La economía de la Palabra de Dios (A los 40 años de la Dei Verbum)


Vicente Balaguer
 



 

 

Cfr. Scripta Theologica 37 (2005/2) 407-439

Sumario

1. Marco de la composición y de comprensión.- 2. Noción de Revelación.- 3. Dei Verbum. Estructura.- 4. Palabra de Dios: 4.1. La palabra de Dios de la revelación. 4.2. La palabra de Dios de la proclamación apostólica. 4.3. La Sagrada Escritura, palabra de Dios recibida en la Iglesia.

Resumen

La recepción en la Iglesia de la Constitución dogmática Dei Verbum ha señalado la importancia de este documento diciendo que es la puerta desde la que se debe acceder a los demás. Como logros más importantes se han señalado: la inserción de la Sagrada Escritura en la Revelación, y la presentación de la Revelación y de la Tradición de modo más dinámico que en los anteriores documentos del Magisterio. Sin embargo, la literatura teológica advierte que todavía queda por desarrollar mejor lo que el documento sugiere acerca de la inspiración y la interpretación de la Sagrada Escritura. El trabajo hace notar que esta tarea se realizará mejor reflexionando serenamente sobre la estructura de Dei Verbum.

 

El próximo 18 de noviembre se cumplirán 40 años de la promulgación de la Constitución Dogmática Dei Verbum. Desde aquel 1965 la reflexión teológica se ha detenido más de una vez en lo que representa este documento conciliar para el pensamiento cristiano y para la vida de la Iglesia [1]. De este texto se ha dicho, por ejemplo, que es el pórtico desde el que se tiene que acceder a los restantes escritos del Concilio ya que presenta el horizonte de la Iglesia a la escucha de la palabra de Dios [2].

Sin embargo, un conocedor del texto de Dei Verbum, y de la teología de la revelación, de la talla de René Latourelle recordaba hace pocos años que queda todavía mucho por hacer: la Constitución Dogmática Dei Verbum es tan densa como poco conocida [3]. Juicios semejantes no son difíciles de encontrar en otros lugares. Es cierto que este documento ha dejado muchas cosas resueltas. Deja resuelto el tema de la historicidad de los evangelios, así como el valor de la investigación histórico crítica, deja resuelta la cuestión del lugar de la Tradición en la transmisión de la revelación, deja también clara la relación entre Biblia y la Liturgia, y, de modo más amplio, el lugar de la Escritura en la Iglesia [4]. Pero aún quedan por desarrollar aspectos muy importantes presentes de una u otra manera en Dei Verbum: los que pueden derivarse de una teología de la Sagrada Escritura, que sin duda está expuesta en la Constitución [5].

Que estas cuestiones se traten a partir de un documento del Magisterio de la Iglesia no debe entenderse sólo como un motivo circunstancial, por el hecho de que se cumplan cuarenta años de la promulgación de Dei Verbum. En realidad la teología de la Escritura, como un tema teológico, tiene poco más de un siglo; además, desde su inicio la reflexión teológica sobre el asunto ha ido unida al Magisterio de la Iglesia [6]: la elaboración de la teología de la Escritura ha tenido tan presentes las fórmulas del Magisterio de la Iglesia que muchas veces ha hecho de ellas el punto de partida de la reflexión [7]; a su vez, el Magisterio ha estado permeado por la exposición teológica del momento. Esto es claro en casi todos los documentos, pero quizás lo sea todavía más en Dei Verbum.

En las páginas que siguen, al hilo del comentario de algunas características del texto conciliar, querría llamar la atención sobre alguno de estos puntos relativos a la teología de la Escritura anotados un poco más arriba. En concreto, pienso en la inspiración y en la interpretación de la Sagrada Escritura. Las dos nociones se pueden aclarar desde la concepción de la Escritura como palabra de Dios que privilegia el Concilio. Pero, a su vez, esta noción depende más de la estructura del documento como texto, como una unidad de comunicación, que de afirmaciones puntuales. En este trabajo comenzaré abordando las cuestiones más generales -estructura, líneas directoras de Dei Verbum, etc.-, pero imprescindibles para comprender el ser y la función de la Sagrada Escritura, objetivos que reservo para un trabajo posterior.

1. Marco de la composición y comprensión

La epistemología de la historia describe una regla eficaz para la comprensión: no conocemos a fondo lo real hasta que no conocemos lo posible, no conocemos verdaderamente lo que ocurrió en el pasado hasta que no Podemos contrastado con lo que podía haber ocurrido [8]. A este respecto, y en el tema que nos ocupa, es indudable que un primer acercamiento a Dei Verbum no puede limitarse a la lectura del documento. Debe tener presente la historia de su composición [9]; y pueden ser de mucha utilidad los comentarios a la Constitución [10] para conocer, por ejemplo, el alcance —y los motivos— de los sucesivos cambios que se introdujeron en la redacción del texto.

Sin embargo, de manera más elemental, en lo que se refiere a la comprensión de la Sagrada Escritura en la Iglesia, pienso que hay tres lugares a los que es necesario referirse cuando se quiere percibir con más claridad el horizonte abierto en la Iglesia con este texto del Vaticano II. En primer lugar, el valor de Dei Verbum se esclarece si se lee aliado de los documentos que le preceden y que son en cierta manera sus ancestros: la Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I, y las tres encíclicas bíblicas del último siglo: Providentissimus Deus (1893), Spiritus Paraclitus (1920) y Divino Afflante Spiritu (1943). Cada uno de estos documentos está citado tres o cuatro veces en el texto y, en cierta manera, cada uno de ellos se puede considerar un predecesor de Dei Verbum. Es evidente que el contraste con esos documentos servirá no sólo para descubrir los nexos de continuidad, sino también para notar lo que la Constitución del Vaticano II dice de novedoso.

El segundo contexto que puede iluminar Dei Verbum es el desarrollo de las discusiones en el aula conciliar. En concreto, las cinco redacciones que tuvo el texto desde el primer esquema de 1962 hasta que se aprobó el texto tres años más tarde. Dentro de esta redacciones, es importante darse cuenta de la diferencia entre el primer esquema titulado Schema Constitutionis dogmaticae de fontibus revelationis, y el segundo, llamado Schema Constítutionis dogmaticae de divina revelatione. Cambiar el objeto —desde las fuentes de la revelación, hasta la revelación en sus fuentes— tiene una importancia capital en la manera de entender la Escritura y, en consecuencia, de concebir la teología de la Escritura.

Es claro también que para un mejor conocimiento de la génesis de algunas partes de Dei Verbum habría que acudir a diversos documentos de la Pontificia Comisión Bíblica, especialmente a la Instrucción Sancta Mater Ecclesia. De historica Evangeliorum veritate [11], cuyos contenidos se resumen en el n. 19 del texto conciliar. Del mismo modo, los efectos del Concilio se dejan notar en textos posteriores de la Pontificia Comisión Bíblica. Como se ha señalado ya más de una vez, especialmente importante es el documento La Interpretación de la Biblia en la Iglesia [12].

Pero además de mirar hacia los lados del objeto, se debe mirar también hacia el objeto mismo. Una lectura atenta del Dei Verbum revela que uno de sus valores más importantes está en la estructura, cuando sitúa la Sagrada Escritura en el marco de la revelación, y coloca ambas nociones en relación con la de palabra de Dios. Para articular de alguna manera estos conceptos, examinaré en primer lugar la noción de revelación presente en Dei Verbum, después pasaré a esbozar algunos aspectos de la estructura de la Constitución, y, en un tercer momento, intentaré delimitar qué se entiende por palabra de Dios en el documento. Como he dicho más arriba, pienso que éstos son los preámbulos necesarios para entender el ser de la Escritura y su interpretación tal como vienen descritos en el texto conciliar.

2. Noción de revelación

En la historia de la Iglesia, la reflexión sobre la revelación y sobre la Sagrada Escritura en el marco de la revelación es bastante moderna. Basta con recordar el conocido texto de la Summa Theologica de Santo Tomás: «Nuestra fe se fundamenta en la revelación hecha a los Profetas y a los Apóstoles, los cuales escribieron los libros canónicos» (I, q. 1, a. 8, ad. 2). En las palabras del Aquinate se dice prácticamente todo cuanto creemos a este propósito: hay una revelación de Dios, recibida por sus mediadores, que se transmite por sus escritos sagrados que se reciben en la Iglesia como canónicos. La descripción tomista es elocuente de las preguntas de su época y de la misma manera que al tratar de la física Santo Tomás no se plantea la teoría de la relatividad, al tratar de la Sagrada Escritura no se plantea la diferencia entre la revelación de Dios y la inspiración recibida por los hagiógrafos. En una perspectiva moderna, ambos aspectos se llegan a distinguir [13], especialmente tras el Concilio Vaticano I.

El Vaticano I es el primer documento del Magisterio que tematiza explícitamente las diversas partes del proceso en la revelación. Dice textualmente:

«Esta revelación sobrenatural según la fe de la Iglesia declarada por el santo Concilio de Trento "se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de los labios de Cristo o bien por inspiración del Espíritu Santo". Estos libros del Antiguo Testamento, íntegros con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene como sagrados y canónicos, no porque, compuestos por la sola industria humana, hayan sido luego aprobados por la Iglesia, ni solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos (conscriptt) por inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia» (Dz-Sch 3006).

Aquí ya está planteado explícitamente el mapa de las cuestiones que se abordarán en Dei Verbum y que hemos apuntado más arriba: la revelación, los libros sagrados, y la inspiración de esos libros. Conviene fijarse en algunos puntos para contrastarlos después con el planteamiento adoptado por el Vaticano II.

Se suele afirmar que esta definición del Vaticano I traza las fronteras que no puede traspasar una teología de la inspiración de la Escritura. El texto afirma la realidad de una revelación sobrenatural y afirma que esa revelación se contiene en las tradiciones no escritas y en unos libros escritos. Estos libros escritos son singulares, sagrados y canónicos, por una acción particular de Dios. Esta acción se define de dos maneras: negativamente, se dice en qué no consiste la inspiración —no es inspiración ni la aprobación subsiguiente de la Iglesia ni asistencia negativa de Dios—, y, positivamente, se afirman la acción de Dios a través del Espíritu Santo y el destino eclesial de los libros [14]. La orientación de la inspiración de la Escritura a la revelación es importante, porque, como se verá, la manera de entender la revelación condiciona la manera de entender la Escritura. Ahora bien, queda por ver cómo fundamenta esa descripción Dei Filius. Las actas conciliares muestran que el Concilio quería responder a las preguntas del momento, y que quería hacerlo sin una voluntad de innovar, recogiendo sin más la doctrina de los concilios de Trento y de Florencia [15]. El texto que hemos entresacado muestra, por la cita interna, la confirmación de lo dicho en el Concilio de Trento. Pero si se compara este texto con el de Florencia —que el Vaticano I tiene explícitamente en mente, cuando une la noción de Dios autor con la de inspiración del Espíritu Santo—, se percibe enseguida una innovación interesante: Florencia habla de los santos de uno y otro testamento que hablaron por inspiración del Espíritu Santo [16]; en cambio, el Vaticano I se refiere a los escritos sagrados. Es clara pues la distinción entre revelación e inspiración y la ordenación de la segunda a la primera.

Pero hay otros elementos que delimitan con más precisión el concepto de revelación presente en el Vaticano I. El primero, y quizás uno de los más importantes, es el contexto polémico en el que nace el decreto. El Concilio se enfrenta a un racionalismo y a un agnosticismo muy seguros de sí mismos, que dicen, entre otras cosas, «que no es posible o que no conviene que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca de Dios o del culto que debe tributársele» (Dz-Sch 3027), «que no puede darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura hay que relegadas entre las fábulas o mitos» (Dz-Sch 3034).

Frente a quienes niegan la posibilidad de la revelación, el Concilio habla de la existencia de una revelación de Dios: «quiso [Dios] en su sabiduría y bondad revelar al género humano [...] a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad» (Dz-Sch 3004). La verdad de esa revelación se funda en la autoridad de Dios que se revela; aunque el Concilio hace una apología de la razón, afirma también el conocimiento verdadero que se sigue de la fe. Veritas y auctoritas son los términos que definen la revelación [17]. Pero, en lo que nos afecta ahora, es claro que los términos en los que viene definida la revelación son los de locutio, o instrucción: lo que hace Dios es manifestarse a sí mismo y manifestar los «decretos» de su voluntad. Prácticamente en cada una de las expresiones se subraya el aspecto noético de la revelación. Es claro también que la Biblia se concibe como el libro donde encontrar las verdades. Si la verdad de la revelación se funda en la autoridad de Dios, la verdad presente en los libros sagrados se funda también en la autoría de Dios a través de la inspiración.

También Dei Verbum quiere seguir en continuidad con el Magisterio anterior. La segunda frase dice explícitamente que el Concilio «siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión» (n. 1). Ahora bien, el Concilio Vaticano II tiene un planteamiento bastante diferente, también porque tiene un contexto diferente. El Vaticano I era el resultado de una teología en mantillas [18]. En cambio, el Vaticano II es el resultado de una teología poderosa que había nacido y se había desarrollado al amparo del Vaticano I. El Vaticano I era resultado de factores externos: nació en un contexto polémico contra el racionalismo y el agnosticismo; por eso, su horizonte gnoseológico no se guiaba por la exigencia de la revelación que reflexiona sobre sí misma, sino que era una apologética de la verdad de lo revelado. En los tiempos del Vaticano II, esas condiciones negativas han desaparecido ya. La descripción de la revelación quiere ser expresiva para el mundo contemporáneo, por eso se hace desde sí misma, con un recurso constante a categorías y a textos bíblicos [19].

En estas condiciones, ¿qué es lo que caracteriza la revelación descrita en el Vaticano II? Se podría decir que lo que la caracteriza es que toma el punto de vista de Dios, por eso la revelación se puede describir desde sí misma. El tono del Vaticano I permite afirmar que allí se concebía la revelación desde el punto de vista intelectual: la revelación es una locutio, una instrucción de Dios a los hombres, una instrucción en la que Dios libremente manifiesta los decretos de su voluntad. En Dei Verbum, este motivo noético se sustituye por el motivo del amor: Dios, «movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos, para invitados y recibidos en su compañía». Ahora bien, la elección del punto de vista de Dios junto con la sustitución del motivo no ético por el motivo del amor lleva consigo la concepción de la revelación como acontecimiento, la revelación es el acontecimiento por el que Dios sale al encuentro con los hombres [20].

La caracterización de la revelación como acontecimiento puede servir como el marco en el que situar las categorías de la forma interna de la revelación cristiana: una historia de la salvación, compuesta de hechos y palabras, que culmina en Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación. Este marco sitúa las coordenadas de comprensión de las expresiones y formulaciones de Dei Verbum. Por ejemplo, como hace notar Vanhoye [21], ya el Concilio de Trento había hecho del Evangelio la fuente de la revelación que llega a la Iglesia: el «Evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó primero por su boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus Apóstoles» (Dz-Sch 1501). Es sabido que Dei Verbum, al volver a este planteamiento unitario de Trento que tiene al Evangelio como fuente de la revelación, acabó por solucionar la cuestión de la suficiencia formal o material de la Escritura presente en los años anteriores al Vaticano II. Pero el texto de Dei Verbum tiene otra novedad. En concreto, dice que Cristo «mandó a los Apóstoles, predicar a todos los hombres el Evangelio [...]. El Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó por su boca» (n. 7). Es decir, Cristo no es sólo el que instruye, el que enseña, y promulga el Evangelio, sino el que lo cumple y promulga. Es clara la referencia a la historia de la salvación en los dos textos, en Trento y en Dei Verbum, y es clara también en los dos la centralidad de Cristo. En cambio, sólo el Vaticano II subraya de manera esencial el valor de Evangelio de las acciones de Cristo, con las que cumple el Evangelio, y las palabras, con las que lo promulga. Por eso no es de extrañar que si, según el Concilio de Trento, los Apóstoles transmitieron cuanto recibieron «de los labios del mismo Cristo» (Dz-Sch 1501), según Dei Verbum, transmitieron «lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo» (n. 7).

La caracterización de la revelación como acontecimiento lleva hacia otro aspecto de Dei Verbum que se suele ejemplificar en una de las primeras frases del documento conciliar. Cuando, como se ha recordado más arriba, el Concilio Vaticano I quiere afirmar la libertad de la bondad y la verdadera revelación de Dios, dice: «quiso [Dios] en su sabiduría y bondad revelar al género humano [...] a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad» (Dz-Sch 3004). En Dei Verbum se dan por conocidas la libertad y la bondad al revelar, pero, en cambio, se añade que Dios «quiso revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad» (n. 2). El cambio de «decretos» por «misterio» no tiene que ver sólo con una ampliación de la perspectiva intelectualista del Vaticano I, ni tampoco se debe únicamente a que el vocabulario del Vaticano II sea más bíblico. En el fondo, la palabra «decretos» orienta en sentido descendente, es decir, es el término en expresiones humanas de la voluntad de Dios; en cambio, la palabra «misterio» orienta en otra dirección: los misterios, o su expresión revelada, son medio, camino, por el que los hombres conocemos a Dios. Orienta, por tanto hacia el origen, hacia lo que los hombres podemos conocer de Dios.

Esta caracterización general de la concepción de la revelación presente en Dei Verbum frente a Dei Filius es importante tenerla presente para descubrir la caracterización de la Biblia. Si en el Vaticano I la revelación es sobre todo una instrucción verdadera porque Dios es su autor, lo mismo pasa con la Sagrada Escritura: la Biblia es verdadera, en el sentido en que es el lugar donde podían encontrarse las verdades de la revelación, y es verdadera porque su autor es Dios. De manera semejante, si con el Vaticano II se entiende la revelación como un acontecimiento personal y dialógico de Dios con los hombres, originado en Su amor, y con horizonte salvador, la noción de Sagrada Escritura no puede ser la de un lugar donde encontrar las verdades de la revelación. La verdad que se manifiesta en la Escritura, es una verdad de salvación, y la Biblia no es sólo un lugar de conocimiento, sino más bien el libro de la Iglesia, fuente y alimento para la vida del Espíritu, un lugar donde se conoce a Dios [22]. Sin embargo, estos aspectos, como se ha sugerido ya en los párrafos anteriores, se expresan mejor si se tiene presente la estructura de Dei Verbum. Si se entiende la constitución como un discurso, y lo es, siempre es en una perspectiva semiótica, en una totalidad de sentido, donde se percibe mejor el valor de los elementos de un sistema: como reza el programa del círculo hermenéutico, la parte se entiende en el todo, y el todo en la parte.

3. Dei Verbum en sí misma. Estructura

Se ha dicho que uno de los mayores méritos de Dei Verbum es la unidad de la que hace gala en su estructura y en sus contenidos: unidad del Revelador y del Revelado, unidad en Él de los dos Testamentos, unidad de la Escritura y la Tradición, y unidad del Verbo de Dios en las dos formas en que se nos presenta: la Escritura y la Eucaristía [23].

Una vez que se ha aceptado una estructura unitaria, hay que volver al objeto del documento. ¿Cuál es el tema de la constitución? Una mirada somera lo descubre muy pronto. El título del documento es Dei Verbum, es decir, la palabra de Dios, y el subtítulo reza «Sobre la revelación divina». En cierta manera, las dos expresiones se igualan. Puede decirse que el texto trata de la palabra de Dios, es decir, de la revelación divina. Pero si se examinan los contenidos de la constitución resulta que el objeto del documento es más bien la Sagrada Escritura. En efecto, exceptuado el primer capítulo —La revelación en sí misma— que no menciona la Sagrada Escritura, los títulos de los restantes capítulos —La transmisión de la revelación divina, La inspiración de la Sagrada Escritura y su interpretación, El Antiguo Testamento, El Nuevo Testamento, La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia— muestran a las claras que de lo que se trata es de la Sagrada Escritura. Por tanto, lo que hay que igualar son las nociones de palabra de Dios y Sagrada Escritura. La aparente paradoja se resuelve cuando se descubre que esta doble predicación acerca de la palabra de Dios debe entenderse en un marco estructural, en concreto, en el lugar que se asigna a la Escritura en la articulación de la revelación que propone el Concilio. Esta condición se percibe todavía con más claridad si se hace preceder de un apunte de la historia de la redacción de Dei Verbum.

Es sabido que la actual Constitución es el resultado de cinco redacciones sucesivas, desde el primer esquema propuesto en 1962 hasta el texto aprobado en 1965. La historia menuda de la redacción y de los sucesivos cambios es sin duda interesante [24]. Sin embargo, el punto importante está en el cambio operado entre el primer y el segundo esquema. El primer esquema propuesto al Papa, y aprobado por éste el 13 de julio de 1962 para ser discutido en el aula, se titulaba Schema Constitutionis dogmaticae de fontibus revelationis. Pretendía dirimir sobre algunas cuestiones controvertidas de exégesis y teología de la Escritura y estaba compuesto de cinco capítulos que trataban de las relaciones entre Escritura y Tradición, de la inspiración y la inerrancia de la Biblia, de la autenticidad y veracidad de los libros sagrados, del uso de la Vulgata y de la interpretación. A la vista de la cantidad de non placet que conquistó en el aula conciliar, el esquema fue retirado por Juan XXIII, que encargó a una comisión, la llamada comisión mixta, la redacción de un nuevo esquema. Este nuevo esquema cambia de título y se denomina Schema Constitutionis dogmaticae de divina revelatione. Se abre con un proemio y pasa enseguida al primero de sus cinco capítulos, titulado De verbo Dei revelato, donde aborda las relaciones entre Escritura y Tradición. En las tres sucesivas redacciones, este prólogo sobre la revelación, exigido de modo natural, se fue desarrollando hasta quedar en lo que se ha reconocido como la mejor elaboración sobre la revelación en la teología moderna [25].

Los títulos de los dos esquemas ofrecen ya una idea sucinta de las diferentes concepciones que laten detrás. El primer esquema no dejaba de ser una recopilación de ideas expresadas en los documentos del Magisterio recientes. Su planteamiento de fondo era deudor del Concilio Vaticano I: la Escritura y la Tradición en la Iglesia son los lugares donde encontrar las verdades de la fe. El segundo estaba más atento a cuanto ofrece la misma revelación bíblica y al desarrollo experimentado por la teología desde el Vaticano I. Las consecuencias de este cambio de horizonte son muchas [26], pero en lo que nos atañe ahora, la Escritura en la revelación, pienso que hay un aspecto importante: esta estructura ofrece la base para lo que podría denominarse economía de la revelación y economía de la transmisión de la revelación [27].

El proceso se comprende mejor en una lectura detenida del documento conciliar. El capítulo I se titula «La revelación en sí misma». En el apartado anterior se han hecho notar las características más importantes de la revelación tal como aparecen en el documento conciliar. Si las describiéramos según la terminología de la moderna filosofía del lenguaje, podríamos decir que la acción de Dios al manifestarse, es decir, la revelación en sí misma, se podría describir como acto ilocucionario, en tanto que la soteriología se deja describir como dimensión perlocucionaria [28]. Es lo que expresa la frase del n. 2: «Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina».

¿Cuál es, entonces, la dimensión locucionaria?, ¿cuál es el acontecimiento realizado por Dios?, o, dicho de otra forma, ¿cuál es el contenido noético de la revelación? La respuesta la da inmediatamente después el Concilio: una historia compuesta de hechos y palabras que culmina en Cristo, mediador y plenitud de la revelación [29]. Los nn. 3 y 4 de Dei Verbum enumeran punto por punto las fases de esa revelación en forma histórica —más adelante, nos detendremos un poco más en este desarrollo—, pero en lo que afecta a nuestra reflexión actual, lo que llama enseguida la atención es que en este primer capítulo, que, hay que recordar, se titula «La revelación en sí misma», se habla de los hechos y de las palabras reveladoras, pero en ningún momento se hace mención de los libros sagrados.

De esta manera Dei Verbum hace justicia al mismo contenido de la revelación bíblica que no tiene a los libros como vehículos de revelación de Dios. Ciertamente, la literatura apocalíptica —que supone una revelación que se pone por escrito en el mismo momento en que se produce, y que, por tanto, implica la intangibilidad del texto— estaba presente en los últimos siglos antes de Cristo y el último libro del canon del Nuevo Testamento es un apocalipsis. Sin embargo, tanto en el Apocalipsis de San Juan como en las secciones apocalípticas de libros como Ezequiel, Daniel, o Zacarías, por encima de la estructura apocalíptica lo que rige es la profética, o la de Jesucristo que habla a la Iglesia [30]. La escritura, cuando es primera, es decir, en los pasajes en los que Dios ordena que se escriba algo, está orientada a que el texto se lea después en público, por tanto, en forma oral [31]. El texto, el rollo, forma como el «estuche» que contiene la palabra de Dios, la palabra de la revelación dicha por Dios a Moisés o a sus mediadores [32]. Por eso, si hacemos caso a los textos sagrados tal como se nos presentan en la historia bíblica, tendríamos que concluir que, en su fenomenología, en su origen, y en una primera instancia, parecen más una respuesta —inspirada, según confiesa la fe cristiana— de los hombres a la revelación de Dios, que una revelación de Dios a través de los textos [33]. En su origen, los textos bíblicos no figuran tanto como evento de revelación, sino como revelación testimoniada [34], como testimonio del testimonio de la revelación [35].

El otro lugar al que Dei Verbum hace justicia cuando no menciona los textos bíblicos en este primer capítulo, que versa sobre la revelación en sí misma, es la teología de la inspiración que se desarrolló en los años inmediatos al Concilio [36]. Tanto las tesis de Benoit como las de Grelot, por citar las más conocidas, habían llamado la atención sobre el carisma de la inspiración, como un carisma de acción, concebido no como un carisma de revelación sino de transmisión de la revelación. Aunque estas teorías deben ser matizadas, al menos en los extremos que desplazarían a la inspiración fuera del carisma profético [37], es claro que influyeron en la concepción del Concilio y que una de esas influencias está en esta ausencia de una referencia a los textos escritos en el primer capítulo.

Donde aparecen por primera vez los escritos sagrados es en el segundo capítulo. Por eso, en Dei Verbum la economía de la revelación va unida a la economía de «La transmisión de la divina revelación». El primer capítulo tiene una estructura interna en la que la revelación anterior a Cristo tiene como función preparar «a través de los siglos el camino del Evangelio» (n. 3) pues Cristo «lleva a plenitud la revelación» (n. 4). El segundo capítulo parte precisamente de aquí, del momento en que «Cristo, nuestro Señor, plenitud de la revelación mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio [...], prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su boca» (n. 7). Dicho de otra forma, aquí se cambia de designación, que, ahora, es el Evangelio. Es el Evangelio lo que se proclama y se transmite por parte de los Apóstoles.

En la descripción de economía de esa proclamación y transmisión del Evangelio, volvemos a los temas apuntados más arriba del Evangelio en su dimensión dinámica —el Evangelio que Jesucristo «cumplió y promulgó»—, como fuente de la revelación transmitida a través de la Escritura y la Tradición. Lo importante, ahora, es identificar la «economía» de la transmisión de la revelación. El punto central está otra vez en la estructura: en el n. 7 de la constitución se habla de la actividad apostólica, es decir, lo que es, propiamente, revelación, lo que los autores llaman tradición constituyente [38], en tanto que en los nn. 8-10 se desarrolla la tradición eclesiástica, la tradición que recibe de los apóstoles. La primera es vertical y descendente, va de Jesús a los apóstoles, la otra es horizontal, va desde los apóstoles a sus sucesores.

En el n. 7, al describir la actividad apostólica se menciona explícitamente la composición de libros inspirados, pero lo más importante de este lugar está después, en la recepción en la Iglesia de la actividad apostólica, es decir del Evangelio proclamado. En el n. 8 se dice que esta predicación apostólica está «expresada de un modo especial en los libros sagrados», y, más adelante, en el n. 9, se hace una distinción expresa sobre el modo en que se recibe la revelación, es decir, el Evangelio. El Evangelio se expresa en la actividad apostólica, y se transmite a los sucesores de los apóstoles, a la Iglesia discente, en la Escritura y en la Tradición. Dice así la frase central del citado n. 9: «La Sagrada Escritura es la palabra (locutio) de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Sagrada Tradición recibe la palabra (verbum) de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores».

A. Vanhoye [39] hace notar el diferente vocablo latino que está detrás de la expresión palabra de Dios referida a la revelación que se transmite y a la Escritura que la transmite. Es claro que, con ello, el documento conciliar no quiere que se corra el riesgo de identificar a la Sagrada Escritura como «palabras» de Dios, y por ello, se sirve de una expresión impropia, pues la locutio, de por sí, pertenece propiamente a la utilización oral del lenguaje, no a la escrita. Pero, al mismo tiempo, el documento señala que, en la transmisión de la palabra de Dios de la revelación —o del Evangelio, o de la predicación apostólica—, la Escritura la transmite siendo la palabra de Dios —por la inspiración [40]—, en tanto que la Tradición trasmite la palabra de Dios, sin más: no se dice que la transmita siendo palabra de Dios.

Desde aquí en adelante, como se ha dicho más arriba, la constitución conciliar ya trata únicamente de la Sagrada Escritura: de sus características, de los libros que la componen, de su lugar en la Iglesia, etc. Sin embargo, como se ha visto, estos dos primeros capítulos sitúan la Escritura en la economía de la revelación y en la economía de la transmisión de la revelación. No puede confundirse la Escritura con el evento revelador de Dios; en ese caso sus libros estarían cerca de ser palabras de Dios, en lugar de Palabra de Dios. Pero los libros que componen la Biblia son algo más que testimonio de la revelación: en la transmisión de la revelación, la trasmiten como palabra de Dios. Esto nos sitúa ya en el camino de la noción unificadora de Dei Verbum, el concepto «palabra de Dios».

4. Palabra de Dios

La noción de palabra de Dios referida a la Sagrada Escritura !ha hecho época tras su uso en el Concilio Vaticano II. De hecho, incluso los manuales de Introducción a la Sagrada Escritura han cambiado este título por otro que vincule la Escritura con la palabra de Dios [41]. Más importante que el mismo título de estos manuales es el amplio espacio que en estos textos se dedica a la revelación o a la palabra de Dios, un espacio que en los manuales anteriores al Concilio estaba ocupado únicamente por la inspiración.

También esta expresión aplicada a la Sagrada Escritura tiene su historia en el Magisterio conciliar. El Concilio Vaticano I, en el texto presentado a los padres conciliares para su aprobación, recogía a propósito de la inspiración de los libros sagrados una última frase que afirmaba que tales libros tienen a Dios como autor y, por tanto, contienen propia y verdaderamente la palabra de Dios escrita: «habent auctorem Deum atque ita continent vere et propie Verbum Dei scriptum». Sin embargo, la propuesta les pareció un poco extrema a algunos padres conciliares, de modo que se resolvió no innovar nada respecto de las afirmaciones de los concilios anteriores. Así, la última frase se cambió por la conocida que afirma el destino eclesial de los textos. Los libros sagrados, dice el texto del Vaticano I, «Deum habent auctorem atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt» (Dz-Sch 3006). De esta manera la falta de definición en el Concilio a propósito de la expresión palabra de Dios fue causa de no pocas incertidumbres posteriores [42]. Esta indeterminación fue subsanada en el Concilio Vaticano II, donde por dos veces se predica expresamente que la Sagrada Escritura es palabra de Dios. En los nn. 9 y 21:

«La Sagrada Escritura es la palabra (locutio) de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo» (n. 9).

«Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad palabra de Dios (vere verbum Dei sunt)» (n. 24).

La segunda de estas afirmaciones parece que mira a la descripción de la Escritura no aprobada en el Concilio Vaticano I, de la que se ha mantenido el vere a la vez que se ha suprimido el proprie. La apreciación no es circunstancial. Afirmaciones muy semejantes, aunque prefiriendo la paráfrasis a la predicación directa, se encuentran en los capítulos que exponen el canon de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento:

«La economía, pues, de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento (verum Dei verbum in libris Véteris Testamenti exstat)» (n. 14).

«La palabra divina (verbum Dei), que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, se presenta y manifiesta su vigor de manera especial (praecellenti modo praesentatur et vim suam exhibet) en los escritos del Nuevo Testamento» (n. 17).

Parece pues claro que el Concilio quiere describir expresamente a la Sagrada Escritura como palabra de Dios. Aunque es evidente también que la expresión palabra de Dios aparece en otros lugares de Dei Verbum y que se predica de la revelación, de Jesucristo, Palabra de Dios encarnada, y del Evangelio. En esto, lo que hace el texto conciliar es relativamente semejante a lo que ha puesto de manifiesto la teología: la anfibología que está presente en la expresión. Sin embargo, pienso que, al final, las posiciones son distintas: la teología hace notar las dificultades de la expresión, en tanto que el concilio, con su elección de un discurso estructurado, propone las líneas de la solución. Vayamos por partes.

Leo Scheffczyk [43] hace notar las diversas formas en las que se nos presenta la palabra de Dios. La Palabra de Dios, dice, es propiamente la segunda Persona divina. Pero a esta palabra de Dios sólo tenemos acceso a través de la palabra que está fuera de la Trinidad, la palabra que se expresa en el mundo. Cronológicamente, la primera de estas palabras fue la palabra de la creación (Sal 33,6; 148,5; etc.). Sin embargo, esta palabra es palabra de Dios, fuera de Dios, pero todavía no es palabra humana. Eso sólo acontece con la palabra de la Ley y con la palabra de los Profetas: en ambos casos, las palabras pronunciadas se presentan como palabra de Dios en lenguaje humano. Con Jesucristo se llega a un nuevo estadio. La Palabra a la que debe su existencia la creación se encarna. Esa Palabra encarnada, si se mira desde el punto de vista del plan de Dios, tiene la capacidad de unificar toda la multiplicidad de los discursos anteriores (Hb 1,1s); además, es una locución única y definitiva. Pero la encarnación del Verbo no es palabra de Dios en lenguaje humano: la entendemos más bien en el orden de la palabra de la creación. Son palabra de Dios en lenguaje humano las palabras que pronunció Cristo cuando predicaba la palabra de Dios (Lc 5,1) y, al final, todas las palabras que habló, pues todas fueron reflejo de la palabra que acaece en el mundo con la Encarnación de la Palabra de Dios. Pero a esas palabras sólo accedemos a través del anuncio apostólico que hace presente la palabra de Dios. Los apóstoles predican la palabra de Dios porque predican el acontecimiento Jesús, Palabra de Dios encarnada, según la palabra de Dios en las palabras de los profetas. Finalmente, Dios habla también ahora en la Iglesia. En la Iglesia nadie se arroga el derecho de decir que sus palabras son palabra de Dios, pero en ella se proclama la Sagrada Escritura como palabra de Dios, ya que las Escrituras, «inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (Dei Verbum, n. 21). Es decir, la palabra de Dios se sigue dirigiendo a los hombres a través de las Escrituras en la Iglesia, y las Escrituras pueden servir para alcanzar aquella palabra de Dios en la historia humana.

Sandra Schneiders también trata de la expresión palabra de Dios aplicada a la revelación y a la, Sagrada Escritura [44], aunque lo hace fijándose más en aspectos filosóficos y filológicos que en las expresiones de la teología cristiana. «Palabra de Dios», dice, es una metáfora. Entiende metáfora al modo de Ricoeur, como una predicación «impertinente» que supone una nueva descripción de la realidad. La descripción metafórica implica un «es y no es» al mismo tiempo. Si yo digo «Aquiles es un león», digo más que afirmando que Aquiles tiene la fiereza de un león, o la realeza, o cualquier otra de las cualidades leoninas. Pero no afirmo que Aquiles haya dejado de ser hombre. Más bien diría que Aquiles «es como» un león. En todo caso, se percibe aquí que la predicación impertinente de la metáfora sirve como una nueva descripción de la realidad. Ahora bien, esta predicación metafórica es sumamente interesante para exponer la manifestación de Dios a los hombres, ya que la diferencia entre Dios y nosotros es inconmensurable y la metáfora no quiere negar la distancia para salvarla [45]. Por tanto, lo que tenemos como referencia de la palabra de Dios es, propiamente, un discurso divino inteligible, o, dicho de otro modo, la revelación simbólica por la que se ha manifestado a los hombres. Esa revelación simbólica, en cuanto incluye también la comprensión por parte de los hombres, la tenemos que entender al modo metafórico, como un «es y no es» al mismo tiempo. Con mucha más razón, la metáfora se presenta como la única manera de entender la Escritura como palabra de Dios. A esta descripción general, Schneiders le añade un matiz interesante para nuestra comprensión. Recuerda que la metáfora se puede lexicalizar, puede pasar a ser lenguaje común, perdiendo la nueva pertinencia de su predicación, y entonces es una metáfora muerta: es lo que pasa en muchas religiones con la expresión palabra de Dios. También la metáfora se puede malinterpretar, entendiéndola en sentido literal —o, mejor, literalista—, y entonces, como hacen por ejemplo los fundamentalistas, se traduce palabra de Dios por palabras de Dios. Por eso, Schneiders sugiere entender «palabra de Dios», al modo que propone Sallie McFague, como una «metáfora raíz», una metáfora poderosa y perdurable, que nunca será capaz de deformar el misterio de la revelación divina encerrándolo sin más en unas palabras escritas.

También otros autores han tratado de la noción de la palabra de Dios en relación con la revelación y la Sagrada Escritura. He recordado estos dos porque son significativos de los dos acercamientos que se dan a la noción: el bíblico teológico y el lingüístico hermenéutico. Ambas consideraciones concuerdan muy bien con lo expuesto en los dos primeros capítulos de Dei Verbum que, además, ofrecen una articulación entre las diversas realidades que denominamos con la expresión palabra de Dios.

4.1. La Palabra de Dios de la revelación

Ya se ha dicho más arriba que Dei Vérbum, n. 2, en sus primeras frases, expresaba los aspectos perlocucionarios e ilocucionarios del acto revelador de Dios al entender como tales la salvación de los hombres y la revelación misma. En cambio, el acto locucionario podía igualarse con las frases finales del párrafo:

«Este plan de la revelación se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación»

Dicho de otra forma, el acto revelador de Dios, su Palabra dirigida a los hombres, la revelación, el conjunto de acciones por las que se da a conocer a los hombres, es una historia, compuesta de hechos y palabras, que culmina en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación. Ésta es la «referencia», el objeto al que al final nos referimos en todo acto de designación de la palabra de Dios: la historia de la revelación de Dios que culmina en Jesucristo, o Jesucristo como mediador y plenitud de esa revelación en la historia. Lo que hay que dirimir ahora es la forma interna de esa revelación —de la palabra de Dios—, o, mejor, la estructura desde la que la comprendemos.

En primer lugar hay que anotar que Dei Verbum no considera siquiera la revelación a través de la visión: esa concepción, en la última frase del n. 4, se reserva para lo que será la manifestación gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo al final de los tiempos [46]. Pienso que la descripción que hace el documento conciliar se deja explicar muy bien desde los marcos de la moderna teoría del lenguaje, de la teoría de la acción y de la teoría de la historia [47]. El texto señala como forma interna de esa revelación hechos y palabras «intrínsecamente conexos entre sí», que conforman una historia de salvación, y esto apunta a que tenemos que entender la revelación narrativamente. La narración a través de la trama compone una «síntesis de lo heterogéneo», un lugar en el que caben hechos, palabras, motivos, consecuencias, queridas o no, de las acciones, etc. [48]. Pero toda narración, en cuanto señala un paso de un estadio inicial a un estadio final, implica la consideración del punto final. Es la consideración del punto final el que permite que la trama componga un curso de acontecimientos de modo que dejen de estar uno después de otro para estar «uno a causa del otro» [49]. Y es claro que Jesucristo no debe entenderse sólo como el último punto de la revelación sino como el punto final.

Pero el documento dice que estos hechos y palabras se componen en una historia de la salvación. Esto remite a dos cosas: a eventos efectivamente ocurridos, y a su comprensión en forma de historia. La historia, en cuanto se comprende, toma la forma de la narración, y así lo ha puesto de manifiesto gran parte de la epistemología moderna. Sin embargo, la historia no puede reducirse a la narración: toda comprensión de la historia, tiene que insertar un elemento explicativo en la cadena [50]; la historia no es sólo comprensión del pasado, sino una comprensión con una explicación que argumenta por qué las cosas ocurrieron de esa forma y se compusieron de esa manera hasta conducir a su final.

Finalmente, la narración de hechos y palabras, junto con la consideración del lugar de la explicación en la comprensión de la historia obligan a mirar a la función de la palabra. Aquí lo que interesa especialmente es la consideración de las características del lenguaje verbal articulado, especialmente una, la que considera este lenguaje como el único que es capaz de sustituir a todos los demás y de tomarse a sí mismo como objeto [51]. Esta característica es la que le da una funcionalidad que impide que pueda ser sustituido por ningún otro.

Pienso que este contexto epistemológico debe resultar clarificador a la hora de enjuiciar las diversas teorías sobre la revelación que han aparecido en las últimas décadas [52]. Ciertamente, parece clara la afirmación de Grelot [53] cuando dice que la historia sagrada no puede considerarse un mero marco de la revelación, sino que forma parte de ella; al mismo tiempo, también parece patente que la forma de la revelación no puede resumirse en la historia. Sin embargo, la historia sigue siendo el horizonte de comprensión de la revelación acontecida [54]; en ese sentido, hay que concluir que las críticas a las tesis de Pannenberg [55] sobre la revelación como historia van dirigidas más bien a un concepto ingenuo de historia: el que subraya el aspecto narrativo de la historia —con la consiguiente opacidad a los acontecimientos y a las palabras en sí, que quedan diluidos en el hecho de la historia en sí misma—, que ciertamente está acentuado en su programa [56]. Si se abre un poco el campo y se considera la explicación como integrante de la historia, es claro que tendremos que colocar la palabra como lugar de la explicación.

Así las cosas, parece claro que la descripción de Dei Verbum es precisa y preciosa. Señala la revelación en forma de historia, señala el valor de los hechos —que, en un contexto de acción, tendremos que llamar acciones, no hechos brutos sino hechos intencionales, hechos con significado—, y marca también el valor de la palabra. Ahora bien, lo que no se ha considerado hasta el momento ha sido el lugar de Jesucristo, aunque es evidente que Jesucristo ocupa el punto final de la descripción que se ha apuntado, y es claro también que es la Palabra hecha carne. Se ha dicho que hay en las páginas de Dei Verbum una gran concentración cristológica [57]. Jesucristo, dice el Concilio, es «mediador y plenitud» de toda la revelación. Esta calificación de Cristo mira a dos aspectos muy importantes en orden a la revelación a la palabra de Dios.

En primer lugar, mira hacia atrás, hacia lo acontecido antes. Como punto final de la historia de la revelación, Jesucristo hace que los acontecimientos que le preceden tengan una doble dimensión: por una parte, tienen valor revelador por sí mismos; por otra, su valor es relativo, en cuanto son peripecias que tienen su sentido en Jesucristo. Esto es lo que se señala expresamente en la última frase del n. 3 de Dei Verbum, cuando se trata de las acciones por las que Dios preparó el Evangelio. Se dice que Dios formó un pueblo al que:

«Instruyó por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio».

Es decir, las acciones por las que Dios se manifiesta al pueblo son revelación, son palabra de Dios, pero son también parte del discurso completo que sólo se da en Cristo, único discurso de Dios en la revelación. Sólo en Cristo, el discurso es completo. En Cristo la promesa es una promesa cumplida, es más, sólo en Cristo la promesa puede seguir siendo promesa; si fuera una promesa incumplida, la promesa dejaría de seda para convertirse en un engaño.

En segundo lugar, la revelación en Jesucristo mira también hacia delante, y en este sentido la revelación apunta a más contenidos que los revelados. Si consideramos que Jesucristo es el punto final de la historia de la revelación, resulta evidente que estamos en un nuevo lugar, pues, epistemológicamente, entendemos que el final de una historia es el comienzo de una nueva situación. Por otra parte, el hecho de la resurrección de Jesucristo apunta también al final de la historia de los hombres, como un anticipo. Finalmente, que sea el Verbo, la segunda persona de la Trinidad la que se encarna en Jesucristo, señala un cambio de orden en las relaciones entre Dios y los hombres, entre el Creador y su creación [58].

Estas consideraciones señalan directamente a Jesucristo como plenitud de la revelación y habría que desarrolladas más por menudo, pero, en lo que se refiere a la palabra de Dios de la revelación en la historia de los hombres, invitan a mirar a Jesucristo desde una doble perspectiva: por una parte, como ya se ha dicho, es un hito, el último, en la revelación como historia, es decir, en la historia de la salvación; pero, por otra, Jesucristo no se puede homologar sin más a las demás etapas de la historia de la revelación. Dicho de otra forma, la aparición de Jesucristo representa el eschaton final. Lo cual equivale a decir que la revelación recogida en el Antiguo Testamento, en relación con Jesucristo no representa sólo las peripecias de una historia respecto de su final, representa también el negativo del positivo, o, como señaló la exégesis antigua, el tipo del antitipo [59]. El n. 4 de Dei Verbum apunta hacia estos contenidos cuando dice:

«Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Hb 1,1-2), pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cfr. Jn 1, 1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado a los hombres", "habla palabras de Dios" On 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cfr. Jn 5, 36; 17,4)».

La misma disposición gramatical del texto articula a Jesucristo como una etapa de la historia de la salvación cuando dice que Dios le «envió», y señala la perennidad de su persona y su obra cuando usa del presente gnómico para referirse a las acciones de Jesús [60].

Otras muchas conclusiones podrían extraerse de estos puntos de Dei Verbum. Pero no debemos perder el horizonte que nos habíamos marcado. Nos interesaba examinar qué se consideraba palabra de Dios, y qué lenguaje debíamos escoger para entenderla. Parece claro que la palabra de Dios de la revelación tenemos que entenderla en el marco de la teoría de la acción: son las acciones articuladas de Dios en la historia de los hombres, y esas acciones vienen mediadas por una de ellas muy singular: Jesucristo, Palabra eterna del Padre que se encarna [61]. Vamos ahora a otras determinaciones de la economía de la palabra de Dios.

4.2. La palabra de Dios de la proclamación apostólica

Si es palabra de Dios la revelación que culmina en Jesucristo, o Jesucristo como culmen de la revelación, también es palabra de Dios su proclamación por parte de los apóstoles. Como ya se ha anotado más arriba, Dei Verbum trata este aspecto en el capítulo II, cuando habla de la transmisión de la revelación. El capítulo tiene presentes dos momentos de la transmisión de la revelación: el primero, constituyente, en el que el grupo apostólico recibe de Cristo el Evangelio (Dei Verbum, n. 7); y el segundo, en el que los apóstoles transmiten lo que recibieron a la Iglesia que lo acoge y custodia (Dei Verbum, nn. 8-10). La tradición apostólica encarna el primer momento; la tradición eclesiástica, el segundo [62].

El texto conciliar no menciona la expresión palabra de Dios en ninguna de las frases del n. 7, aunque parece claro que se refiere a esa noción. El texto se sirve de expresiones equivalentes para referirse a esa realidad revelada. Sirvan de ejemplo éstas: «lo que Dios había revelado para la salvación de todos los pueblos», o el «Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo [Jesucristo] cumplió y promulgó por su boca». Es evidente que ambas frases designan la revelación que culmina en Cristo. Es más tarde, en el n. 10, cuando la expresión palabra de Dios ya designa sin confusión posible esa realidad descrita en el n. 7: «La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia». También el n. 9 permite la identificación expresa:

«La Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo».

En todas estas frases se quiere significar de una u otra manera que la proclamación apostólica fue también palabra de Dios, aunque no del mismo modo que la palabra de Dios de la revelación en la historia. Para señalado en los mismos términos de los que nos hemos servido más arriba, diríamos que la referencia, aquello de lo que se trata, sigue siendo la revelación en la historia; la actividad apostólica es el discurso humano que la significa. A ello alude indudablemente la expresión «Evangelio» que, incluso etimológicamente, designa expresamente un anuncio, un discurso humano.

Vale la pena detenerse un poco en las diferencias entre estas dos realidades —la revelación de Dios en la historia, la proclamación apostólica— a las que se refiere la expresión palabra de Dios. Se perciben si se comparan las características de las dos. Cuando hablamos de la revelación, hablamos de acciones de Dios: allí las palabras están al servicio de las acciones. Cuando hablamos de la proclamación apostólica, hablamos de un mensaje, del Evangelio: allí las acciones de los apóstoles están al servicio del mensaje. Cuando hablamos de la revelación entendemos que estamos ante un lenguaje de Dios que podemos comprender los hombres, aunque es claro que este lenguaje de Dios no lo conocemos con anterioridad, se manifiesta sólo en las acciones de su discurso. Cuando hablamos de la proclamación apostólica estamos en un lenguaje humano, construido y conocido por los hombres, pero que no expresa un mensaje humano sino un mensaje de Dios.

Sin embargo, si es importante subrayar las diferencias, lo es, sobre todo, para señalar después la coincidencia fundamental: la proclamación apostólica es también parte de la revelación histórica. Dicho de otro modo, la revelación de Dios en la historia —palabra de Dios en lenguaje de Dios— tiene dentro de sí misma una articulación en lenguaje humano, que expresa la palabra de Dios. Esto que es patrimonio común de la doctrina cristiana lo recoge el texto conciliar de dos maneras: desde el punto de vista del plan de Dios y desde el punto de vista de las acciones históricas.

Desde el punto de vista del plan de Dios, la afirmación se comprende enseguida si se complementan las frases iniciales del n. 2 —«Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad»— y el n. 7: «Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones». Es decir, que forma parte de la revelación de Dios en la historia que lo revelado pudiera llegar a todas las generaciones. Eso, en el devenir histórico de la revelación, se traduce en que la última acción de Cristo, mediador y plenitud de la revelación, es el envío del Espíritu Santo (Deí Verbum, n. 4) en la misión apostólica:

«Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total de Dios altísimo (cfr. 2 Co 1,30; 3,16; 4,6), mandó a los Apóstoles, comunicándoles los dones divinos, que el Evangelio, que prometido antes por los Profetas, Él completó y promulgó con su propia boca, lo predicaran a todos los hombres» (n. 7).

Si se puede decir que en todo mensaje la forma es parte de su contenido, en el proceso de la revelación cristiana se puede decir que el receptor humano forma parte también del mensaje. Se ha señalado a veces que la fe es una revelación a la que se ha dado respuesta [63]; si se aplica esta lógica a la forma de la revelación tendremos que concluir que los receptores de la revelación forman de alguna manera parte de ella. Esto tiene un carácter más intenso todavía en el caso de los apóstoles: son ellos los que —testigos de Cristo resucitado— reciben el discurso completo de la revelación de Dios y lo expresan en lenguaje humano.

El n. 7 de la Constitución enumera también las formas de esa expresión —«en la predicación oral», «con ejemplos e instituciones», «escribieron el mensaje de la salvación»— y el cómo: con la «inspiración del Espíritu Santo» [64]. Pero estas formas de expresión son también formas de transmisión, sobre todo, porque ejemplos, instituciones y escrituras se transmiten. De los apóstoles se transmite a quienes les siguieron después una Tradición que incluye «la Escritura de ambos Testamentos». Se transmite en la Iglesia, porque, aunque a veces podemos tener la tendencia de considerar a los Apóstoles antes y por encima de la Iglesia, en realidad están en la Iglesia [65].

La precisión del lugar de los Apóstoles en la Iglesia es aquí importante, pues la proclamación apostólica señala la continuidad, ya que está en cierta manera en dos lugares al mismo tiempo: en el plan de la revelación de Dios y en la Iglesia. Podemos ya abordar el tercer objeto que denominamos palabra de Dios: la Sagrada Escritura en la Iglesia.

4.3. La Sagrada Escritura, Palabra de Dios recibida en la Iglesia

Este punto es el que se desarrolla expresamente en los nn. 8-10 de Dei Verbum. El documento conciliar, como ya se ha dicho, trata de muchos aspectos que no pueden abordarse aquí: la única fuente de la revelación transmitida en la Escritura y la Tradición, la función de la Tradición en la declaración del canon de la Escritura, su dinamismo activo que lleva a un crecimiento y a una mayor comprensión de lo transmitido, etc. En lo que se refiere a la economía de la palabra de Dios, es importante fijar la atención en lo que se declara en el comienzo del n. 8: «La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua»

Si se sigue la argumentación de los párrafos anteriores, tenemos que entender la predicación apostólica como palabra de Dios. Lo que se dice, por tanto, aquí, es que la palabra de Dios de la predicación apostólica se expresa de modo especial en los libros inspirados. No sólo en ellos, porque, como se ha visto, la actividad apostólica es más amplia que la composición de los libros; además, da Iglesia no obtiene su certeza acerca de todas las verdades reveladas solamente de la Sagrada Escritura». Pero lo cierto es que, en los libros sagrados, esta predicación se expone de una manera especial.

Parece claro que este modo especial que tiene la Sagrada Escritura de recoger la predicación apostólica, tiene en primer lugar un fundamento fenomenológico. Como apunta Grelot [66], en todo proceso de transmisión nunca se trasmite nada más que actualizándolo al presente. En cambio, en ese proceso los textos escritos trasmiten su contenido manteniendo el contexto de origen [67]; en consecuencia, en todo proceso de transmisión de objetivaciones, por usar el término de Dilthey, el texto es siempre una referencia para calibrar la fidelidad de cuanto se transmite y actualiza. En el caso de la Sagrada Escritura hay que añadir que, si la proclamación apostólica fue palabra de Dios, la Escritura que fue predicación apostólica es, obviamente, palabra de Dios que fue y que permanece como lo fue en su origen.

Es así evidente que los tres objetos de los que predicamos que son palabra de Dios tienen una relación entre ellos, que podemos precisar bajo las categorías de signo y referencia. La Sagrada Escritura es signo de un objeto, la referencia, que es la proclamación apostólica. Es evidente que, de la misma manera que un signo no agota la referencia pero sí señala su sentido, la Sagrada Escritura no agota la palabra de Dios de la proclamación apostólica, pero sí señala correctamente su sentido. En una segunda instancia, la palabra de Dios de la proclamación apostólica es signo de una realidad mayor, que es la revelación de Dios en la historia. También aquí, la proclamación apostólica no agota la referencia, ni siquiera agota su significado, pero sí señala su sentido correctamente.

Con todo, el texto de Dei Verbum dice más. En concreto, como podría deducirse de cuanto se he dicho hasta aquí, Dei Verbum no funda la atribución de palabra de Dios a la Sagrada Escritura en la textualidad que recoge la predicación apostólica. Funda su carácter de palabra de Dios en que está «inspirada» por Dios: «la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo» (n. 9). A decir verdad estas dos características —la fenomenología de la Escritura en el plan de la revelación y la inspiración que se confiesa de la Sagrada Escritura— no deben oponerse, ya que pueden describir adecuadamente algunos aspectos del ser y de la función de la Sagrada Escritura en el proceso de la revelación y en la revelación transmitida a la Iglesia. Esto deberá abordarse en un trabajo que considere la «economía» de la Sagrada Escritura en la revelación. Éste es, creo yo, el segundo aspecto que soluciona Dei Verbum, y que espero proponer más tarde.

Notas

[1] Cfr., por ejemplo, A.M. Artola, «La Dei Verbum. Aportaciones y repercusiones», en J. Esponera (ed.), La Palabra de Dios y la hermenéutica. A los 25 años de las Constituci6n «Dei Verbum» del Concilio Vaticano II, Faculrad de Teología, Valencia 1991, 1544; F. Ardusso, «La "Dei Verbum" a trent’anni di distanza», Rassegna di teologia 37 (1996) 29-45.

[2] La expresión es una paráfrasis de la primera frase de Dei Verbum que se hace común a la hora de valorar la Constitución. Sin embargo, como apunta Lafont (G. Lafont, «"Dei Verbum" et ses précédents conciliaires», Nouvelle Revue Théologique 110 [1998] 58-73), no hay que pensar que ésta fuera una pretensión de los padres conciliares; es más bien la conclusión que saca la teología del postconcilio a la vista de los resultados.

[3] R. Latourelle, Comment Dieu se révele au monde. Lecture commentée de la Constitution de Vatican II sur la Parole de Dieu, Fides, Québec 1998.

[4] Muchos de estos logros de Dei Verbum se pueden percibir en el Documento de la Pontificia Comisión Bíblica, «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (1993), en Enchiridion Biblicum. Documenti della Chiesa sulla Sacra Scrittura, Ed. Dehoniane, Bologna 1998, nn. 1239-1560; en adelante, EB.

[5] J. Ratzinger, «La interpretación bíblica en conflicto. Sobre el problema de los fundamentos y la orientación de la exégesis hoy», en J. Ratzinger y otros, Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2004, 19-54.

[6] Quizás un ejemplo emblemático sea la obra de Rahner sobre la inspiración. En el comienzo de su estudio, recuerda que su propuesta está pensada más desde los enunciados del Magisterio de la Iglesia que desde una teología bíblica: K. Rahner, 1nspiración de la Sagrada Escritura, (Quaestiones disputatae), Herder, Barcelona 1970.

[7] De hecho se reconoce que quizás éste haya sido en el pasado uno de los mayores problemas para avanzar en la exposición de la inspiración de la Sagrada Escritura. Cuestión que puede cambiar desde las perspectivas abiertas por Dei Verbum. Cfr. A Dos Santos Vaz, «Repensar a Teologia da Inspiraçâo da Bíblia», Didaskalia 28 (1998/2) 59-91; AM. Artola, «Unicidad de la Biblia e inspiración», en A.M. Artola, La Escritura inspirada. Estudios sobre la inspiración Bíblica, Ed. Mensajero-U. de Deusto, Deusto-Bilbao 1993,39-83.

[8] «Me gusta la fórmula: "nosotros no podemos conocer lo efectivo, sino contrastandolo o comparandolo con lo imaginable». La expresión de H. White. Cito por P. Ricoeur Temps et récit III, Seuil, Paris 1985, 225.

[9] En un largo volumen de 514 páginas, la traza R. Burigana, La Bibbia nel concilio. La redazzione della costituzione "Verbum Dei" del Vaticano II y L. Pacomio, Dei Verbum: per il 40º anniversario del Concilio Vaticano II: testo integrale, introduzione e commento storico Riccardo Burigana, commento teologico-pastorale e conclusione di Luciano Pacomio, Piemme, Casale Monferrato (Alessandria) 2002. Con todo, de manera sencilla, y limitándose a los aspectos más importantes, puede verse en R. Fisichella, "Dei Verbum, I. Historia", en R. Latourelle, R. Fisichella y S. Pie-Ninot, Diccionario de teología fundamental, Paulinas, Madrid 1992, 272-277.

[10] El comentario más accesible hoy en castellano quizá sea L. Alonso Schökel y A.M. Artola, La palabra de Dios en la historia de los hombres. Comentario temático a la Constitución «Dei Verbum» del Vaticano II sobre la Divina Revelación, Universidad de Deusto-Mensajero, Bilbao 1991; cfr. F. Gil Hellín, Dei Verbum: Constitutio Dogmatica de Divina Revelatione. Synopsis historica, Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1993.

[11] «La verdad histórica de los Evangelios», 21 de abril de 1964, en AAS 56 (1964) 712-718. EB: 644-659.

[12] Lo traté en V. Balaguer, «La constitución Dogmática Dei Verbum y los estudios bíblicos en el siglo XX», Anuario de la Historia de la Iglesia 10 (2001) 239-251.

[13] El proceso está descrito, al menos en líneas generales, en A.M. Artola, De la revelación a la inspiración, San Jerónimo, Valencia-Bilbao 1983.

[14] Una exposición clara del valor de la definición la ofrece A.M. Artola en el apartado «El dogma de la inspiración», en A.M. Artola y J.M. Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios, Verbo Divino, Estella 1992, 159-167.

[15] A.M. Artola, «La Biblia como Palabra de Dios en e! Vaticano I y e! Vaticano II», Alfa Omega 7 (2004/1) 3-16; J. Beumer, «La inspiración de la Sagrada Escritura», en M. Schmaus, A. Grillmeier y L. Scheffczyk (eds.), Historia de los dogmas I 3b, Católica, Madrid 1973,47 ss.

[16] «La Iglesia confiesa a un solo e idéntico Dios como autor del Antiguo y Nuevo Testamento, esto es, de la Ley y los Profetas y del Evange!io, puesto que los santos de uno y otro testamento han hablado (locuti sunt) bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo. De ellos recibe y venera los libros que se contienen bajo los siguientes títulos...» (Dz-Sch 1334). Probablemente, en la base de la redacción de este texto del Concilio de Florencia no se quiera otra cosa que recoger la idea de 2 P 1,20; cfr. M.A. Tabet, Introducción general a la Biblia, Palabra, Madrid 2003, 78-79.

[17] R. Fisichella, La rivelazione: evento e credibilita. Saggio di teologia fondamentale, Dehoniane, Bologna 2002, 106-108.

[18] R. Fisichela, «La teología de la revelación. Situación actual», en C. Izquierdo (dir.), Dios en la palabra y en la historia, EUNSA, Pamplona 1993, 41-82, aquí 42-45.

[19] El lenguaje que caracteriza Dei Verbum es trinitario, comunicacional histórico. Pero este lenguaje no excluye el que tomó el Vaticano I, sólo cambia el orden en el que se efectúa: cfr. G. Lafont, «"Dei Vetbum" et ses précédents conciliaires», cit., 72-73.

[20] Entre otros lugares, una caracterización puede verse en R. Latourelle, «Dei Verbum, II. Comentario», en R. Latourelle, R. Fisichella y S. Pié Ninot, Diccionario de teología fundamental Paulinas, Madrid 1992, 2277-2281.

[21] A. Vanhoye, «La recepción en la Iglesia de la Constitución Dogmática Dei Verbum», en J. Ratzinger y otros, Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2004, 147-173.

[22] H. Gabel, «Inspiration und Wahrheit der Schrift (DV 11): Neue Ansatze und Probleme im Kontext der gegenwartigen wissenschaftlichen Diskussioll», en AA. VV., L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa: Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Roma, settembre 1999, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 2001, 64-84.

[23] Cfr. H. De Lubac, La révélation divine, Cerf, Paris 31983, 174.

[24] Cfr. bibliografía citada en nota 9. En breve, pueqe verse en R. Fabris, «Bibbia e Magistero. Dalla "Providentissimus Deus" (1883) alla "Dei Verbum" (1965)», Studia Patavina 41 (1992) 334-337.

[25] J. Beumer, La inspiración de la Sagrada Escritura, cit., 72.

[26] En lo que se refiere a la inspiración e interpretación de la Sagrada Escritura, han sido expuestas de manera muy brillante por P. Grelot, «rinspiration dell’Écriture et son interprétation», en B.D. Dupuy et al., La révélation divine: constitution dogmatique «Dei Verbum», Cerf, Paris 1968, 347-380.

[27] R. Latourelle, Comment Dieu se révele au monde, cit., 27 ss.

[28] Es conocida la distinción de la filosofía del lenguaje que tiene a los discursos como una forma de acción. En un discurso, lo que se dice es el acto locucionario (por ejemplo, al bautizar, decir la frase «Yo te bautizo...»), lo que se hace es el acto ilocucionario (en ciertas condiciones, al pronunciar esa frase derramando agua sobre la cabeza, se bautiza a una persona), el resultado, la nueva situación que se perseguía, es el acto perlocucionario: la persona queda bautizada. Las descripciones varían ligeramente entre los teóricos, cfr. F. Conesa y J. Nubiola, Filosofía del lenguaje, Herder, Barcelona 1998,173-189.

[29] «Este plan de la revelación se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2).

[30] Cfr. G. Aranda, «La "Sagrada Escritura" a la luz del Apocalipsis», en J. Chapa (ed.), Signum et testimonium. Estudios en honor del Prof Antonio Carda-Moreno, EUNSA, Pamplona 2003, 201-216.

[31] Una aproximación, puede verse en R. Fabris, «In ché senso la Sacra Scrittura e testimonianza dell’ispirazione?», en A. Izquierdo (a cura di), Scrittura ispirata. Atti del Simposio internazionale sull’ispirazione promosso dall’Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum», Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2002, 41-60.

[32] Un buen estudio de esta forma de los libros sagrados: J.P. Sonnet, «Lorsque Moïse eur achevé d’écrire (Dt 31,24). Une "théorie narrative" de l’écriture dans le Pentateuque», Recherches de Science Religieuse 90 (2002) 509-524. Cfr. también G. Aranda, «Función de la Escritura en la Revelación divina», en C. Izquierdo (dir.), Dios en la palabra y en la historia, cit., 491-502.

[33] Cfr. A.M. Artola y J. M. Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios, cit., 29-57. 34. Es la expresión que utiliza el Documento «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (1993), cit., en nota 4: «Lo que la caracteriza [a la exégesis católica] es que se sitúa conscientemente en la tradición viva de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la Biblia» (EB 1424). De ahí toma el nombre el interesante volumen: G. Aangelini, La rivelazione attestata: la Bibbia fra testo e teologia: raccolta di studi in onore del Cardinale Carlo Maria Martini Arcivescovo di Milano per il suo LXX compleanno, Glossa, Milano 1998.

[35] La expresión es de G. Borgonovo: cfr. G. Borgonovo, «Torah, Testimonianza e Scrittura: per un’ermeneutica teologica del testo biblico", en G. Aangelini, La rivelazione attestata: la Bibbia fra testo e teologia, cit., 283-318; y G. Borgonovo, «Una proposta di rilettura dell’ispirazione biblica dopo gli apporti della Form- e Redaktionsgeschichte», en AA. VV, L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa: Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Roma, settembre 1999, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 2001, 41-63.

[36] Puede verse en M. Adinolfi, «La problemática dell’ispirazione prima e dopo la "Dei Verbum"», Rivista Biblica Italiana 17 (1969) 249-281.

[37] Sacar el carisma de la inspiración fuera de la revelación tiene sus problemas: cfr. G, Aranda, «Acerca de la verdad contenida en la Sagrada Escritura (una "quaestio" de Santo Tomás citada por la Constitución "Dei Verbum")», Scripta Theologica 9 (1977) 393-424, especialmente, notas 2-4. Por otra parte, toda creación literaria, y, por tanto, toda escritura, tiene una dimensión de poiesis, de configuración nueva a través del texto de una realidad: cfr. S. Schneiders, Le texte de la rencontre. L’interprétation du Nouveau Testament comme Écriture sainte, Cerf, Paris 1995,225 ss). Estas realidades hacen difícil aceptar que los textos bíblicos sean sólo transmisión de la revelación. Volveremos a este punto en otro momento, al tratar de la inspiración y de la Escritura.

[38] P. Grelot, La tradition apostolique: regle de foi et de vie pour l’Église, Cerf, Paris 1995.

[39] A. Vanhoye, «La recepción en la Iglesia de la Constitución Dogmática "Dei Verbum"», en J. Ratzinger y otros, Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2004, 152.

[40] El vínculo entre la inspiración de la Escritura y su cualidad como Palabra de Dios en la Iglesia, lo repite el Concilio varias veces: cfr. nn. 9, 14,21,24.

[41] Valgan como ejemplo los títulos de tres manuales muy utilizados tras el Concilio: P. Grelot, La Biblia, palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, Herder, Barcelona 1968; V. Mannucci, La Biblia como palabra de Dio, Desclée, Bilbao 1985; A.M. Artola y J.M. Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios, Verbo Divino, Estella 1989.

[42] A.M. Artola, «La Biblia como Palabra de Dios en el Vaticano I y el Vaticano II», cit., 16.

[43] L. Scheffczyk, «La Sagrada Escritura: Palabra de Dios y de la Iglesia», Communio (ed. española) 23 (2001/2) 154-166.

[44] S. Schneiders, Le texte de la rencontre, cit., 54-73.

[45] Como también, para Ricoeur, sería la mejor manera de entender las parábolas del Reino, presente y ausente, incoado pero no consumado. Para la teoría de Ricoeur, pueden verse los dos últimos estudios de P. Ricoeur, La metáfora viva, Cristiandad- Trotta, Madrid 2001. Para la aplicación a las parábolas, una sencilla exposición en cfr. D.B. Gowler, What are they saying about the parables?, Paulist Press, New York 2000.

[46] Sugiere, por tanto, que toda revelación apocalíptica presente en la revelación histórica hay que insertada como hecho o como palabra de la revelación histórica. Sobre estas peculiaridades de la revelación cristiana, sigue siendo imprescindible, R. Latourelle, Teología de la revelación, Sígueme, Salamanca 1985.

[47] Luces para esa comprensión pueden verse en P. Ricoeur, «Expliquer et comprendre. Sur quelques connexions remarquables entre la théorie du texte, la théorie de l’action et la théorie de l’histoire», en P. Ricoeur, Du texte a l’action. Essais d’herméneutique II, Seuil, Paris 1986, 161-182.

[48] Para la narración como modo de comprensión, cfr. L.O. Mink, «History and Fiction as Modes of Comprehension», en L.O. Mink, Historical Understanding, Ithaca 1987,42-60. El estudio de la trama como elemento integrador está muy bien expuesto en P. Ricoeur, Temps et récit, I, Seuil, Paris 1983, 202-241. Las tesis de Ricoeur he intentado compendiadas en V. Balaguer, La interpretación de la narración. La teoría de Paul Ricoeur, EUNSA, Pamplona 2002.

[49] Cfr. F. Kermode, El sentido de un final: estudios sobre la teoría de la ficción, Gedisa, Barcelona 1983.

[50] Precioso es el análisis de Ricreur. Lo he resumido en V. Balaguer, «Paul Ricoeur, Premio Internacional Pablo VI de 2003. Una teoría de la Historia», Anuario de Historia de la Iglesia 13 (2004) 257-282.

[51] El lenguaje verbal articulado interpreta todos los demás sistemas, lingüísticos y no lingüísticos, cfr. E. Benveniste, Problemes de linguistique générale II, Gallimard, Paris 1974,60-62.

[52] R. Fisichella, «La teología de la revelación. Situación actual», cit., 41-82.

[53] P. Grelot, La Biblia, palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, cit., 30-35.

[54] R. Fisichella, La rivelazione: evento e credibilita, cit., 61-79.

[55] W. Pannenberg, «Tesis dogmáticas sobre la doctrina de la revelación», en W. Panenberg, R. Rendtorff, U. Wilckens y T. Rendtorff, La Revelación como historia, Sígueme, Salamanca 1977, 117-146. Genéricamente las tesis pueden resumirse así: 1) Según los testimonios bíblicos, la autorrevelación de Dios no se ha realizado de una forma directa, algo así como en la forma de una teofanía, sino indirectamente, a través de las obras de Dios en la historia. Dios se manifiesta no en sí mismo, sino como creador y salvador de su pueblo; en Jesús de Nazaret esto quiere decir que del acontecimiento Jesús no hay que salvar sólo que aconteció sino también qué aconteció con Él. 2) La revelación no tiene lugar al comienzo, sino al final de la historia revelante. Esta noción está estrechamente emparentada con la anterior, pero es fácil de explicitar en muchos contenidos: Dios no se revela como el Dios de todas las naciones sino a través de un largo proceso; antes es el Dios de Israel, etc. 3) A diferencia de las apariciones particulares de la divinidad, la revelación histórica está abierta a todo el que tenga ojos para ver. Tiene carácter universal. La revelación no es nunca una gnosis. Los acontecimientos revelan a Dios, y el hombre adquiere un conocimiento de Dios que no tiene por sí mismo. Esto debe entenderse como un planteamiento fundante de la fe: que el conocimiento histórico cambie no tiene por qué hacer cambiar el fundamento histórico que tiene la fe, simplemente se cambia la constelación o el modo de entender los hechos. 4) La revelación universal de la divinidad de Dios no se realizó todavía en la historia de Israel, sino sólo en el destino de Jesús de Nazaret, en cuanto en dicho destino aconteció anticipadamente el fin de todo acontecer. Esta conclusión depende de las tres anteriores; quiere afirmarse que en el destino de Jesús de Nazaret no sólo se ve anticipadamente el fin, sino que acontece. La historia como totalidad sólo nos es accesible cuando se ha alcanzado el fin: por consiguiente, sólo en cuanto la plenitud de la historia se ha iniciado en Jesucristo puede decirse que Dios se ha revelado de un modo definitivo y total en su destino. 5) El acontecimiento de Cristo no revela la divinidad del Dios de Israel como un suceso aislado, sino sólo en cuanto es miembro de la historia de Dios con Israel. Es decir, Dios, con Jesús se revela desde Israel. 6) En la formación de concepciones extrajudías de la revelación en las iglesias cristiano paganas se expresa la universalidad de la autorrevelación escatológica de Dios en el destino de Jesús. La predicación a los paganos es una consecuencia del carácter escatológico del acontecimiento mesiánico de Jesús. Cuando se observan las mentalidades con las que se encuentra la primera evangelización —sobre todo la gnosis— se comprende que sólo así pudo darse ese salto en la predicación de la salvación.

[56] El matiz crítico a este aspecto de las tesis de Pannenberg es común en los manuales de teología fundamental, cfr. R. Fisichella, La rivelazione: evento e credibilita, cit., 78; F. Ocáriz y A. Blanco, Revelación, fe, credibilidad, Palabra, Madrid 1998, 40-51.

[57] H. De Lubac, «La révélation divine», cit., 47.

[58] Cfr. C. Izquierdo, «Dios Trino que se revela en Cristo», Scripta Theologica 24 (1992) 509-536.

[59] Martin (F. Martin, Pour une théologie de la Lettre. L’inspiration des Écritures, Cerf, Paris 1996) extrae fecundas consecuencias de este aspecto al comentar el pasaje de la Transfiguración como motivo director para una comprensión de las Escrituras.

[60] Es claro este aspecto cuando se invoca un comentario de los primeros versículos de la carta a los Hebreos, pero Dei Verbum lo señala de una manera muy peculiar, cuando en los nn. 3-4 desarrolla la historia de la revelación. En la primera frase habla del «testimonio» de Dios en la creación y para ello utiliza el presente gnómico —«Dios [...] da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas»—, para después pasar a narrar los diversos acontecimientos en aoristo: «se manifestó [...] personalmente a nuestros primeros padres [...], les animó a la esperanza de la salvación [...]. A su tiempo llamó a Abraham para hacerla padre de un gran pueblo que [...] instruyó por Moisés y por los Profetas». En e! n. 4, al tratar de Jesucristo, lo hace como un episodio más, e! último, de la historia de la salvación —«Después que Dios habló muchas veces [...] envió a su Hijo»— y al mismo tiempo, señala su perennidad volviendo a servirse del presente gnómico para significar el valor de la obra de Jesús: «Jesucristo [...] lleva a cabo la obra de la salvación [...], completa la revelación y confirma con testimonio divino que Dios está con nosotros». Para el significado de los usos verbales en e! discurso, cfr. H. Weinrich, Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Gredos, Madrid 1968. Sobre e! uso del presente y el pasado en Dei Verbum, cfr. L. Bordignon, «I punti nodali della teologia della rivelazione. Una rilettura del capitulo primo della Dei Verbum», Credere oggi 14 (1994) 16; cito por F. Ardusso, «La "Dei Verbum" a trent’anni di distanza», cit., 34.

[61] La trascendencia de la Palabra personal de Dios sobre sus expresiones en la historia se subraya de muchas maneras en H. De Lubac y E. Cattaneo, «La Costituzione "Dei Verbum" vent’anni dopo», Rassegna di Teologia 26 (1985) 385-400.

[62] P. Grelot, La Biblia, palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, cit., 52-54. Otros autores hablan de revelación fundante y revelación dependiente; cfr. G. O’Collins, «Révélation passée et actuelle», en R. Latourelle (ed.), Vatican II. Bilan et perspectives, I, Cerf, Paris 1988, 141-152.

[63] Cfr. B. Forte, "La Parola di Dio nella Sacra Scritrura e nei libri sacri delle altre religioni» en AA. vv., L’interpretazione della Bibbia nella Chiesa: Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Roma, settembre 1999, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 2001, 106-120.

[64] Más de treinta veces aparece nombrado el Espíritu Santo en Dei Verbum, pero en este segundo capítulo es omnipresente, cfr. R. Fisichella, La rivelazione: evento e credibilita, cit., 214 ss.

[65] La expresión es de Scheffczyk; cito por A. Antón, «La comunidad creyente, portadora de la revelación», en L. Alonso Schökel y A.M. Artola, La palabra de Dios en la historia de los hombres, cit., 285-330, aquí 303.

[66] P. Grelot, La Biblia, palabra de Dios. Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, cit., 39 ss.

[67] Entre otras cosas porque como recuerda la semiótica (cfr. C. Segre, Principios de análisis del texto literario, Crítica, Barcelona 1985, 36-38), el texto —más bien, habría que decir la obra— introyecta el contexto para evitar la ambigüedad.