Autor: P. Fernando Pascual
"Allí
estaba Él"
La conversión de Manuel García Morente
La conversión de Manuel García Morente
18 de julio de 2004
Manuel García Morente nace el 22 de abril de 1886 en un pueblo de Andalucía. Su
familia es profundamente católica. Llegado a la adolescencia, Manuel se niega a
acompañar a los suyos a misa. Como explicación, dice simplemente que ha dejado
de creer.
Tiene una inteligencia profunda y viva. Le encanta la música. Aprende con
rapidez a tocar el piano. Sus gustos intelectuales lo llevan a estudiar
filosofía, en España, en Francia, en Alemania. En Francia le ofrecen una
cátedra, pero prefiere volver a Madrid, donde inicia su carrera como profesor
universitario. Su tema preferido es la ética. Dios, mientras tanto, parece haber
quedado lejos, muy lejos...
En 1913 se casa con Carmen García del Cid. Ella es profundamente religiosa, lo
contrario de su esposo, pero logran un buen acuerdo matrimonial. Nacen dos
hijas, María José y Carmen. Don Manuel no pone obstáculos p ara que su esposa
pueda impartir la educación religiosa que desee a las hijas. Por su parte, él se
mantiene lejos de la fe, y ella le respeta. Quizá en el fondo de su corazón
espera que un día su marido cambie, pero ese día se retrasa muchos años.
Llega una primera prueba para el famoso filósofo: en 1923 muere su esposa.
García Morente lleva a María José, su hija mayor, al cementerio y la deja
rezando junto a la tumba. Él se queda atrás, serio, absorto en sus ideas. Si la
niña se distrae, su padre le dice: anda, reza por tu madre.
España, en esos años, vive en un momento de turbulencia política. El profesor
García Morente participa como subsecretario de educación en el gobierno del
general Berenguer (1930). En 1931 inicia la República española, con sus
tensiones y sus conflictos. María José se casa en 1934 con Ernesto Bonelli, un
joven profundamente católico. Nacen dos hijos. Pero en agosto de 1936, un mes
después de iniciar la guerra civil, Ernesto es asesinado , simplemente por ser
católico.
García Morente se encuentra en Madrid. Siente terror por la suerte de su hija y
por sus dos nietos de 1 y 2 años. Consigue que traigan a la familia a Madrid. En
su casa viven horas de angustia. Grupos de milicianos registran los edificios
para llevarse a personas que luego son encarceladas o fusiladas. Los García
Morente miran por la ventana, tiemblan cuando escuchan pasos por las escaleras,
suspiran de alivio cuando los milicianos se detienen un piso abajo o un piso
arriba. Las mujeres de la casa rezan con frecuencia en un cuarto, a escondidas.
Don Manuel todavía no puede ni quiere rezar. ¿Y Dios?
El 2 de octubre de 1936 un amigo avisa a García Morente de que van a asesinarle,
y le pide que escape inmediatamente, sin la familia. García Morente consigue
salir de Madrid y pasar a Francia. Se dirige a París, donde conoce a varios
amigos. Pero está sin dinero, sin trabajo, sin la familia, lleno de dudas, de
zozobras. En algún momento se asoma la idea de Dios por su cabeza, pero la
rechaza: la vida es algo dirigido por fuerzas físicas ciegas, inconscientes. No
existe ninguna providencia, ningún sentido a todo lo que ocurre.
Morente busca trabajo. Llama a una y otra puerta. Nada. De repente, el trabajo
llega a través de un amigo. Intenta, al mismo tiempo, tramitar el traslado de
sus hijas y nietos de España a Francia. Nada. Todos sus esfuerzos fracasan una y
otra vez. De nuevo, por sorpresa, un encuentro fortuito con una persona abre la
posibilidad de sacar a la familia de Madrid.
Morente intenta reflexionar sobre todo lo que está pasando. Su cabeza da vueltas
y vueltas. Llega a la conclusión de que la vida es algo que no hacemos nosotros,
que algo o alguien “nos la hace”. Sin embargo, esa vida nos pertenece, es algo
nuestro, algo que cada uno vive intensamente. Pero Dios, ¿qué tiene que ver Dios
con todo lo que pasa?
Morente lleva más de 30 años rechazando cualquier religión. A lo sumo, sería
posible pensar en un Dios filosófico, siempre lejano: un Dios que no tiene nada
que ver con nuestras vidas. Si algún momento se le viene a la mente que tiene
que rezar, que tiene que confiar en Dios, rechaza esta idea como pueril, como
absurda: sus convicciones filosóficas cierran el paso a cualquier atisbo de fe.
Llega el mes de abril de 1937. El día 29. Es de noche. En París. Ocurre algo
especial. Morente llamará más tarde a esa experiencia como “El hecho
extraordinario”. ¿Qué ocurre? Nos acercamos de puntillas a esa noche, desde un
texto escrito en septiembre de 1940 por el mismo Morente a un sacerdote de
confianza, Don José María García Lahiguera.
El texto es bastante largo. García Morente explica primero la serie de
acontecimientos que se suceden desde agosto de 1936 (asesinato de su yerno)
hasta abril de 1937. Cuenta sus reflexiones, sus dudas, su angustia. Llega, por
fin, a la noche del 29 de abril. Han pasado por su cabeza un cúmulo inmenso de
reflexiones. Reconoce, por fin, que existe una providencia que da sentido a su
vida, pero la ve, todavía, como una providencia fría, casi anónima. Dios sigue
siendo un Dios filosófico, extraño.
Don Manuel está sumamente tenso. Necesita relajarse, quiere estar un momento
tranquilo. Enciende la radio y escucha algunas piezas de música francesa. No
sabe que ese gesto será el inicio de un cambio radical. No sospecha todo lo que
se va a producir en su corazón en unos momentos. Pero Alguien está cerca, muy
cerca, y deja a Manuel encender la radio. Primero será su fantasía la que
trabaje. Luego, ocurrirá algo extraordinario, inexplicable.
Vamos por partes. Acaba la transmisión. Un cúmulo de imágenes pasan por la mente
y el corazón de García Morente. Leemos su escrito para que sea él quien nos
cuente qué le pasó en esos momentos.
“Estaban radiando música francesa: final de una sinfonía de César Frank; luego,
al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel ; luego, en orquesta, un
trozo de Berlioz intitulado L´enfance de Jesus. No puede usted imaginarse lo que
es esto, si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura
tales que nadie puede escucharlo con ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico de
voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la
melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.
Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en
que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar -sin que
yo pudiera oponer resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo.
Vile, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado
en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y María.
Seguí representándome otros periodos de la vida del Señor: el perdón que concede
a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies
del Salvador, Jesús atado a la c olumna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar
la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. Y así, poco a poco, fuese
agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz,
en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura
pululante de hombres, mujeres, niños, sobre los cuales se extendían los brazos
de Nuestro Señor Crucificado.
Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella
humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor; y la Cruz subía,
subía hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras de ella subían muchos,
muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo
yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el
enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en
aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y
viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infin ita, que se
alejaba de mí [...].
No me cabe la menor duda de que esta especie de visión no fue sino producto de
la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un
efecto fulminante en mi alma. «Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios Vivo,
ésa es la Providencia viva» -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a
los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela,
que les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se
hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación,
porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás
podría el hombre franquear.
Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con
toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había
querido entregarme a esa Providencia, que hace y deshace la vida de los hombres.
¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia en tre mi pobre humanidad y ese
Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos,
demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano.
Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo,
muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése
sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí
que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto
que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A
rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y
¡horror!, Don José María, ¡se me había olvidado!
Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor
Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez;
recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me
representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de
rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos
del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos
restituí fielmente el texto español”.
Termina el primer momento. García Morente acaba de rezar. Ha comprendido que
Dios está cerca, que ha entrado en la historia humana, que es posible confiar en
Él. Pero algo más sorprendente, más profundo, más íntimo, está por llegar.
Seguimos con la lectura del manuscrito donde narra lo que ocurrió esa noche del
29 al 30 de abril de 1937.
“En el relojito de pared sonaron las doce de la noche. La noche estaba serena y
muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. [...]
Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi
memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que me despertaba bajo la
impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que
sentía: miedo, angustia, aprensión, tu rbación, presentimiento de algo inmenso,
formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en ese mismo momento, sin
tardar. Me puse de pie todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una
bocanada de aire fresco me azotó el rostro.
Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí
estaba Él. Yo no lo veía, no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la
habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas,
de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada.
No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil,
agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma
claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras -negro
sobre blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la
vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin
embargo, le percibía allí presente con entera cla ridad. Y no podía caberme la
menor duda de que era Él, puesto que le percibía aunque sin sensación.
¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé, pero sé que Él estaba allí presente y que
yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta
e indiscutible evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba,
podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi
memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable
de que era Él, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí
sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí-
durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo,
que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una
suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada
de toda mi materia, que dijérase no tenía corpore idad, como si yo todo hubiese
sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente
suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me
sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin
ninguna sensación concreta de tacto.
¿Cuándo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante
desapareció. Una milésima de segundo antes, estaba Él aún allí, y yo le percibía
y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de
segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación, ya
estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi
cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos”.
El resto de la narración es un esfuerzo de Morente por explicarse lo que había
ocurrido aquella noche. Está convencido de que ha llegado a percibir a Dios, de
un modo similar a como se expresa santa Teresa de Jesús respecto de al gunas de
sus experiencias místicas. Pero no comprende por qué Dios le ha concedido ese
regalo tan particular, cuando no había hecho nada, absolutamente nada, para
merecerlo...
Una noche de abril. Un filósofo llega a experimentar a Dios. Su vida, desde ese
momento, cambia. Decide que será sacerdote.
Mientras, Dios, que guía la historia, le permite volver a abrazar a sus hijas y
nietos. Va a Sudamérica y puede dar una serie de conferencias. Asiste, con sus
hijas, a misa. Vuelve a España, y después de una larga confesión general con un
obispo, recibe la comunión. ¡Después de más de 30 años! Luego, pasa un tiempo en
un monasterio. Varios meses después ingresa en el seminario. El famoso profesor
de filosofía que no creía en Cristo se ordena sacerdote en diciembre de 1940.
Dios quiere encontrarse nuevamente con Él, de un modo definitivo, eterno. El 7
de diciembre de 1942, cuando apenas lleva dos años de sacerdote, amanece muerto.
Alguno no habrá compre ndido por qué Dios lo llamó tan pronto, por qué no dejó
que el filósofo, ahora convertido en sacerdote, diese conferencias y hablase a
los jóvenes de su fe fresca, sincera, experimental. Desde el cielo García
Morente sonreirá. Está con Dios, con el Dios de la historia, con el Dios de la
providencia llena de amor y de ternura. Desde allí nos espera y nos toca el
corazón, no sólo con la narración del “hecho extraordinario”, sino también con
esa vida que se genera gracias a la comunión de los santos.