Años después confluyeron en la misma posición grandes pensadores católicos como los jesuitas Juan de Lugo (1583-1660) y Luis de Molina (1535-1600). A otro religioso, aunque éste abad, Ferdinando Galiani, se le considera como el creador de las ideas de abundancia y escasez como factores que determinan el precio.

Jean Buridan (1300-1358) destacó en pleno siglo XIV por su contribución sobre la teoría del dinero. Rector de la universidad de París, Buridan explicó cómo el dinero no había emanado de un decreto del gobierno sino de un proceso de intercambio libre simplificado notablemente precisamente en la moneda. Jean Buridan fue el iniciador de los ‘manuales’ de dinero y banca (hasta que el oro dejó de ser el patrón hacia 1930).

Pero Buridan dejó escuela. Nicolás Oresme, su discípulo, escribió un tratado sobre el origen, la naturaleza, las leyes y las alteraciones del dinero que le valió el título de “padre de la economía monetaria”.

En el campo de la teoría económica es loable el trabajo y contribución de Thomas de Vio (1468-1534), mejor conocido como el Cardenal Cayetano. De él escribió Murray N. Rothbard en su Economist Thougth Before Adam Smith: puede considerarse al Cardenal Cayetano, un príncipe de la Iglesia del siglo XVI, como el fundador de la teoría de las expectativas económicas” (Cf. p. 100-101). ¿En qué consistían esas expectativas? Thomas Woods nos los explica: “el valor del dinero en el presente podía verse afectado por las expectativas de mercado en el futuro. Así, el valor del dinero en un momento dado puede verse afectado cuando se prevén acontecimientos perturbadores y nocivos, desde una mala cosecha hasta una guerra, o cuando se esperan variaciones en las reservas monetarias” (Cf. Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007, p. 198).

La aportación de los laicos

Ciertamente, no todo mundo fue sacerdote católico ni perteneció a una orden o congregación religiosa. Ha habido y siguen habiendo laicos cuya fe les ha dado el impulso para expresar mejor su pensamiento o plasmar mejor su arte.

En su obra Civilización (Alianza Editorial, Madrid, 1979), Kenneth Clark nos dice respecto a las grandes obras y autores del Renacimiento: “Guercino dedicaba muchas mañanas a la oración; Bernini realizaba frecuentes retiros y practicaba los Ejercicios Espirituales de san Ignacio; Rubens iba a Misa todos los días antes de comenzar su trabajo. Esta conformidad no obedecía al miedo a la Inquisición, sino a la sencilla creencia de que la vida de los hombres debía regirse por la fe que inspiraba a los grandes santos de la generación precedente”.

Así, por ejemplo, a un eminente católico francés del siglo pasado debemos el descubrimiento de los cromosomas que causan el síndrome de Down, Jerónimo Lejeune. Es también a tres hombres de política, Robert Schuman (1886-1963), Alcide de Gasperi (1881-1954), fundador del partido de la Democracia Cristiana en Italia) y Konrad Adenauer (1876-1967), primer canciller federal de la República Federal de Alemania y miembro del partido católico del Centro, Zentrumspartei), a quienes debemos sobremanera la gestación de la actual Unión Europea.

Pero ni las universidades, ni la preservación del acervo greco-latino, ni las enseñanzas académicas, el impulso y la contribución científica han sido lo más decisivo que ha aportado el cristianismo ya no solo a la cultura occidental. De hecho, hay que remontarse a los primeros siglos de nuestra era, a la epístola de san Pablo a los gálatas (capítulo 3, versículo 28) para entender y sopesar la valía de la novedad que Cristo aportó al mundo en temas específicos como el derecho internacional, los derechos humanos, la caridad cristiana y la educación.

 

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