Autor: Íñigo Alfaro
La fe de los ateos
Al final –y también al principio– resulta que lo más razonable es creer en Dios
Xavier Zubiri decía
–palabras más, palabras menos– que todos creemos en un Dios, lo que pasa es
que no nos ponemos de acuerdo en cuál. La idea es tan provocadora como
cierta. Provocadora del porqué basta asomarse un poco al mundo para darse
cuenta de que hay muchos hombres y mujeres que afirman, sin pestañear, que
Dios no existe. Cierta, porque si esas personas lo reflexionasen a fondo se
darían cuenta de que su ateísmo va de la mano de una gran fe. Una fe tal vez
mayor que la de los creyentes.
Porque la inmensa mayoría de los hombres y mujeres
de todos los tiempos que han observado el mundo con sencillez –lo cuál no
quiere decir sin pensar–, se ha dado cuenta de que lo más lógico es que
exista un Dios que organice este jaleo cósmico y que lo haya guiado hacia
ese milagro que llamamos vida. Porque por mucho que quitemos a Dios de en
medio, el universo y sus maravillas nos siguen preguntando: ¿a dónde vamos?
¿De dónde venimos? La primera pregunta es más fácil de responder con
banalidades: a ninguna parte; a la nada; no se sabe, etc.
Creo que, a la hora de la verdad, cuando la vida
apriete, la muerte nos acaricie o, simplemente, cuando tengamos un minuto
para pensar, ninguna de esas respuestas nos consolará. Mientras tanto, para
los que responden así, basta con no preocuparse demasiado.
La segunda pregunta es más complicada. Las
banalidades tienen que ser más sofisticadas. El porqué del universo no puede
responderse con un simple “porque sí”. Por eso los ateos se han visto
obligados a buscar otras respuestas que les sacien o que, al menos, les
tranquilicen
Por un lado están quienes, para salvar la ínfima
probabilidad de la aparición de la vida, dicen que, en realidad, éste no es
si no uno de los millones de universos que han existido y que ha sido
precisamente en éste donde ha surgido la vida. La idea no está mal, incluso
tiene cierto ingenio. Pero es totalmente gratuita e in demostrable. Si
escribiésemos un libro al respecto, tendría que ser de ciencia ficción.
Por otro lado están los que, para salvar las
apariencias, se agarran al darwinismo como los náufragos de la balsa de
medusa en medio de un mar de incongruencias. Hay que reconocer que Darwin
tenía algo de razón, pero pretender que el ciego azar sea el creador de la
inteligencia humana es como pretender que Rompetechos pintó la Capilla
Sixtina.
Existen muchos más intentos de respuesta, pero la
mayoría son una variante más o menos manida de los anteriores. El problema
de estas afirmaciones es que, al final, requieren de una gran dosis de fe
para ser aceptadas. Porque –si creer es aceptar lo que no vemos- creer que
la vida ha surgido por la existencia de infinitos –e indemostrables–
universos supone un gran acto de fe. Porque creer que la inteligencia es
fruto de una casualidad inconsciente es otro gran acto de fe.
Ambos son actos de fe mucho mayores que creer que Di
os ha creado, y dirige con sus leyes y con su amor, el universo en el que
vivimos. Es verdad que la razón humana no puede decirnos todo sobre Dios. Es
más, nos dice muy poco y pretender lo contrario sería muy pretencioso. Pero
que Dios existe, está perfectamente a su alcance.
En cambio, creer en el dios azar o en el mito de los
infinitos universos parece más práctico. Ninguno de ellos puede reclamarnos
la justicia, la coherencia de vida, el amor o el respeto por los demás. Pero
tienen un problema: ni respetan la realidad ni respetan la inteligencia
humana. Son actos de fe irracionales y nos convierten en seres aislados y
egoístas.
Al final –y también al principio– resulta que lo más
razonable es creer en Dios. Por eso ya decía Juan Pablo II que la fe y la
razón son dos alas que nos elevan a la contemplación de la verdad. El que
encuentre a Dios con la razón será capaz de ver el mundo con mucha mayor
amplitud y perspectiva, pero sin perder pie en la realidad. El que, además,
crea lo que la revelación le dice podrá vivir en plenitud –aunque cueste– y
sentirse amado siempre, hasta la eternidad. El que tenga que apostar que no
lo dude.