Autor: German Sánchez Griese


La esperanza y el desánimo en la vida consagrada
Aprenderá a conocerse y a confiar en las facultades que Dios le ha dado y se enseñará a descubrir también los talentos y a desarrollar las cualidades necesarias para vivir la esperanza  

Entre el cielo y la tierra, o la vida consagrada.
La persona consagrada es la que quiere hacer presente a Dios en esta tierra. Es aquella persona que, enamorada de Jesús, busca enamorarse cada día más de Él y compartir este amor con todas las personas. Toda la teología de la vida consagrada se resume en estos deseos . 1 Para llevar a cabo estos deseos cuenta con muchísimos medios como son la profesión religiosa, los votos, una vida espiritual, un cierto tipo de vida guiado por un horario, una forma de vivir la vida consagrada que le viene especificada por el propio carisma, un trabajo característico que conforma la misión.

Podemos afirmar por tanto que su vida se mueve entre el cielo y la tierra. Las personas consagradas, como aspirantes a la santidad ponen toda su vida y sus acciones en los bienes eternos. Benedicto XVI, en su encíclica Spe salvi, explica exhaustivamente el fundamento y el mecanismo de la esperanza cristiana. Conviene hacer una revisión de este concepto, en muchos casos tergiversado, con el fin de vivir de acuerdo a lo que hemos profesado y ayudar a otros a vivirla, especialmente quienes tienen la responsabilidad de formar a otras religiosas o la de animar con su autoridad una comunidad.

Dice Benedicto XVI que la esperanza tiene su fundamento en la concepción de la vida. “La vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor.” 2 La vida por tanto obedece a un designio divino y nosotros como personas hemos sido puestos en este mundo no como un capricho o bajo la casualidad, sino como fruto de un designio divino y con una misión muy específica que cumplir. Esta misión, que en muchos casos se identifica con una vocación en la vida 3 , que nace del Padre a través de un especial designio creador, se concreta para la persona consagrada en un estilo de vida muy peculiar que mira la vida y la actúa con características muy peculiares. Pero comencemos a explicar en primer lugar el sentido de la vida. Si la vida no es un juego de azar, ni fruto de una casualidad, si estamos aquí con el fin de cumplir con un designio divino, necesitamos encontrar las claves de lectura que nos desvele este misterio. Sería algo chocante a la razón el decir que existe un designio preparado por nosotros, pero que no podemos conocerlo, o que lo conocemos sólo a medias. El designio divino perdería su seriedad, o lo dejaría a la interpretación personal o al vaivén de las circunstancias y de la cultura.

Jesucristo ha revelado el misterio de la vida porque Él mismo la ha vivido, ha traspasado el umbral de la muerte y nos ha revelado el verdadero significado de la vida. “Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia.” (Jn., 10, 10). El significado de la vida lo revela Cristo y además, nos acompaña en el camino de la vida terrena y también en el camino de la vida sobrenatural. “El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 23 [22],4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes.” 4

Nace por tanto en los cristianos la certeza de que la vida tiene una finalidad precisa. No estamos aquí por casualidad y la vida terrena no se destru ye, sino que se transforma, como recuerda uno de los prefacios de la misa de difuntos. La vida por tanto cobra un significado muy especial porque tiene un fin muy específico que es el de llegar a la Patria eterna. Se espera por tanto en una realidad concreta, gracias a la promesa que nos ha hecho Cristo y gracias también al testimonio de su vida y de su muerte que nos muestran claramente aquello que debe ser el porqué de nuestra existencia. Este porqué es llamado la sustancia de la vida, ya que en dicha sustancia el cristiano pone todo lo necesario para vivir. Así como la comida es la sustancia necesaria para mantenerse en esta vida, así la esperanza viene a ser la sustancia que da sostén a toda la vida. Los cristianos esperamos en la vida eterna por la fe 5 , y gracias a esa esperanza no sólo nos mantenemos vivos, sino que damos fundamento a todas nuestras obras. La esperanza se convierte entonces en el fin de nuestra existencia y en la razón de nuest ras actividades. Si por la fe creemos en lo que esperamos. La fe actualiza precisamente o que esperamos. Y más aún, por la fe sabemos que con nuestras obras no son insignificantes, sino que tiene una relación directa con la esperanza. Por la fe yo puedo estar seguro que las obras realizadas servirán como medios para alcanzar la promesa de la vida eterna.

La vida del cristiano cobra por tanto un nuevo matiz. Por la fe puede estar seguro que puede siempre y en todo lugar trabajar por la gloria de Dios, asegurándome la promesa que Él me ha hecho de alcanzar la vida eterna. No importan por tanto los trabajos, los dolores, la materialidad del trabajo. Lo que importa será tener siempre fija la vista en Aquél en quien se espera y en hacerlo todo con el fin de alcanzar la vida eterna. “En resumen, sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios.” 1Cor. 10, 31.

Este tipo de vida lo podemos definir como una vida que < i>cuelga entre el cielo y la tierra. A diferencia de la sociedad romana que veía en el trabajo manual una maldición o una actividad propia de los esclavos, la visión del cristianismo aporta al trabajo la forma de hacer realidad en esta tierra la promesa de la vida eterna. La esperanza de la vida eterna a la cual están llamados todos los cristianos no se actualiza únicamente a partir del momento de la muerte. Esta realidad de la vida eterna se comienza a vivir desde ahora, en la medida en que se tenga puesta la mirada en el vasto horizonte de la eternidad.

Pero cuando falta esta visión de la esperanza, se comienza a sentir una fractura entre lo que se es y lo que se espera, entre lo que se profesa y lo que se vive, entre lo que se prometió vivir y lo que ahora se vive.


Las fracturas de la esperanza o fenomenología de la vida consagrada en Europa.
Conviene recordar que la persona consagrada, no está exenta de caer en la desesperación, en la angustia, en el pecado de la desesperanza. La profesión religiosa no es un “amuleto” contra la desesperanza, ya que su espíritu sigue viviendo en este mundo y muchas veces es solicitado por diversas pruebas, ya sea para purificar su esperanza, ya sea para caminar más deprisa tras las huellas del Señor.

La religiosa, mediante la profesión perpetua ha prometido seguir al Señor en pobreza, castidad y obediencia, esto es, ha prometido poner todos sus bienes no en esta tierra, sino en los bienes eternos. Por la pobreza renuncia a poner su esperanza en las cosas materiales, asegurando todo su porvenir en la Providencia. Por la castidad pone su corazón en las manos del Señor, a quien tiene y considera como su único amor. Y por la obediencia pone su voluntad en la voluntad de Cristo, para hacer lo que Él quiere, no tanto para renunciar a su libre albedrío, sino para poner ese libre albedrío en función de la voluntad de Dios. Los tres votos, si son vividos con radicalidad, c onfiguran una personalidad bien definida. Si la persona consagrada es aquella que pone su esperanza en Cristo, entonces se mueve, o debería moverse no en las coordenadas del hombre carnal, del Adán, del hombre viejo, sino en las coordenadas del hombre espiritual, es decir de Cristo 6 , del hombre nuevo. Cristo se convierte por tanto en su única posesión, en su única esperanza y así puede hacer propia la admonición paulina, “ya no soy que vive en mí, es Cristo que vive en mí.” Todo su ser psíquico y espiritual, es decir, todo lo que conforma su pensar, su querer y su sentir (hombre psíquico), y todo lo que conforma la vida de su alma (hombre espiritual), viene de alguna manera “jalonado” por la esperanza.

Si como dice Juan Pablo II, “el hombre no puede vivir sin esperanza, su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable” 7 , la mujer consagrada vive también esta sana tensión para vivir bajo el signo de la esperanza , es decir, pensar, actuar y sentir de acuerdo a Jesucristo, la única esperanza. Esta forma de vida de acuerdo a la esperanza, no es un dato subjetivo, ni dejado a la interpretación personal de cada religiosa. Vivir de acuerdo a la esperanza es vivir de acuerdo con las enseñanzas de Jesucristo, dato objetivo de la fe. Se establece por tanto una sana tensión entre el dato subjetivo, que es la persona, y el dato objetivo que es la vida y las enseñanzas de Jesucristo. Vivir y actuar de acuerdo con Jesucristo se convierte por tanto en un modelo de vida muy claro y objetivo. Un modelo de vida guiado por la objetividad de Jesucristo.

Las religiosas tienen una posibilidad enorme de vivir de acuerdo a la objetividad de Jesucristo, y por tanto a vivir de acuerdo a la esperanza, cuando viven de acuerdo a su propio carisma. Si “el carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos pa ra ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne” , la mujer consagrada vive la esperanza en la medida en que vive dentro del carisma, en la medida que hace del carisma su ambiente vital. Este ambiente le permite no poner su esperanza en las cosas que no son Cristo, ya que la experiencia del Espíritu que ha hecho el fundador se materializa en cosas muy concretas, como un estilo de vida, una misión, unas relaciones específicas en la vida fraterna en comunidad. Este es el dato objetivo que le permite vivir la experiencia de Jesucristo, al estilo del Fundador. Podemos decir por tanto, que la religiosa que pone su vida en el carisma o que hace del carisma su vida, aprenderá a vivir la esperanza y con esperanza, al estilo con la que la vivió el Fundador.

Los problemas comienzan cuando la mujer consagrada debido a las pruebas por las que va pasando en la vida, pruebas normales que la deberían purificar para vivir más de acuerdo la vida del Espíritu, comienza a flaquera, a hacerse débil y así en una forma imperceptible se va alejando de la esperanza que es Jesucristo para vivir las esperanzas del mundo. Y si es verdad aquello el adagio que dice que somos lo que esperamos, paulatinamente esta mujer consagrada, en lugar de convertirse cada vez más en Cristo, se convierte en aquello en lo que ha puesto su esperanza.

Este proceso no se da de un momento a otro en la vida consagrada. Se va fraguando a lo largo de la historia de la mujer consagrada. Se comienza con una duda, con una inseguridad, con una falta de identidad que va abriendo una grieta en la personalidad de la mujer consagrada. No es que no se pueda tener una duda o un momento de debilidad, el problema es cuando se admite esa duda y esa falta de seguridad y se hace parte de al vida ordinaria. La vida consagrada ya no es esa roca monolítica afianzada en Cristo, como la piedra en dónde se de be edificar una casa, como nos recuerda el evangelio. La vida se convierte en arena movediza en dónde todo tiende a derrumbarse. Se construye la vida en la duda, en la incertidumbre o en la nostalgia de un pasado perdido y que nunca volverá . 9 El inicio de esta fractura de la esperanza se da porque en el hombre, según san Paolo, existe siempre una tensión por vivir de cara al hombre nuevo, es decir Cristo, o de cara al hombre viejo, es decir Adán. El hombre es un ser espiritual llamado a vivir de acuerdo al espíritu de Cristo, pero que se encuentra siempre en tensión por seguir este espíritu, ya que viene también atraído del espíritu del mundo, de forma que puede llegar a decir como san Pablo sigo el mal que no quiero y no hago el bien que quiero. Esta tensión se vive también en la esperanza, ya que el hombre nuevo busca poner su esperanza sólo en Cristo, pero el hombre viejo busca poner la esperanza en los sucedáneos de esta espe ranza. Se da por tanto una fenomenología diversa en dónde el hombre cree que ha puesto su esperanza en una roca firme, cuando en realidad no ha hecho otra cosa que poner su esperanza en arenas movedizas. 10 Recorramos por tanto la fenomenología de la vida consagrada que actualmente se da en Europa y descubriremos, desgraciadamente, estas fracturas de la esperanza.

Falta de la esperanza cristiana
La situación actual por la que atraviesa la vida consagrada en Occidente y especialmente en Europa no es del nada halagüeña. Más que enunciar las situaciones por las que está pasando y que la golpean brutalmente, debemos hacernos cargo de lo que esas situaciones significan o han significado para las religiosas a las que les ha tocado vivir los mejores años de su vida en la época del Concilio.

Haciendo cuentas, podemos constatar que las religiosas europeas que hoy habitan en las casas que la congregación destina para las ancianas, tienen un p romedio de edad de 75 años. Esto significa que en 1970, cuando se comenzaban a poner en práctica real y verdadera las directivas del Concilio, interpretadas por cada congregación o instituto religioso, estas religiosas tendrían una edad aproximada de 35 años, es decir se encontraban como jóvenes adultos en una de las mejores etapas de su vida. Dejando a un lado la inexperiencia de la juventud, habiendo ya hecho una experiencia de vida consagrada y de vida apostólica, se disponían a iniciar con gran fecundidad una de las mejores etapas de la vida. Aún sin los problemas normales de la edad y contando con todas las fuerzas que la juventud permite en aquellos años, podían con su esfuerzo y trabajo hacer que la congregación caminase un paso más en su historia hacia la eternidad. Pero he aquí que en el momento justo de iniciar a dar lo mejor de sí mismas, para ellas y para la congregación, se encuentran con la incertidumbre. La congregación está apenas dando los pasos para adecuarse al Con cilio Vaticano y son años de incertidumbre, de prueba, de tentativos, de experimentación, muchos de los cuales terminan en fracaso o con resultados poco satisfactorios, Bástenos pensar que en la década de los años setentas las deserciones de la vida consagrada se dieron muchas veces en masa en varias congregaciones, se abandonaban obras de apostolado que habían sido el baluarte y la forma precisa de expresar el propio carisma, se cambiaron las formas establecidas de la vida fraterna de comunidad, y en fin, una cosa tan sencilla pero tan trascendental para la identidad de la vida consagrada como era el hábito religioso fue en muchos casos abandonado por completo.

Si las religiosas que debían llevar sobre sus hombros el peso de la congregación fueron presas de la desorientación y la duda de aquellos años, es lógico pensar que, precisamente en esos años en que debían comenzar a fundamentar su consagración sólo en el Señor, al vivir en un estado de zozobra continua pues no se sabía que podía suceder al día siguiente en el apostolado, en la vida fraterna en comunidad o en el gobierno de la congregación, no pudieron poner las bases de una esperanza absoluta y se fueron aferrando a las pequeñas esperanzas que el mundo les ofrecía, creyendo que serían esperanzas definitivas.

Quien va poniendo su esperanza en todo, menos en el Señor, termina por perder la esperanza por completo. La religiosa que hacía los treinta y cinco años debía haber comenzado a cimentar su vida consagrada en bases sólidas, con una sola esperanza en Jesucristo, no aprendió nunca a hacerlo, porque constantemente estaba cambiando las expectativas de su vida. Pasó el tiempo y ahora vive con un grande desánimo, porque se da cuenta que la vida se la he ido y ahora que se acerca a la casa del Padre no ha puesto su seguridad en Cristo. Al llegar a este estadio de la vida puede observarse cansancio, fastidio, falta de ilusión por la vida consagrada. Son religiosas que están en el conven to, pero que ya no son religiosas. Se les ha escapado no sólo la juventud corporal, sino la juventud del alma. Esperan resignadas la llamada de Dios a dejar este sin pena ni gloria. No dan problemas graves, porque su vida es un problema sin una solución aparente. Podía aplicarse a ella lo que dijo Juan Pablo II a los sacerdotes en torno a la pastoral vocacional en Europa: “Y es indispensable que los sacerdotes mismos vivan y actúen en coherencia con su verdadera identidad sacramental. En efecto, si la imagen que dan de sí mismos fuera opaca o lánguida, ¿cómo podrían inducir a los jóvenes a imitarlos?” 11

El fatalismo.
Como consecuencia de esta falta de esperanza nos encontramos en Occidente con personas consagradas que por no haber aprendido a ejercitar la esperanza en Jesucristo, “el único que no desilusiona”, han perdido la posibilidad de relativizar todos los eventos y verlos en función de Jesucristo, cayendo en una especie de fatalismo, p ensando que Dios se encargará de todo, o que nada tiene ya sentido o todo está ya determinado por la Providencia, perdiendo el ánimo y el sentido de la existencia.

El fatalismo se ha extendido mucho entre las religiosas por la situación tan difícil por la que pasa la vida consagrada. Llamadas a realizar en sí mismas una maternidad espiritual, se encuentran con las manos vacías al final de su vida, por haber puesto su esperanza en esperanzas humanas. El pensar sólo en el trabajo, dando a la oración poco espacio en la vida, el ver erosionada sus ilusiones poniendo su esperanza en cosas efímeras, que ellas creían absolutas, origina la enfermedad de la esperanza, que ya no sabe esperar. Pierde el sentido cristiano de que Jesucristo es el Señor de la historia, perdiendo por tanto el sentido de su historia personal.

Al verse perdida de esta forma, y como el hombre no puede vivir sin esperanza, caen en la única ilusión que es el fatalismo, pensando que no tiene ya caso el seguir esperando, el seguir luchando. Juzga como infantiles o ilusiones adolescenciales los planes de evangelización, las iniciativas pastorales o simplemente la vida de consagración. El fatalismo se ha apoderado de ella y lo único que espera, si es que le queda aún la capacidad de esperar, es la salida de este mundo, más o menos en forma decente y religiosa.

Vive sus compromisos de la vida consagrada en forma más o menos mesiánica, pero ha perdido ese amor primero y fresco, recordando las palabras del Apocalipsis: “Porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, estoy por vomitarte de mi boca.”


La labor de la superiora de comunidad.
Lo primero que debe hacer la superiora de comunidad es aceptar el hecho de que se encuentran con personas que han perdido toda la ilusión de vida, enfermas y postradas por el desánimo. Sin esta toma de conciencia, es difícil que pueda ayudar a las religiosas a salir de este estado, pues se asemejará al m édico que de frente a una apendicitis recomienda solamente una aspirina para aliviar el dolor. No debe caer en los extremos de escandalizarse frente a la constatación de los hechos, ni tampoco debe minimizarlos. Sencillamente debe aceptarlos como parte del tiempo que le ha tocado vivir y los debe enfrentar. Para ello, vale la pena recordar y comentar lo que al respecto menciona el documento del Magisterio de la Iglesia sobre el servicio de la autoridad y la obediencia: “La autoridad está llamada a infundir ánimos y esperanza en las dificultades. Igual que Pablo y Bernabé animaban a sus discípulos enseñándoles que «es necesario atravesar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22), así la autoridad debe ayudar a encajar las dificultades de cada momento recordando que forman parte de los sufrimientos que con frecuencia jalonan el camino hacia el Reino.” 12

Una de las prioridades de la superiora de comunidad debe ser el enfrent ar la situación de desánimo por la que pasan algunas o todas las religiosas de la comunidad. La superiora no debe dar la espalda a esta situación, de por sí dolorosa y en muchos casos grave. No hacer caso a esta situación significaría que la superiora ha caído también en el desánimo, pensando que poco o nada puede hacer por religiosas que después de toda una vida consagrada, se dejan llevar por el fatalismo y el derrotismo. Es verdad que las religiosas que han caído en el desánimo no quieren salir de ese estado o no ven los motivos por los cuáles deban nuevamente vivir la virtud de la esperanza. Esta postura es contagiosa y la primera en que puede ser contagiada es la superiora. El contagio se adquiere cuando la superiora piensa de la misma manera que las religiosas al creer que nada puede ya cambiar en la vida de esas religiosas y que, por el bien de la paz –como muchas veces se llega a invocar- es mejor dejar la cosas como están, el famoso laisesz faire, laisesz passe de los franceses.

La superiora de comunidad debe sacudirse esa actitud pasiva y poner manos a la obra. Parte de su misión es ayudar a esas religiosas a enfrentar el desánimo y la desesperanza, que no son enfermedades psicológica, sino como hemos dicho, son enfermedades eminentemente espirituales. Lo primero que debe hacer es rezar por las almas a ella encomendada que se encuentran en esas situaciones de desánimo o de abandono total en la vida consagrada. Es cierto que en muchos casos la intervención de la superiora requerirá una presencia constante, echar mano a medios ordinarios o extraordinarios para reavivar el gusto de haber sido elegida por el Señor para ser su esposa. Sin embargo poco o nada duradero podrá alcanzar si no intercede por esas almas en la oración. La superiora debe recordar que ella, como Moisés, debe alzar los brazos al cielo, para que las religiosas que padecen estas enfermedades del espíritu salgan victoriosas de la lucha que deben enfrentar. Debe re cordar que una de las misiones que tiene es la de santificar a la comunidad mediante “el incremento de la vida de caridad conforme al modo de ser del Instituto.” 13

Mediante la oración, la superiora de comunidad expresa su presencia y su cuidado por estas religiosas. Sin embargo, por el tipo de enfermedad espiritual que padecen estas religiosas, es necesario que la religiosa se haga presente en la vida de ellas, en forma tal que tomen conciencia que la superiora participa de sus sufrimientos, sus angustias y su soledad. Para ello, la superiora debe darse su tiempo para estar con ellas, platicar con ellas, rezar con ellas y así darles nuevos ánimos. Este tipo de enfermedad no se cura de un momento a otro, requiere de una infinita paciencia y de una constante presencia. Las religiosas enfermas, como parte de su enfermedad, piensan y están seguras que nadie se interesa por ellas. Por tanto, la presencia constante, amorosa y fiel de la superiora, puede hacer mucho para curar sus heridas: “El guía de la comunidad es como el buen pastor que entrega su vida por las ovejas y en los momentos críticos no retrocede, sino que se hace presente, participa en las preocupaciones y dificultades de las personas confiadas a su cuidado, dejándose involucrar en primera persona. Y, lo mismo que el buen samaritano, está atento para curar las posibles heridas.” 14

Un posible origen de esta enfermedad es la actividad apostólica que han desarrollado las religiosas durante toda su vida y que, en un momento determinado viene suspendida por motivos de enfermedad o ancianidad. Quien durante toda su vida, a pesar de los cambios y las incertidumbres constantes a las que debió enfrentarse, mantuvo como identidad de su vida la actividad, es decir, hizo de la actividad la razón y el fundamento de su vida, es lógico que al cesar esta actividad experimente un hueco o un vacío que ahora nada ni nadie puede llenar. No es el tiempo por tanto para que la superiora inicie una catequesis sobre el activismo. Es el tiempo para que le haga ver a la religiosa la belleza de pertenecer al Señor en la vida consagrada, simple y sencillamente por el hecho de que ha sido Él quien ha tenido la iniciativa de llamarla. Le hará recordar la gratuidad de la llamada y le hará ver que la forma más adecuada de responder a dicha llamada no es la actividad, sino el amor. Muchas de estas religiosas, en el umbral de la vida se preguntan constantemente por el sentido de su vida, por el sentido de todo lo que han hecho. Han trabajado, se han entregado y la congregación debe ser agradecida con ellas. Sin embargo no pueden escapar a sentir esa angustia en su interior cuando no han vivido la actividad apostólica como un signo de su consagración. En un mundo utilitarista, que todo lo valora en función de lo que produce, estas muejres consagradas también pueden ser presa de esta forma de pensar. La superiora de comunidad les hará ver que más allá del as pecto utilitario está el aspecto del amor. Y les ayudará a tomar conciencia de esta nueva dimensión de su vida consagrada, la dimensión del amor: “No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de « despilfarro » de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia? Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su « funcionalidad » inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio eva ngélico de la unción de Betania: « María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume » (Jn 12, 3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: « Déjala » (Jn 12, 7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ?No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: « Déjala ».A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración « utilitarista », es signo de una sobreabund ancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida « derramada » sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada. Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.« Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el Dios-hombre, que es el su mamente Amado ».” 15

Las ayudas humanas
Si bien el desánimo es una enfermedad espiritual, algunos de los remedios más eficaces apuntan hacia los medios humanos. La superiora de comunidad no debe olvidar la unicidad del hombre y si bien el espíritu de estas religiosas puede estar enfermo, parte de su curación puede darse por medios humanos. Ya hemos mencionado como la compañía y la atención constante de la superiora de comunidad, que es un medio humano, puede sanar en parte la enfermedad del espíritu. Por ello a continuación mencionaremos algunos otros medios humanos que la superiora puede poner en práctica para curar estas heridas espirituales.

Ayudar a creer en lo que hacen y en lo que son.
Alessandro Pronzato 16 cuenta una historia verdaderamente deliciosa. Se trata de un sacerdote que ejerce su apostolado con muco celo en una casa para ancianas. Armado de infinita paciencia y bondad, se ha ganado el corazón de todas las inquilinas... a excepción de una sola. Férrea y sin aparentes muestras de conversión, permanece alejada del sacerdote y de las prácticas devocionales, cultuales y sacramentales de dicha casa para ancianas. Le ha dicho claramente al sacerdote que de ella no debe esperarse nada. El bueno del sacerdote, con mucha calma y tranquilidad, sin faltas de educación continúa su labor, hablándole, saludándola, llenándola de buenas formas. Una vez que visita al cuarto en dónde se encuentra esta anciana para llevar la comunión a la vecina con la que compartía el cuarto sucede que esta anciana reacia, después de tres años de negar una atención al sacerdote, tiene la delicadeza de ponerse de pie cuando entra el sacerdote portando el viático. Se levanta e inclina la cabeza. El sacerdote ni puede decirle nada, porque en esos momentos lleva a Cristo eucaristía, pero goza internamente y está dispuesto a continuar el trabajo por otros tres años, aunque sea sólo para arrancar a esta anciana otro gesto de religiosidad.

La esperanza no se improvisa, no se inventa, se construye paso a paso y es necesaria invitarla como compañera de camino en la vida. Hemos dicho que el tener fe no significa que automáticamente tengamos esperanza. Hay que trabajarla, hay que luchar, hay que poner los medios adecuados. “La esperanza es audaz, pues cree que lo imposible para los hombres es posible para Dios (Mt. 19,26), y es ampliamente trascendente: desea y procura la venida de Cristo, el triunfo del Reino de Dios, la plena unión con Dios, la liberación de todo el cosmos (Rm. 8, 19-25).”

Uno de estos medios es hacerles ver a las religiosas el sentido de lo que son y de lo que hacen. Sus sacrificios, sus dolencias, sus achaques y sus limitaciones en el plano de Dios tienen un gran sentido y ellas pueden recuperar la esperanza en sus vidas cuando aprenden a mirar con los mismos ojos de Dios las circunstancias por las que están pasando. Todos los actos de la perso na consagrada, por el hecho de haberse consagrado, redundan en la gloria de Dios y de alguna manera son medios eficaces para el advenimiento del Reino de Dios en esta tierra. Quien así piensa engendra una corriente de pensamientos positivos que la llevan a esperar algo bueno, algo positivo de cada acto, llegando incluso a la audacia, tan necesaria en la Europa descristianizada que nos ha tocado vivir. Se establecen por lo tanto dos posturas a partir de un mismo hecho., La esperanza o la desesperanza dependerá de la visión que se tenga, no de la realidad, sino de lo que uno hace. Si la persona cree que lo que hace es de utilidad para que Cristo se haga presente en la sociedad, para el triunfo de su reino, entonces comienza a trabajar con la mira puesta en ideal, no sólo en la realidad. Quien se cuestiona vanamente sobre lo que hace, no cree que la obra que realiza pueda reportar algo de positivo al mundo, a la sociedad, caerá entonces fácilmente en el desengaño, la desesperación y la desilusión. Sin llevar el caso al extremo, diremos que será una persona destinada a ir pasando, a sobrellevar la vida, a irla pasando.

Para creer en lo que se hace, es necesario tener un ideal. La mujer consagrada, bien sabemos, tiene muchos y nobles ideales en su vida consagrada. Pero para que este ideal abrace toda la vida de la consagrada es necesario que ella verdaderamente crea en este ideal.

La superiora de comunidad puede ayudarle a recuperar el ideal de su vida, mediante la consideración de tres elementos: el ideal debe ser conocido, el ideal se querido, y el ideal puede llevarse a la práctica . 18 Cuando el ideal puede reducirse a una meta clara y objetiva, la persona conoce con certeza hacia donde debe moverse. Como decía Platón, no hay buen viento para quien no sabe a qué puerto arribar. Si se sabe el punto de llegada, puede establecerse una ruta, un camino. La persona podrá diseñar, ella misma o con la ayuda de otros, los me dios más adecuados para alcanzar el ideal. Aprovechando las cualidades que tiene, o ensayando nuevas, es probable que la mujer consagrada se mueva en la justa dirección.

Para que el ideal vaya tomando forma, es necesario que la mujer consagrada quiera alcanzar el ideal. Aquí hablamos nuevamente de la diferencia entre saber y querer. La voluntad se mueve sólo por aquello que la mente ve como un bien. Si la mente le presenta a la voluntad un menú de ideales, pero no se apasiona por ninguna de ellas, la voluntad no se mueve. Es necesario que la mente se enamore de un ideal, vea el bien que le puede traer la posesión de ese ideal. Sólo entonces la voluntad, como un resorte a disposición de la mente, se moverá para conseguir ese ideal, que la mente ya lo ha considerado como bueno, apetitoso y deseable. La superiora de comunidad puede ayudar a que la religiosa enferma vuelva a enamorarse del ideal y desencadene esa corriente positiva en todo su ser, que se llama amor por el Ama do.

Por último, el ideal debe estar al alcance de la mano de la mujer consagrada, especialmente si está enferma. No tiene que ser un ideal tan alto que sea inaccesible. La mente se da cuenta de ello y al darse cuenta que no lo puede alcanzar, se descorazona más aún de lo que está. De aquí que la voluntad, al no percibir ya el ideal como algo deseable, deja de mover los recursos necesarios para la adquisición de dicho ideal. Conviene por tanto que la superiora de comunidad haga accesible y apetecible el ideal. La superiora de comunidad puede ayudarse en esta labor pensando como a los niños se les presentan pequeños ideales para ir formando su voluntad. De la misma forma ella puede ir presentando ideales accesibles a estas religiosas en forma tal que puedan recuperar poco a poco la virtud de la esperanza.

El carisma de la congregación puede ser considerado un ideal para la mujer consagrada. Ideal que puede ayudarle para salir de la desesperanza, pero siempre a con dición que conozca bien el carisma, lo quiera alcanzar y sea accesible para la religiosa enferma. Conocer el ideal no es saber de memoria las Constituciones o enterarse de las últimas disposiciones del Capítulo General. Conocer el ideal es saber cómo lo puede aplicar en la vida diaria, en su situación actual y cómo el ideal hace posible la actualización de las promesas de Cristo y las bienaventuranzas. Un determinado trabajo apostólico a la medida de sus fuerzas, la celebración de un acto litúrgico, la obra aparentemente más sencilla, pueden verse con un óptica distinta cuando se hacen parte del carisma y cuando se ven cómo medios para alcanzar el ideal. De esta manera, la mente lo presenta a la voluntad como un bien a conseguir, y si este bien se percibe como posible, inmediato, y de esta manera es muy probable que la mujer consagrada comenzará a vivir su vida consagrada con una tonalidad de esperanza. Cree en lo que hace, porque lo que hace es parte de su ideal.


Alegrarse con lo que se hace.
Parece que hoy en día el pesimismo cuenta con carta blanca en todas partes. Quien ve las cosas bajo una óptica de desastre es considerada una personal racional, pensante, ubicada. Quien por el contrario sólo ve los aspectos positivos, es tachada de ilusa, descentrada, fuera del contexto de la realidad.

No se trata de ocultar el sol con un dedo y hacer caso omiso de la situación que vemos a nuestro alrededor. Quien en la vida religiosa femenina osa decir que las cosas van bien, muy bien, inmediatamente es sujeto de miradas inquisitivas o por lo menos recibe un juicio caritativo: “¡pobre iluso! Se ve que no conoce la situación.” De acuerdo, las cosas no van cómo deberían ir, pero ¿se gana algo proclamando la parte negativa? En un bosque puedo fijar la mirada en la rama verde, florida, hermosa, o puedo fijarme en los cientos de troncos quemados, secos maltrechos. No cambio en nada la realidad: es un bosque quemado. Pero mi estado de ánimo cambia cuando veo la rama verde, aunque sea una sola, en medio de las cenizas.

El pesimismo es el estado de ánimo que tiende a ver sólo nuestras fantasías. De un suceso desagradable hacemos una ley de vida, de un acontecimiento infortunada sacamos conclusiones perentorias. El pesimista que es mordido por un perro pensará que todos los perros lo morderán. Es una actitud de la mente que resta energías a la persona y le hace ver aspectos negativos en donde no los hay.

La visión del cristiano, y por ende, de la mujer consagrada, debe ser una visión de esperanza. Pero no una esperanza, tan vaga y eterna, que nos haga llegar a la muerte, sin haber pregustado, aunque sea un poco, esta esperanza en la tierra. Y para ello se necesita cultivar una gran dosis de optimismo, es decir, aprender a ver el lado positivo de las cosas. Si teológicamente el mal es ausencia de bien y en el mal no está Dios, porque Dios es el bien supremo, de nada sirve que fijemos nuestra vista, nuestra atención, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, en una palabra, todo nuestro ser, en el mal, en las cosas negativas. Ahí no está Dios. En cambio, cuando fijamos nuestra atención en los despuntes del bien, por más pequeños que estos sean, vivimos la virtud del optimismo, que es la puerta de la esperanza cristiana. Me imagino a los primeros cristianos en las catacumbas de Roma, que en medio de las persecuciones, aún siendo ellos minoría, se comunicaban con desbordante alegría los avances del Reino, las conversiones, aún a pesar de vivir momentos difíciles de persecución y de muerte. El cristiano sabe cultivar la visión de optimismo, pues buscando lo bueno en los acontecimientos, en las personas, en todo, busca a Dios y abre la puerta a la esperanza.

La superiora de comunidad ayudará a cultivar el optimismo en lo que hacen o en lo que viven las religiosas enfermas. Estar alegres con el trabajo, ayudarles a que lo realicen con pureza de intención acerca a Dios, hace avanzar el Reino de Cristo en esta tierra y torna la vida más serena y positiva. Les enseñará a reírse de sí mismas, de sus fallas y de sus achaques, de sus errores, de sus olvidos. El alegrarse con el trabajo y con todo lo que sucede en la vida, es ver las dificultades y los momentos negros no como dificultades o momentos negros, sino como desafíos. Pero para llevar a cabo esa transformación se necesita optimismo, para buscar el bien y el lado positivo en esa dificultad, en ese momento negro.

Hoy la vida consagrada, por ejemplo, como dice Graziella Curti, vive momentos de transición. “Un tiempo silencioso porque se describe sólo en el ritmo de lo cotidiano. Es un tiempo doloroso, largo, porque se han dado separaciones, lutos.” 18 No podemos negar esta realidad que nos circunda. Y las consecuencias de ello es grave, bien lo sabemos, pues se tienen que abandonar algunas obras apostólicas, se debe redimensionar el Instituto y no se sabe que ha cer al no haber consagradas que suplan a las que ya se han ido a la casa del Padre. Aquí viene la diferencia entre vivir el optimismo y caer en una visión no del todo positiva. Quien vive la esperanza cristiana, sabe leer esta situación como un reto. Son momentos difíciles, pero son momentos para actuar. Está movida por el ideal, el ideal del carisma que la impele en la búsqueda de nuevas formas, quizás nunca antes probada, para que el carisma siga adelante. Intentará todo, antes que ver el Instituto morir o apagarse en su fervor, porque sabe que viviendo el carisma se llevan a cabo las promesas de Cristo, para ella y para muchas otras personas. Su acción no es la resignación, el esperar mejores tiempos, el sentirse minoría. Su acción parte de una visión positiva de estas circunstancias. A tiempos difíciles, acciones de envergadura. El optimismo, confianza en sí misma, en el carisma y en definitiva, en Dios, la hace tomar decisiones audaces como las que tomó su Fundador/a. No busca el sensacionalismo o la idea de grandeza, sino el llevar a cabo el carisma. Este es su ideal y tiene de él una visión positiva.

Cultivar el optimismo ayuda también a mantener una sana higiene mental. Estar alegre con lo que se hace genera paz y tranquilidad. La mente está más abierta para recibir nuevas ideas. Viviendo el optimismo es posible generar una corriente de positividad que hacer ver la vida con más calma, serenidad, paz, tranquilidad, abierta a Dios y a su Espíritu.


Esperar en nosotros mismos.
Dice Alessandro Pronzato que se necesita más valor para iniciar un trabajo que para terminarlo. Y es cierto. Comenzar un trabajo requiere una gran confianza, no sólo en lo que se realiza, sino en un mismo.

Hemos hablado hasta este momento de llevar a cabo grandes empresas, de confiar en la esperanza, de cultivar el optimismo, pero hasta el momento no hemos hablado, o hemos halado poco de la persona que debe ser optimista, confiar en la esperanza, llevar a cabo grandes obras. Necesitamos por tanto dedicar un espacio de nuestro estudio a la persona que debe vivir la esperanza, es decir, la persona consagrada.

Hoy más que nunca el hombre tiene los recursos necesarios para conocer fenómenos y misterios que antes le eran ocultados. Ha ido y vuelta a la Luna, conoce muchas de las enfermedades que permanecían veladas a las generaciones pasadas. Cuenta en su haber con tecnologías jamás antes soñadas. Y sin embargo, aún no sabe quién es el hombre. Todos los misterios están cayendo, pero permanece desconocido, hoy más que nunca, el misterio del hombre.

Y quizás para la persona consagrada, permanece con mayor incisividad este misterio. Por el estilo de vida que lleva, la persona consagrada debe pasar un buen tiempo de su jornada en el silencio, bien sea el silencio de la oración o aquel silencio en el que debe rodear su vida y su quehacer. Y el silencio es amigo para conocerse a uno mismo. La persona consagrada descubre su identidad delante de Dios. Y ahí también descubre la misión a la que está llamada.

“Conócete, acéptate, supérate” es la máxima de San Agustín, válida para todos los tiempos. Si la persona consagrada quiere vivir la esperanza, junto con todos elementos que hemos mencionado, deberá también confiar en ella misma, en las facultades que Dios le ha dado, como a cualquier hombre, para llevar a cabo la misión encomendada. Si la misión a que está llamada hoy la mujer consagrada en Europa es a ser portadora de esperanza, ella misma será la primera en vivir la esperanza, confiando en que con las cualidades que Dios le ha dado, la podrá llevar a cabo. Y todas las otras actividades que la misión conlleva, necesariamente pasarán por el matiz de la persona.

Por lo tanto es necesario un conocimiento de las facultades de la persona, inteligencia y voluntad, de sus sentimientos y emociones, de su psicología, de sus posibilidades, para emprender el camino de la esperanza. Si la persona no creen en sí misma, no espera en ella misma, difícilmente vivirá la esperanza. Bien puede ser que existan patologías que impidan el desarrollar una adecuada confianza en sí misma. Como toda patología deberán ser revisadas y curadas por los especialistas. Pero de no constar una patología que impida la confianza en sí misma, la persona puede y debe desarrollar un adecuada estima personal que la haga sentir segura de sí misma en el momento de enfrentar cualquier acontecimiento en la vida.

Para desarrollar esta adecuada estima de sí misma, la mujer debe analizar cualquier bloqueo que le esté previniendo de poder confiar en ella misma. Con la ayuda de la guía o del acompañamiento espiritual –no hablamos en este caso de patologías psico-físicas, podrá desarrollar una confianza en que con sus propias fuerzas y ayudada de Dios podrá cumplir lo que para ella es la voluntad de Dios. Si por diversos motivos la persona consagrada no ha apren dido a confiar en ella misma, conviene que cuanto antes desarrolle un programa de trabajo en este aspecto. En él detectará las fallas en la seguridad persona y pondrá los remedios necesarios.

Aprenderá a conocerse y a confiar en las facultades que Dios le ha dado y se enseñará a descubrir también los talentos y a desarrollar las cualidades necesarias para vivir la esperanza. Pues puede llegarse el caso de que por desconocimiento del adecuado funcionamiento de las facultades, la persona consagrada no se aventure en apostolados o actividades propias de su carisma.

Aprenderá a vencer el temor y el complejo de inferioridad que impiden el desarrollo de la esperanza en la propia vida. Para vencer el temor se enseñará a actuar, a concretar su miedo, a afrontar el hecho que le causa temor y analizar sus consecuencias, a evitar caer en el pánico, poniendo pensamientos y sentimientos de confianza en Dios y en sus propias habilidades.

Y para vencer el complejo d e inferioridad deberá conocerse aceptando sus limitaciones pero también aceptando sus cualidades. Se pondrá metas de acuerdo a sus posibilidades y cada vez las irá aumentando. Extirpará de su mente los pensamientos de comparación con otras personas, aceptando el hecho de que ella es buena también para muchas cosas en las que las otras no lo son. Recordará sólo los triunfos, tratando de cancelar las derrotas o analizando objetivamente las causas de éstas.


Decidirse por la caridad.
Es difícil expresar en unas cuántas líneas una fórmula para vivir la esperanza, pues podríamos caer en un simplismo inoperante o demagógico. Sin embargo podemos encontrar una idea que reúna todo lo que hemos dicho y que haga posible que la mujer consagrada viva la esperanza. Una idea que polarice todo su ser, que haga aplicar el carisma, como centro de su ser y como espolón de su actuar. Podemos mencionar: “La llamada a vivir la caridad activa, dirigida por los Padres sinodales a todos los cristianos del Continente europeo, es una síntesis lograda de un auténtico servicio al Evangelio de la esperanza. Ahora te la propongo a ti, Iglesia de Cristo que vives en Europa. Que las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias de los europeos de hoy, sobre todo de los pobres y de los que sufren, sean tus alegrías y esperanzas, tus tristezas y angustias, y que nada de lo genuinamente humano deje de tener eco en tu corazón. Observa a Europa y su rumbo con la simpatía de quien aprecia todo elemento positivo, pero que, al mismo tiempo, no cierra los ojos ante lo que es incoherente con el Evangelio y lo denuncia con energía.” 20

Viviendo la caridad, la mujer consagrada puede vivir la esperanza. Por la caridad la mujer consagrada ama a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí misma. Al amar al prójimo se olvidará de sus temores, de sus angustias y buscará lo mejor para el hombre europeo, que es la vida eterna, las promesas de Cristo en las Bienaventuranzas. Luchará por hacer que esas promesas se hagan vida en la vida de muchos europeos, descubriendo los nuevos nombres de la pobreza: vacío del sentido de la vida, soledad, droga, sexo, bienestar material desenfrenado, individualismo exarcebado. Y las hará suyas para buscar una solución y encontrará la única solución en Cristo, esperanza que no desilusiona siempre a través del carisma que la Iglesia ha regalado a su Instituto.

El amor puede hacer que hoy la mujer consagrada europea recupere la esperanza.


NOTAS
1 “La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la carida d en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial.” Código de Derecho canónico, c. 573 § 1.”
2 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 7.
3 “Reconocer al Padre significa que nosotros existimos a su manera, habiéndonos creado a su imagen (Sab 2,23). En esto, pues, se contiene la fundamental vocación del hombre: la vocación a la vida y a una vida concebida al instante a semejanza de la divina.” Obra Pontificia para las vocaciones eclesiásticas, Nuevas vocaciones para una nueva Europa, 6.1.1998, n. 16a.
4 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 6.
5 “Tomás de Aquino, usando la terminología de la tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera: la fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente inclinada a aceptar lo que ella misma no ve. Así pues, el concepto de « sustancia » queda modificado en el sentido de que por la fe, de manera incipiente, podríamos decir « en germen » –por tanto según la « sustancia »– ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta « realidad » que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no « aparece »), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma.” Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 7.
6 “Il Dio degli inizi e delle promesse è il Dio dei compimenti. In Lui non c’è sì e no. (…) ma in Gesù Cristo c’è soltanto il sì alle promesse del Padre. Proprio su questo poggia la speranza del crsitiano.” Giovanni Moioli, L’esperienza spirituale, Edizoni Glossa, Milano 1994, p. 25.
7 Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 28.4.2003, n. 10
8 Sagrada Congregación para los religiosos e Institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n.13.
9 Juan Pablo II ponía en guardia a las personas consagradas de la tentación de mirar siempre al pasado frente a los problemas que deben enfrentar en el mundo de hoy. Una tentación que se hace cada vez más fuerte cuando se pierden las coordenadas de la propia identidad: “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas. Haced de vuestra vida una ferviente espera de Cristo, yendo a su encuentro como las vírgenes prudentes van al encuentro del Esposo. Estad siempre preparados, sed siempre fieles a Cristo, a la Iglesia, a vuestro Instituto y al hombre de nuestro tiempo.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica postinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 110.
10 El teólogo de la vida espiritual, Giovanni Moioli lo expresa con los siguientes términos: “… dovremmo dire che è un contrasto, una tensione, una lotta tra speranze. L’uomo nuovo vive non sfuggendo a questa dialettica, ma accettandola e facendo in modo che non sia la speranza in autentica, ma quella autentica a dominare nella vita.” Giovanni Moioli, L’esperienza spirituale, Edizoni Glossa, Milano 1994, p. 25.
11 Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 40.
12 Congregación para los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, 11.5.2008, n. 13d.
13 Sagrada congregación para los religiosos y los Institutos seculares, Mutae relationes, 14.5.1978, n. 13b.
14 Ibídem.
15 Juan Pablo II, Exhortación apostólica postinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 104.
16 Alessandro Pronzato, Alla ricerca delle virtù perdute, Piero Gribaudi Editore, Milano, 2000, pp. 130 – 135.
17 José Rivera, José María Iraburu, Espiritualidad católica, Ed. Centro de estudios de teología espiritual, Madrid, 1982, p. 282.
18 Para la explicación de esta parte, nos apoyaremos en el libro de Narciso Irala, Il controllo del cervello, Edizioni San Paolo, 1997, Milano.
19 Graziella Curti, Dalla minoranza alla minorità, en Consacrazione e servizio, Anno LIV n. 3 Marzo 2005, p. 24.
20 Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 104.