1. ¿Qué
sabemos realmente de Jesús?
Juan Chapa
De Jesús de Nazaret tenemos más y
mejor información que de la mayoría de los personajes de su
tiempo. Disponemos de todo lo que los testigos de su vida y de
su muerte nos han transmitido: tradiciones orales y escritas
sobre su persona, entre las que destacan los cuatro evangelios,
que han sido transmitidas en la realidad de la comunidad de fe
viva que él estableció y que continúa hasta hoy. Esta comunidad
es la Iglesia, compuesta por millones de seguidores de Jesús a
lo largo de la historia, que le han conocido por los datos que
ininterrumpidamente les trasmitieron los primeros discípulos.
Los datos que hay en los evangelios apócrifos y otras
referencias extrabíblicas no aportan nada sustancial a la
información que nos ofrecen los evangelios canónicos, tal como
han sido trasmitidos por la Iglesia.
Hasta la Ilustración, creyentes y no creyentes estaban
persuadidos de que lo que podíamos conocer sobre Jesús se
contenía en los evangelios. Sin embargo, por ser relatos
escritos desde la fe, algunos historiadores del siglo XIX
cuestionaron la objetividad de sus contenidos. Para estos
estudiosos, los relatos evangélicos eran poco creíbles porque no
contenían lo que Jesús hizo y dijo, sino lo que creían los
seguidores de Jesús unos años después de su muerte. Como
consecuencia, durante las décadas siguientes y hasta mediados
del siglo XX se cuestionó la veracidad de los evangelios y se
llegó a afirmar que de Jesús “no podemos saber casi nada” (Bultmann).
Hoy en día, con el desarrollo de la ciencia histórica, los
avances arqueológicos, y nuestro mayor y mejor conocimiento de
las fuentes antiguas, se puede afirmar con palabras de un
conocido especialista del mundo judío del siglo I d.C. —a quien
no se puede tachar precisamente de conservador— que “podemos
saber mucho de Jesús” (Sanders). Por ejemplo, este mismo autor
señala “ocho hechos incuestionables”, desde el punto de vista
histórico, sobre la vida de Jesús y los orígenes cristianos: 1)
Jesús fue bautizado por Juan Bautista; 2) era un Galileo que
predicó y realizó curaciones; 3) llamó a discípulos y habló de
que eran doce; 4) limitó su actividad a Israel; 5) mantuvo una
controversia sobre el papel del templo; 6) fue crucificado fuera
de Jerusalén por las autoridades romanas; 7) tras la muerte de
Jesús, sus seguidores continuaron formando un movimiento
identificable; 8) al menos algunos judíos persiguieron a ciertos
grupos del nuevo movimiento (Ga 1,13.22; Flp 3,6) y, al parecer,
esta persecución duró como mínimo hasta un tiempo cercano al
final del ministerio de Pablo (2 Co 11,24; Ga 5,11; 6,12; cf. Mt
23,34; 10,17).
Sobre esta base mínima en la que los historiadores están de
acuerdo se pueden determinar como fidedignos desde el punto de
vista histórico los otros datos contenidos en los evangelios. La
aplicación de los criterios de historicidad sobre estos datos
permite establecer el grado de coherencia y probabilidad de las
afirmaciones evangélicas, y que lo que se contiene en esos
relatos es sustancialmente cierto.
Por último, conviene recordar que lo que sabemos de Jesús es
fiable y creíble porque los testigos son dignos de credibilidad
y porque la tradición es crítica consigo misma. Además, lo que
la tradición nos trasmite resiste el análisis de la crítica
histórica. Es cierto que de las muchas cosas que se nos han
trasmitido sólo algunas pueden ser demostrables por los métodos
empleados por los historiadores. Sin embargo, esto no significa
que las no demostrables por estos métodos no sucedieran, sino
que sólo podemos aportar datos sobre su mayor o menor
probabilidad. Y no olvidemos, por otra parte, que la
probabilidad no es determinante. Hay sucesos muy poco probables
que han sucedido históricamente. Lo que sin duda es verdad es
que los datos evangélicos son razonables y coherentes con los
datos demostrables. En cualquier caso, es la tradición de la
Iglesia, en la que estos escritos nacieron, la que nos da
garantías de su fiabilidad y la que nos dice cómo
interpretarlos.
Bibliografía: A. Vargas Machuca, El Jesús histórico. Un
recorrido por la investigación moderna, Universidad
Pontifica de Comillas, Madrid 2004; J. Gnilka, Jesús von
Nazareth. Botschaft und Geschichte, Herder, Freiburg 1990
(ed. esp. Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1993); R.
Latourelle, A Jesús el Cristo por los Evangelios. Historia y
hermenéutica, Sígueme, Salamanca 21986; F. Lambiasi,
L’autenticità storica dei vangeli. Studio di criteriologia,:
EDB, Bologna 21986.
2. ¿Qué fue la estrella de Oriente?
Vicente Balaguer
La estrella de
Oriente se menciona en el evangelio de San
Mateo. Unos magos preguntan en Jerusalén: “Dónde
está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque
vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a
adorarle” (Mt 2,2).
Los dos capítulos iniciales de los evangelios de
San Mateo y San Lucas narran algunas escenas de
la infancia de Jesús, por lo que se suelen
denominar “evangelios de la infancia”. La
estrella aparece en el “evangelio de la
infancia” San Mateo. Los evangelios de la
infancia tienen un carácter ligeramente distinto
al resto del evangelio. Por eso están llenos de
evocaciones a textos del Antiguo Testamento que
hacen los gestos enormemente significativos. En
este sentido, su historicidad no se puede
examinar de la misma manera que la del resto de
los episodios evangélicos. Dentro de los
evangelios de la infancia, hay diferencias: el
de San Lucas es el primer capítulo del
evangelio, pero en San Mateo es como un resumen
de los contenidos del texto entero. El pasaje de
los Magos (Mt 2,1-12) muestra que unos gentiles,
que no pertenecen al pueblo de Israel: descubren
la revelación de Dios a través de su estudio y
sus conocimientos humanos (las estrellas), pero
no llegan a la plenitud de la verdad más que a
través de las Escrituras de Israel.
En tiempos de la composición del evangelio era
relativamente normal la creencia de que el
nacimiento de alguien importante o algún
acontecimiento relevante se anunciaba con un
prodigio en el firmamento. De esa creencia
participaban el mundo pagano (cfr Suetonio,
Vida de los Césares, Augusto, 94;
Cicerón, De Divinatione 1,23,47; etc.) y
el judío (Flavio Josefo, La Guerra de los
Judíos, 5,3,310-312; 6,3,289). Además, el
libro de los Números (caps. 22-24) recogía un
oráculo en el que se decía: “De Jacob viene una
estrella, en Israel se ha levantado un cetro” (Nm
24,17). Este pasaje se interpretaba como un
oráculo de salvación, sobre el Mesías. En estas
condiciones, ofrecen el contexto adecuado para
entender el signo de la estrella.
La exégesis moderna se ha preguntado qué
fenómeno natural pudo ocurrir en el firmamento
que fuera interpretado por los hombres de aquel
tiempo como extraordinario. Las hipótesis que se
han dado son sobre todo tres: 1) ya Kepler (s.
XVII) habló de una estrella nueva, una
supernova: se trata de una estrella muy distante
en la que tiene lugar una explosión de modo que,
durante unas semanas, tiene más luz y es
perceptible desde la tierra; 2) un cometa, pues
los cometas siguen un recorrido regular, pero
elíptico, alrededor del sol: en la parte más
distante de su órbita no son perceptibles desde
la tierra, pero si están cercanos pueden verse
durante un tiempo. También esta descripción
coincide con lo que se señala en el relato de
Mateo, pero la aparición de los cometas
conocidos que se ven desde la tierra no encaja
en las fechas con la estrella; 3) Una conjunción
planetaria de Júpiter y Saturno. También Kepler
llamó la atención sobre este fenómeno periódico,
que, si no estamos equivocados en los cálculos,
pudo muy bien darse en los años 6/7 antes de
nuestra era, es decir, en los que la
investigación muestra que nació Jesús.
Bibliografía: A. Puig, Jesús. Una biografía,
Destino, Barcelona 2005; S. Muñoz Iglesias,
Los evangelios de la infancia. IV, BAC,
Madrid 1990; J. Danielou, Los evangelios de
la infancia, Herder, Barcelona 1969
3. ¿Por qué se celebra el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre?
Juan Chapa
Los
primeros cristianos no parece
que celebrasen su cumpleaños (cf.,
por ej., Orígenes, PG XII, 495).
Celebraban su dies natalis,
el día de su entrada en la
patria definitiva (por ej.,
Martirio de Policarpo 18,3),
como participación en la
salvación obrada por Jesús al
vencer a la muerte con su pasión
gloriosa. Recuerdan con
precisión el día de la
glorificación de Jesús, el 14/15
de Nisán, pero no la fecha de su
nacimiento, de la que nada nos
dicen los datos evangélicos.
Hasta el siglo III no tenemos
noticias sobre la fecha del
nacimiento de Jesús. Los
primeros testimonios de Padres y
escritores eclesiásticos señalan
diversas fechas. El primer
testimonio indirecto de que la
natividad de Cristo fuese el 25
de diciembre lo ofrece Sexto
Julio Africano el año 221. La
primera referencia directa de su
celebración es la del calendario
litúrgico filocaliano del año
354 (MGH, IX,I, 13-196): VIII
kal. Ian. natus Christus in
Betleem Iudeae (“el 25 de
diciembre nació Cristo en Belén
de Judea”). A partir del siglo
IV los testimonios de este día
como fecha del nacimiento de
Cristo son comunes en la
tradición occidental, mientras
que en la oriental prevalece la
fecha del 6 de enero.
Una explicación bastante
difundida es que los cristianos
optaron por día porque, a partir
del año 274, el 25 de diciembre
se celebraba en Roma el dies
natalis Solis invicti, el
día del nacimiento del Sol
invicto, la victoria de la luz
sobre la noche más larga del
año. Esta explicación se apoya
en que la liturgia de Navidad y
los Padres de la época
establecen un paralelismo entre
el nacimiento de Jesucristo y
expresiones bíblicas como «sol
de justicia» (Ma 4,2) y «luz del
mundo» (Jn 1,4ss.). Sin embargo,
no hay pruebas de que esto fuera
así y parece difícil imaginarse
que los cristianos de aquel
entonces quisieran adaptar
fiestas paganas al calendario
litúrgico, especialmente cuando
acababan de experimentar la
persecución. Es posible, no
obstante, que con el transcurso
del tiempo la fiesta cristiana
fuera asimilando la fiesta
pagana.
Otra explicación más plausible
hace depender la fecha del
nacimiento de Jesús de la fecha
de su encarnación, que a su vez
se relacionaba con la fecha de
su muerte. En un tratado anónimo
sobre solsticios y equinoccios
se afirma que “nuestro Señor fue
concebido el 8 de las kalendas
de Abril en el mes de marzo (25
de marzo), que es el día de la
pasión del Señor y de su
concepción, pues fue concebido
el mismo día que murió” (B.
Botte, Les Origenes de la
Noël et de l’Epiphanie,
Louvain 1932, l. 230-33). En la
tradición oriental, apoyándose
en otro calendario, la pasión y
la encarnación del Señor se
celebraban el 6 de abril, fecha
que concuerda con la celebración
de la Navidad el 6 de enero. La
relación entre pasión y
encarnación es una idea que está
en consonancia con la mentalidad
antigua y medieval, que admiraba
la perfección del universo como
un todo, donde las grandes
intervenciones de Dios estaban
vinculadas entre sí. Se trata de
una concepción que también
encuentra sus raíces en el
judaísmo, donde creación y
salvación se relacionaban con el
mes de Nisán. El arte cristiano
ha reflejado esta misma idea a
lo largo de la historia al
pintar en la Anunciación de la
Virgen al niño Jesús
descendiendo del cielo con una
cruz. Así pues, es posible que
los cristianos vincularan la
redención obrada por Cristo con
su concepción, y ésta
determinara la fecha del
nacimiento. “Lo más decisivo fue
la relación existente entre la
creación y la cruz, entre la
creación y la concepción de
Cristo” (J. Ratzinger, El
espíritu de la liturgia,
131).
Bibliografía: Josef Ratzinger,
El espíritu de la liturgia.
Una introducción
(Cristiandad, Madrid, 2001);
Thomas J. Tolley, The origins
of the liturgical year, 2nd
ed., Liturgical Press,
Collegeville, MN, 1991). Existe
edición en italiano, Le
origini dell’anno liturgico,
Queriniana, Brescia 1991.
4. ¿Qué significa la virginidad de María?
Gonzalo Aranda
Que María
concibió a Jesús
sin intervención
de varón se
afirma
claramente en
los dos primeros
capítulos de los
evangelios de
San Mateo y de
San Lucas: “lo
concebido en
ella viene del
Espíritu santo”,
dice el ángel a
San José (Mt
1,20); y a María
que pregunta
“¿Cómo será eso
pues no conozco
varón?” el ángel
le responde: “El
Espíritu Santo
vendrá sobre ti
y el poder del
Altísimo te
cubrirá con su
sombra...” (Lc
1,34-35). Por
otra parte, el
hecho de que
Jesús desde la
Cruz encomendase
su Madre a San
Juan supone que
la Virgen no
tenía otros
hijos. Que en
los evangelios
se mencionen a
veces los
“hermanos de
Jesús” puede
explicarse desde
el uso del
término
“hermanos” en
hebreo en el
sentido de
parientes
próximos (Gen
13,8; etc), o
pensando que San
José tenía hijos
de un matrimonio
anterior, o
tomando el
término en
sentido de
miembro del
grupo de
creyentes tal
como se usa en
el Nuevo
Testamento (Hch
1,15). La
iglesia siempre
ha creído en la
virginidad de
María y la ha
llamado “la
siempre virgen”
(Lumen Gentium
52), es decir,
antes, en y
después del
parto como
confiesa una
fórmula
tradicional.
La concepción
virginal de
Jesús hay que
entenderla como
una obra del
poder de Dios
–“para él nada
hay imposible” (Lc
1,37)- que
escapa toda
comprensión y
toda posibilidad
humanas. Nada
tiene que ver
con las
representaciones
mitológicas
paganas en las
que un dios se
une a una mujer
haciendo las
veces del varón.
En la concepción
virginal de
Jesús se trata
de una obra
divina en el
seno de María
similar a la
creación. Esto
es imposible de
aceptar para el
no creyente,
como lo era para
los judíos y los
paganos entre
los que se que
se inventaron
burdas historias
acerca de la
concepción de
Jesús, como la
que la atribuye
a un soldado
romano llamado
Pantheras. En
realidad, ese
personaje es una
ficción
literaria sobre
la que se
inventa una
leyenda para
hacer burlas a
los cristianos.
Desde un punto
de vista de la
ciencia
histórica y
filológica, el
nombre Pantheras
(o Pandera) es
una parodia
corrupta de la
palabra
parthénos
(en griego:
virgen).
Aquellas gentes,
que utilizaban
en gran parte
del imperio
romano de
oriente el
griego como
lengua de
comunicación,
oían hablar a
los cristianos
de Jesús como
del Hijo de la
Virgen (huiós
parthénou),
y cuando querían
burlarse de
ellos lo llamaba
«el hijo de
Pantheras».
Tales historias
en definitiva
sólo testimonian
que la Iglesia
sostenía la
virginidad de
María, aunque
pareciera
imposible.
La concepción
virginal de
Jesús es un
signo de que
Jesús es
verdaderamente
Hijo de Dios por
naturaleza -de
ahí que no tenga
un padre
humano-, al
mismo tiempo que
es verdadero
hombre nacido de
mujer (Gal 4,4).
En los pasajes
evangélicos se
muestra la
absoluta
iniciativa de
Dios en la
historia humana
para el
advenimiento de
la salvación, y
que ésta se
inserta en la
historia misma,
como muestran
las genealogías
de Jesús.
A Jesús,
concebido por el
Espíritu Santo y
sin concurso de
varón, se le
puede comprender
mejor como el
nuevo Adán que
inaugura una
nueva creación a
la que pertenece
el hombre nuevo
redimido por él
(1 Cor 15,47; Jn
3,34).
La virginidad de
María es además
signo de su fe
sin sombra de
duda y de su
entrega plena a
la voluntad de
Dios. Incluso se
ha dicho que por
esa fe María
concibe a Cristo
antes en su
mente que en su
vientre, y que
“es más
bienaventurada
al recibir a
Cristo por la fe
que al concebir
en su seno la
carne de Cristo”
(S. Agustín).
Siendo virgen y
madre María es
también figura
de la Iglesia y
su más perfecta
realización.
Bibliografía:
Catecismo de la
Iglesia Católica,
nn. 484-511;
Francisco Varo,
Rabí Jesús de
Nazaret (B.A.C.,
Madrid, 2005)
212-219.
5.
¿Estuvo casado
San José por
segunda vez?
Gonzalo Aranda
Según San Mateo,
cuando la
Santísima Virgen
concibió
virginalmente a
Jesús, estaba
desposada con
San José aunque
todavía no
vivían juntos (Mt
1,18). Se
trataba de la
situación previa
a los
desposorios que,
entre los
judíos, suponía
un compromiso
tan fuerte y
real que los
comprometidos
podían ser
llamados ya
esposo y esposa,
y que sólo podía
ser anulado
mediante el
repudio. Del
texto de San
Mateo se deduce
que tras el
anuncio del
ángel a José
explicándole que
María había
concebido por
obra del
Espíritu Santo (Mt
1,20) se casaron
y pasaron a
vivir juntos. La
narración de la
huida y vuelta
de Egipto, y el
establecimiento
en Nazareth (Mat
2,13-23), lo
mismo que el
episodio de la
presentación del
niño en el
Templo cuando
tenía doce años
acompañado por
sus padres tal
como relata San
Lucas (Lc
2,41-45) así lo
dejan entender.
San Lucas,
además, al
narrar la
anunciación del
ángel a María la
presenta como
“una virgen
desposada con
José de la casa
de David”. Por
tanto según
estos evangelios
San José estuvo
casado con la
Santísima
Virgen. Este es
el dato que
pertenece con
certeza a la
tradición
histórica
recogida en los
evangelios.
Ahora bien, si
esas fueron las
segundas nupcias
de San José, o
si San José ya
anciano y viudo
no llegó a
desposar a la
Virgen María,
sino que
únicamente cuidó
de ella como de
una virgen a su
cargo, son temas
que caen en el
terreno de las
leyendas y que
no ofrecen
garantía alguna
de historicidad.
La primera
mención de esas
leyendas se
encuentra en el
llamado
“Protoevangelio
de Santiago” en
el s. II. Cuenta
que María
permanecía en el
Templo desde los
tres años y que,
al cumplir los
doce, los
sacerdotes
buscaron a
alguien que se
hiciera cargo de
ella. Reunieron
a todos los
viudos del
pueblo, y tras
un signo
prodigioso
ocurrido en la
vara de José,
consistente en
que de ella
salió una
paloma,
entregaron a
éste la custodia
de la Virgen.
Según esta
leyenda, sin
embargo, José no
tomó a María por
esposa. De hecho
cuando el ángel
se le aparece en
sueños no le
dice a José como
en Mt 1,20 “no
temas tomar
contigo a María
tu esposa”, sino
“no temas por
esta doncella” (XIV,2).
Otro apócrifo
más tardío que
reelabora esa
historia, el
llamado “Pseudo
Mateo”, quizás
del s. VI,
parece entender
que María fue
desposada con
José, pues el
sacerdote le
dice a éste:
“has de saber
que no puede
contraer
matrimonio con
ningún otro” (VIII,
4); pero en
general habla de
San José como
del custodio de
la Virgen. En
cambio que José
desposó a María
se dice
claramente en
“El libro de la
Natividad de
María”, una
especie de
resumen del
Pseudo Mateo y
en la “Historia
de José el
carpintero” (IV,4-5).
Por tanto, no
hay datos
históricos que
permitan afirmar
que San José ya
había estado
casado antes. Lo
más lógico es
pensar que fuera
un hombre joven
cuando desposó a
la Santísima
Virgen y que
sólo estuviese
casado esa vez.
Bibliografía:;
J. Danielou,
Los evangelios
de la infancia,
Herder,
Barcelona 1969;
S. Muñoz
Iglesias, Los
evangelios de la
infancia. IV,
Bac, Madrid
1990; A. de
Santos, Los
evangelios
apócrifos.
BAC. Madrid 1993
(octava edición)
6. ¿Qué fue la matanza de los inocentes?, ¿es histórica?
Vicente Balaguer
La matanza de
los inocentes
pertenece, como
el episodio de
la estrella de
los Magos, al
evangelio de la
infancia de San
Mateo. Los Magos
habían
preguntado por
el rey de los
judíos (Mt 2,1)
y Herodes —que
se sabía rey de
los judíos—
inventa una
estratagema para
averiguar quién
puede ser aquel
que él considera
un posible
usurpador,
pidiendo a los
Magos que le
informen a su
regreso. Cuando
se entera de que
se han vuelto
por otro camino,
“se irritó mucho
y mandó matar a
todos los niños
que había en
Belén y toda su
comarca, de dos
años para abajo,
con arreglo al
tiempo que
cuidadosamente
había averiguado
de los Magos” (Mt
2,16). El pasaje
evoca otros
episodios del
Antiguo
Testamento:
también el
Faraón había
mandado matar a
todos los recién
nacidos de los
hebreos, según
cuenta el libro
del Éxodo, pero
se salvó Moisés,
precisamente el
que liberó
después al
pueblo (Ex
1,8-2,10). San
Mateo dice
también en el
pasaje que con
el martirio de
estos niños se
cumple un
oráculo de
Jeremías (Jr
31,15): el
pueblo de Israel
fue al
destierro, pero
de ahí lo sacó
el Señor que, en
un nuevo éxodo,
lo llevó a la
tierra
prometiéndole
una nueva
alianza (Jr
31,31). Por
tanto, el
sentido del
pasaje parece
claro: por mucho
que se empeñen
los fuertes de
la tierra, no
pueden oponerse
a los planes de
Dios para salvar
a los hombres.
En este contexto
se debe examinar
la historicidad
del martirio de
los niños
inocentes, del
que sólo tenemos
esta noticia que
nos da San
Mateo. En la
lógica de la
investigación
histórica
moderna, se dice
que «testis unus
testis nullus»,
un solo
testimonio
no sirve. Sin
embargo, es
fácil pensar que
la matanza de
los niños en
Belén, una aldea
de pocos
habitantes, no
fue muy numerosa
y por eso no
pasó a los
anales. Lo que
sí es cierto es
que la crueldad
que manifiesta
es coherente con
las brutalidades
que Flavio
Josefo nos
cuenta de
Herodes: hizo
ahogar a su
cuñado
Aristóbulo
cuando éste
alcanzó gran
popularidad
(Antigüedades
Judías, 15 &
54-56), asesinó
a su suegro
Hircano II (15,
& 174-178), a
otro cuñado,
Costobar (15 &
247-251), a su
mujer Marianne
(15, & 222-239);
en los últimos
años de su
vida, hizo
asesinar a sus
hijos Alejandro
y Aristóbulo (16
&130-135), y
cinco días antes
de su propia
muerte, a otro
hijo, Antipatro
(17 & 145);
finalmente,
ordenó que, ante
su muerte,
fueran
ejecutados unos
notables del
reino para que
las gentes de
Judea, lo
quisieran o no,
lloraran la
muerte de
Herodes (17
&173-175).
Bibliografía: A.
Puig, Jesús.
Una biografía,
Destino,
Barcelona 2005;
S. Muñoz
Iglesias, Los
evangelios de la
infancia. IV,
BAC, Madrid
1990; J.
Danielou, Los
evangelios de la
infancia,
Herder,
Barcelona 1969.
7. ¿Jesús nació en Belén o en Nazaret?
Vicente Balaguer
San Mateo dice
de manera
explícita que
Jesús nació en
«Belén de Judá
en tiempos del
rey Herodes» (Mt
2,1; cfr
2,5.6.8.16) y lo
mismo San Lucas
(Lc 2,4.15). El
cuarto evangelio
lo menciona de
una manera
indirecta. Se
produjo una
discusión a
propósito de la
identidad de
Jesús y “unos
decían: Éste es
verdaderamente
el profeta.
Otros: Éste es
el Cristo. En
cambio, otros
replicaban:
¿Acaso el Cristo
viene de
Galilea? ¿No
dice la
Escritura que el
Cristo viene
de la
descendencia de
David y
de Belén, la
aldea de donde
era David?” (Jn
7,40-42). El
cuarto
evangelista se
sirve aquí de
una ironía: él y
el lector
cristiano saben
que Jesús es el
Mesías y que
nació en Belén.
Algunos
oponentes a
Jesús quieren
demostrar que no
es el Mesías
diciendo que, de
serlo, hubiera
nacido en Belén
y en cambio
ellos saben
(creen saber)
que nació en
Nazaret. El
procedimiento es
habitual en el
cuarto evangelio
(Jn 3,12; 6,42;
9,40-1). Por
ejemplo,
pregunta la
mujer
samaritana: “¿O
es que eres tú
mayor que
nuestro padre
Jacob?” (Jn
4,12). Los
oyentes de Juan
saben que Jesús
es el Mesías,
Hijo de Dios,
superior a
Jacob, de modo
que la pregunta
de la mujer era
en una
afirmación de
esa
superioridad.
Por tanto, el
evangelista
prueba que Jesús
es el Mesías
incluso con las
afirmaciones de
sus oponentes.
Éste ha sido el
consenso común
entre creyentes
e investigadores
durante más de
1900 años. Sien
embargo, en el
siglo pasado,
algunos
investigadores
afirmaron que
Jesús es tenido
en todo el Nuevo
Testamento por
“el nazareno”
(el que es, o el
que proviene, de
Nazaret) y que
la mención de
Belén como lugar
de nacimiento
obedece a una
invención de los
dos primeros
evangelistas que
revisten a Jesús
con una de las
características
que en aquel
momento se
atribuían al
futuro mesías:
ser descendiente
de David y nacer
en Belén. Lo
cierto es que
una
argumentación
como ésta no
prueba nada. En
el siglo I, se
decían bastantes
cosas del futuro
mesías que no se
cumplen en Jesús
y, por lo que
sabemos —a pesar
de lo que pueda
parecer (Mt 2,5;
Jn 7,42)—, no
parece que la
del nacimiento
en Belén fuera
una de las que
se invocaran más
a menudo como
prueba. Hay que
pensar más bien
en la dirección
contraria:
porque Jesús,
que era de
Nazaret (es
decir que estaba
criado allí),
había nacido en
Belén es por lo
que los
evangelistas
descubren en los
textos del
Antiguo
Testamento que
se cumple en él
esa cualidad
mesiánica. Todos
los
testimonios
de la tradición
avalan además
los datos
evangélicos. San
Justino, nacido
en Palestina
hacia el año 100
d.C., menciona
unos cincuenta
años más tarde
que Jesús nació
en una cueva
cerca de Belén (Diálogo
78). Orígenes
también da
testimonio
de ello (Contra
Celso I,
51). Los
evangelios
apócrifos
atestiguan lo
mismo (Pseudo-Mateo,
13;
Protevangelio de
Santiago,
17ss.;
Evangelio de la
infancia,
2-4).
En resumen, el
parecer común a
los estudiosos
de hoy en día es
que no hay
argumentos
fuertes para ir
contra lo que
afirman los
evangelios y se
ha recibido en
toda la
tradición: Jesús
nació en Belén
de Judea en
tiempos del rey
Herodes.
Bibliografía: A.
Puig, Jesús.
Una biografía,
Destino,
Barcelona 2005;
J. González
Echegaray,Arqueología
y evangelios,
Verbo Divino,
Estella 1994; S.
Muñoz Iglesias,
Los
evangelios de la
infancia,
BAC, Madrid,
1990.
8. ¿Dónde y cómo nació Jesús?
Juan Chapa
De los
evangelistas,
Mateo y Lucas
nos dicen que
Jesús nació en
Belén (ver la
pregunta:
¿Jesús nació en
Belén o en
Nazaret?).
Mateo no precisa
el lugar, pero
Lucas señala que
María, después
de dar a luz a
su hijo, “lo
recostó en un
pesebre, porque
no había lugar
para ellos en el
aposento” (Lc
2,7). El
“pesebre” indica
que en el sitio
donde nació
Jesús se
guardaba el
ganado. Lucas
señala también
que el niño en
el pesebre será
la señal para
los pastores de
que allí ha
nacido el
Salvador (Lc
2,12.16). La
palabra griega
que emplea para
“aposento” es
katályma.
Designa la
habitación
espaciosa de las
casas, que podía
servir de salón
o cuarto de
huéspedes. En el
Nuevo Testamento
se utiliza otras
dos veces (Lc
22,11 y Mc
14,14) para
indicar la sala
donde Jesús
celebró la
última cena con
sus discípulos.
Posiblemente, el
evangelista
quiera señalar
con sus palabras
que el lugar no
permitía
preservar la
intimidad del
acontecimiento.
Justino (Diálogo
con Trifón
78) afirma que
nació en una
cueva y Orígenes
(Contra Celso
1,51) y los
evangelios
apócrifos
refieren lo
mismo (Protoevangelio
de Santiago
20; Evangelio
árabe de la
infancia 2;
Pseudo-Mateo
13).
La tradición de
la Iglesia ha
trasmitido desde
muy pronto el
carácter
sobrenatural del
nacimiento de
Jesús. San
Ignacio de
Antioquia, hacía
el año 100, lo
afirma al decir
que “al príncipe
de este mundo se
le ocultó la
virginidad de
María, y su
parto, así como
también la
muerte del
Señor. Tres
misterios
portentosos
obrados en el
silencio de
Dios” (Ad
Ephesios
19,1). A finales
del siglo II,
San Ireneo
señala que el
parto fue sin
dolor (Demonstratio
Evangelica
54) y Clemente
de Alejandría,
en dependencia
ya de los
apócrifos,
afirma que el
nacimiento de
Jesús fue
virginal (Stromata
7,16). En un
texto del siglo
IV atribuido a
San Gregorio
Taumaturgo se
dice claramente:
“a1 nacer
(Cristo)
conservó el seno
y la virginidad
inmaculados,
para que la
inaudita
naturaleza de
este parto fuese
para nosotros el
signo de un gran
misterio” (Pitra,
“Analecta
Sacra”, IV,
391). Los
evangelios
apócrifos más
antiguos, a
pesar de su
carácter
extravagante,
preservan
tradiciones
populares que
coinciden con
los testimonios
arriba
señalados. La
Odas de Salomón
(Oda 19), la
Ascensión de
Isaías (cap.
14), el
Protoevangelio
de Santiago
(cap. 20-21) y
el
Pseudo-Mateo
(cap. 13)
refieren cómo el
nacimiento de
Jesús estuvo
revestido de un
carácter
milagroso.
Todos estos
testimonios
reflejan una
tradición de fe
que ha sido
sancionada por
la enseñanza de
la Iglesia y que
afirma que María
fue virgen antes
del parto, en el
parto y después
del parto: “La
profundización
de la fe en la
maternidad
virginal ha
llevado a la
Iglesia a
confesar la
virginidad real
y perpetua de
María (cf. DS
427) incluso en
el parto del
Hijo de Dios
hecho hombre (cf.
DS 291; 294;
442; 503; 571;
1880). En
efecto, el
nacimiento de
Cristo ‘lejos de
disminuir
consagró la
integridad
virginal’ de su
madre (LG 57).
La liturgia de
la Iglesia
celebra a María
como la ‘Aeiparthenos’,
la
‘siempre-virgen’
(cf. LG 52)” (Catecismo
de la Iglesia
Católica, n.
499).
Bibliografía:
Catecismo de la
Iglesia Católica;
J. González
Echegaray,Arqueología
y evangelios,
Verbo Divino,
Estella 1994; S.
Muñoz Iglesias,
Los
evangelios de la
infancia,
BAC, Madrid,
1990; F. Varo,
Rabí Jesús de
Nazaret, BAC,
Madrid 2005.
9. ¿Estaba Jesús soltero, casado o viudo?
Juan Chapa
Los datos que
nos preservan
los evangelios
nos dicen que
Jesús desempeñó
su oficio de
artesano en
Nazaret (Mc 6,3)
y que cuando
tenía unos
treinta años
inició su
ministerio
público (Lc
3,23). Durante
el tiempo que lo
ejerce hay
algunas mujeres
que le siguen (Lc
8,2-3) y otras
con las que
mantiene amistad
(Lc 10,38-42).
Aunque en ningún
momento se nos
dice que fuera
un hombre
célibe, casado o
viudo, los
evangelios se
refieren a su
familia, a su
madre, a sus
“hermanos y
hermanas”, pero
nunca a su
“mujer”. Este
silencio es
elocuente. Jesús
era conocido
como el “hijo de
José” (Lc ,23;
4,22; Jn 2,45;
6,42) y, cuando
los habitantes
de Nazaret se
sorprenden por
su enseñanza,
exclaman: “¿No
es éste el
artesano, el
hijo de María, y
hermano de
Santiago y de
José y de Judas
y de Simón? ¿Y
sus hermanas no
viven aquí entre
nosotros?” (Mc
6,3). En ningún
lugar se hace
referencia a que
Jesús tuviera o
hubiera tenido
una mujer. La
tradición jamás
ha hablado de un
posible
matrimonio de
Jesús. Y no lo
ha hecho porque
considerara la
realidad del
matrimonio
denigrante para
la figura de
Jesús (quien
restituyó el
matrimonio a la
dignidad
original, Mt
19,1-12) o
incompatible con
la fe en la
divinidad de
Cristo, sino
simplemente
porque se atuvo
a la realidad
histórica. Si
hubiera querido
silenciar
aspectos que
podían resultar
comprometedores
para la fe de la
Iglesia, ¿por
qué trasmitió el
bautismo de
Jesús a manos de
Juan el
Bautista, que
administraba un
bautismo para la
remisión de los
pecados? Si la
primitiva
Iglesia hubiera
querido
silenciar el
matrimonio de
Jesús, ¿por qué
no silenció la
presencia de
mujeres
concretas entre
las personas que
se relacionaban
con él?
A pesar de esto,
se han venido
difundiendo
algunos
argumentos que
sostienen que
Jesús estuvo
casado.
Fundamentalmente
se aduce a favor
de un matrimonio
de Jesús la
práctica y
doctrina común
de los rabinos
del siglo I de
nuestra era
(para el
supuesto
matrimonio de
Jesús con María
Magdalena, ver
¿Qué relación
tuvo Jesús con
María Magdalena?).
Como Jesús fue
un rabino y el
celibato era
inconcebible
entre los
rabinos de la
época, tuvo que
estar casado
(aunque había
excepciones,
como Rabí Simeón
ben Azzai,
quien, al ser
acusado de
permanecer
soltero, decía:
“Mi alma está
enamorada de la
Torá. Otros
pueden sacar
adelante el
mundo”, Talmud
de Babilonia,
b. Yeb.
63b). Así pues,
afirman algunos,
Jesús, como
cualquier judío
piadoso, se
habría casado a
los veinte años
y luego habría
abandonado mujer
e hijos para
desempeñar su
misión.
La respuesta a
esta objeción es
doble:
1) Existen datos
de que en el
judaísmo del
siglo I se vivía
el celibato.
Flavio Josefo (Guerra
Judía 2.8.2
& 120-21;
Antigüedades
judías
18.1.5 & 18-20),
Filón (en un
pasaje
conservado por
Eusebio,
Prep. evang.
8,11.14) y
Plinio el Viejo
(Historia
natural
5.73,1-3) nos
informan que
había esenios
que vivían el
celibato, y
sabemos que
algunos de
Qumrán eran
célibes. También
Filón (De
vita
contemplativa)
señala que los
“terapeutas”, un
grupo de ascetas
de Egipto,
vivían el
celibato.
Además, en la
tradición de
Israel, algunos
personajes
famosos como
Jeremías, habían
sido célibes.
Moisés mismo,
según la
tradición
rabínica, vivió
la abstinencia
sexual para
mantener su
estrecha
relación con
Dios. Juan
Bautista tampoco
se casó. Por
tanto, siendo el
celibato poco
común, no era
algo inaudito.
2) Aun cuando
nadie hubiera
vivido el
celibato en
Israel, no
tendríamos que
asumir por ello
que Jesús
estuviera
casado. Los
datos, como se
ha dicho,
muestran que
quiso permanecer
célibe y son
muchas las
razones que
hacen plausible
y conveniente
esa opción,
precisamente
porque el ser
célibe subraya
la singularidad
de Jesús en
relación al
judaísmo de su
tiempo y está
más de acuerdo
con su misión.
Manifiesta que,
sin minusvalorar
el matrimonio ni
exigir el
celibato a sus
seguidores, la
causa del Reino
de Dios (cf. Mt
19,12), el amor
de y a Dios que
él encarna, está
por encima de
todo. Jesús
quiso ser célibe
para significar
mejor ese amor.
Bibliografía:Armand
Puig i Tàrrech,
Jesús, un
perfil biogràfic,
Proa, Barcelona
2004 (edición
española:
Jesús. Una
biografía,
Destino,
Barcelona 2005);
J. Gnilka,
Jesús von
Nazareth.
Botschaft und
Geschichte,
Herder, Freiburg
1990 (ed. esp.
Jesús de
Nazaret,
Herder,
Barcelona 1993).
10. ¿Quiénes fueron los doce Apóstoles?
Vicente Balaguer
Uno de los datos
más seguros de
la vida de Jesús
es que
constituyó a un
grupo de doce
discípulos a los
que denominó los
“Doce
Apóstoles”. Este
grupo estaba
formado por
hombres que
Jesús llamó
personalmente,
que le acompañan
en su misión de
instaurar el
Reino de Dios,
que son testigos
de sus palabras,
de sus obras y
de su
resurrección.
El grupo de los
Doce aparece en
los escritos del
Nuevo Testamento
como un grupo
estable o fijo.
Sus nombres son
“Simón, a quien
le dio el nombre
de Pedro;
Santiago el de
Zebedeo y Juan,
el hermano de
Santiago, a
quienes les dio
el nombre de
Boanerges, es
decir, «hijos
del trueno»;
Andrés y Felipe,
y Bartolomé y
Mateo, y Tomás y
Santiago el de
Alfeo, y Tadeo y
Simón Cananeo; y
Judas Iscariote,
el que le
entregó” (Mc
3,16-19). En las
listas que
aparecen en los
otros Evangelios
y en Hechos de
los Apóstoles,
apenas hay
variaciones. A
Tadeo se le
llama Judas,
pero no es
significativo,
pues como se ve,
hay varias
personas que se
llaman de la
misma manera
—Simón,
Santiago— y que
se distinguen
por el
patronímico o
por un segundo
nombre. Se trata
pues de Judas
Tadeo. Lo
significativo es
que en el libro
de los Hechos no
se hable de la
labor
evangelizadora
de muchos de
ellos: señal de
que se
dispersaron muy
pronto y de que,
a pesar de eso,
la tradición de
los nombres de
quienes eran los
Apóstoles estaba
muy firmemente
asentada.
San Marcos
(3,13-15) dice
que Jesús:
“subiendo al
monte llamó a
los que él
quiso, y fueron
donde él estaba.
Y constituyó a
doce, para que
estuvieran con
él y para
enviarlos a
predicar con
potestad de
expulsar
demonios”.
Señala de esa
manera la
iniciativa de
Jesús y la
función del
grupo de los
Doce: estar con
él y ser
enviados a
predicar con la
misma potestad
que tiene Jesús.
Los otros
evangelistas
—San Mateo
(10,1) y San
Lucas (6,12-13)—
se expresan en
tonos parecidos.
A lo largo del
evangelio se
percibe cómo
acompañan a
Jesús,
participan de su
misión y reciben
una enseñanza
particular. Los
evangelistas no
esconden que
muchas veces no
entienden las
palabras del
Señor y que el
abandonaron en
el momento de la
prueba. Pero
señalan también
la confianza
renovada que les
otorga
Jesucristo.
Es muy
significativo
que el número de
los elegidos sea
Doce. Este
número remite a
las doce tribus
de Israel (cfr
Mt 19,28; Lc
22,30; etc.), y
no a otros
números comunes
en el tiempo
—los miembros
del Sanedrin
eran 71, los
miembros del
Consejo en
Qumrán 15 ó 16 y
los miembros
adultos
necesarios para
el culto en la
sinagoga, 10—,
por lo que
parece claro que
se señala de
esta manera que
Jesús no quiere
restaurar el
reino de Israel
(Hch 1,6) —sobre
la base de la
tierra, el culto
y el pueblo—
sino instaurar
el Reino de Dios
sobre la tierra.
A ello apunta
también el hecho
de que, antes de
la venida del
Espíritu Santo
en Pentecostés,
Matías ocupe el
lugar que Judas
Iscariote y
complete el
número de los
doce (Hch
1,26).
Bibliografía: J.
Gnilka, Jesús
de Nazaret,
Herder,
Barcelona 1993;
A. Puig,
Jesús. Una
biografía,
Destino,
Barcelona 2005;
G. Segalla,
Panoramas del
Nuevo Testamento,
Verbo Divino,
Estella 2004.
11. Situación actual de la investigación histórica sobre Jesús
Juan Chapa
Desde que en el
siglo XIX se
aplicaran los
modernos métodos
de la ciencia
histórica a los
textos
evangélicos, la
investigación
sobre Jesús ha
pasado por
diversas etapas.
Superados los
prejuicios
racionalistas de
los inicios de
la investigación
y los métodos
hipercríticos
que dominaron
buena parte del
siglo XX, la
situación actual
es mucho más
positiva y
abierta. El
escepticismo en
el que se situó
la investigación
sobre Jesús a
mediados del
siglo pasado ha
quedado superado
(ver ¿Qué
sabemos
realmente sobre
Jesús?).
En la actualidad
se conoce mucho
mejor el
contexto
histórico y
literario en el
que vivió Jesús
y en el que los
evangelios
fueron escritos.
La mayor
familiaridad con
la literatura
intertestamentaria,
es decir, con
las obras del
mundo judío
contemporáneas a
Jesús y los
evangelistas
(comentarios de
libros bíblicos
y traducciones
al arameo, los
textos de Qumrán,
literatura
rabínica, etc.),
ha permitido
ilustrar,
verificar y
comprender con
más hondura los
relatos
evangélicos y la
imagen de Jesús
en el judaísmo
de su tiempo.
Otras fuentes
provenientes del
mundo
grecorromano han
proporcionado
mejores
conocimientos de
las influencias
de carácter
helenístico en
la Galilea en
que vivió Jesús
y, por tanto, el
contacto de esa
región de
Palestina con
moldes
culturales del
mundo griego.
Además, los
testimonios
de escritos
apócrifos,
posteriores con
toda
probabilidad a
los evangelios
canónicos, y
otros textos
cristianos y
judíos del siglo
II han servido
para analizar
las tradiciones
a las que se
remontan esos
libros y
contextualizar
mejor las
afirmaciones
contenidas en
los evangelios.
También se han
incorporado a la
investigación
sobre Jesús
hallazgos
arqueológicos
recientes, entre
los que son de
especial interés
los que
provienen de las
excavaciones que
se están
llevando a cabo
en Galilea, muy
ilustrativas
para nuestro
conocimiento de
esta helenizada
región de
Palestina en el
siglo I.
Finalmente, a la
mayor
comprensión de
las fuentes se
ha añadido el
empleo de nuevos
métodos y
aproximaciones
exegéticas
(literarias,
canónicas,
etc.), que ha
contribuido a
superar las
limitaciones y
rigideces del
método histórico
empleado en
épocas
anteriores.
Nuestro
conocimiento
histórico de
Jesús es, por
tanto, cada vez
más sólido. Los
evangelios son
por ello dignos
de credibilidad
y, a los ojos de
un historiador
imparcial, se
puede descubrir
en ellos un gran
conjunto de
gestos, de
palabras, de
acciones de
Jesús con los
que él manifestó
la singularidad
de su persona y
de su misión.
Bibliografía: J.
Chapa, «History
and Jesus of
Nazareth», en I.
Olábarri y F. J.
Caspistegui (eds.),
The Strength of
History at the
Doors of the New
Millenium.
History and
other Human and
Social Sciences
along XXth
Century
(1899-2002),
Eunsa, Pamplona
2004, 453-505;
F. Varo, Rabí
Jesús de Nazaret,
Bac, Madrid
2005.
12. ¿Qué actitud mostró Jesús ante las prácticas penitenciales?
Juan Chapa
Como en otras
religiones, las
prácticas
penitenciales
estaban
arraigadas en el
pueblo de
Israel. La
oración, la
limosna, el
ayuno, la ceniza
sobre la cabeza,
el vestido de un
tejido tosco y
áspero, llamado
vestido de saco,
eran algunos de
los muchos modos
que tenían los
israelitas de
mostrar su deseo
de reorientar la
vida y
convertirse a
Dios (cf. Tb
12,8; Is 58,5;
Jl 2,12-13; Dn
9,3 etc.).
Jesús, que, como
unánimemente
señalan
historiadores y
estudiosos de la
Escritura,
centró el
contenido de su
predicación en
el Reino de
Dios, exige
también la
conversión como
parte esencial
del anuncio del
Reino: «El
tiempo se ha
cumplido y el
Reino de Dios
está al llegar;
convertíos y
creed en el
Evangelio» (Mc
1,15). La
conversión, la
penitencia, a la
que Jesús llama
significa el
cambio profundo
de corazón. Pero
también
significa
cambiar la vida
en coherencia
con ese cambio
de corazón y dar
un fruto digno
de penitencia (Mt
3,8). Es decir,
hacer penitencia
es algo
auténtico y
eficaz sólo si
se traduce en
actos y gestos.
De hecho, Jesús
quiso mostrar
con su vida
penitente que
Reino de Dios y
penitencia no se
pueden separar.
Practicó el
ayuno (Mt 4,2),
renunció a la
comodidad de un
lugar estable
donde reposar (Mt
8,20), pasó
noches enteras
en oración (Lc
6,12) y, sobre
todo, entregó
voluntariamente
su vida en la
cruz.
Los primeros
discípulos de
Jesús, al hilo
de sus
enseñanzas,
entendieron que
seguir a Cristo
implicaba imitar
sus actitudes.
San Lucas es el
evangelista que
más subraya cómo
el cristiano
debe vivir como
Cristo vivió y
tomar su cruz
cada día, como
Jesús había
pedido a sus
discípulos: «Si
alguno quiere
venir detrás de
mí, que se
niegue a sí
mismo, que tome
su cruz cada
día, y que me
siga» (Lc 9,23).
De este modo,
los primeros
cristianos
continuaron
acudiendo al
templo a rezar (Hch
3,1) y siguieron
practicando las
obras de
penitencia, como
por ejemplo el
ayuno (Hch
13,2-3), si bien
en conformidad
con la enseñanza
de Jesús:
«Cuando ayunéis
no os finjáis
tristes como los
hipócritas, que
desfiguran su
rostro para que
los hombres
noten que
ayunan. En
verdad os digo
que ya
recibieron su
recompensa. Tú,
en cambio,
cuando ayunes,
perfuma tu
cabeza y lávate
la cara, para
que no adviertan
los hombres que
ayunas, sino tu
Padre, que está
en lo oculto; y
tu Padre, que ve
en lo oculto, te
recompensará» (Mt
6,16-18).
Sin embargo, a
la luz del valor
de la muerte de
Cristo en la
cruz, por la que
los hombres son
redimidos de sus
pecados, los
cristianos
entendieron que
las prácticas
penitenciales
—sobre todo el
ayuno, la
oración y la
limosna— y
cualquier
sufrimiento no
sólo se
ordenaban a la
conversión sino
que podían
asociarse a la
muerte de Jesús
como medio de
participar en el
sacrificio de
Cristo y
corredimir con
él. Así se
encuentra en los
escritos de
Pablo: «Completo
en mi carne lo
que falta a los
sufrimientos de
Cristo en
beneficio de su
cuerpo, que es
la Iglesia» (Col
1,24) y así se
sigue viviendo
en la Iglesia.