La ciencia y la fe se encontraron a los pies de la
Virgen: Alexis Carrel
Alexis
Carrel nació en Lyon en 1873, de familia rica de comerciantes. Habiéndose
quedado huérfano de padre, a los cinco años tuvo que dejar la ciudad de Lyon
para ir a vivir en el campo con su madre. Años después regresará a Lyon para
hacer los estudios secundarios y posteriormente asistir a la Facultad de
Medicina. Precisamente en aquellos años de estudios universitarios abandonó
las convicciones religiosas que había recibido en familia y abrazó la
filosofía materialista y positivista.
Sin embargo, siempre
mantuvo una profunda nostalgia de las certezas de su infancia, sobre todo se
daba cuente de la ansiedad que le causaban sus nuevas creencias
positivistas, pues eran incapaces de dar una respuesta convincente a la
pregunta sobre el sentido de la vida y la muerte. Él mismo, después de su
conversión, escribió sobre aquella época (hablando de sí en tercera
persona): “absorbido por los estudios científicos, fascinado por el
espíritu de la crítica alemana, [Carrel] se había convencido poco a poco que
más allá del método positivo, no hay certeza alguna. Y sus ideas religiosas,
destruidas por el análisis sistemático, lo habían abandonado, dejándole el
recuerdo dulce de un sueño delicado y hermoso. Por ello había encontrado
refugio en el escepticismo indulgente (…) La búsqueda de las
esencias y las causas parecía vana, sólo el estudio de los fenómenos era
interesante. El racionalismo satisfacía totalmente su mente, pero en el
fondo de su corazón se escondía un dolor secreto, la sensación de ahogo en
un círculo demasiado pequeño, esto es, la insaciable necesidad de certeza.”
En esos años, en los círculos médicos franceses, tema común de discusión era
Lourdes y los milagros que allí ocurrían. Había quienes creían y quienes
eran profundamente escépticos. En 1894, el famoso escritor Emile Zola,
después de haber estado en Lourdes y haber sido testigo de acontecimientos
inexplicables, escribió un libro en el que negaba rotundamente la veracidad
de las apariciones. También Carrel, en su positivismo, estaba convencido de
que los de Lourdes eran sólo falsos “milagros”, que en realidad eran
curaciones fruto de la autosugestión.
Pero quería ir a ver por ti mismo y, en 1902, decidido participar como
médico en una peregrinación, una oportunidad que le ofrecido un colega
médico que por un contratiempo tuvo que abandonar en el último minuto. De
este viaje de Alexis Carrel surgió un libro que tendría el título de “Viaje
a Lourdes”.
Nuestro protagonista viajaba de incógnito. Pocos sabían su identidad, pues
él solamente quería constatar lo que allí ocurría y ayudar a los pacientes
que pudiese. En su compartimiento del tren había una mujer, Marie Ferrand
(así la llama él en su libro, pero en realidad su nombre real era Marie
Bailly), cuyo estado era de extrema gravedad: tenía el vientre hinchado, la
piel traslúcida, las costillas que le sobresalían, una bolsa de líquido que
ocupaba la región umbilical, fiebre alta, hinchazón de las piernas, el
corazón acelerado, etc. Se trataba de una peritonitis tuberculosa, que le
producían a la paciente dolores terribles.
En el tren el doctor Carrel le puso una inyección de morfina y le preguntó:
“¿Usted tiene padres?“, a lo que ella contentó que no, habían
muerto los dos años antes de tuberculosis. Ella era tuberculosa desde la
edad de los 15 años y los médicos que la conocían le habían dicho que estaba
en las últimas. Sabiendo que ya no había nada que hacer, decidió ir a
Lourdes, convencida de que la Virgen le concedería, si no la salud, al menos
la fuerza para morir en paz.
Al llegar a Lourdes, Carrel se encontró con un viejo compañero de colegio,
católico practicante, del cual solo pone en el libro las iniciales A.B., y
le preguntó: “¿Sabes si esta mañana algún paciente se ha curado en las
piscinas?” A lo que él respondió negativamente, pero le contó un
prodigio que había ocurrido delante de la gruta: Una religiosa que caminaba
con muletas llegó, se hizo el signo de la cruz, bebió el agua de la fuente
milagrosa y de pronto se le iluminó el rostro, tiró las muletas y caminó
ágilmente hacia la gruta, donde se arrodilló ante la Virgen. “¿Curada?”
respondió Carrel “Un caso interesante de autogestión”.
Su amigo le preguntó “¿Y
con qué curación te convencerías de la existencia de los milagros?” El
respondió que la curación imprevista de una enfermedad orgánica, como una
pierna cortada que vuelve a crecer, un cáncer que desaparece, una deformidad
congénita que de pronto desparece, etc. “Entonces sí que creería, si se
me concediese ver un fenómeno de tal magnitud, sacrificaría todas mis
teorías e hipótesis, pero no tengo miedo de llegar a ese punto… Hay una
chica, Marie Ferrand, que he tenido que atender muchas veces durante el
viajes y cuya vida peligra, tiene una peritonitis tuberculosa y su estado es
crítico, temo que se me muera entre los brazos. Si ella se curase, sería un
verdadero milagro, yo creería todo y me haría sacerdote” Ahí quedó la
conversación.
En la sala de la Inmaculada, reservada a los enfermos más graves, habían
puesto a Marie esperando poderla meter en las piscinas. El doctor Carrel se
acercó a su camilla, la examinó y vio que su corazón no podía más, se
acercaba el final. Le puso una inyección de cafeína y dijo a los médicos
presentes: “Es una peritonitis pulmonar en el último estadio. Ella es
hija de padres muertos de tuberculosis cuando eran jóvenes y ella ha sido
tísica desde los 15 años. Puede vivir todavía algún día, pero se acerca su
fin”. Otro médico del lugar confirmó el diagnóstico y las pocas
esperanzas de vida. No fue posible meterla en las piscinas, solamente le
lavaron el vientre con el agua de allí y la llevaron ante la gruta, con un
aspecto que ya era cadavérico. Eran las 14’30.
De pronto a Carrel le pareció que el rostro estaba más normal, menos lívido.
Le parecía una alucinación, siguió observándola. La examinó y la respiración
se estaba regularizando, parecía que mejoraba. Pero lo gordo vino entonces:
Alexis Carrel vio como la sábana que la cubría se deshinchaba por el
vientre. En media hora toda la hinchazón de la paciente había desaparecido y
el médico no podía da crédito a sus ojos.
Se acercó a ella, observó la respiración y comprobó que el corazón latía ya
sin aceleración. Le preguntó “¿Cómo se siente?”, a lo que ella
contestó: “Muy bien, siento poca fuerza, pero creo que estoy curada”.
Carrel escribió sobre este momento, en tercera persona: “El médico no
podía hablar, ni pensar. El hecho que estaba ocurriendo era contrario a
cualquier previsión. Se levantó, cruzó las filas de los peregrinos que
rezaban y se fue. Eran casi las 16. Había ocurrido lo inesperado, el milagro”
Marie Ferrand, curada, fue llevada al hospital dirigido por el doctor
Boissaire, un científico que defendía la veracidad de Lourdes. Carrel la
visitó varias veces esa tarde con otros médicos y constató que la curación
era completa. Llegó la noche y nuestro protagonista se acercó a la Basílica,
donde vio a su amigo A.B., quien le dijo: “¿Te convences ahora, filósofo
incrédulo? Ahora te tendrás que meter a cura” Carrel se quedó solo en
la basílica y pronunció aquella oración que se ha hecho famosa: “Dulce
Virgen que socorres a los infelices, protégeme. Creo en ti (…) Tu nombre es
más dulce que el sol de la mañana. Toma a este pecador inquieto de corazón
atormentado que se consume en la búsqueda de quimeras.”
El médico positivista, convertido en creyente, no se hizo sacerdote, sino
que siguió dedicando toda su vida a la ciencia. Se trasaladó a Estados
Unidos y colaboró con la Universidad de Chicago y el Rokefeller Institute.
Recibió el Premio Nobel de medicina en 1912 por el descubrimiento de un
específico punto de sutura que permitió el transplante de vasos sanguíneos y
órganos. En su ancianidad, fue acusado de colaboracionismo con el gobierno
pronazi de Vichy lo derrumbó, dicen que esta fue la causa del infarto que lo
condujo el 5 de noviembre de 1944 a la muerte. A él se debe la famosa frase:
“Poca observación y mucho razonamiento conducen al error, mucha
observación y poco razonamiento conducen a la verdad”