La Inmaculada y el Hijo

Dra. Deyanira Flores
Marióloga

El fundamento principal de la Inmaculada Concepción es la Maternidad Divina. “Por el honor del Señor”, como decía San Agustín, ¿cómo debía ser la Madre de Dios? ¿Quién puede imaginar la santidad que debía tener Aquélla que llevaría en su propio vientre a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y apretaría contra su pecho al Santo de Dios? ¿Aquélla cuyo cuerpo virginal sería como “la Ciudad Santa” donde habitaría por nueve meses, y su Corazón Inmaculado el Tabernáculo donde reinaría siempre?

Sabemos que para todo es necesario prepararse, que Dios guía nuestra vida con infinita sabiduría y bondad y que, como enseña Santo Tomás, “a las personas que Dios elige para una misión las prepara y dispone de modo que sean idóneas para desempeñarla”, concediéndoles la gracia necesaria para la vocación a la cual las llama. La Inmaculada Concepción es esa preparación radical que María necesitaba, desde el inicio mismo de su vida, para poder convertirse en la Madre de Dios.

Al preservar a María de contraer el pecado original y llenarla de gracia santificante desde el primer instante de su vida, Dios le concedió la plenitud de gracia y pureza que Ella necesitaba para cumplir con su excelsa misión. Sólo así podía “abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios” y “consagrarse totalmente como esclava del Señor a la Persona y a la obra de su Hijo” (LG 56).

Cristo, el único Hijo que es el Creador de Su Madre, se la escogió y preparó Él mismo como quiso. “La Sabiduría se construyó su casa” (Prov.9,1). ¿Cómo se la construiría este Arquitecto Divino? ¿No sería la casa más bella y perfecta? María es la primera criatura de la nueva creación que Jesucristo ha obrado, “el hombre nuevo” (Ef.4,24) que todos estamos llamados a ser en Cristo.

Jesucristo, Redentor del mundo, al concederle a Su Madre el regalo de la Inmaculada Concepción, mostró la potencia ilimitada de Su Redención y el valor de Sus méritos, tales que “en vista de ellos”, “por adelantado”, María pudo recibirlos y ser redimida “en modo más sublime”. De esa manera también la preparaba para ser Su Madre y colaboradora. La Inmaculada Concepción era premisa indispensable para que la Virgen pudiera cooperar con su Hijo de manera tan estrecha en toda la Obra de la Redención.

Como enseña San Ambrosio: “no nos debe maravillar que el Señor, queriendo redimir al mundo, haya iniciado su obra con María. Aquélla por medio de la cual se estaba preparando la salvación de todos, debía ser la primera en recibir el fruto de la salvación”.

Toda la Tradición afirma que, así como Eva colaboró con Adán en la caída de la humanidad en el pecado y la muerte, así María, la nueva Eva, “sirvió con diligencia el misterio de la redención con Cristo y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (LG 56). María coopera con su consentimiento en la Anunciación, su Maternidad Divina, su servicio a Cristo a lo largo de Su vida terrena, su compasión al pie de la Cruz, y su mediación maternal en favor nuestro (LG 57-58;61-63).

La preparación que María necesitó para recibir a Cristo en su corazón y su vientre nos recuerda la humildad, pureza y amor con que debemos prepararnos para recibir a Cristo en la Eucaristía. No es simplemente algo santo lo que recibimos, sino a Alguien, ¡al Hijo de Dios en Persona! Pidámosle a nuestra Madre que sepamos entregarnos como Ella a la Persona y la Obra de Jesús.