La concepción cristiana del hombre

Jean Ladrière
Traducción Nazario Vivero

La presente traducción se ha hecho a partir del texto de una exposición del mismo nombre hecha en el Simposio Científico Internacional realizado en Budapest del 8 al 10 de Octubre de 1986, y publicado en la revista Ateísmo e Diàlogo (Secretariado para los No-Creyentes, Vaticano, XXI-4, 1986, pp. 384 a 396).

1. La concepción cristiana del hombre es fundamentalmente  optimista. Aunque reconoce la presencia del mal en el mundo y sus efectos negativos para la condición humana, rehúsa convertir al mal en una realidad positiva. Lo interpreta, no como un dato constitutivo de la realidad, sino como una especie de accidente que toca al ser humano muy profundamente, pero sin comprometer radicalmente sus posibilidades. El mal ha entrado en el mundo. El mal obra en él actualmente, pero la fe cristiana comporta la esperanza de que será, en última instancia, definitivamente superado.

2. El optimismo cristiano no está basado en una visión científica ni tampoco en una concepción filosófica, sino en una experiencia religiosa ligada a una tradición histórica determinada, la cual está directa y explícitamente unida a la persona de Jesucristo, su vida, su testimonio y su enseñanza. La predicación de Jesucristo se sitúa en el contexto religioso judío del inicio de nuestra era y, apoyándose en la tradición de la fe judía, la transforma radicalmente, cortando con la Ley y abriendo un espacio religioso nuevo en el cual la mediación de Cristo se convierte en esencial. Cristo, para la fe cristiana, no es un sabio o un profeta. Es reconocido como hijo de Dios y Salvador. Y es a través de una adhesión directa y libremente consentida a su persona que el creyente entra en la dinámica de la salvación, de la cual El es la fuente. Es en su persona que Dios se ha manifestado, y es por El y sólo por El, que el hombre puede ir hacia Dios.

          La visión religiosa del cristianismo está, pues, ligada a una historia. Ella es, en su contenido mismo, intrínsecamente histórica. De acuerdo con esto ella no es una teoría ni tampoco una gnosis. Asumiendo y superando la fe judía, la fe cristiana se vive como apertura a una promesa de salvación que se despliega en forma de una historia. Esta historia está basada, no en iniciativas humanas, sino en una intervención de Dios, el cual viene, de algún modo, al encuentro del hombre, a través de  acontecimientos significativos. Estos acontecimientos son aquellos que han estado en el origen de la fe judía y que han marcado su desarrollo. Para los cristianos son, de manera central, aquellos que han marcado la vida de Jesucristo. La historia religiosa judía es reinterpretada como preparación y anuncio de lo que se realiza –a través de una profunda transformación- en Jesucristo. Y lo que en éste se ha realizado abre un nuevo período de la historia, representada como la constitución progresiva de un reino espiritual, el Reino de Dios, o como la edificación progresiva de un cuerpo en el cual toda la humanidad está llamada a unificarse.

          La experiencia religiosa cristiana es esencialmente la asunción, en la resolución creyente y en la práctica que ella inspira, de la historia de la salvación, tal cual ella se articula en la triple dimensión del tiempo de la fe judía, del de Jesucristo y el del cumplimiento y la espera en el cual nos encontramos actualmente.

          En esta historia lo que está en juego es esencialmente la destinación del hombre. En la perspectiva abierta por ella, lo que se propone es una cierta lectura de la condición humana. A partir de dicha lectura –que es esencialmente del orden de la destinación y, por lo tanto, precisamente del orden práctico y no del especulativo- es que puede delinearse lo que se puede llamar la concepción cristiana del hombre.

3. La historia de la salvación, tal cual la capta la visión  cristiana, no es lo constitutivo de la realidad humana. Aquélla es una realidad del orden del acontecimiento y, como tal, sobreviene a la realidad humana, a la manera de un encuentro en el cual ella se descubre concernida y por el cual es interpelada en sus posibilidades más esenciales.  Pero esta realidad humana sólo puede ser concernida por esta historia en la medida en que ya está constituida en su consistencia propia, en su naturaleza y poderes. Ahora bien, hemos aprendido que el hombre es completamente un ser histórico. Su aparición en la tierra ha sido precedida de un proceso muy largo, el cual puede ser interpretado como una historia de la vida.  Y una vez que se ha dado el paso de la hominización y que aparecieron el lenguaje, la actividad fabril, la reflexión y la investigación racional, comienza una nueva forma de historia que podría ser llamada, de una manera muy global, la historia de la cultura y que, de hecho, a medida de su desarrollo, se hace más compleja, articulándose en dimensiones múltiples, unidas, por lo demás, por relaciones de retroacción y condicionamiento mutuo: dimensión científica, tecnológica, estética, económica, política.

         

          La historia de la salvación no sustituye a esta historia fundamental, en la cual la humanidad asume progresivamente su forma. La primera se inscribe en la segunda, según una imagen propuesta en el evangelio, como la levadura en la masa, como una fuerza inspiradora, que asume y prolonga, abriendo la dinámica de la historia de la cultura (en sus diferentes dimensiones), a otra dinámica más profunda y radical, que trasciende los horizontes de la cultura, puesto que ella lleva al hombre al encuentro con Dios, pero que, al mismo tiempo, los conserva en ella y les confiere su sentido más pleno y radical.

4. Desde el punto de vista de la historia de la salvación, toda la historia del cosmos, y la de la cultura que la prolonga superándola, son interpretadas a partir del tema de la creación. La Biblia nos ofrece de ello una presentación en forma de imágenes. Pero no hay que perder de vista que el relato de la formación del mundo que se encuentra al inicio de la Biblia no es más que una especie de prólogo que introduce el tema más esencial de la formación de un pueblo con el cual Dios hace alianza, con el cual se compromete y el cual prefigura la gran comunidad por venir, que debe reunir a todos los hombres en Cristo.

          El pensamiento cristiano, reflexionando sobre estos datos, ha sido conducido a distinguir entre lo que concierne a la instauración de la naturaleza y, en esta naturaleza cósmica, a la instalación del ámbito del hombre; y, por otra parte, lo que, propiamente hablando, concierne a la historia de la salvación. Es necesario que haya antes un orden de creación, y en particular una realidad humana constituida, con sus potencialidades y posibilidades propias, el deseo que la atraviesa y su capacidad de infinito, para que la iniciativa de Dios, que viene al encuentro del hombre y funda así una historia de salvación, se convierta en algo posible y tenga un sentido.

          Desde el punto de vista de la instauración del cosmos

y de la realidad humana en él, el tema de la creación comporta dos aspectos esenciales: por una parte la idea de que es Dios  (en cuanto realidad personal distinta del mundo) la fuente de toda la realidad visible, y que es de El que viene lo que se podría llamar la fuerza del ser, la energía que instaura a cada realidad concreta en la existencia; y por otra parte y correlativamente, la idea de que los seres que constituyen el mundo, y singularmente los seres humanos, tienen, cada uno, su realidad propia, adecuadamente distinta de la de Dios. Por la creación, (que no es una producción, sino una relación) Dios instaura a los seres en la existencia fuera de El. Una vez recibidos en la existencia, dichos seres tienen su realidad de manera plenamente auténtica, se podría decir que autárquica. (En un cierto vocabulario metafísico, podría decirse que son sustancias, es decir, realidades que existen por sí mismas y por su propia cuenta, y no accidentes, o modos, de una sustancia universal).

5. El ser humano es un ser de relación. Está dotado de palabra  y es capaz de acción. Por la palabra y la acción, cada ser humano se religa efectivamente con los otros. Y es a través de dichas relaciones que su existencia recibe su contenido y consistencia. Pero el nexo está caracterizado por la reciprocidad; para entrar en relación es necesario a la vez dar y recibir, ir hacia el otro y ser receptivo a su vez con respecto a él. La receptividad del ser humano es comprendida como una apertura que lo hace capaz, no sólo de encontrar al otro hombre, sino también, más radicalmente aún, de encontrar a ese Otro que está en el origen de su ser, pero que no está presente en el mundo en forma visible. Para que tal encuentro ocurra efectivamente es necesario que la iniciativa venga del Otro, que de un modo u otro, él se haga asequible, aunque sea a través de signos y mediaciones. Según la tradición judía, asumida en esto por la cristiana, Dios se manifiesta por su palabra. Y si el hombre puede encontrarlo es a través de esta palabra. A él le corresponde escucharlo y acogerlo. Ella se le propone, no se le impone; es en su libertad que el hombre está llamado a acogerla.

          Para el cristiano Cristo es hijo de Dios y verdaderamente hombre. En Él Dios y hombre se unen, en la unidad misma de su persona, históricamente situada. Él es, en su existencia misma, el encuentro realizado, plenamente consumado, entre Dios y el hombre. En lo adelante es adhiriendo a la persona de Cristo por un compromiso personal, que el hombre puede ir al encuentro de Dios. La adhesión a Cristo es, en primera instancia, la acogida decidida de su palabra. En y por su palabra, es la propia palabra de Dios la que resulta acogida. Y la acogida de la palabra, prolongada en todas sus implicaciones y desarrollos prácticos, se convierte en este compromiso personal que hace del creyente un discípulo de Cristo y partícipe de lo que se realiza en plenitud en la persona de Cristo (precisamente, el encuentro del hombre con Dios).

6. Ya que es, pues, en y por Cristo, que la destinación humana halla el principio de su última realización, la persona de Cristo se encuentra, para el cristiano, en el centro de la historia de la salvación. Y ya que ésta es la que consuma la historia como tal (la del cosmos y la de la humanidad) al darle su sentido último, se puede decir que, para el cristiano, Cristo está verdaderamente en el centro de la historia como tal y, por lo tanto, de todo el proceso, cósmico y humano, según todas sus dimensiones.

          Pero la historia no ha terminado, ni la de la humanidad, ni la del cosmos, ni la de la salvación. Cristo ha venido, pero no ha hecho más que comenzar la obra que vino a realizar y ha confiado a sus discípulos la tarea de proseguirla. El se manifestó y Dios se ha hecho manifiesto en El, pero de una manera aún incompleta, que permanecía parcialmente velada. La plena manifestación de Cristo está aún por venir. Tendrá lugar cuando el reino espiritual, del cual El puso las bases, habrá alcanzado su madurez o –según otra imagen- cuando el cuerpo, la unidad orgánica en la cual El ha tenido el diseño de reunir a todos los hombres, habrá alcanzado su plena estatura.

          Nos encontramos en un entre-dos: entre la manifestación histórica de Cristo en la Palestina de los inicios de nuestra era, y su manifestación futura al fin de los tiempos. Nos encontramos en un tiempo de espera, pero de una espera activa, en el cual ya se han hecho parcialmente visibles los frutos de la venida de Cristo y en el cual se prepara lo que aún está por venir.

          Toda la historia está así orientada hacia un “ésjaton”, un momento último, que será de consumación y, al mismo tiempo, de transformación. La experiencia cristiana se vive en una gran tensión fundamental del ser, que es precisamente esta espera vigilante de una realidad por venir, en un tiempo último. El sentido cristiano de la historia está completamente relacionado con esta perspectiva escatológica, con respecto a la cual, lo vivido en el presente asume su verdadera significación.

          7. En la perspectiva así definida por la historicidad, propia de la salvación centrada en la persona de Cristo y al mismo tiempo abierta al horizonte escatológico, historicidad que se constituye como la base y el presupuesto del orden real instaurado por la creación, la significación de la existencia humana aparece como esencialmente determinada por un llamado a una realización radical.

          Tres términos podrían caracterizar dicha significación y al ser humano mismo: imagen, destinación, libertad.

          Visto en la perspectiva de la creación, el hombre aparece como la realización suprema que, de algún modo, viene a coronar la formación del cosmos. Si Dios es fuente del ser en cada realidad existente, hay en cada una de ellas como una traza, un vestigio de la energía creadora que está en Dios. Pero si el hombre se encuentra en la cúspide del orden cósmico, por las extraordinarias propiedades que manifiesta y que son invocadas por el término espíritu: propiedades que hacen de él un ser eminente y constitutivamente relacional, entonces el hombre lleva por excelencia, en su propio ser, la traza de la fuente de la que viene su ser. El lleva en sí dicha traza, por cuanto su propia esencia reproduce, aunque de modo limitado y finito, lo que se realiza en plenitud en la esencia divina: es decir, un modo de existencia que es el del espíritu relacional, que fundamenta una posibilidad inagotable de comunicación y que es pura expansividad y generosidad del ser, al mismo tiempo don y acogida sin reservas. Esto es lo que expresa el término de imagen y es ciertamente cada ser humano, en su individualidad concreta, quien es imagen de Dios. Es esto lo que fundamenta su eminente dignidad.

          Por tener así un valor propio irreductible en su individualidad misma, como fuente para sí mismo de actividad comunicacional, expansividad y receptividad, cada ser humano es portador, por sí mismo, de una destinación que le es propia. Destinación en modo alguno significa destino. No se trata de una especie de necesidad que sería como la ley interna de un ser. Por el contrario, se trata de un llamado que sólo recibe todo su sentido con relación a una libertad. El ser humano está llamado a una realización de sí en virtud de una iniciativa tomada con respecto a él mismo y que le propone un encuentro. Este llamado es una vocación; es lo que solicita al ser y le indica el camino de su realización. No según una fórmula general, que sería igual para todos, sino según una disposición, siempre singular, que corresponde a la situación particular, a la historia propia de cada uno, puesto que lo propuesto es precisamente del orden del encuentro. Y el encuentro entre el hombre y Dios sólo puede ser pensado por analogía, es decir, como puede ser el encuentro entre dos seres humanos, es decir, entre dos personas. El encuentro es una comunicación recíproca en la cual dos existencias se exponen y reciben una de la otra, abriéndose una a la otra en una especie de pérdida de sí, y recibiendo, al mismo tiempo, de la otra, como para afianzarse más en su propia singularidad. El encuentro es personalizante. La destinación de un ser personal es convertirse cada vez más en persona, en un proceso indefinido de personalización.

          Pero si la destinación es llamado y vocación, ella presupone necesariamente la libertad, que es el poder en virtud del cual el ser humano es capaz de poner en juego su existencia a partir de sí mismo y apoyándose tan sólo en sí mismo. La libertad es aquello por lo cual cada uno decide de sí; y la decisión más radical es la que responde al llamado que define la vocación constitutiva del hombre. La capacidad de responder es la responsabilidad. Esta idea de responsabilidad, comprendida en sí misma y con todo lo que ella implica, es, tal vez, la que expresa más centralmente qué es lo que está en juego en el ser humano, considerado tanto en su esencia constitutiva como en la perspectiva de la historia de la salvación.

          8. Pero si la destinación espiritual del hombre le concierne en sí mismo, en su individualidad y singularidad, ella también tiene un aspecto colectivo. La historia de la salvación posee una finalidad que sólo tiene sentido con relación a las personas, pero que, al mismo tiempo, consiste intrínsecamente en la constitución de un auténtico pleroma. La tradición judía estaba basada en la idea de una vocación comunitaria: la del pueblo que Dios se había escogido. En la tradición cristiana esta noción de pueblo de Dios se universaliza. Las parábolas evangélicas hablan de la constitución de un reino o de un cuerpo, como ya se ha dicho. La salvación es, al mismo tiempo, individual y colectiva. Ella debe reunir a todos los hombres en Cristo. La expresión el Cuerpo de Cristo designa, por lo demás, tanto la realidad corporal del Cristo histórico y la inmensa comunidad, en vías de formación en la historia efectiva, de todos aquellos que en el curso de los tiempos, se agregan a Cristo. Lo que queda así entrevisto, en la perspectiva escatológica, es la constitución de la integralidad de dicho cuerpo; y esta integralidad es el objetivo de la humanidad, asumida en la obra de la salvación, y que encuentra en ésta su unidad efectiva final.

          Los dos puntos de vista, el de la persona y el de la colectividad no son, por lo demás, antagónicos ni están simplemente yuxtapuestos: se presuponen y condicionan mutuamente. Si es verdad que la persona es esencialmente relacional, el individuo personal sólo realiza efectivamente su ser en y por sus interacciones con los otros, es decir, inscribiéndose en una comunidad. Por otra parte, una comunidad realmente humana no puede ser un simple agregado de individuos; sólo es comunidad en virtud de los nexos que sus miembros tejen entre sí, por la reciprocidad de las relaciones y, en definitiva, por la vida personal, que es el soporte de dichas relaciones.

          9. La historia humana está transida de contradicciones. Ella está plena de ruido y de furor. La vida de los hombres está marcada por la desgracia y el sufrimiento. La fe cristiana relaciona estos aspectos negativos de la existencia humana, como se ha indicado ya, con la presencia en el mundo de una especie de desorden que es de orden espiritual, en el sentido de que no proviene de la constitución misma de las cosas, del tejido del cosmos, sino de una iniciativa de libertad. Sin embargo, el mal no es considerado como proveniente de un principio maligno, como ocurre en las visiones maniqueas, ni como una resistencia de la materia, como ocurre en las visiones dualistas, que oponen radicalmente materia y espíritu, y tampoco como teniendo su fuente última en el hombre. El hombre está afectado por él y se hace su agente. Pero hay una antecedencia del mal con respecto a la condición humana. Él procede de una libertad, de un acto del espíritu, pero que no resulta situable en la realidad cósmica, que es la mansión natural del hombre.

          El mal se manifiesta del modo más negativo en el orden moral, introduciendo en las relaciones humanas una distorsión que puede llegar a engendrar comportamientos destructivos. Pero también se manifiesta en todo aquello que, independientemente de la acción humana, de modo aparentemente natural, daña la integridad de la existencia, y se convierte en obstáculo para su realización: la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. Si el hombre es afectado por dichos obstáculos y limitaciones, que aparentemente vienen de su naturaleza, es que la misma realidad cósmica está afectada por el mal, que hay en ella distorsiones con respecto a lo que debería ser en virtud de las energías puestas en ella por el acto creador.

          Sin embargo, el mal puede ser superado. La salvación, la cual es positiva y esencialmente la apertura del mundo de Dios al del hombre y recíprocamente, encuentro y compartir, es también, al mismo tiempo, remisión del mal. Dicha remisión está adquirida, en principio, en la persona de Cristo, el cual ha pasado por el sufrimiento y la muerte, pero ha resucitado de entre los muertos e instaurado así, en su propia persona, un nuevo modo de existencia, liberado del mal y de la muerte.

          Dicho modo de existencia es, para el creyente, objeto de esperanza. En el tiempo presente de la historia, que es un tiempo de maduración y espera, el mal continúa manifestándose en el mundo. Pero, al mismo tiempo, la acción de Cristo porta sus frutos y el potencial de positividad, que abre la existencia a su expansión total, no cesa de acrecentarse. Al fin de los tiempos el mal será definitivamente vencido, habrá cielos nuevos y una tierra nueva. Se establecerá otro modo de existencia del hombre y del cosmos, liberado de toda traba y contradicción.

          El optimismo cristiano esta basado, por una parte, en la idea de la creación, la cual justifica una actitud de confianza fundamental con respecto a la realidad, la del mundo y la de la condición humana; y por otra parte, en la fe en Jesucristo, el cual nos aporta la salvación y por quien somos librados del mal. Este optimismo es muy radical y tiene que ver tanto con la vida presente como con la futura más allá de la muerte. Para la vida presente él ofrece la certeza de que toda la acción positiva, que va en la línea de las potencias creativas del hombre, (*) (tiene) su legitimidad y su premio; que nada está definitivamente perdido y que ninguna desgracia posee la última palabra sobre la existencia, sino que siempre hay esperanza, que nuestra acción, aunque sea modesta, se inscribe en un gran movimiento constructivo que la lleva más allá de sí misma, hacia una plenitud de significación. Y con respecto a la vida futura, ofrece la certeza de que la vida presente no camina hacia la nada, sino hacia una nueva forma de vida, definitivamente liberada de las limitaciones de la presente y cuyas arras han sido dadas en la resurrección de Cristo. La fe cristiana conlleva la fe en la resurrección, es decir, en una nueva forma de vida, que no será la de un puro espíritu, sino la del hombre concreto, tanto en su cuerpo como en sus potencias espirituales. Lo cual implica que la propia realidad cósmica será transvaluada, de manera de convertirse no sólo en la preparación de la vida eterna, sino en el propio nexo y la manifestación visible de ésta.

          Es necesario precisar que el creyente no piensa poder representarse concretamente la forma de la vida futura. El tiene el testimonio de la resurrección de Cristo y sabe que la vocación humana consiste en tomar parte en la existencia de Cristo resucitado. Esto no es una representación o una teoría, acerca de un estado futuro del cosmos y la humanidad; es una esperanza que asume a la existencia y todo cuyo sentido es el de abrirla a una especie de amplitud máxima, la cual queda expresada, de una manera sobria y que permanece críptica, con el término de vida eterna.

          10. La esperanza de la vida eterna es espera de una realidad por venir. Es la espera escatológica. Pero esta realidad no está pura y simplemente más allá de la presente. Por el contrario, está en continuidad con ésta porque se prepara en el presente.   El sentido de la vida humana es el de un caminar hacia una plenitud, pero en el cual cada paso tiene su importancia y su precio, precisamente porque cada uno aporta su contribución al advenimiento de aquello que es esperado. Y es ciertamente todo el hombre el que está comprometido en dicho caminar; el hombre con todas sus potencias   (el hombre como ser de carne, con sus nexos cósmicos pero también con todo lo que en él es emergente con relación a la realidad cósmica; el hombre como ser de relación, llamado a inscribirse en una comunidad; el hombre en su autonomía y responsabilidad, portador de una destinación a la vez singular y colectiva, agente de su propia historia, abierto a un horizonte de sentido que es infinito).

          Por consiguiente, la fe en Jesucristo y la espera de la salvación no puede ser una fuga hacia una vida fuera del mundo; la fe sólo recibe su sentido enraizada en la condición humana efectiva, la cual ella debe asumir en todas sus dimensiones y a la que debe conferir su significación más radical. En su condición efectiva el hombre es un elegido esencialmente creativo. Resulta claro que él está limitado por condicionamientos de todo tipo y discapacitado por la presencia del mal. Pero fundamentalmente está dotado de potencialidades creativas, se experimenta a sí mismo como responsable de su existencia, tanto individual como colectivamente y como portador de una historia que está por hacer, encargado de una inmensa tarea. El hombre es dado a sí mismo, no como un ser realizado que, de alguna manera, sólo tendría que dejarse vivir, sino como un ser que hay que construir, llamado a darse progresivamente su figura auténtica. La humanidad es una realidad por construir, una tarea que está ante nosotros.

          El instrumento de esta construcción es la acción. Por esto el hombre es capaz de hacer existir nuevos objetos y situaciones inéditas, transformar la realidad, construirse un lugar para morar, cargado de significación y así suscitar un mundo. Si se confiere al término cultura su sentido más amplio, podrá decirse que el hombre es creador de cultura. Pero así como hay en la historia estratos de estabilización relativa, no existe una cultura acabada; toda creación suscita nuevos problemas y abre nuevas posibilidades; el esfuerzo constructor se proyecta sin cesar hacia delante. Pero este es un esfuerzo con múltiples aspectos, que se descompone en tareas diversificadas. Existe la tarea de hacer la tierra habitable y de conseguir que ella sea cada vez más una morada en la cual el hombre pueda verdaderamente sentirse bien. Ese es el ámbito de la innovación tecnológica, del trabajo, de la producción, con su aspecto operativo (la técnica como tal) y su aspecto social (el sistema de relaciones en las cuales se efectúa la producción: las relaciones entre los hombres y los instrumentos y aquellas de los hombres entre sí en la utilización de los recursos y en el funcionamiento de los instrumentos). Existe la tarea de la investigación, que busca el conocimiento y con ello un nivel más elevado de cultura, un grado mayor de emancipación. Existe también la tarea de la creación de las formas, de la gestión del universo simbólico, la cual debe enriquecer la red de significaciones y volver al hombre cada vez más sensible a la vibración de las cosas y a las inmensas potencialidades de su propia existencia. Existe igualmente la tarea política, que reúne a todas las otras y que es la tarea histórica por excelencia porque ella busca la constitución de la comunidad. Más allá de todas las técnicas e instituciones, así como de todas las relaciones de fuerza, ella tiene como desafío instaurar una vida social basada en la justicia y la paz.

          Todas estas tareas conciernen ciertamente la existencia del hombre en este mundo y por ello se les puede llamar tareas terrestres. Según la visión cristiana del hombre la vocación humana va todavía mucho más lejos, puesto que es un llamado a la constitución de un pleroma, que reúne a toda la humanidad en una comunión universal basada en el compartir la vida divina. Las tareas terrestres no quedan, sin embargo, suprimidas ni desvalorizadas por esta vocación. Por el contrario, vistas en la perspectiva abierta por ella, quedan a la vez reconocidas y honradas en su valor propio, así como revestidas de una significación que hace ver su grandeza irremplazable.

          Esta puesta en perspectiva con respecto al horizonte de la historia de la salvación impide al esfuerzo humano cerrarse sobre sí mismo y enquistarse en la constitución de un sistema limitado, lo mismo da que sea un sistema de saber o social. Ella lo ayuda a conservar intacta su estructura esencial, que es la trascendencia (en el sentido activo del término), es decir, la capacidad de superación con respecto a todo límite.

Al mismo tiempo, la referencia al horizonte de la historia de la salvación, al inscribir las tareas terrestres en un movimiento que las asume mientras las trasciende, añade al sentido que ellas tienen por sí mismas, en su orden propio, ese otro suplementario que reciben por el hecho mismo de dicha inscripción y asunción. Podría intentarse expresar el valor que asumen las tareas terrestres desde el punto de vista de la historia de la salvación, diciendo que ellas buscan constituir un orden humano llamado a ser una parábola del reino de Dios. El orden de cultura que la creatividad humana intenta construir no es por sí mismo el reino de Dios, pero tiene con él una relación positiva, que puede ser pensada como la de un relato parabólico con respecto a su significación. Es en base a la positividad de dicho nexo que él puede ser asumido en el reino de Dios.

Pero dicha relación tiene una significación escatológica. Es en el momento del ésjaton que este valor eminente del esfuerzo humano aparecerá en su verdad, como contribución a la constitución del reino. Pero el momento del ésjaton es la vez un momento de recapitulación, de asunción y de ruptura transformante. Esto es lo que indica la parábola del buen trigo y de la cizaña. Si existe una relación positiva con el reino de Dios, también hay el aspecto de sombra, la presencia del mal, la ambigüedad de las obras del hombre. Pero todo está mezclado de manera indisoluble, como en un campo en el que la cizaña y el buen trigo  no pueden separarse. Tan sólo en el momento de la cosecha podrá hacerse la separación. Solamente en el momento del fin de los tiempos la positividad del esfuerzo humano podrá ser separada de la negatividad. Esto no puede impedirnos reconocer que esa positividad está presente desde ahora en todo lo que es portador de vida y esperanza, en todo aquello que abre la existencia a un anhelo más amplio.

11. Sea que se consideren las tareas terrestres o el caminar hacia el reino de Dios o, más bien, como hay que hacerlo, los dos a la vez, lo esencial es lo que se hace efectivamente, es decir, la práctica, la acción. Pero ésta, para ser sensata, debe estar portada por una inspiración que le da su orientación y le fija criterios. Para la fe cristiana, la fuerza inspiradora de la acción es la caridad. Esta no es un sentimiento altruista, ni la beneficencia ni la simpatía natural. Ella es esa apertura del corazón y del espíritu que traslada al ser fuera de sí mismo, en la voluntad de unirse plenamente a la voluntad de Dios, tanto con respecto al mundo como con respecto a los hombres, y consagrarse sin reservas al servicio de Dios y del prójimo. Porque el amor de Dios y el del prójimo no son separables. La caridad es concreta; ella reside en actos eficaces que pueden ir desde el gesto más simple y el servicio más elemental hasta el sacrificio supremo. Ella se extiende a todo hombre, quienquiera que sea, incluso a aquellos que pueden aparecer como enemigos. En el núcleo de la fe cristiana se encuentra la afirmación de que Dios es amor; Dios nos ha amado, escribe el apóstol Juan y por tanto también nosotros debemos amarnos unos a otros. La significación de esta frase es eminentemente práctica y concreta. Los gestos de la caridad, nos dice el evangelio, son: dar de comer a los que tienen hambre, de beber a los que tienen sed, acoger al extranjero, vestir a los que están desnudos, visitar a los enfermos y a los prisioneros. Lo que queda así indicado es el servicio del hombre, en todas estas dimensiones. Estas son las tareas terrestres. De suyo, la acción es creativa, pero lo que ella crea debe estar al servicio de los hombres, comenzando por los más desposeídos. La fuerza inspiradora de la caridad es la que le indica su sentido más auténtico.

NOTA.

(*) En el original francés, la frase está o incompleta o ha sido mal transcrita, provocando un contrasentido. No obstante, atendiendo al contexto, el sentido parece bastante obvio y la traducción se orienta en esa dirección.