Irene y Nagasaki

La Razón / Álex Navajas

Acabo de terminar de leer un libro sobre el 60 aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. De sus páginas me han estremecido especialmente las palabras de un hombre que, en el momento en que el Enola Gay arrojaba su brutal carga sobre las ciudades niponas, apenas contaba diez años. «Desde entonces –rememora ahora– sólo he vivido para odiar a los americanos. Los detesto con toda mi alma». Les confieso que he sentido pena por este superviviente de la masacre. No sólo por haber sido víctima de la guerra, sino –y muy especialmente– porque hace 60 años, a la vez que las bombas atómicas, estallaba otra bomba aún más destructiva en su corazón. Seis décadas alimentando a la bestia terrible y demoledora del odio. Vivir todo ese tiempo masticando y volviendo a masticar el alimento putrefacto del rencor es peor que cualquier secuela física.

Tras leer este amargo testimonio, me ha venido a la mente otro completamente opuesto. Apenas era una niña cuando una bomba de Eta le arrancó una pierna y varios dedos de las manos a Irene Villa. Unos meses después del atentado, su madre, también mutilada, se sentó en la cama del hospital junto a ella y, cargada de coraje y de sentido común, le planteó: «Irene, tenemos dos opciones. La primera es vivir siempre amargadas, sufriendo, maldiciendo a quienes nos han hecho esto y encerrarnos a llorar. La segunda es mirar hacia delante y luchar con valor y optimismo por recuperar nuestras vidas». La respuesta de Irene fue acorde con el aplomo que ha demostrado desde entonces: «Mamá, elijo lo segundo. Decido que mi vida empieza aquí. Que he nacido sin piernas».

Hacen falta muchas Irene Villa en la sociedad que, en vez de hurgar en la herida del odio, los miedos y los complejos pasados, nos enseñen que vale la pena esa mirada al futuro que rebose de optimismo hasta los bordes.