La
Biblia en los Padres de la iglesia,
por el Prof. Marcelo Merino
Rodríguez
Escrito por
Ecclesia Digital
martes,
08 de febrero de 2011
Al comenzar esta
intervención quisiera recordar unas
líneas de
la Sagrada Escritura
que me parecen importantes en este
momento. Están tomadas del libro del
Deuteronomio y dicen así: «Porque
este precepto que yo te mando hoy no
excede tus fuerzas, ni es
inalcanzable. No está en el cielo,
para poder decir: “¿Quién de
nosotros subirá al cielo y nos lo
traerá y nos lo proclamará, para que
lo cumplamos?”. Ni está más allá del
mar, para poder decir: “¿Quién de
nosotros cruzará el mar y nos lo
traerá y nos lo proclamará, para que
lo cumplamos?”. El mandamiento está
muy cerca de ti: en tu corazón y en
tu boca, para que lo cumplas» (Dt
30, 11-14).
En verdad, la
historia milenaria de
la Iglesia nos
enseña que la relación de los
cristianos con
la Biblia ha sido
normalmente discreta y fortuita. Por
el contrario, los últimos cincuenta
años –la época transcurrida desde la
celebración del último Concilio
Ecuménico– se caracterizan por el
ofrecimiento de múltiples recursos
bíblicos que han facilitado la
entrada de las Sagradas Escrituras
en los hogares de las familias
católicas. Poco a poco se va
haciendo realidad la afirmación
deuteronómica, puesto que
la Biblia
se convierte ya, dentro de nuestras
casas, en el «libro de familia»,
testificando que las Sagradas
Escrituras encierran un mensaje
«para todo el pueblo de Dios de
todas las épocas y lugares», y que
la Biblia pertenece
a cada uno de los bautizados en
la Iglesia,
independientemente de sus
habilidades exegéticas. Las palabras
inspiradas por Dios a Moisés
manifiestan también el compromiso
del Espíritu Santo, que es quien
mejor conoce las profundidades de
Dios (cf. 1 Cor 2, 10) y, a la vez,
«que su intercesión por los santos
es según Dios» (cf. Rom 8, 27),
conforme escribe el apóstol san
Pablo.
Por otra parte,
quisiera hacer mía también en este
momento aquella advertencia que
formulaba san Juan Crisóstomo, en la
semana de Pascua del año
388, a sus
fieles antioquenos: «Cuando
considero la mediocridad de mi
talento, me siento agobiado y me
echo atrás ante la tarea de hablar a
una asamblea tan numerosa. Pero
cuando considero vuestro celo y
vuestro insaciable deseo de
escucharme, cobro ánimos, me repongo
y me preparo con ánimo para la
prueba (stadion) de tener que
impartiros una enseñanza. En efecto,
vosotros seríais capaces, aunque
tuvierais un alma de piedra, de
hacerla más ligera que una pluma,
por vuestro deseo y vuestra voluntad
de escucharme».
En verdad, nuestra
intervención no alcanza siquiera la
perspectiva de una enseñanza.
Únicamente pretende ser una
aproximación o acercamiento a la
experiencia, ciertamente básica y
fundamental, del contacto de los
Padres de
la Iglesia con los
escritos divinamente inspirados. En
este momento nos corresponde
detenernos en la interpretación que
hicieron los Padres de
la Iglesia en la
lectura de
la Biblia y las
consecuencias doctrinales y
prácticas que de ella sacaron, como
reflejan sus propios comentarios
bíblicos. Con ello pretendo recordar
dos aspectos –son las dos partes en
que dividimos esta intervención– de
la hermenéutica patrística: sus
métodos exegéticos y la actitud
cristiana con que los practicaron.
Con ello pretendemos evidenciar “las
razones de su fe” en el Resucitado.
A. Advertencias preliminares
Pero antes de
adentrarme en el argumento central
de lo que pretendo recordar en este
momento que se me ha concedido,
quisiera aclarar algunos aspectos
que me parecen imprescindibles.
1. La Biblia
patrística
La Biblia
tal como nosotros la conocemos hoy,
compuesta indisolublemente de dos
partes, Antiguo y Nuevo Testamento,
no comenzó a existir hasta finales
del segundo siglo del cristianismo.
La Biblia de los
cristianos de los dos primeros
siglos era el Antiguo Testamento, en
la traducción griega realizada por
los Setenta. Poco a poco se
añadirán la tradición escrita sobre
Jesús, las cartas del apóstol Pedro
y de otros varones apostólicos.
Serán, entre otros factores, la
enseñanza y la liturgia de
la Iglesia
de las primeras comunidades
cristianas quienes contribuirán a
que dichos escritos integren lo que
nosotros llamamos Nuevo Testamento.
Además del contenido
formal conviene recordar que el
carácter más material de
la Biblia tampoco
es el que nosotros observamos hoy
día, pues durante los dos primeros
siglos el soporte más corriente de
la Escritura eran
los papiros, de origen vegetal; el
texto era conservado en papiros,
pero no todos ellos gozaban de la
mejor preparación y tampoco
disfrutaban del perfecto
mantenimiento que se requiere para
conservar un rollo, cuando éste
tiene una longitud de varios metros
de extensión. Si a estas
dificultades añadimos que eran
escritos por ambas caras,
atisbaremos los problemas que
la Palabra
de Dios ha tenido que resistir.
Siguiendo este orden, cuando los
papiros son sustituidos por los
pergaminos, de piel animal, nacen
los códices; éstos no son
enrollados, pero sí plegados para
formar cuadernos, cosidos unos a
otros. Es el origen de nuestros
actuales libros, con la diferencia
de que aquellos “encuadernadores”
paleocristianos no eran tan doctos
como para coser siempre juntos los
distintos cuadernos pertenecientes a
una misma obra escrita. Eran
sencillos “ajustadores”, no expertos
estudiosos. A estos problemas
materiales también hay que añadir
los costos pecuniarios, aunque esta
dificultad la solventaban los
escribanos antiguos omitiendo los
espacios entre palabras y
prescindiendo de muchos signos
ortográficos, que consideraban de
excesiva magnificencia. Todo ello
contribuía a una lectura más
difícil, cuyo ministerio estaba
encargado a unas personas, más o
menos profesionales: los lectores.
En esta misma
perspectiva habrá que tener en
cuenta que la formación de lo que
llamamos Nuevo Testamento constituye
al mismo tiempo la historia de la
eliminación progresiva de muchos
escritos que se vieron como no
“canónicos”, es decir, los llamados
escritos “apócrifos”, cuyas
enseñanzas y prácticas responden a
las preguntas que circulaban en el
ambiente cristiano mediante
narraciones y revelaciones, que poco
a poco fueron acrisoladas en la
crítica de
la Iglesia, con el
paso del tiempo mismo. Los títulos
de la mayoría de estos escritos son
idénticos a los que más tarde
llevarían aquellos que alcanzarían
la canonicidad en
la Iglesia, y que
ellos mismos nunca gozaron, en
líneas generales.
Así pues,
la Biblia que
nosotros tendremos en cuenta en el
presente momento, o sea, los textos
del Antiguo y Nuevo Testamento en
los que deseamos detenernos, sólo
representan una elección muy
limitada de la mucha literatura que
durante esos dos primeros siglos
versaba sobre los acontecimientos
veterotestamentarios y sobre los
dichos del Señor, los Evangelios,
los Hechos, las Cartas y el
Apocalipsis. No deja de tener su
interés cómo fueron utilizadas las
tradiciones veterotestamentarias y
neotestamentarias, cómo fueron
combatidas e incluso ignoradas. Esos
límites excederían a los que ahora
me he propuesto.
2.
La exégesis y
hermenéutica en la patrística
Igualmente hay que
advertir que los verdaderos
comentarios bíblicos de los Padres
de
la Iglesia no
tuvieron lugar hasta bien entrado el
siglo tercero. En este punto
tendríamos que hacer una primera
distinción sobre las nociones de
“exégesis” (explicación) y
“hermenéutica” (interpretación), tal
como se entendían en aquellos
siglos, es decir, explicación e
interpretación de todos y cada uno
de los agrupamientos de los libros
bíblicos, y los llamados
“testimonia”, o sea, aquellos
lugares bíblicos que son citados por
los autores paleocristianos como
“pruebas escriturísticas” en una
demostración teológica. Estas citas
dispersas del Antiguo y del Nuevo
Testamento en los escritos
cristianos de los primeros siglos
constituyen una de las tareas más
arduas del investigador que desea
conocer la historia de la exégesis
de éste o aquél versículo de
la Biblia. Yo
utilizaré los términos exégesis y
hermenéutica de forma indistinta,
pues así eran considerados en la
época patrística.
En esta línea también
parece necesario recordar que dentro
de la tradición católica de estos
primeros tiempos se da otro
fenómeno: la libertad con la que los
textos son recibidos por los
primeros cristianos. En este punto
habría que detenerse no sólo en las
diferencias existentes entre el
original hebreo del Antiguo
Testamento y sus traducciones
griegas, que son las que tuvieron
delante nuestros protagonistas
paleocristianos, especialmente los
que lengua helénica; todavía
aparecen más desconcertantes las
múltiples formas textuales bajo las
que aparecen los relatos
neotestamentarios en los primeros
autores pos-apostólicos. Ciertamente
encontramos una multitud de
tradiciones argumentales, y el texto
recibido tuvo que abrirse paso poco
a poco. No es infrecuente
encontrarse en Orígenes, san Agustín
o san Jerónimo con frases que, según
ellos, son extractos de
la Escritura; por
ejemplo: «Desgraciada la persona que
no tenga descendencia en Israel».
También son numerosos los Padres,
griegos y latinos, que transmiten
como palabras de Jesús la siguiente
frase: «Sabed que los cambistas
expertos…», con la intención de
invitar al discernimiento de los
valores auténticos. Estas frases han
recibido por parte de los exegetas
el nombre de ágrapha, es
decir, palabras «no escritas» en los
libros canónicos. Todos estos
aspectos de crítica textual, aunque
importantes, no podrán ser objeto de
nuestra atención.
3.
El concepto de
“Padres de
la Iglesia”
En verdad, los
escritos de los Padres de
la Iglesia se han
revestido de actualidad. Las razones
de esta revitalización por el
interés hacia los primeros escritos
cristianos son variadas, pero entre
ellas, como he indicado
anteriormente, la insistencia del
Concilio Vaticano II, con sus
Constituciones y Decretos, no es la
menos significativa; también las
periódicas enseñanzas de los últimos
Pontífices, juntamente con los
documentos de de los distintos
Dicasterios de
la Santa Sede y la
importancia que los diversos centros
educativos superiores de
la Iglesia vienen
dando a las investigaciones
patrísticas, han ampliado el
panorama literario sobre los Padres
de
la Iglesia. Todo
ello se ofrece en variadísimas
publicaciones que presentan no sólo
nuevas traducciones de los escritos
patrísticos, sino también
esclarecedoras investigaciones sobre
muchos aspectos teologico-pastorales
que trataron esos insignes maestros
de los primeros siglos cristianos.
Ahora bien, la causa
primera del interés actual por estos
autores paleocristianos debe ser
buscada –me parece a mí– en el hecho
de que la identidad cristiana hoy,
como en los tiempos de la
patrística, se hace muy necesaria, y
que, consecuentemente, no basta
vivir conforme a esa identificación,
sino que también se hace
imprescindible demostrarla
científicamente de algún modo. Por
eso, en la búsqueda de sus raíces,
nuestra fe debe retornar a sus
fuentes bíblicas en primer lugar, y
a continuación a sus iniciales
gérmenes apostólicos y patrísticos.
Es éste un primer aspecto positivo
de la vuelta a los Padres de
la Iglesia
En el caso particular
que nos ocupa, me parece a mí
personalmente que existe también una
cierta insatisfacción frente al
método histórico-crítico, que ha
dominado en los estudios bíblicos de
hace bien poco tiempo, y que ha
llevado a un buen número de
cristianos a investigar un método de
lectura que sea menos rígido y pueda
alimentar mejor su vida espiritual.
No pocos de esos cristianos han
visto en la aproximación patrística
una alternativa satisfactoria para
sus inquietudes espirituales, sin
olvidar esos otros caminos
exegéticos que satisfacen otras
ansias del ser humano.
Ahora nos corresponde
intentar mostrar cuál es el locus
del que hablan los Padres de
la Iglesia, cuando
ellos meditan y comentan
la Biblia. No
pretendemos hacer una exposición
sistemática respecto a los caminos
emprendidos por la exégesis
patrística o sobre las diferentes
“escuelas” –nos gusta más hablar
mejor de “tradiciones”– de la
hermenéutica patrística. El objetivo
de nuestra investigación en este
punto no es otro que el presentar de
forma panorámica la intención de la
primera exégesis cristiana y el
estatuto del exegeta en
la Iglesia de los
primeros siglos de la historia de
la Iglesia. Así
pues, esta intervención no trata de
sustituir la lectura de los
comentarios bíblicos de los Padres
de
la Iglesia, sino
introducir en ellos.
En lo que se refiere
al otro término de mi intervención,
es decir, la expresión “Santos
Padres de
la Iglesia”, parece
conveniente la advertencia de que no
me referiré exclusivamente a los
ocho Padres dignos de dicho título,
en el sentido que lo expresó san
Vicente de Lérins con aquellas
cuatro notas distintivas (pureza de
doctrina, santidad de vida,
antigüedad y aprobación de
la Iglesia) y que
se hizo clásico durante los siglos
posteriores, pero que hoy se día se
ha hecho obsoleto. En este momento
haré alusión también a otros autores
cristianos de los primeros siglos
que, sin gozar de esas notas
exclusivas, nos han legado algún
aspecto doctrinal en el tema que
ahora ocupa nuestra atención, y que
Su Santidad Benedicto XVI califica
como “grandes figuras de
la Iglesia antigua”
en las catequesis que ha dedicado a
los personajes y enseñanzas de
algunos escritores de esa época.
Recordadas estas
cuestiones previas vayamos al núcleo
de nuestra intervención.
B. Criterios
exegéticos en la época patrística
1.
Las primeras
interpretaciones patrísticas
Como hemos indicado,
desde los primeros momentos de su
existencia
la Iglesia tuvo una
Biblia que era
la Sagrada Escritura
del pueblo hebreo. Pero los
cristianos no leían esos textos del
mismo modo que los judíos; los
cristianos los leían a la luz de la
obra de Dios en la persona de
Jesucristo. Así pues,
la Escritura nunca
ejerció sobre los cristianos una
autoridad tan fuerte como ejercía
la Torah sobre los
judíos. Cristo sería la autoridad
máxima para los cristianos. San
Agustín expresó de un modo muy
acertado la autoridad condicionada
que tenían las Escrituras para los
cristianos, al escribir: «Cuando
llegue, pues, nuestro Señor
Jesucristo… no habrá necesidad de
lámparas, ni se nos leerán los
profetas, ni se abrirán las cartas
del Apóstol, ni iremos en busca del
testimonio de Juan, ni necesitaremos
siquiera del Evangelio mismo.
Desaparecerán, pues, todas las
Escrituras, que, como lámparas,
estaban encendidas en la noche de
este siglo con el fin de no dejarnos
en tinieblas».
Siglo y medio antes,
con lenguaje alegórico, Orígenes,
quizás en su escrito más importante,
el titulado De principiis, y
redactado a mediados del siglo
tercero, afirma: «Quien con cuidado
y atención se ocupa de los escritos
proféticos, demostrando con esa
lectura el sentido de la inspiración
divina, por ello mismo se convencerá
de que esos escritos que nosotros
creemos palabra de Dios no son obra
humana; sentirá dentro de sí que
estos libros no han sido redactados
con arte humano ni con estilo de un
mortal, sino, por decirlo de alguna
manera, mediante una elevación
divina. El esplendor de la venida de
Cristo ilumina la ley de Moisés con
el resplandor de la verdad; quitado
el velo que cubría su letra, pone al
descubierto ante todos los creyentes
los bienes que permanecían ocultos».
La cita origeniana merecería sin
duda un detenimiento mayor que la
que yo puedo prestarla en estos
momentos, pero debo proseguir.
Pero el problema que
planteaba
la Biblia a los
cristianos de los dos primeros
siglos puede resumirse en la
siguiente pregunta: ¿hasta qué punto
la nueva Iglesia la considera
Palabra de Dios a las Sagradas
Escrituras? Pablo ya había advertido
a los cristianos que no cayeran en
los errores de los judíos, quienes
tomaban todos los textos de
la Biblia
al pie de la letra.
Tres enfoques se
abrían ante los primeros cristianos
con respecto a
la Escritura judía:
o bien tenía rango de ley, o de
profecía, o era algo irrelevante.
Pablo en persona se enfrentó al
problema de modo radical: las
Escrituras eran sin duda ley, Ley de
Dios, y como tal eran buenas; pero
se trataba de una ley temporal que
había sido superada por Cristo y por
la intervención de la gracia.
La Carta
a los Hebreos trata una cuestión
similar: aquello que en
la Antigua Alianza
se repetía y de modo imperfecto, se
cumplió y consumó definitivamente en
Cristo. Por el contrario, los
evangelios de Mateo y Juan, y otros
escritos cristianos de los inicios,
como
la Primera Apología
de Justino, entendieron el Antiguo
Testamento como una profecía. La
tercera posibilidad, es decir que
la Biblia judía
fuese irrelevante para el
cristianismo, se percibe en varios
libros del Nuevo Testamento, en los
cuales «la
Escritura» nunca se
cita; y es también evidente en
escritores post-apostólicos como
Ignacio de Antioquía.
A finales del siglo I
y principios del II, la actitud de
los cristianos sobre las Escrituras
cambia. Los primeros cristianos,
judíos conversos, aceptan
la Escritura hebrea
y encontraron en ella la
confirmación de su fe en Cristo; por
otra parte, los cristianos
posteriores, convertidos desde el
paganismo, aceptaron primero la fe
en Cristo y después la confrontaron
con
la Escritura, cuyos
textos consideraban misteriosos y a
menudo desconcertantes. En algunos
casos, este encuentro acabó en
crisis, en una crisis de
interpretación. Dos autores
cristianos quisieron resolver esta
crisis desde sus propios puntos de
vista: Marción de Sínope, y el autor
anónimo de
la Carta
de Bernabé. Nos encontramos a
mediados del siglo segundo de
nuestra Era.
Marción leía las
Escrituras de modo literal y sólo
literal, palabra por palabra.
Defendía la idea de un Dios
ignorante que tenía que preguntar a
Adán: “¿Dónde estás?”. Además este
Dios era tan voluble que primero
prohibió a Moisés que hiciera
imágenes esculpidas y, a
continuación, le mandó esculpir una
serpiente. Era un Dios indeciso,
pues un simple hombre como Moisés
podía hacerle cambiar de parecer.
La Escritura
también atestigua que Dios podía
arrepentirse, ser despiadado y
ordenar terribles castigos incluso a
mujeres y a niños. Marción llegó a
la única conclusión que le era
posible: había que rechazar esas
Escrituras fuera de
la Iglesia, porque
no eran apropiadas para referirse al
Padre de Cristo, el Dios del amor.
El autor de
la Carta
de Bernabé, por el contrario,
leyó
la Escritura hebrea
sólo de un modo figurado, y llegó a
la conclusión de que los judíos
nunca llegaron a entenderla. Según
su teoría,
la Alianza
sólo fue válida en el periodo
comprendido desde que Moisés recibió
los mandamientos en el Sinaí hasta
cuando descendió a la ladera de la
montaña y destruyó las tablas de la
ley, momento en el que un ángel
malvado llegó a los judíos y les
convenció de que había que
interpretar
la Escritura al pie
de la letra.
Así pues, Marción
leyó
la Escritura
sólo desde el punto de vista literal
y con su actitud la alejó de
la Iglesia; Bernabé
la leyó de modo figurado y la sacó
de las sinagogas. Con todo,
la Iglesia expulsó
a Marción y no aceptó por completo a
Bernabé; decidió mantener
la Escritura hebrea
como propia, entendiéndola, de algún
modo, con una doble interpretación.
La Escritura era
literalmente verdadera: Dios mostró
su rostro a los Patriarcas y habló
por medio de los profetas; Dios
estableció su Alianza con Israel.
Pero Cristo ofreció a los cristianos
una nueva llave para entender la
antigua Escritura, pues la
interpretación literal no era la
única válida: la lectura de
la Escritura a la
luz de Cristo revelaba una verdad
mucho más profunda.
La exégesis bíblica
de los dos primeros siglos de
la Iglesia se puede
seguir con matices y suertes
diferentes en los Santos Padres de
la Iglesia,
principalmente en la catequesis, la
liturgia y la controversia. Será san
Justino, también a mediados del
siglo
ii, quien precisa la lectura
bíblica del cristiano estudioso,
«porque hay veces –afirma– [en que
el Espíritu] hacía cumplir acciones
que eran figuras (typos) del
futuro; otras veces [ese mismo
Espíritu] pronunciaba palabras (logoi)
sobre lo que había de acontecer, y
hablaba como si estuviesen
sucediendo los hechos o ya hubiesen
acontecido. Si los lectores no caen
en la cuenta de este procedimiento,
tampoco podrán seguir debidamente
los discursos de los profetas». Es
decir, en palabras del primer
filósofo cristiano las figuras
están constituidas por hechos y
personas que jalonan la historia,
desde la creación y el diluvio hasta
la alianza, con Adán, Noé, Abrahán,
Moisés, Josué, el éxodo y
la Pascua; por otra
parte, las palabras abrazan
la Ley y las
instituciones, los Profetas y los
Salmos, de manera privilegiada. En
definitiva, Justino presenta los dos
elementos necesarios en la correcta
interpretación de
la Sagrada Escritura:
las figuras y las palabras.
También en esta línea
hay que ver el argumento que utiliza
Taciano para dirigirse a los
griegos. De forma velada pero no
menos cierta, Taciano lee
la Escritura y saca
las mismas conclusiones que san
Justino. Ésta será también la
hermenéutica seguida por otros
autores de la época.
Ireneo de Lyon será
el primero en elaborar una teoría
sobre cómo estaban relacionados el
Antiguo y el Nuevo Testamento. En su
época, alrededor del 190, ya estaba
claro que
la Iglesia
tendría un Nuevo Testamento, esto
es, una colección de libros sagrados
escritos por los cristianos y con la
misma autoridad que
la Escritura
hebrea, que entonces se podía llamar
Antiguo Testamento (aunque Ireneo no
utilizó este término). Ireneo
restablece de forma admirable el
equilibrio, frente a las
elucubraciones dualistas de los
gnósticos, estableciendo la unidad
de Dios y la unidad de su economía
salvífica desde la creación hasta la
parusía final; unidad esencialmente
dinámica y progresiva, conforme a la
ley que caracteriza todo lo que ha
sido creado, tanto el hombre como la
historia. Concibe la historia de la
salvación como una elipse con dos
polos: Adán y Cristo. Los dos
Testamentos representan una
importante escena: el comienzo en
Adán, la pérdida de la gracia, y un
nuevo inicio o recapitulación en
Cristo. Estas son sus palabras
literales: «Cristo prefigura y
anuncia de antemano las cosas
futuras por sus patriarcas y
profetas, haciendo uso por
adelantado de su parte por “las
economías de Dios”, y acostumbrando
a su heredad a obedecer a Dios, a
atravesar el mundo como peregrinos,
a seguir al Verbo y a significar de
antemano las cosas venideras: en
efecto, no hay nada vacío y sin
significado en las obras de Dios».
Esta teoría es
aceptada por la cristiandad, pero
la Iglesia carecía
de un instrumento práctico que
comentara los libros del Antiguo
Testamento uno a uno. Hipólito de
Roma, que muere en el 235, fue uno
de los primeros que quiso solventar
esta carencia. Su Comentario a
Daniel es la observación
cristiana más crítica y antigua que
poseemos sobre un libro
veterotestamentario; Hipólito
también escribió otros comentarios
que desaparecieron quizá porque no
fueron considerados de utilidad.
Baste un ejemplo del mencionado
comentario para que veamos, otra vez
más, la identidad entre Cristo y las
Escrituras sagradas: «Ezequiel
mostró también aquellos seres
animados que ensalzan a Dios,
destacando en las figuras de los
cuatro evangelistas no sólo la
gloria del Padre, sino también su
efecto en dirección de los cuatro
puntos cardinales. “Uno de los
animales, dice, tenía cuatro
rostros", y como cada figura es un
evangelio, aparece en forma
cuádruple. La primera figura, que
era semejante a un toro, significa
la gloria sacerdotal de Jesús como
la presenta Lucas. La segunda, que
parecía un león, significa el
caudillaje y la dignidad real de
aquel león “que proviene de la tribu
de Judá”, y esta es la que da a
conocer Mateo. La tercera se
asemejaba a un hombre y designa la
pasibilidad del Hijo y la debilidad
de la naturaleza humana, que ha
descrito Marcos. La cuarta, en
cambio, la del águila, enseña el
misterio del espíritu que vuela en
el cielo de
la Palabra, y esto
es lo que anuncia Juan».
El hombre que aseguró
la permanencia del Antiguo
Testamento en
la Iglesia fue
Orígenes (c. 185-254); y lo hizo
gracias al enorme corpus de
comentarios y homilías que elaboró
sobre casi todos los libros del
Antiguo Testamento. Sirva como
ejemplo el siguiente comentario del
maestro Alejandrino a un pasaje del
libro del Levítico, donde recurre a
una imagen que procede de Melitón,
el obispo de Sardes: «Nosotros, que
pertenecemos a
la Iglesia,
recibimos a Moisés y nos unimos a
sus escritos pensando que es un
profeta y que, manifestándose en él
Dios, ha descrito en símbolos,
figuras y expresiones alegóricas los
misterios que se cumplieron en su
momento…
La Ley y todo lo
que hay en
la Ley, inspirado,
conforme a la sentencia del Apóstol
[Pablo], hasta el tiempo de la
enmienda, es como esas gentes cuyo
oficio es hacer estatuas de bronce y
fundirlas: antes de sacar a la luz
la obra verdadera de bronce, plata u
oro, hacen primero un esbozo en
arcilla a imagen de la estatua
futura. Este esbozo es necesario,
pero sólo hasta que se acaba la obra
real. Una vez que se concluye la
obra en función de la cual el esbozo
ha sido modelado, no se pide a éste
ningún servicio más. Comprende que
hay algo semejante en las cosas que
han sido escritas y realizadas como
tipo y figura de las cosas futuras
en
la Ley y los
Profetas. El propio Artista ha
venido, como autor de todo, y ha
hecho pasar
la Ley
que tenía la sombra de los bienes
futuros a la imagen misma de las
cosas».
A partir de Orígenes
quedaron establecidos los principios
de la exégesis cristiana
veterotestamentaria y, en poco
tiempo, se pudo disponer de una
biblioteca de comentarios y homilías
sobre las Escrituras. Aunque hubo
quienes no valoraron sus escritos y
rebatieron sus argumentos, todavía
hoy es imposible calcular el valor
de su influencia en la historia de
la exégesis de
la Iglesia. La
mayor parte de su obra ha
desaparecido, por lo cual no resulta
fácil establecer su influencia,
especialmente en autores griegos;
por otro lado, gran parte de lo que
tenemos disponible son traducciones
al latín. Ambrosio y Jerónimo, entre
otros muchos, dependen profundamente
de Orígenes, a veces de tal modo que
sus explicaciones de
la Escritura
son prácticamente traducciones de
Orígenes. El mismo san Agustín es
deudor en muchos puntos del exegeta
Alejandrino.
Así pues, con Ireneo
y Orígenes quedaron establecidas las
bases teóricas y prácticas de la
exégesis.
La Escritura
hebrea sería también el Antiguo
Testamento cristiano, cuyo
significado pleno se debería ver
sólo desde la luz de Cristo. Este
acto de fe –y verdaderamente lo era–
quedó depositado en el Credo de
Constantinopla (381), en el que los
católicos confesamos que «al tercer
día resucitó, según las Escrituras»
y que el Espíritu Santo «habló por
medio de los profetas». Esta última
expresión recoge el rechazo final de
la Iglesia al
marcionismo y su convicción de que
el Espíritu Santo habló con una sola
voz en ambos Testamentos.
A partir de entonces
la teoría y la práctica
hermenéuticas cristianas quedaron
establecidas con seguridad, como lo
testifican las obras de Tertuliano,
el primer teólogo cristiano del
África proconsular, quien viene a
afirmar que el Dios de la revelación
es único o no es Dios. Este Dios, al
modelar al hombre, ve a lo lejos al
Cristo futuro; a su vez, Eva anuncia
la Iglesia
venidera. Desde los orígenes, la
historia de la salvación tiende
hacia el Verbo que se hará carne,
«pues todo lo que se expresaba en
ese barro –escribe Tertuliano– había
sido concebido en referencia a
Cristo, que sería hombre, es decir,
también barro, y al Verbo que sería
carne, es decir, también tierra, en
ese momento».
Sin embargo, a
la Iglesia
le quedaba una tarea pendiente:
necesitaba reflexionar de manera
científica sobre la palabra de Dios
para llegar a conocer, con fe y
esperanza, más plenamente el mensaje
que el Espíritu Santo había enviado
por medio de los profetas y los
evangelistas.
2.
La influencia de la
hermenéutica pagana
A menudo, al
referirnos a la interpretación
bíblica de los Padres, las primeras
categorías utilizadas son «literal»
y «alegórica», pasando a
continuación a rechazar esta última
por considerarla fruto de la
fantasía y asumir que no corresponde
al verdadero significado de
la Biblia. Pero
«literal» y «alegórica» no hacen
justicia a la interpretación que los
Padres de
la Iglesia
hicieron de
la Biblia, pues hay
que tener en cuenta que el modo en
que los Padres interpretan
la Biblia depende
de la educación que recibieron y su
convencimiento, desde la fe, de que
cada frase de
la Biblia,
entendida correctamente, tenía algo
importante que decir a cada
cristiano. Así lo expresa uno de los
grandes comentaristas patrísticos:
«El Antiguo Testamento –escribe
Teodoreto de Ciro– está lleno de
profecías acerca del Señor. Lo de
«santas» Pablo no lo ha escrito sin
razón, sino en primer lugar con la
intención de enseñar que también al
Antiguo Testamento lo reconoce como
divino y luego para excluir
cualquier otro. Y es que sólo
la Escritura
divinamente inspirada contiene lo
útil. Dice además [Pablo] que es la
imagen de la promesa».
Aunque
la Biblia fuera un
libro complicado, los antiguos
cristianos ya contaban con un método
de interpretación aprendido en el
desarrollo de su educación
literaria. Tanto los griegos como
los romanos contaban con relatos
épicos nacionales: La Iliada y La Odisea
de Homero para los griegos, y La Eneida de
Virgilio para los latinos. Homero,
para centrarnos en el mundo griego,
presentaba serios problemas de
interpretación a los lectores tanto
en el periodo helenístico como
después. Algunas palabras,
construcciones y alusiones textuales
no tenían sentido, porque para
entonces el griego de Homero tenía
ya seis o siete siglos de antigüedad
y con frecuencia su comprensión
resultaba imperfecta. También hay
que decir que algunas narraciones
eran cualquier cosa menos
edificantes. Los filósofos habían
desarrollado una noción de Dios
idealizada y excesivamente
espiritual que contrastaba con la
que los escolares leían respecto de
los dioses del Olimpo: dioses
falibles, belicosos y a menudo de
conducta escandalosa. La cuestión
era ¿cómo esta épica nacional podía
conducir a un ideal e incluso a un
ideal religioso?
Los maestros paganos
se enfrentaban a dos problemas:
entender el texto y después
interpretarlo. Los maestros de
gramática del imperio romano
desarrollaron un método para
analizar los grandes relatos épicos
de su cultura, cuyo proceso era el
siguiente: crítica textual o
enmendatio, lectura, explicación
(en griego exegesis), y
finalmente juicio. Los exegetas
cristianos siguieron los primeros
tres pasos. No pudieron seguir el
cuarto porque Dios era su juez y
ellos no podían juzgar la palabra
divina.
Aristarco y otros
gramáticos paganos contaban con
varias estrategias filosóficas y
filológicas para conservar el texto.
Aristarco formuló el principio de
que en la interpretación de Homero,
para juzgar frases concretas, no
había que usar criterios científicos
o históricos demasiado estrechos.
Defendía la idea de que el poeta
había subordinado algunos elementos
concretos a un fin más amplio: la
composición. Así pues, Homero podía
revelar discrepancias en aspectos
concretos, pero esas discrepancias
estaban al servicio de una verdad
más amplia. Siguiendo esta idea,
Orígenes pudo cimentar su convicción
de que los evangelistas querían
contar verdades espirituales y
materiales al mismo tiempo, allí
donde fuera posible; pero cuando
esto no era factible, preferían que
prevaleciera la verdad espiritual
sobre la material. Podríamos decir
que, con frecuencia, la verdad
espiritual se preserva sobre una
falsedad material.
Otro principio,
formulado por Aristarco, fue el
llamado «la persona que habla», por
el que, cuando un exegeta explicaba
una palabra, tenía que dejar
constancia de quién la había
pronunciado. Orígenes se preguntaba
en nombre de quién se decía un
salmo; un profeta podía hablar «en
nombre de Dios». Hay que distinguir,
por ejemplo, la voz de Juan el
Bautista de la de Juan el
Evangelista. Cuando Cristo decía
palabras de los salmos, éstas
adquirían un significado diferente.
La persona puede también hablar en
una situación única; el Redentor
dijo el salmo veintiséis en el
momento de
la Pasión. Si
Cristo habla en Moisés, en los
profetas y en todas las Escrituras,
entonces podremos comprender las
Escrituras sólo con el espíritu de
Cristo, es decir, con el espíritu de
quien las proclama.
A partir del
principio de «la persona que habla»
Aristarco llegó a la cima de sus
axiomas exegéticos: el principio de
que un autor tiene que ser
interpretado desde sí mismo. En su
formulación clásica, el principio es
«explicar a Homero desde Homero».
Orígenes utiliza con frecuencia este
principio en su exégesis.
La Biblia debería
interpretarse desde
la Biblia; esto es,
una palabra o expresión de
significado oscuro, tiene que
encontrar su explicación al estudiar
esa misma palabra o expresión en
otros lugares de
la Biblia. Orígenes
afirma que, cuando él sigue este
principio está cumpliendo el
mandamiento de Jesús: «Investigad
las Escrituras». A menudo los Padres
de
la Iglesia citaban
verso tras verso para clarificar el
significado de una sola palabra; por
eso Orígenes escribió: «[El exegeta]
debe hacer todo lo posible para
encontrar, mediante el uso de
expresiones semejantes, el
significado diseminado por doquier
en las Escrituras».
Por otra parte,
aplica este axioma de Aristarco a
otra dimensión: explicar las
Escrituras desde las Escrituras
también significa interpretar el
Antiguo Testamento desde el Nuevo, y
el Nuevo Testamento desde el
Antiguo, pues ambos Testamentos
forman una unidad y esto es para
Orígenes un principio teológico; por
eso escribe: «Se deben comparar
pasajes no sólo del Nuevo Testamento
sino también del Antiguo». La
palabra «debe» expresa un principio
teológico; «comparar» describe un
método hermenéutico.
Todo esto llevó a los
Padres a preguntarse si era posible
distinguir entre las palabras de las
Escrituras y su significado. Este
planteamiento ya estaba presente en
Platón. Su diálogo Crátilo
trataba la tan discutida cuestión de
si el lenguaje nombra las cosas de
acuerdo con su naturaleza o sólo por
convención. La conclusión de Platón
fue que la palabra es un signo,
formado por símbolos y letras, de
una cosa; y avala la teoría de que
las palabras tienen una validez
objetiva incluso cuando no consiguen
expresar adecuadamente sus objetos.
Orígenes está de acuerdo; las
palabras son tipos, figuras y
formas. También Agustín desarrolló
una filosofía del lenguaje y del
significado conforme estudiaba las
Escrituras.
La teoría de Platón
se basa en la suposición de que el
conocimiento de la realidad precede
al lenguaje; esto es, el
conocimiento de las formas o las
ideas. Para los Padres la fe realiza
esta función. La fe nos permite
conocer esa realidad mediante la
cual las palabras de las Escrituras
son ciertas. La fe es la luz que
ilumina las palabras de las
Escrituras, las protege de ser mal
interpretadas y nos da certeza sobre
su significado verdadero. Una
exégesis sin fe no puede llevar a
nadie al verdadero significado de
las Escrituras; las palabras son
sólo analogías y los no creyentes no
pueden llegar a aquello que está
ausente en sus vidas.
3.
Las tradiciones
exegéticas alejandrina y antioquena
Entre los cristianos
de los primeros siglos se
desarrollaron dos tendencias que
daban una explicación diferente
sobre cómo estaban relacionadas las
palabras de las Escrituras con su
significado. La escuela alejandrina
y la antioquena constituyen las dos
tradiciones más importantes de la
explicación bíblica que realizaron
los Padres de
la Iglesia, y se
distinguen, respectivamente, por ser
defensoras de la exégesis alegórica
y de la interpretación literal del
texto, aunque ya hemos advertido que
esta terminología no es del todo
exacta para definir ambas
tradiciones.
El progreso decisivo
de la exégesis cristiana se realizó
en Alejandría, donde los métodos
clásicos de interpretación de los
gramáticos y de los filólogos, la
herencia hermenéutica de Filón,
juntamente con la presencia de
maestros gnósticos heterodoxos,
crearon un medio cultural propicio a
la expansión de
la Escuela de
Alejandría, cuyo acercamiento
exegético desempeñaría un papel
decisivo en los siglos siguientes.
Clemente de Alejandría, que no fue
exegeta en sentido estricto, es el
primero en diseñar una teoría de la
alegoría como medio de expresión
propia a todo discurso religioso.
Este autor nos ha dejado escrito lo
siguiente: «Dice [la
Escritura]: “Lo que
oís al oído (evidentemente de modo
oculto –glosa nuestro escritor– y en
forma misteriosa es lo que significa
alegóricamente hablar al oído)
anunciadlo sobre los terrados” (Mt
10, 25); acogiendo noblemente las
Escrituras, transmitiéndolas con
orgullo y explicándolas de acuerdo
al canon de la verdad. En efecto, ni
la profecía, ni el Salvador mismo
expusieron los divinos misterios de
modo tan sencillo como para que uno
cualquiera los captase fácilmente,
sino [que fueron expuestos] en
parábolas. Incluso los apóstoles
dicen respecto del Señor que “habló
todo en parábolas y no decía nada
sin parábolas’’ (Mt 13, 34). Ahora
bien, si “todo fue hecho por medio
de Él y sin Él no se hizo nada” (Jn
1, 3), entonces también la profecía
y
la Ley fueron
hechas por Él, y fueron dichas en
parábolas por medio de Él. Por lo
demás, “todas las cosas son claras
para los entendidos” (Pr 8, 9), dice
la Escritura; es
decir, para los que reciben y
conservan conforme al canon
eclesiástico la exégesis de las
Escrituras declarada por Él. Y canon
eclesiástico es el acuerdo y armonía
de
la Ley y de los
profetas con el Testamento
transmitido a raíz de la venida del
Señor». El texto clementino explica
las razones, fundadas en la misma
actuación de Cristo, del método
alegórico y nos advierte sobre la
importancia del «canon» bíblico, que
no es el que hoy tenemos nosotros;
el maestro alejandrino se refiere a
la concordancia entre ambos
Testamentos.
Orígenes, discípulo
de Clemente de Alejandría, es quien
desarrolla el concepto de un triple
sentido –él habla de sombra, imagen
y realidad– en la lectura de
la Escritura y que
se convertirá en el inspirador de la
reflexión exegética durante siglos.
Veamos rápidamente un ejemplo.
En su Comentario
al evangelio de san Lucas, el
maestro Alejandrino está preocupado
por desentrañar al auditorio
cristiano al que se dirige los
elementos del seguimiento a Cristo,
aplicando el dictado del mensaje
evangélico al hombre concreto real;
pero lo hace con pericia
hermenéutica, que parte de la
exposición del sentido literal –el
sentido auténtico querido por Dios,
aunque inadecuado para producir toda
la riqueza del provecho salvífico
inmerso por el Espíritu Santo en el
texto literario–, hasta llegar a las
más escondidas significaciones
espirituales, investigadas mediante
la utilización de una metodología y
técnicas alegóricas; primero acude
al recurso de la explicación de las
variantes textuales, de los
términos, de las etimologías de los
nombres, de las divergencias entre
los evangelistas, de las tipologías,
del simbolismo de los números y de
los animales, etc. Todos estos
detalles textuales son tenidos como
importantes respecto al objetivo de
la comprensión del mensaje salvífico
y de la transformación de la
existencia cristiana.
Ahora bien, en el
pensamiento de Orígenes, quien
abraza únicamente la perspectiva
literalista interpreta los libros
santos en un horizonte meramente
humano, que no alcanza el
descubrimiento de los misterios
escondidos por el Espíritu Santo
bajo las palabras escritas, sino que
se detiene en la justificación
puramente material de las palabras,
como hacen «los que son amigos de
las letras», dice el exegeta
alejandrino. En realidad éstos leen
los libros santos interpretándolos
equivocadamente y aduciendo sus
testimonios con intención perversa,
pues «pronuncian únicamente el
sonido de esas palabras, mientras
que ignoran todo su significado».
En la hermenéutica
origeniana existe además una
óptica espiritual, que lee e
invoca el testimonio de
la Escritura con
rectitud –rectius légimus,
afirma– e investiga los significados
espirituales, iluminando ciertos
secretos que hacen comprensibles los
misterios, y a la vez hacen mejor la
existencia y la semejanza con
Cristo, que es el verdadero misterio
escondido en la sencillez de las
palabras. Toda la disertación de la
homilía XXXIde
su Comentario al evangelio de san
Lucas versa sobre estos
aspectos. Nuestro exegeta no se
contenta con buscar el primer
significado obvio, sencillo y simple
–el literal– del texto bíblico, sino
que investiga sistemáticamente aquel
más sublime, más preciso y
escondido: el místico, convencido
que se debe investigar y estudiar
con mayor atención –no pocas veces
«con dolor y angustia»–, y
profundizar «en Jesucristo, el
significado, hasta en los detalles,
de las palabras divinas: Todo esto,
me parece –concluye él–, tiene un
sentido más profundo que el
significado de la simple narración».
En otra parte
geográfica, más al norte, los
cristianos en Antioquía tienen
también maestros insignes a quienes
preocupa
la Escritura en sí
misma y por sí misma, y no
primeramente al servicio de una
apología teológica, como era el caso
de los autores alejandrinos. Esta
escuela alcaza su cima bajo la
dirección de Diodoro de Tarso, en el
siglo
iv. Entre los discípulos
antioquenos más importantes se
encontrarán Teodoro de Mopsuestia,
Teodoreto de Ciro y san Juan
Crisósotomo, por ejemplo. Estos
comentaristas bíblicos se esfuerzan
por limitar la exégesis alegórica,
que les parece poco segura. «No
prohibimos una interpretación más
elevada –escribe Diodoro–, ni la
theoria (intuición profética),
porque el relato histórico no la
excluye, sino que, por el contrario,
es el fundamento y el cimiento de
intuiciones más elevadas… No
obstante hay que tomar precauciones
para no dejar que la theoria
desplace al fundamento histórico,
porque el resultado no sería la
theoria sino la alegoría». De
esta forma el maestro antioqueno
sostiene el fundamento sólido de la
tipología. También Severiano de
Gábala establece una distinción
esclarecedora en esta misma línea:
“Una cosa es hacer violencia a la
historia para sacar de ella una
alegoría, y otra respetar
íntegramente la historia,
descubriendo en ella una theoria
(intuición) por encima y más
allá de ella».
La conclusión
práctica de estos autores es que
reducen al mínimo la relación del
Antiguo Testamento, que consideran
en teoría prefiguración simbólica y
profética de hechos
neotestamentarios, con las
enseñanzas del Nuevo Testamento. El
ejemplo más claro a este respecto es
que Teodoro de Mopsuestia negaba el
significado tradicional del Cantar
de los cantares, donde no veía en
los dos amantes a Cristo y su
Iglesia, sino un simple cantar de
amor profano, compuesto por Salomón
para su esposa.
San
Juan Crisóstomo, el autor más
prolífico de entre los griegos
cristianos, distingue, por su parte,
la profecía verbal de la profecía
tipológica o figurativa: ésta
utiliza los hechos, mientras que la
otra es verbal, de palabras. Un
ejemplo de las profecías verbal y
figurativa, que se aplican a un
mismo tema sería el siguiente
ejemplo: “Como cordero llevado al
matadero, como oveja ante el
esquilador, enmudecía y no abría la
boca” (Is 53, 7); ésta es una
profecía oral. Cuando Abrahán llevó
consigo a Isaac, vio un carnero
enredado por los cuernos en un
matorral; lo llevó y lo ofreció en
sacrificio, anunciando, a modo de
prefiguración, el sacrificio de
nuestra salvación; ésta es una
profecía figurativa.
El Patriarca de
Constantinopla resume las
orientaciones exegéticas de
Antioquía diciendo que todas las
palabras de
la Escritura se
agrupan en tres categorías: las que
manifiestan, más allá de la letra,
un sentido más profundo, objeto de
la theoría; otras que sólo
pueden ser comprendidas conforme al
enunciado literal; y finalmente
otras pueden ser comprendidas en un
sentido diferente de la materialidad
de las palabras, es decir, el
sentido alegórico. Pero sobre todo
las Sagradas Escrituras son
manifestación de la condescendencia
divina para con el ser humano. Así
comenta las palabras “Señor, no me
corrijas con ira, no me castigues
con furor” (Sal 6, 1): «Cuando
escuches «furor» e «ira» respecto a
Dios, no supongas nada humano: son
palabras de condescendencia (synkatábasis).
Y es que la divinidad está lejos de
todas estas cosas. Habla así, sin
embargo, para apoderarse de la
inteligencia de los más torpes.
También nosotros, cuando hablamos a
los extranjeros, utilizamos su
lengua, y cuando nos dirigimos a un
niño, balbuceamos con él, y aunque
seamos mucho más sabios,
condescendemos hasta su escasa
estatura. Y ¿tiene algo de
admirable, si hacemos esto con las
palabras, el hacerlo también con las
obras, y que, mordiéndonos las manos
y fingiendo ira, corrijamos de esa
manera al niño? Así también Dios se
sirve de tales palabras al pretender
dirigirse a los más iletrados. Pues
no trata de hablar en favor de su
propia dignidad, sino en provecho de
los que escuchan».
Los ejemplos de esta
tradición exegética se podrían
multiplicar; basten los recordados.
Como se ha podido observar los
límites exegéticos de los autores
representativos que aquí hemos
traído a colación no son tan
diferenciados de los comentarios
alejandrinos, como a veces se ha
pretendido. En realidad los
antioquenos distinguen entre
alegoría y tipología (Diodoro define
esta última como theoria), en
el sentido que la theoria
(intuición de verdades
trascendentes) sobrepone el sentido
cristiano al literal del Antiguo
Testamento, sin eliminarlo, mientras
que la alegoría (lit.
otro-hablar), según ellos, lo
elimina.
4.
Otras hermenéuticas
orientales
La polémica entre
alegoristas y literalistas se
extendió no sólo a las tradiciones
seguidas por distintos maestros en
Alejandría y Antioquía, sino que
también se desarrolló en otros
ambientes cristianos del Oriente,
como lo demuestran los escritos de
los llamados Padres capadocios. Un
ejemplo significativo lo tenemos en
san Basilio de Cesarea. Conservamos
su comentario al capítulo primero
del Génesis (Hexaemeron),
cuyas homilías presentan un tipo de
interpretación estrictamente literal
e incluso con toques polémicos
contra los alegoristas. En cambio,
sus homilías sobre los Salmos, aun
siendo de tendencia literalista, no
carecen de cierta iniciación
alegórica. Este gran legislador del
monacato cristiano, será quien
establezca los primeros criterios
monacales con que deben leerse las
Escrituras divinas. En su carta a
san Gregorio escribe: «El gran
camino que lleva al descubrimiento
del deber es la meditación de las
Escrituras inspiradas. En ellas se
encuentran las reglas de conducta y
las vidas de los bienaventurados que
la Escritura nos ha
transmitido».
En efecto, los
anacoretas, con frecuencia
iletrados, aprendían de memoria los
textos, particularmente los Salmos.
Sus Apotegmas o sentencias,
reflejan sobre todo episodios y
escenas referentes a la hagiografía
y que caracterizan a sus personajes.
Ante la penuria bíblica en esta
clase de escritos es difícil
encontrar el criterio o los
principios básicos que condujeron a
estos cristianos por caminos
hermenéuticos concretos. Los monjes
cristianos de la primera época se
limitan a leer para poder hacer un
uso sencillo de
la Biblia. Así lo
reflejan las Reglas de san
Antonio y san Pacomio, en las que el
único objeto de empeño intelectual
debe ser la escucha de
la Escritura. En
todo caso, la finalidad hermenéutica
de los monjes de esta época primera
no es otra –ciertamente no pequeña–
que la paradoja del asceta iletrado
pero intérprete profundo de
la Escritura, según
el modelo de los pescadores del lago
de Tiberiades, que fueron los
primeros en seguir a Jesús. La
“escucha de
la Escritura” en la
vida de estos monjes suponía leerla
individualmente, copiarla,
transcribirla, «rumiarla» en cada
momento del día, en sus casi
interminables horas comunitarias
dedicadas a la liturgia hasta
aprendérsela de memoria y hacerla
propia, pues veían en ella un
depósito inagotable de modelos
específicos para sus vida.
El caso más
significativo de esa tendencia
aglutinadora es el que representa
san Gregorio de Nisa, quien asimiló
más profundamente la influencia de
Orígenes en el ámbito exegético y
también dogmático, como lo demuestra
su defensa de la teoría de la
apocatástasis origeniana. El Niseno
emprenderá un camino nuevo en la
exégesis cristiana: el empleo de la
alegoría –aunque evitó este término,
prefiriendo anagogé, theoría o
diánoia– en la interpretación de
los textos veterotestamentarios,
mientras que evitó dicho método para
los textos del Nuevo Testamento. Los
otros dos criterios que inspiraron
la exégesis de este gran maestro de
la Iglesia Antigua
fueron la finalidad (skopos)
y la ilación o conveniencia (akoloutheia),
que Orígenes también había intuido,
aunque no desarrolló
suficientemente. Para el Niseno
todos los textos de
la Sagrada Escritura
encierran un fin específico más allá
de la exigencia de interpretarlo
espiritualmente, y por tanto deben
ser explicados en función de esa
finalidad específica. La meta a la
que tiende toda
la Escritura
–viene a decir– es hacer de guía a
sus lectores para alcanzar la
bienaventuranza mediante el arduo
camino de la práctica de las
virtudes cristianas. De esta manera
se abre un nuevo camino más amplio
en la interpretación de los textos
bíblicos. En efecto, su Vida de
Moisés explica literalmente y
alegóricamente el transcurso de la
vida terrena del santo Patriarca
como tipo del alma en su camino de
perfección hacia Dios: una vez
alejadas las pasiones terrenas
comienza la felicidad. Ascesis y
progreso indefinido en el
conocimiento del Dios infinito
constituirán los fundamentos de toda
su doctrina hermenéutica.
Traspasando las
fronteras del Imperio Romano, más al
Oriente, se desarrolla la llamada
«escuela de los persas», establecida
primero en Nisibi, donde además de
la Escritura y su
lectura, se enseñaban otras
ciencias, como la música, con
marcados matices cristianos fieles a
Roma. Los avatares de la historia
trasladarían estos conocimientos
hasta la ciudad de Edesa, donde
conoce todo su esplendor gracias a
maestros como el diácono san Efrén.
Los exegetas de esta región se
caracterizan por un deseo de
fidelidad al texto original, pero
con un enfoque más próximo al
terreno cultural semítico,
apartándose del helénico y
alejandrino. El ejemplo más
significativo del interés bíblico en
esta región es la traducción de las
Escrituras en la conocida
Peshitta, resultado de una
versión que tomó por base el texto
hebreo de las Escrituras.
La interpretación de
la Biblia
en estas comarcas cristianas más
orientales se realiza estrictamente
en la fidelidad a la tipología
tradicional, ya recuperada, durante
la prolongación de la catequesis y
de la liturgia. En estos ambientes,
y de autores como San Efrén o Jacobo
de Sarug, nace un simbolismo
inagotable, que presenta la creación
como la primera revelación de Dios.
Basten unas frases de san Efrén,
para evidenciar lo que pretendo:
«Nadie piense que en las obras de
los seis días hay [alguna] alegoría.
No puede decirse que estas
[realidades] pertenecientes a los
días aparecen simbólicamente, ni
tampoco que son nombres vacíos, o
que otras realidades se nos aparecen
simbolizadas por medio de [ésos] sus
nombres: sepamos más bien de qué
modo fueron creados al principio el
cielo y la tierra; verdaderamente
eran el cielo y la tierra, y con el
nombre de «cielo» y «tierra» se nos
indica a otra realidad. El resto de
las obras y de las cosas que
aparecen después tampoco tienen un
significado vacío, pues sus
sustancias y sus naturalezas
corresponden a lo que sus nombres
significan». Todos los Himnos de san
Efrén recurren, hasta el
agotamiento, al paralelismo
antitético, ya iniciado en el libro
de los Proverbios, y permite al más
grande de los poetas patrísticos una
aproximación permanente entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, a la
vez que sabe diferenciarlos de nivel
en la perspectiva de la historia de
la salvación.
Por su parte, Jacobo
de Sarug cuenta una anécdota,
predicando a sus fieles que dice:
«Un hombre sabio me preguntó un día:
“¿Qué significa el velo en el rostro
de Moisés? ¿Con qué finalidad se
cubría este gran profeta el rostro
ante los hebreos y por qué no podían
contemplar su rostro? ¿Qué razón
llevó a este hombre que había
hablado con Dios a desempeñar en
medio del pueblo la función de un
actor enmascarado de teatro? ¿Por
qué él, la fuente primera del
profetismo, se mostró a los ojos de
los espectadores con el rostro
cubierto con un velo?… Ven, Gracia
que desvelas los divinos misterios,
para resolver los enigmas que
proponen los sabios… El velo sobre
el rostro de Moisés –concluye el
orador cristiano– significa que las
palabras proféticas encierran un
sentido escondido. Dios veló así el
rostro de Moisés, porque debía ser
el “tipo” del sentido velado de las
profecías».
Ciertamente, el
pensamiento y la exégesis siríacos,
de los siglos
iii al
vii, se desarrolla de forma
autónoma en las categorías del mundo
semítico. De esta forma se vincula
con la primera teología de
la Iglesia, y
representa un nuevo brote en su
florecimiento. Su importancia en la
historia de la exégesis católica
pienso que todavía está por valorar.
5.
La exégesis bíblica
en el Occidente cristiano
Son muchas las
hipótesis que se han planteado sobre
el retraso exegético en el Occidente
cristiano respecto a los del
Oriente. Efectivamente son cerca de
siglo y medio los que distancian el
Comentario al evangelio de san
Juan, realizado por Heracleón, a
mediados del siglo II, y los
escritos exegéticos realizados por
Victorino de Petovio a finales del
siglo III.
En efecto, los motivos de
esta tardanza son múltiples, pero no
el menos importante es que en
Occidente no tenían lugar reuniones
comunitarias entre semana dedicadas
a la lectura y explicación de las
Sagradas Escrituras.
En esta parte
occidental de
la Iglesia
tenemos que remontarnos hasta la
segunda mitad del siglo cuarto para
poder entresacar algunos principios
exegéticos. Nos estamos refiriendo
al Comentario al evangelio de san
Mateo, elaborado por san Hilario
de Poitiers. Este santo Obispo
entiende que las narraciones
evangélicas poseen fundamentalmente
un sentido literal, histórico, pero
que encierran también otro
significado que hay que descubrir.
Con frecuencia habla del sentido
“típico” de los acontecimientos
históricos de la vida de Jesús,
refiriéndose normalmente a la
salvación universal de todo el
género humano. Su opinión respecto
al Antiguo Testamento puede
resumirse con estas palabras suyas:
«La
Ley, bajo el velo
de las palabras espirituales, ha
hablado del nacimiento de nuestro
Señor Jesucristo, de su encarnación,
de su pasión y de su resurrección…
Tanto los profetas como los
apóstoles son garantes de ello». Los
hechos evangélicos no prefiguran
sólo la salvación que ya se realiza
en este mundo con la fe en
Jesucristo, sino también la
consumación definitiva que
coincidirá con la segunda venida del
Señor.
Por la misma época,
finales del siglo IV, aparece lo que
podemos llamar el primer manual
occidental de exégesis bíblica, pues
ofrece una serie de reglas que
intentan, de forma sistemática,
iluminar las oscuridades de
la Escritura. Será
el mismo san Agustín, ya entrado el
siglo V, quien nos presenta al autor
de este manual, titulado Libro de
las reglas, con las siguientes
palabras: «Un tal Ticonio, que a
pesar de ser él donatista escribió
infatigablemente contra los
donatistas, y en esto demostró su
extraña ceguera al no querer
separarse por completo de ellos,
compuso un libro que llamó de las
“reglas”, porque en él expuso
ciertas siete reglas que son como
las llaves con las que se abren los
secretos de las divinas Escrituras».
Una reciente publicación de estas
reglas esclarece lo que Ticonio
entiende por «regla»: no es un
procedimiento hermenéutico o
metodológico inventado por Ticonio a
manera de herramienta que se aplica
a
la Escritura para
iluminarla o comprenderla. En ningún
momento afirma Ticonio que pretenda
crear o fabricar unas reglas. Éstas
existen en
la Escritura misma;
son místicas en cuanto se relacionan
con el misterio y, además no de una
manera superficial, pues llegan
hasta los recovecos de toda
la Ley, es decir de
toda
la Escritura… se
presentan como algo con lo que el
Espíritu selló
la Ley; son sellos
del Espíritu mediante los cuales
protege el camino de la luz.
También en el
Occidente cristiano tenemos al
exegeta científico representado en
la persona de san Jerónimo. Formado
exegéticamente en la escuela de
Antioquía, pues profundiza en los
conocimientos bíblicos de Apolinar
de Laodicea, pronto es subyugado por
la hermenéutica origeniana. Los
muchos comentarios bíblicos que
escribió siguen en general los
procedimientos clásicos, aunque la
interpretación bíblica no sea para
él un mero ejercicio científico para
adentrarse en la comprensión de un
texto literario sin más. Se trata de
un acto religioso por el que el
creyente ve las Sagradas Escrituras
«como verdadera comida y bebida,
tomadas de
la Palabra
de Dios». Por ello
la Biblia
exige una acogida religiosa,
creyente. La fe será en san Jerónimo
la clave para leer e interpretar
correctamente los textos del Antiguo
y del Nuevo Testamento. El
procedimiento más general en la
hermenéutica del Patrono de los
exégetas es el de la tipología
paulina, en la que los
acontecimientos y personajes
veterotestamentarios guardan una
relación directa con el cumplimiento
y plenitud, histórica o
escatológica, que se concretan en
Cristo, en
la Iglesia y en la
vida espiritual del creyente.
Con san Jerónimo
quedarán establecidos en la historia
de la hermenéutica cristiana los
sentidos con los que hay que leer e
interpretar los textos bíblicos. Así
lo escribe en una carta dirigida a
una dama de la nobleza romana, y
fechada en el año 407, donde podemos
leer: «En nuestro corazón –escribe a
Hedibia– hay una triple regla para
exponer las Escrituras. La primera
nos ayuda a entenderlas según la
historia; la segunda, según la
tropología, y la tercera,
según el sentido espiritual.
En la historia se mantiene el
orden de lo que está escrito; en la
tropología, nos elevamos de
la letra a cosas superiores, y lo
que en el plano carnal aconteció al
primer pueblo, nosotros lo
interpretamos en el sentido figurado
moral, y lo convertimos en provecho
de nuestra alma; en la contemplación
espiritual nos remontamos a
cosas más sublimes, y dejando atrás
lo terreno, conversamos de la
bienaventuranza futura y de las
cosas del cielo, de modo que la
meditación de la vida presente es
anticipo de la dicha futura».
El contacto directo y
cuidadoso con los textos bíblicos
para traducirlos o comentarlos
detenidamente, permite a san
Jerónimo sentir la importancia
primordial de la letra y la
necesidad absoluta de aferrarse a
ella para librarse de las
extralimitaciones de la fantasía.
Por otra parte, los procedimientos
exegéticos de nuestro maestro
sufrieron no pocas sospechas a
propósito de los errores de
Orígenes; y las relaciones de san
Jerónimo con los doctores judíos
influyeron también en sus ideas y
métodos. No es menos cierto que sus
huellas metodológicas hicieron
camino en la interpretación bíblica
posterior entre los comentaristas
cristianos.
«No provoques a quien
es ya un veterano», escribe Jerónimo
al joven Agustín, cuya gloria
naciente ya proyectaba una cierta
sombra sobre el anciano erudito,
aunque el Obispo de Hipona reconoce
la capacidad del exegeta latino y a
quien escribe precisamente para
aclarar sus propias dudas en la
lectura de
la Biblia. En
efecto, desde el «tolle et lege» de
su conversión, Agustín se dedicará
con pasión a la lectura de
la Escritura
en
la Iglesia, pues de
ella la ha recibido, y durante toda
su vida la interpretará y comentará,
desde las más variadas perspectivas:
catequética y también profundamente
teológica. A finales del siglo
cuarto comienza su manual de
hermenéutica, Sobre la doctrina
cristiana, dirigido a los
clérigos, pero también a los laicos
cultos; terminará esta obra cuatro
años antes de su muerte, acaecida en
el 430.
El santo obispo de
Hipona reflexiona sobre las siete
reglas ticonianas, que le parecen
fundamentales para iluminar las
oscuridades de
la Escritura,
aunque las entenderá de manera algo
diferente. Al igual que san Jerónimo
considera el texto bíblico como
fundamental y básico para
desentrañar las enseñanzas del
Espíritu Santo en sus Escrituras
sagradas, pero su desconocimiento de
la lengua bíblica le obliga a
recurrir a la versión griega, cuyo
idioma conoce únicamente por sus
estudios académicos, y sobre todo a
la vieja versión latina. Ambas
versiones ya estaban superadas por
los estudios de san Jerónimo.
Además de los
recursos textuales, san Agustín da
una gran importancia a la
interpretación de
la Escritura
por
la Escritura
misma, pues siendo Dios su autor
queda garantizada su interpretación.
Éste será también el principio
unificador de todos los libros de
la Biblia y el que
valida las contradicciones solo
aparentes entre algunos de sus
textos. De esta manera desaparece
definitivamente la distancia entre
ambos Testamentos, pues aunque los
signos sean distintos la misma fe es
la protagonista en los dos. Poco a
poco van quedando enterradas las
críticas paganas y también las de
los herejes ante la diversa
presentación histórica que describen
ambos Testamentos. La conclusión
agustiniana, es que cuando la
interpretación de un texto implica
la oposición de otros textos, el
verdadero desenlace supone o que el
texto contiene algún error en su
transmisión o que se equivocó el
traductor o que él no lo entiende.
De esta manera, san
Agustín concede un nuevo impulso a
la hermenéutica cristiana de
la Biblia: ve la
perfección de su Autor y se olvida
un tanto de las debilidades y
contradicciones de la mano humana.
La perspectiva cristológica, que
aparece solapada en la mayoría de
sus predecesores en la
interpretación cristiana de
la Biblia, no tiene
parangón alguno. Puede que el más
cercano sea Ticonio con su primera
regla, que tenía al Señor y su
cuerpo como primer paso en la
exégesis bíblica. Pero a decir
verdad, mientras Ticonio entiende
por «Señor» a Dios Padre y «cuerpo»
a su Hijo, el santo obispo de Hipona
piensa que el «cuerpo» del Señor es
la Iglesia, cuya
cabeza es el Salvador mismo, nacido
de
la Virgen María.
Ambas perspectivas, cristológica y
eclesiológica, no podrán disociarse
en la interpretación de las Sagradas
Escrituras, pues sería tanto como
separar
la Cabeza del
cuerpo. Desde esta perspectiva
agustiniana es esclarecedora la
expresión del Santo Padre Benedicto
XVI: “El pueblo es el verdadero y
más profundo “autor” de las
Escrituras». Dios actúa
continuamente en la historia humana
y sigue hablando a los lectores de
las Sagradas Escrituras.
Estos horizontes nos
encaminan hacia el último apartado
que desearíamos desarrollar en este
momento, pues los grandes
comentaristas patrísticos
posteriores no harán otra cosa que
sacar y divulgar las conclusiones de
este gran principio hermenéutico
agustiniano. Es verdad que existen
comentadores bíblicos egregios en
los siglos cristianos posteriores
pero, aparte de algunas intuiciones
magistrales que nos han transmitido,
continúan los senderos abiertos por
sus predecesores. Es el caso de san
Gregorio Magno, quien entre sus
comentarios a diversos libros de
la Sagrada Escritura
nos ha dejado en herencia estas
palabras realmente incisivas: «Los
varones santos aprenden en
la Sagrada Escritura
cómo han de vivir moralmente, esto
es, que las divinas palabras crecen
con el que las lee, pues las
Sagradas Escrituras se elevan a la
par del que las lee, porque más las
entiende cada cual cuanto más
profundamente las medita». La
fórmula acuñada por san Gregorio
compara el proceder paralelo entre
el crecimiento de
la Escritura
y el progreso espiritual de quien se
acerca a ella con fe. Es
sorprendente advertir la convicción
gregoriana de la vitalidad
intrínseca del texto inspirado, que
es puesto como interlocutor «a la
par» de su lector. Con otras
palabras, ni el texto, aunque
contenga
la Palabra de Dios,
reivindica una superioridad sobre el
lector; ni este último puede
pretender la «posesión» del texto
cosificándolo, como si pudiese ser
objeto exclusivo de sus propios
análisis.
C) Biblia y teología
en los comentarios patrísticos
Aunque de forma
panorámica, hemos visto que todos
los escritores patrísticos están
plenamente convencidos de la
presencia de un segundo significado
en el texto de las Sagradas
Escrituras, además del estrictamente
literal. La identificación de este
segundo significado estuvo
estrechamente ligado, para cada uno
de ellos, a la problemática
apologética, teológica o espiritual
del «aquí y ahora» en el que los
Padres de
la Iglesia
se encontraban. De esta forma
podemos descubrir que un mismo autor
puede utilizar métodos y claves
hermenéuticas distintas respecto a
un mismo texto bíblico. De hecho lo
que interesaba a los Padres no era
el significado del texto mismo en su
«literalidad», sino el sentido que
un determinado texto poseía en el
«hoy» histórico, teológico o
espiritual en el que era leído. De
esta forma se puede pensar en los
distintos tratamientos que un mismo
texto recibía en Alejandría,
Antioquía, Hipona, Roma o Jerusalén.
Los Padres de
la Iglesia
conectan siempre ese segundo
significado con la confesión de la
fe y la indispensable comunión de
amor con la comunidad de
la Iglesia, que era
reconocida por todos como la «conditio
sine qua non», para el
descubrimiento de un segundo
significado de los textos en las
Sagradas Escrituras. Con otras
palabras,
la Biblia
constituye la biblioteca fundamental
para cualquier aspecto de la vida
cristiana de los primeros creyentes.
La catequesis y la liturgia, la
teología y la iconografía; en fin,
toda la doctrina cristiana se
fundamenta en la exégesis bíblica,
en una relación siempre creciente,
dinámica, de adhesión a
la Palabra,
encarnada en el Verbo de Dios. Desde
esta nueva perspectiva la exégesis
patrística significa también un
impacto en la sociedad de su tiempo,
una capacidad de proporcionar o dar
un estilo de vida y una influencia
muy específica en la adquisición de
lo característicamente cristiano en
la misma interpretación de las
páginas bíblicas.
Hace ya algún tiempo
que el cardenal Henri de Lubac, nos
dejó escrito que «la antigua
exégesis cristiana es algo más que
una antigua forma de exégesis. Es
sobre todo la principal forma que
durante largo tiempo ha revestido la
síntesis cristiana. Es al menos el
instrumento que la ha permitido
construirse, y es hoy día una de las
vías de acceso más útiles para
abordarla». Ciertamente la exégesis
de los Padres de
la Iglesia
entraña una verdadera tarea
teológica, que incluye una
dogmática, una moral y una
espiritualidad unificadas. Para los
autores patrísticos la mejor manera
de hacer teología es comentar
la Escritura, lo
que implica, bien entendido, que su
exégesis es preferentemente
teológica. En este momento no
podemos detenernos, aunque no
dejaría de tener su interés, a
analizar todas las implicaciones
existentes entre los comentarios
bíblicos de los Padres y su manera
de hacer teología.
Nuestro intento
actual no va más allá del
esclarecimiento de los senderos que
recorrieron los Padres de
la Iglesia en esa
selva inmensa –como afirma Orígenes–
que es
la Sagrada Escritura;
Jerónimo dirá que es el «misterioso
laberinto de Dios». La exégesis
patrística no se limita a enseñarnos
únicamente sus diversas
interpretaciones, sino que sobre
todo nos muestra los presupuestos
doctrinales y vitales de quienes
hicieron tal hermenéutica. Así, por
ejemplo, entre los distintos géneros
literarios –escolios, cuestiones y
comentarios– que emplearon los
comentaristas patrísticos de
la Biblia
se pueden ver cómo discutían sobre
la interpretación de las palabras
mismas del texto, pero
principalmente el interés por
conocer la naturaleza de las cosas
narradas les inducía a discutir
también sobre las cosas mismas y
elevarse a la contemplación del
mismo Autor de las cosas.
En el uso patrístico
de
la Biblia
la tendencia más común era la de
partir de unos datos preconcebidos.
Éstos podían ser fundamentalmente
bíblicos, pero también podían estar
tomados de las ciencias o de la
propia experiencia personal, siempre
con la condición de que fueran
análogos a los datos de
la Biblia. En este
orden hay que destacar uno de los
presupuestos más extendidos entre
los comentaristas patrísticos; se
trata de la llamada «regla de fe» o
«canon de la verdad», que a san
Justino le servía para describir la
religión cristiana, o los
fundamentos básicos de la teología,
como es el caso en san Ireneo,
Tertuliano y Orígenes, o incluso la
enseñanza catequética, que se
condensaría más tarde en el símbolo
bautismal.
Esta verdad
fundamental proviene de la misma
Biblia y reagrupada habitualmente en
el esquema de la fe bautismal «en el
nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo», que constituye la
base de esa exégesis que podría
llamarse dogmática. En otros casos
la regla de fe vendrá
definida por las confesiones de fe
de los cristianos que alcanzarán por
ello el martirio; también por las
fórmulas litúrgicas con motivo de la
celebración eucarística en las
fiestas, por los procedimientos
utilizados en las alabanzas a Dios
–las doxologías–, o los testimonios
aducidos frente a las distintas
herejías. Todas estas variantes de
la regla de fe, entresacadas
de
la Biblia misma,
son el presupuesto básico para
discernir la correcta hermenéutica
patrística de la falsa.
1.La
divina Escritura
Otro de los
presupuestos religiosos con que los
Padres de
la Iglesia leen y
comentan las Sagradas Escrituras es
la consideración de divina
que se dispensaba a
la Escritura. Precisamente
este valor trascendente de
la Biblia es el que
justifica todo el trabajo de los
Padres de
la Iglesia en
investigar todas sus partes y bajo
todos los aspectos posibles,
presentándola como fuente de verdad
y orientadora segura para la vida.
Los libros sagrados representan en
el pensamiento patrístico la
autoritas divina, pero
únicamente en cuanto vienen
presentados como tales por
la Iglesia y
recibidos en la comunión de la fe
católica.
Este valor
trascendente lo ponen de manifiesto
los diversos adjetivos con los que
los autores patrísticos califican
esta clase de Escrituras. Estaba
fuera de toda discusión la idea de
que Dios era en última instancia el
origen de
la Biblia y que el
mismo Dios había decidido cuál debía
ser su contenido y el respaldo y
autoridad que la confería. Como
hemos recordado, el término
Escritura, en singular y también en
plural, designaba entre los
cristianos de los dos primeros
siglos a los libros del Antiguo
Testamento y es a partir del siglo
tercero cuando se comienza a incluir
en la designación también a los
escritos neotestamentarios, aunque
se tardarán todavía dos siglos más
en señalar los límites extensivos de
ambos Testamentos.
Los escritores
patrísticos añaden al sustantivo
«Escritura» diferentes calificativos
para designar el origen o autoridad
de la misma. Así uno de esos
adjetivos que acompañan con más
frecuencia al sustantivo es el de
«divina». San Agustín al
calificativo de «divina» añade el de
«santa» como epíteto. Clemente de
Alejandría habla de las «Escrituras
del Señor». Orígenes, y también san
Cirilo de Jerusalén, escriben que
«las Escrituras están inspiradas por
Dios». Y la lista se haría
excesivamente amplia, si
pretendiéramos recordar aquí todos
los términos utilizados por los
autores de la patrística para
significar el origen divino de las
Sagradas Escrituras.
Lo mismo tendríamos
que decir del término
veterotestamentario «Biblia», que
también es adoptado por los autores
paleocristianos para designar los
libros inspirados por Dios, como lo
testimonia el vestigio de esta
denominación que encontramos en las
Actas de los mártires escilitanos,
hacia el año 180, donde se mencionan
«los libros y la cartas de Pablo,
hombre justo». Idénticos
calificativos acompañan a otros
sustantivos como letra, palabra,
página –también en plural– para
designar la misma realidad.
En verdad,
la Sagrada Escritura,
reconocida como obra de un autor
divino y recibida como una
instrucción salvífica, se
consideraba superior a cualquier
autoridad humana en
la Iglesia. En
orden a la edificación de ésta, y a
fin de que se fuera configurando una
autodefinición eclesial a partir de
las disputas y confusiones
doctrinales en los primeros siglos
cristianos,
la Escritura divina
sirvió como única garantía de una fe
auténtica en Cristo. La hermenéutica
patrística interpretaba la verdad
divina de
la Escritura
haciendo posible que la voz de
Cristo anunciara o proclamara y
estableciera en ella todo lo que era
vital para los cristianos en su
presencia en este mundo. Dios era
identificado, al margen de toda
metafísica, en los términos
propuestos por
la Escritura. El
mismo Dios introducía realmente a
los creyentes elegidos en la divina
dispensación asegurada por
la Escritura
sagrada.
A mediados del siglo
ii el judío Trifón y el
filósofo cristiano Justino podían
diferir en sus opiniones, sobre la
base de una convicción compartida
respecto a la naturaleza divina de
las Escrituras. Y este mismo
carácter sagrado de todos y cada uno
de los libros divinamente inspirados
se supone todavía aún en el uso
narrativo y popular que de ellos
hacía san Gregorio Magno. La misma
enseñanza la encontramos en san Juan
Crisóstomo: «Todas las cosas que los
profetas afirmaron respecto a los
judíos, todas alcanzaron su
cumplimiento, e incluso la
realización de las mismas fue
evidente a todos: también las
referentes a Cristo en el Nuevo
[Testamento], que muestran
sobremanera que
la Escritura es
divina. Mas si es divina, todo lo
que se ha dicho en ella sobre Dios
también es verdad». El texto del
Patriarca de Constantinopla incluye
la afirmación del origen divino de
la Biblia
con el argumento racional de que las
profecías se han cumplido, lo cual
no deja de tener su importancia
científica.
Durante los siglos
cuarto y quinto, los autores
cristianos admitían en general que
la Biblia tenía
como autor a Dios. Habían aceptado
de manera pacífica este dato central
de la herencia judía y eran poco
propensos a contestarlo ya que el
ambiente antiguo no tenía dificultad
en aceptar la inspiración divina de
los libros sagrados. Así se expresa,
por ejemplo, san Cirilo de Jerusalén
en sus Catequesis: «Por
tanto, no salga de nuestra boca más
que lo que dice
la Escritura
acerca del Espíritu Santo; y si algo
no aparece en
la Escritura, no
andemos curioseando. El Espíritu
Santo en persona dictó las
Escrituras; Él también dijo de sí
mismo cuanto quiso, o lo que
correspondía a nuestra capacidad de
comprensión. Que se diga, pues, lo
que dijo, y que nosotros no
alberguemos la pretensión de decir
lo que no dijo». Otros testimonios
podemos cotejarlos entre las obras
de san Basilio, san Gregorio de
Nisa, san Jerónimo, Teodoro de
Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, y
otros muchos.
A pesar de esta
unanimidad, cuando se trata de
definir la naturaleza de la
inspiración misma, las opiniones
patrísticas difieren. Así, Teodoro
de Mopsuestia distingue entre la
inspiración profética, que incluye
la visión de las cosas futuras, y la
sabiduría de los autores
sapienciales. También es interesante
la opinión de san Ambrosio, quien
afirma que los hagiógrafos no han
escrito conforme al arte humano,
sino según la gracia, que
supera todo arte, porque escribieron
todo lo que el Espíritu Santo les
había inspirado.
Los autores de
la Patrística
no se conforman con afirmar el hecho
de la inspiración divina, y de algún
modo su naturaleza, sino que también
sacan sus consecuencias. Así, puesto
que el Espíritu Santo ha inspirado
los libros sagrados, éstos están
llenos de misterios, escondidos a
quienes no creen, abiertos en cambio
a los que llaman y buscan. También,
porque provienen de Dios, todas las
palabras son útiles y todos los
libros constituyen la única Biblia y
pueden ser interpretados uno por
medio de otro, como cita
expresamente san Agustín.
Plenamente
convencidos del origen divino de
la Escritura y
sintiéndose además ligados por la
autoridad de la tradición
eclesiástica pasaban sin dificultad
alguna sobre la contribución
específica de los autores humanos.
La importancia de la historia en la
retórica, y especialmente las
costumbres que regulaban los
prólogos de los comentarios paganos,
les obligaba a olvidarse que todo
libro bíblico tenía también su autor
humano. Para nuestros comentaristas,
el interés de
la Biblia
patrística era el medio privilegiado
de comunicación con Dios, y el texto
sagrado permitía a nuestros
comentaristas una simbiosis
excepcional entre su locutor
trascendente y sus destinatarios
humanos. Éstos eran sus objetivos
hermenéuticos primordiales.
2.Fe
en Cristo y su Iglesia
Otro de los criterios
básicos que determinó el inicio y
todo el desarrollo de la exégesis
patrística fue la convicción de que
la divina Escritura sólo tiene
sentido cuando es interpretada en
y para
la Iglesia. Ciertamente,
a la luz de las convicciones
evangélicas, el texto sagrado
incorporaba un cúmulo de
conocimientos muy necesarios acerca
de Cristo. Estos datos cristológicos,
descubiertos por los primeros
intérpretes de
la Escritura en
la Iglesia del
Nuevo Testamento, respaldaron la
apropiación cristiana de
la Biblia
hebrea, cuyo carácter divino
se identificó a partir de entonces
como
cristiano.
La resurrección de
Jesús, reconocido como Señor,
constituye el punto de partida, la
raíz, el centro y la cima, de la
hermenéutica patrística de
la Biblia. Ahora
bien, no es
la Biblia
quien implanta la resurrección, sino
lo contrario: es la resurrección del
Señor quien introduce en
la Biblia. Los
Padres sostienen que sólo el
reconocimiento de Jesús como Señor,
permite leer adecuadamente
la Biblia, y además
añaden que este reconocimiento puede
ser pleno y auténtico únicamente si
es tenido en
la Iglesia,
conforme a su regla de fe. De
aquí nace el principio fundamental
del trabajo exegético de los Padres
de
la Iglesia:
Ecclesia tenet et legit librum
Scripturarum (la
Iglesia
posee e interpreta el libro de las
Escrituras). Esta convicción entró
muy pronto con sencillez en las
fórmulas de fe que debían adoptar
los candidatos al bautismo, en los
símbolos de las distintas reuniones
sinodales y mucho más de los de los
concilios ecuménicos, cuando éstos
tuvieron lugar, las distintas
alabanzas a Dios con sus variadas
formulaciones, los testimonios
martiriales y de la conducta misma
de los creyentes no son más que
algunos testimonios de los que la
“Iglesia tenía y de cómo leía el
libro de las Escrituras”.
Ya en los años
últimos del siglo
ii los escritos del Antiguo y
Nuevo Testamento fueron recibidos
por los numerosos grupos cristianos
como el tesoro más preciado de
la Iglesia. Tanto
Ireneo de Lyon como Tertuliano
tenían perfectamente claro que las
disputas por establecer
correctamente el elenco de los
libros canónicos sólo tenían sentido
si aquellos libros se consideraban
ya propiedad de
la Iglesia. Esta
misma consideración tenían incluso
los enemigos de
la Iglesia, y así
en las épocas de persecución, se
exigía a los cristianos que
entregaran sus libros sagrados, pues
era de todos conocido que una de las
peores traiciones a
la Iglesia
consistía en entregar los libros
sagrados a las autoridades civiles.
Así nacieron los conocidos con el
nombre de traditores en
la Iglesia
antigua.
La piedad de Orígenes
le llevará a escribir: «Mi mejor
deseo es ser verdaderamente de
la Iglesia, ser
llamado con el nombre de Cristo, y
no con el de cualquier heresiarca,
tener ese nombre, bendito en toda la
tierra. Mi deseo es ser realmente y
denominarme cristiano, tanto
por las palabras como por los
sentimientos». Es la voz de un
hombre en el que se mezclan el amor
y la confianza; es la fuerza del
amor la que exige la rectitud de la
fe. No contento con alegar «la regla
de las Escrituras» o «la regla
evangélica y apostólica», el maestro
alejandrino invoca la «regla de
la Iglesia», la «fe
de
la Iglesia», la
«palabra de
la Iglesia», la
«predicación de
la Iglesia», la
«doctrina de
la Iglesia», el
«pensamiento y el magisterio de
la Iglesia». Todas
estas expresiones origenianas han
surcado los tiempos hasta nuestros
días y han dejado su impronta en la
configuración de la exégesis
cristiana en toda su historia.
No sólo se pensaba
que las Sagradas Escrituras habían
sido confiadas a
la Iglesia, sino
que a la vez se afirmaba que
constituían el mensaje fundamental
de ésta. Es decir, lo que
la Iglesia tenía
que anunciar no era otra cosa que
la Sagrada Escritura,
a la vez que todo el mensaje de la
palabra de Dios no era otra cosa que
la proclamación de
la Iglesia. Así,
durante los siglos patrísticos uno
de los principios básicos de la
recepción inicial y de la
interpretación subsiguiente de
la Sagrada Escritura
en
la Iglesia
era siempre el mismo:
La Sagrada Escritura
tenía sentido en términos
cristianos, porque era propiedad de
la Iglesia; no por
estar ordenada a su servicio. Por
haber sido entregada a
la Iglesia,
la Sagrada Escritura
tenía que ser entregada a su vez y
en su totalidad a cada uno de los
miembros de
la Iglesia. Nunca
hubo en
la Iglesia
primitiva un círculo específico al
que se vinculara un uso exclusivo de
la Biblia. Florecían
en algunos lugares círculos de
intérpretes amigos, pero ningún
cristiano quedaba privado de la
apropiación personal de
la Sagrada Escritura
en cuanto tal. Esto es lo que
demuestra precisamente que la
exégesis patrística diera como fruto
un sin número de sermones y otros
tratados elaborados por miembros del
pueblo cristiano y dirigidos al
pueblo cristiano.
Las reuniones
litúrgicas, la oración comunitaria y
personal, los métodos catequéticos,
las festividades, las visitas y
comunicaciones entre cristianos de
diversos lugares constituyen un
sinfín de ejemplos patrísticos
respecto a la exégesis de los Padres
de
la Iglesia:
asignaba a los dirigentes
intelectuales de las comunidades
eclesiales; conseguía que los
hermanos cristianos compartieran sus
bienes espirituales y materiales; en
definitiva,
la Sagrada Escritura
estaba presente en todas las
circunstancias de la vida cristiana.
San Agustín nos
recuerda este principio básico en la
lectura e interpretación de las
Sagradas Escrituras. «Si queremos
–escribe el obispo de Hipona–
comprender
la Escritura, es
indispensable que descubramos al
Cristo completo y total, es decir,
Cristo cabeza y cuerpo. Cristo habla
muchas veces en persona únicamente
de la cabeza, la cual es el mismo
Salvador, nacido de
la Virgen María;
otras habla en persona de su cuerpo,
el cual es la santa Iglesia,
difundida por toda la tierra.
Nosotros somos su cuerpo, si es que
nuestra fe sincera, nuestra
esperanza segura y nuestra caridad
ardiente se fundan en Él; somos su
cuerpo y miembros de Él… Por tanto,
al oír las voces del cuerpo, no
separéis
la Cabeza, y al oír
las voces de
la Cabeza, no
separéis el cuerpo, porque ya no son
dos, sino una carne».
Consecuencia de esta
común convicción de fe era que las
personas, las instituciones, los
acontecimientos, las leyes, los
sacrificios, y en general todo de lo
que se habla en el Antiguo
Testamento fueran interpretados como
referidos a la persona misma de
Jesucristo. No se trata sólo de
algunos sucesos fundamentales del
Antiguo Testamento, sino de todos,
hasta los más particulares. El
significado de toda esa realidad
veterotestamentaria es modificada
por la lectura cristiana hasta el
punto de que entonces se puede
hablar de un significado que ya no
se refiere sólo a Israel, sino que
mira a Jesús, identificado con el
Espíritu Santo mismo por las
Escrituras hebreas.
En definitiva es
general en los Padres de
la Iglesia la
convicción de que Jesús resucitado
no constituye sólo el contenido de
las Escrituras, sino también el que
lleva a descubrir gradualmente su
contenido. De ahí la conclusión de
los comentaristas patrísticos: sólo
puede entender las Escrituras quien
lleva la misma vida del Maestro
hasta el fin de los tiempos. Con
otras palabras, únicamente puede
pensar haber logrado el verdadero
sentido del texto bíblico quien
puede detectar en sí mismo la
presencia de un
alter Christus.
Estos intérpretes de
la Biblia
basaron su exégesis en afirmaciones
hechas desde la fe. Para los Padres,
el hecho de poder comprender las
Escrituras es una gracia y un don
que el intérprete debe pedir en la
oración. Por eso, el punto de
partida de gran parte de la exégesis
patrística sobre el Antiguo
Testamento es la creencia que éste,
en su conjunto, es un anuncio de
Jesucristo; o a la inversa, que
Cristo es la llave para entender el
Antiguo Testamento. Ciertamente,
Cristo es el que asume y recapitula
toda la línea del tiempo anterior y
posterior, desde el primer hombre
hasta el último. Y esta lectura
tipológica de
la Biblia no se
limita sólo a Cristo, sino que éste
es inseparable de su cuerpo, de su
pueblo, que constituye el misterio
en su plenitud: «Cristo y su
Iglesia».
3.Unidad
y utilidad de toda
la Biblia
De la “divinidad” y
“eclesialidad” de
la Biblia deriva
también la sinfonía de los dos
Testamentos que componen las
Sagradas Escrituras; es decir, su
unidad, y no sólo en su perspectiva
apologética, sino sobre todo y
principalmente en su sentido más
profundo: saber caso por caso, si
una lectura determinada cristiana es
homogénea a
la Escritura
en su conjunto, conforme a su
dinamismo profundo. Esta
característica es la que celebra y
goza la exégesis patrística, como lo
demuestra que sus resultados
llegarían a ser componentes de la
liturgia cristiana y permanecen
hasta nuestros días.
Al creer en Dios,
como único autor principal de
la Biblia, los
autores patrísticos se sienten
capacitados para aplicar con mayor
convencimiento el principio de la
hermenéutica clásica «Homero por
Homero», el autor por el autor. No
se limitan a citar continuamente
textos bíblicos que se explican unos
a otros. Como hemos visto en san
Agustín, tienen en cuenta que
pasajes oscuros hay que explicarlos
por medio de otros más claros, y que
una contradicción aparente entre dos
pasajes puede ser resuelta por medio
de un tercer texto.
Por otra parte, los
intérpretes patrísticos de las
Sagradas Escrituras saben distinguir
perfectamente entre el Logos,
palabra eterna y personal de Dios, y
la palabra divina que resuena en el
oído humano y que el ojo del hombre
lee en
la Biblia. Esa
presencia del Logos personal en
la Escritura es la
razón más profunda de su unidad
esencial, en cuanto mensaje del
único misterio que asume expresiones
diversas según los tiempos y los
hombres. Nos encontramos ante un
concepto fundamental de la
patrística que da la clave de los
criterios interpretativos de los
Padres de
la Iglesia. Ésta es
la verdadera razón y el motivo
necesario y urgente que tenían, por
ejemplo, Ireneo, Tertuliano,
Hipólito y Orígenes, entre otros,
para afirmar la unidad de los dos
Testamentos frente a los herejes que
repudiaban los textos
veterotestamentarios o, en el mejor
de los casos, los interpretaban mal
porque la faltaba la luz emanada de
los de
la Nueva Alianza
realizada por Jesucristo.
En el siguiente texto
de san Juan Crisóstomo el criterio
de la unidad de
la Escritura se
muestra de manera esclarecedora: «Si
de un costado se toma una parte, en
ella se hallarán todos los elementos
de que consta el animal entero:
nervios, venas, huesos, arterias,
sangre y, por decirlo así, una
muestra de todo el conjunto: lo
mismo en las Escrituras: en una
parte cualquiera brilla el
parentesco con el todo». El lector
de los escritos patrísticos
encuentra en esta motivación
exegética la explicación oportuna
sobre la abundante repetición de
textos bíblicos que se halla en
todos los comentarios bíblicos de
cualquier autor de los primeros
siglos de
la Iglesia.
El autor real de las
Escrituras es el Espíritu Santo, y
el Espíritu Santo es uno. Así pues,
las Sagradas Escrituras, tomadas en
su conjunto, deben enseñar una
verdad, la verdad. Y, más aún, si el
Espíritu Santo es su autor, las
Escrituras nunca pueden considerarse
como un lugar común o algo
superficial. Orígenes, por ejemplo,
escribe: «¿De qué me sirve a mí, que
he venido a escuchar lo que el
Espíritu Santo enseña al género
humano, oír que Abrahán estaba de
pie debajo de un árbol?», o que «el
propósito [del Apóstol] es que
aprendamos cómo tratar otros
pasajes, y en especial aquellos en
los que la narración histórica
parece que no cuenta nada valioso
acerca de la ley divina» o bien este
otro pasaje: «Y, ciertamente, si
como algunos piensan, el texto de la
divina Escritura fue compuesto sin
cuidado y de modo confuso, se podría
haber dicho que Abrahán bajó a
Egipto para habitar allí a causa del
hambre que sufría». Por ello,
concluirá el exegeta alejandrino, lo
mismo que el hagiógrafo necesita de
la intervención del Espíritu Santo
para redactar las Sagradas
Escrituras, igualmente el lector
necesita de la ayuda de ese mismo
Espíritu para comprender con
rectitud lo que lee en esas mismas
Escrituras.
De este modo, la
exégesis de los Padres era una tarea
fascinante, llena de misterios,
sorpresas y complicaciones que
resolver. También Orígenes utilizó
una maravillosa imagen que aprendió
del rabí que le enseñó el hebreo;
decía él que
la Escritura es
como una gran casa que tiene muchas
habitaciones. Todas las habitaciones
están cerradas con llave y hay una
llave para cada puerta cerrada. La
labor del estudioso es encontrar la
llave que abra cada puerta. Y es
ésta una gran tarea.
La exégesis
patrística comienza con el estudio
literal de los términos, pero el
interés real de los Padres de
la Iglesia estaba
puesto en la cristiandad y en la
doctrina cristiana. Quizás la mejor
manera de decirlo es que las cosas y
sucesos del Antiguo Testamento les
recordaban las verdades y realidades
cristianas. Con expresión clásica de
Wilhelm Vischer, se puede decir con
toda verdad que «el Antiguo
Testamento nos muestra lo que es
Cristo, mientras que el Nuevo
Testamento nos muestra quién es
Cristo». Este proceso de relación de
ideas ya había comenzado en el Nuevo
Testamento, y nosotros lo
encontramos resumido en los dos
primeros versículos de
la Carta
a los Hebreos. San Juan
Crisóstomo lo hará de la siguiente
manera: «Nada hay inútil o
innecesario en
la Sagrada Escritura,
ni siquiera una iota o una tilde;
más aún, ni siquiera un simple
saludo, puesto que el saludo nos
abre un mar inmenso de sentidos y
nos da abundante materia».
4.La
Biblia
como argumento demostrativo
En este momento sólo
podemos esbozar lo que ya hemos
dicho en otra ocasión respecto al
valor que
la Biblia tiene
entre sus comentadores patrísticos
en relación a los tres frentes que
se encontraron: judíos, paganos y
herejes. Estos tres ámbitos opuestos
al cristianismo primitivo tuvieron
precisamente en los comentarios
bíblicos de los Padres de
la Iglesia sus
oportunas respuestas, teniendo como
base de su argumento precisamente
la Biblia. Ciertamente
las Sagradas Escrituras fueron
siempre el referente básico para
definir las distinciones con unos y
con otros.
«La polémica, la
persecución, la oposición y
marginación social –afirma Angelo di
Berardino– obligan a cerrar filas o,
mejor todavía, a animar una
conciencia más persuasiva de la
propia identidad, que precisamente
los cristianos expresan en términos
tan claros que echan por tierra la
mayoría de las veces el juicio de
los opresores». En efecto, el camino
que recorren los primeros
cristianos, siguiendo el ejemplo de
su Maestro, no es el del
enfrentamiento con las estructuras
de la sociedad o de las
confrontaciones en los conflictos
sociales y políticos que ciertamente
existían. Frente al mundo judío y
pagano, el cristiano de los primeros
siglos parece concentrarse en un
único objetivo: el anuncio de
Jesucristo y del proyecto de vida
que había traído. De esta manera el
texto de
la Biblia se
convierte en el centro de sus
mejores reflexiones para subrayar
las concepciones teológicas y la
orientación kerigmática de sus
comportamientos.
Los exegetas
cristianos de esta época se fijan en
la Biblia para
poner de relieve las diferencias y
similitudes con sus coetáneos del
judaísmo, para señalar ciertos
acontecimientos particularmente
significativos en las Sagradas
Escrituras en sus relaciones con
ellos y para manifestar el sentido
direccional de toda la historia
veterotestamentaria, que implica una
radical conversión de las personas.
En definitiva, el texto bíblico es
para los cristianos de los primeros
siglos una invitación a los judíos
para tomar parte de la vida y del
comportamiento de la nueva comunidad
fundada por Cristo,
la Iglesia, que es
la heredera auténtica de las
promesas realizadas por Dios al
pueblo judío.
La Escritura,
como historia de salvación, es
también la tierra fructífera donde
hunde sus raíces el mensaje
cristiano frente a la polémica de
los paganos. Si la historia, la
filosofía y la literatura paganas
son verdaderas por la antigüedad de
que gozan, más verdadera será la
doctrina cristiana que se funda en
las páginas multiseculares de
la Biblia. La
historia cristiana también reconoce
los hechos, su concatenación y sus
consecuencias. Pero con los ojos de
la fe el historiador cristiano
observa a Cristo como el gran
protagonista de la historia humana.
La época de los mitos y de las
narraciones de los filósofos paganos
no es sino una preparación para
conocer toda la verdad que traerá
más tarde el Evangelio de Cristo.
Por eso el historiador cristiano
recurrirá a la fidelidad de la
memoria de Cristo, a la capacidad de
interpretar los acontecimientos a la
luz de esa memoria y a la fuerza de
su exhortación eficaz y convincente.
También el texto
bíblico se convierte en el centro de
los conflictos entre cristianos y
los que llevan «el falso nombre de
cristianos» durante todos los siglos
que abarca la época patrística. La
concepción de
la Biblia
y los métodos de interpretación han
marcado profundamente la identidad
de los verdaderos cristianos frente
a los herejes. Las interpretaciones
bíblicas de marcionitas y gnósticos
frente a los cristianos de «la gran
Iglesia» trajo consigo unas
consecuencias capitales: la unidad
de los dos Testamentos, la puesta a
punto del canon neotestamentario y
el desarrollo de los métodos
exegéticos que configurarán para
siempre la hermenéutica cristiana.
En este momento
citaremos únicamente un texto que
nos parece muy significativo; es del
primer autor cristiano que unifica
toda
la Escritura en dos
partes, que él, entrando en la
historia de la exégesis cristinan,
llama Antiguo y Nuevo Testamento. En
efecto, Clemente de Alejandría
escribe: «Demostramos el objeto de
nuestra investigación con la palabra
del Señor, la cual ofrece una
garantía mayor que toda
demostración, mejor aún, es la única
demostración que realmente existe.
Conforme a esta ciencia son fieles
quienes sólo prueban por las
Escrituras, pero son “conocedores”
los que siguen adelante para
alcanzar un conocimiento más
perfecto de la verdad, pues también
en la vida tienen una cierta
superioridad los especialistas
respecto a los profanos, y en
comparación a las ideas comunes
modelan mejor. Del mismo modo
también nosotros, demostrando con
perfección lo concerniente a las
Escrituras a partir de ellas mismas,
estamos persuadidos por la fe de
manera convincente. Y si los que
siguen las herejías se atreven a
servirse de los escritos proféticos,
en primer lugar no se sirven de
todos, y no [lo hacen] de forma
íntegra, ni tampoco dan a entender
el conjunto ni el contexto de la
profecía, sino que entresacando las
frases ambiguas las traducen según
sus propias opiniones, recogiendo de
un sitio y otro unas pocas palabras,
sin examinar su significado, sino
que se contentan con la misma simple
expresión. En efecto, en casi todos
los textos que aducen se puede ver
cómo atienden sólo a los nombres,
substituyendo los significados,
porque desconocen lo que expresan,
ni utilizan aquellas selecciones [de
textos] que presentan como la
naturaleza de los mismos reclama.
Mas la verdad no se encuentra en
cambiar los significados (pues de
esta manera arruinan toda verdadera
doctrina), sino en examinar lo que
es perfectamente propio y
conveniente al Señor y Dios
todopoderoso, y en confirmar cada
una de las pruebas de las Escrituras
mediante otros pasajes paralelos de
las mismas Escrituras». Las
palabras del Alejandrino merecerían
una reflexión detenida, pero no es
posible en este momento; parecen
escritas en cualquiera de neustros
días, donde los eufemimos tratan de
cambiar el significado de las
palabras.
5.Escuela
de virtudes
Los Padres creyeron
que las Escrituras, entendidas de
modo adecuado, les hablaban en su
búsqueda de la santidad cristiana.
Así pues, la simple narración de los
sucesos del pasado no es inútil. Así
la frase: «Moisés consignó por
escrito, por orden del Señor, las
etapas que recorrieron» (Nm 33, 2),
es comentada por Orígenes de la
siguiente manera: «Habéis oído que
“Moisés consignó por escrito” estas
cosas “conforme a la palabra del
Señor”. Y ¿por qué el Señor quiso
que se escribieran? ¿Para que este
pasaje de
la Escritura sobre
los mandatos hechos a los hijos de
Israel nos reporte algún beneficio o
no nos sirva de nada? ¿Quién se
atrevería a afirmar que las cosas
escritas por mandato de la palabra
del Señor no reportan utilidad o
salvación alguna, sino que tan sólo
narran unos acontecimientos, y que
lo que entonces sucedió no tiene
ahora ninguna relación con
nosotros?». En verdad, es principio
exegético fundamental la pregunta
que los Padres se hacen
continuamente sobre qué me dice este
pasaje y cómo me puede ayudar.
El conocimiento de
Dios es evidentemente para los
exegetas patrísticos sinónimo de
salvación. El conocimiento de Dios
que concede la fe y asciende por el
amor tiene como finalidad el
conocimiento de
la Escritura, no
sólo leída, sino también meditada y
contemplada por el cristiano, que no
se contenta con simples ideas, sino
que busca el penetrar en el misterio
del Hijo de Dios, y trata de hacerse
semejante a Él interiorizando las
páginas sagradas de
la Biblia. Este
tema tiene para los escritores de la
edad patrística dos fundamentos
principales en
la Escritura. El
primero se encuentra en el Génesis,
donde se lee que el hombre fue
creado a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gn 2, 26). Este texto sirve a
la mayoría de los comentaristas
paleocristianos para indicar que el
hombre todavía no posee el parecido
pleno que una imagen exige. El
segundo de los textos, también
veterotestamentario es el mandato a
Moisés de marchar por el camino de
Dios y obedecer sus mandatos. Con
este inicio –la imagen de Dios– y
esta meta –la perfecta semejanza–,
se desenvuelve todo el camino moral
de los Padres de
la Iglesia, y la
importancia que las Escrituras
asumen en el acompañamiento del
itinerario del fiel cristiano: el
camino que conduce desde el inicio
hasta el término es el de
la Sabiduría y el
de
la Palabra de Dios.
Recordemos, entre
muchos, dos ejemplos de tradiciones
hermenéuticas tan distanciadas como
la alejandrina y la antioquena. En
su Comentario a
la Carta a los
Romanos, Orígenes nos ha dejado
estas palabras: «Nuestra mente es
renovada mediante la práctica de la
sabiduría, la meditación de
la Palabra de Dios
y la inteligencia espiritual de su
ley; y cuanto más progrese uno en la
lectura de las Escrituras, más
arriba subirá su entendimiento; así
será nuevo siempre y cada día.
Ignoro, en cambio, si puede
renovarse la mente perezosa en
relación con las divinas Escrituras
y la práctica de la inteligencia
espiritual, con las que no sólo
puede entender como verdadero lo que
está escrito, sino también
explicarlo con más claridad y
manifestarlo con mayor diligencia».
Y un asiduo
predicador antioqueno de las
Escrituras como lo fue el Crisóstomo
también nos ha dejado escrito: «Si
nosotros, los que diariamente
disfrutamos de la lectura de los
profetas y los apóstoles, apenas
refrenamos las pasiones y cohibimos
la ira y dominamos los alborotos de
las codicias y con dificultad
rechazamos la peste de la envidia, a
pesar de que estamos continuamente
repitiendo en medio de nuestras
perturbaciones los versículos de
la Escritura, y con
trabajo y apenas domesticamos
semejantes bestias feroces e
impudentes ¿qué esperanza de salud
queda, pregunto, para quienes jamás
han usado de la dicha medicina ni
han escuchado cómo tratar de las
virtudes?».
De la exégesis
alegórica de Orígenes, construida
sobre la base de la exégesis
literal, derivan dos consecuencias
lógicas: la exégesis tropológica,
que se refiere a la conducta moral
del cristiano en el seguimiento de
Cristo, y la exégesis anagógica,
que es el convencimiento de los
misterios de la bienaventuranza
eterna y de su incoación en esta
vida. En el pensamiento del
Alejandrino lo mismo que el sentido
alegórico transforma el Antiguo
Testamento en el Nuevo, también el
sentido tropológico y el anagógico
convienen a
la Antigua Alianza,
puesto que ésta es transformada por
la Nueva. Ambas
alianzas son imprescindibles para el
lector cristiano, como lo demuestra
su comentario a
la Vida
de Moisés, por ejemplo.
Ciertamente las
Escrituras Sagradas no son sólo
levadura que fermenta las
capacidades del lector, sino que la
palabra de Dios es también el
alimento que «nutre y deleita el
alma de los prudentes, que es
fulgurante y suave, iluminando con
el esplendor de la verdad y
deleitando las almas de los oyentes
con la dulzura de las virtudes»,
como nos recuerda san Ambrosio.
En verdad los Padres
de
la Iglesia, como
hijos de su tiempo, eran conscientes
de la importancia de las
costumbres de los mayores, la
tradición, como lo reflejan sus
comentarios bíblicos. No existe
convivencia sin tradición; por este
motivo la misma religión era
considerada como base de la vida en
común, tanto en la sociedad como en
la familia. Y en general se
consideraba que la antigüedad era
uno de los principales criterios de
veracidad. Por ello no resulta
extraño que los comentadores
bíblicos de los primeros siglos
hagan hincapié en los personajes
bíblicos como espejos de conducta
cristiana. Ellos recorren
la Sagrada Escritura
para apoyar su llamada a la vida
sencilla en dos fundamentos
principales. De una parte existe un
bien superior al de los alimentos,
al dinero y al placer, que con tanta
avidez buscan los hombres. Pero a
continuación explican cómo la razón
y la sobriedad –medida– son bienes
en sí mismos.
La enseñanza
ético-moral de las cartas paulinas,
por ejemplo, tal como las entienden
los Padres, brota de sus reflexiones
sobre la personalidad de Pablo, y en
consecuencia sobre la vida cristiana
como disciplina espiritual. La
auténtica vida cristiana consiste en
seguir los preceptos cuyo
cumplimiento se hace posible con la
ayuda de la gracia de Cristo, tal y
como han quedado expresados en
la Sagrada Escritura
y la tradición. Cuestiones de
interpretación hacían surgir
controversias sobre el grado de
literalidad y severidad con que se
habían de tomar tales mandatos,
especialmente cuando se tenían que
aplicar a la vida en sociedad y
también a la vida de las comunidades
monásticas. Esta tensión aumentaría
la casuística y darían pie a los
primeros catálogos tanto de virtudes
como de vicios.
Consecuentemente, los
Padres recalcan con énfasis todos
aquellos pasajes bíblicos donde se
pondera la importancia moral de la
vocación cristiana para un correcto
conocimiento y práctica del
ascetismo. La ley del Antiguo
Testamento tiene validez para todo
tiempo como guía del comportamiento
ético de los creyentes; incluso
cuando descienden al plano
disciplinar respecto a cierta falta
de madurez en la práctica moral, lo
hacen precisamente para abrir camino
a una vida espiritual más perfecta.
Las frecuentes advertencias contra
lo terrenal recalcan los peligros
del deseo de riqueza, de la
inclinación a los placeres carnales
en las relaciones domésticas o en el
desenfreno sexual, y del afán de
aprobación y reconocimiento humanos
a través del éxito mundano.
Una cuestión que no
olvidan estos comentaristas es el
referido al tema de lo relativamente
provechoso que resulta el matrimonio
y la familia y el mandato de
procreación humana dado por Dios,
especialmente en debates entre
defensores extremistas de la vida
doméstica por un lado, y del rigor
ascético y el fanatismo por otro.
Distinto tema era el referente al
legalismo externo, en contraposición
a la ansiada vida interior
encaminada a una auténtica unión
espiritual con Dios. Juan Crisóstomo
constituye un buen ejemplo de
aquellos Padres que advierten, una y
otra vez, que la verdadera
virginidad y auténtico celibato se
hallan en el corazón y en la mente,
y que nunca pueden reducirse a una
serie de reglas de conducta. En la
misma línea se desenvuelve el
pensamiento de san Ambrosio, el
teólogo patrístico de la virginidad.
En definitiva, los
Padres latinos, griegos, siríacos y
coptos, más allá de sus diferencias
de énfasis y formulación, nos
enseñan unánimemente que las
cualidades propias del carácter que
brota de un corazón contrito y
humilde, constituyen en última
instancia la manera de ser del
cristiano, y estas lecciones pueden
aprenderse mediante la lectura de
las Sagradas Escrituras.
D.
Conclusión
La Biblia
en los Padres de
la Iglesia es como
un gran mar al que es muy difícil
poner orillas. Ciertamente en ese
misterioso “cara a cara” entre
objeto y sujeto del trabajo
exegético se genera un movimiento
continuo, que permite crecer al uno
y al otro hasta el infinito gracias
a la energía que recíprocamente se
dan, como nos lo indicaba san
Gregorio Magno en el texto citado
más arriba. Pero a nosotros nos
corresponde ahora al menos resumir
las fases iniciales de ese flujo y
reflujo permanente entre el texto
inspirado y el lector patrístico.
1. El primer paso lo
constituye el correcto acercamiento
a la autenticidad del texto: la
congruencia del texto con la fuente
original y las particularidades de
orden gramatical, sintáctico o
etimológico. Ciertamente, los
métodos exegéticos propios de la
cultura clásica greco-romana
desempeñaron un papel importante.
Pero igualmente forman parte de este
primer paso dos aspectos
metodológicos de importancia
decisiva: el contexto del texto en
el conjunto unitario de los dos
Testamentos y el significado del
texto con el depositum fidei,
custodiado por la fe de
la Iglesia.
2. En segundo lugar
los Padres de
la Iglesia
construyeron su exégesis en la
importancia de seguir una norma
segura que les ayudara a descubrir
no sólo la «objetividad» del texto
bíblico, sino sobre todo el sentido
revelado del texto en una mente y un
corazón que hubieran recibido el don
de una visión en profundidad (theoria),
previa la ausencia de toda pasión
y la adquisición de la virtud. En
definitiva, la garantía y la
verificación correcta del sentido
profundo de un texto bíblico estaba
en consonancia con la adhesión a la
doctrina y vida queridas por
la Iglesia. La
mente y el corazón del exegeta
patrístico no podían errar
sustancialmente en la comprensión
última del texto bíblico, porque su
fe le convencía no de hipótesis más
o menos verificables, sino del
misterio de su propia salvación, es
decir, de un contenido cuyo
conocimiento y correspondiente
adhesión conducía a la salvación
eterna, siempre dentro de
la Iglesia,
verdadera depositaria de las
Sagradas Escrituras.
3. Con estas
predisposiciones científicas y
morales, el exegeta patrístico se
encontraba en las mejores
condiciones para abordar el «tejido»
textual y encaminarse hacia la
fuente luminosa que se escondía en
el texto examinado. El modo concreto
utilizado por los Padres de
la Iglesia para
pasar del texto a la fuente misma de
la luz era el de establecer una
relación entre lo que decía el texto
concreto examinado con lo que se
observaba en el conjunto de los dos
Testamentos y en el depositum
fidei custodiado por
la Iglesia. Como es
natural en todo este proceso jugaba
un papel decisivo no sólo la
inteligencia del exegeta y su
cultura histórico-bíblica, teológica
y literaria, sino también la
profundidad de su mirada sobre el
conjunto de los libros de las
Sagradas Escrituras y sobre el
patrimonio de fe de
la Iglesia. Esta
enseñanza de
la Iglesia
era el núcleo central de la
verdadera exégesis patrística, y era
identificado por diversos elementos
como las fórmulas de fe, la
tradición, los símbolos o reglas de
fe, las doxologías y la conducta
individual junto con la vida
comunitaria reflejada en las
asambleas litúrgicas. Este criterio
de verdad es expresado con distintos
términos por los autores
patrísticos, quienes ven la verdad
objetiva y tratan de encontrar su
existencia siguiendo un criterio o
canon. También en este punto
nuestros hermeneutas no hacen otra
cosa que seguir los precedentes
paganos, quienes insistían que sin
un canon que sepa las opiniones es
imposible la investigación racional,
como ya afirmaba Epicuro; la
finalidad de esta regla es separar
la verdad de la apariencia, con la
aplicación de reglas racionales.
4. El conocimiento
intelectual y vital de Cristo era el
único camino digno de emprender al
exegeta patrístico, y Cristo se deja
conocer en las Sagradas Escrituras.
En sentido inverso, el
desconocimiento de las Escrituras
era igualmente ignorancia sobre
Cristo y, como consecuencia, esa
falta de experiencia entrañaba el
grave peligro de perder la salvación
por una incorrecta comprensión de
las mismas Escrituras. La verdadera
comprensión de los libros inspirados
sólo es posible gracias al
encuentro, personal y comunitario,
con Cristo resucitado, proclamado
como Cristo y Señor. Y el misterio
de Cristo abarca a toda su persona,
que implica el conjunto de su cuerpo
identificado con
la Iglesia.
5. En verdad, la
regla de fe es la que da coherencia
y consistencia. Nada puede ser más
consistente –dirá san Ireneo– que
reunir todas las cosas en Cristo,
donde todo sucede en el tiempo justo
y no se deja nada fuera. También
para el obispo de Lyón la regla es
la verdad original que
la Iglesia
conserva. Y verdad e Iglesia se
identifican; siempre que el término
Iglesia sea entendido con aquellos
parámetros de los comentadores
bíblicos de la patrística y que la
teología posterior supo recoger tan
admirablemente con cuatro adjetivos:
una, santa, católica y apostólica.
Con otras palabras, Biblia e
Iglesia, Iglesia y Biblia,
constituyen dos elementos que no se
pueden disociar: se explican
mutuamente y se necesitan ambos. Son
dos círculos concentricos que deben
ocupar el mismo espacio en la mente
y el corazón del creyente.
Deseo terminar esta
intervención con unas palabras
tomadas de la última Exhortación
Apostólica Postsinodal del Santo
Padre Benedicto XVI. Dicen así: «Los
Padres de
la Iglesia
nos muestran todavía hoy una
teología de gran valor, porque en su
centro está el estudio de
la Sagrada Escritura
en su integridad. Efectivamente, los
Padres son en primer lugar y
esencialmente unos “comentadores de
la Sagrada Escritura”.
Su ejemplo puede “enseñar a los
exegetas modernos un acercamiento
verdaderamente religioso a
la Sagrada Escritura,
así como una interpretación que se
ajusta constantemente al criterio de
comunión con la experiencia de
la Iglesia, que
camina a través de la historia bajo
la guía del Espíritu Santo”».
Y a todos nosotros –concluyo ya– nos
muestran un camino que recorrer,
individual y comunitariamente, en el
fructífero acercamiento a
la Biblia.