Introducción a la "teología" de san Pablo


José María Casciaro
 



 

 

Sumario

1. Introducción.- 2. La Existencia Humana sin Cristo: a) El pecado; b) La carne; c) La muerte; d) La Ley; e) La humanidad irredenta.- 3. La Salvación en Cristo: a) El misterio salvífico; b) La divinidad de Jesucristo; c) La Encarnación del Hijo; d) Teología de la muerte de Cristo; e) Teología de la Resurrección de Cristo.- 4. La Conversión del Hombre: a) El proceso de la justificación del hombre; b) La fe; c) Contenido de la fe; d) Exigencias morales de la fe.- 5. La Existencia Cristiana en Cristo: a) La filiación divina; b) El don del Espíritu; c) El valor del sufrimiento.

 

1. Introducción

Las epístolas paulinas pueden presentar al lector medio cristiano algunas dificultades de entendimiento. Ya la segunda Epístola de San Pedro advierte de tal dificultad:

"La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, según la sabiduría que le ha sido otorgada. Lo escribe también en todas sus cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difícil es de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -como también las demás Escrituras- para su propia perdición" (2 Pet 3,15-16).

Nuestro Señor revelaba a las multitudes, y aun a sus discípulos, las verdades más profundas acerca de Dios y de las realidades sobrenaturales, en un lenguaje sencillo, salpicado de comparaciones y parábolas tomadas de los episodios de la vida corriente. Salvo algunas páginas de los Evangelios -sobre todo el de San Juan-, las enseñanzas de Jesús se nos presentan, al menos en un primer encuentro, como más accesibles. En cambio, las cartas del Apóstol, que ya suponen la primera instrucción evangélica, nos hablan, en multitud de ocasiones, en un lenguaje mucho más difícil que el de Jesús.

Esas circunstancias aconsejan acometer una breve introducción a la "teología paulina"; o dicho de otro modo, presentan las nociones básicas que subyacen en la doctrina revelada de San Pablo y pueden constituir cierta clave para un mejor entendimiento de sus epístolas.

Es de advertir que en la exposición que sigue no nos vamos a fijar en el orden cronológico, que ha sido la pauta que nos ha guiado en la presentación de las epístolas paulinas. Por el contrario, ahora vamos a considerar el legado de San Pablo en su conjunto, acabado. En nuestro intento de sistematización iremos recurriendo a unos u otros pasajes del epistolario, siguiendo un orden temático.

2. La existencia humana sin Cristo

Dios hizo ver a San Pablo con especial claridad la tragedia del hombre que vive al margen de Cristo. El Apóstol contemplaba la existencia humana sin Cristo sometida a las entramadas esclavitudes del pecado, de la carne y de la muerte, y, para los judíos, de la Ley interpretada según los rabinos de su tiempo. Tal situación del hombre irredento afecta a los que en cualquier tiempo, antes o después de Cristo, no abren su alma a la libertad que Cristo nos ganó (Cfr Gal 4,31).

a) El pecado.- Un punto de partida fundamental en el legado revelado de San Pablo es que la obra de Cristo, el cristianismo, es redención, liberación del pecado. El pecado es un factor, un dato preponderante en la existencia no cristiana, en la vida del hombre todavía irredento. Para Pablo el pecado es una realidad patente y que consiste, sobre todo, en desobediencia, en rebelión contra la majestad divina, contra su voluntad, contra su ley moral; rebelión que ha producido el estado de enemistad con Dios, de desgracia del hombre, de destino a la muerte eterna. La consideración de la situación del mundo, de la historia humana, y la contemplación de la Sagrada Escritura (el Antiguo Testamento), ponen en evidencia que, tanto gentiles como judíos, "todos han pecado y carecen de la gloria de Dios" (Rom 3, 23). Si no tuviera presente a Cristo, el pesimismo sería absoluto: "Para tapar toda boca y para que todo el mundo aparezca como reo ante Dios" (Rom 3,19). Hasta tal punto esto es evidente para Pablo, que el pecado es presentado como una fuerza que tiraniza al hombre y está por encima de él desde el pecado de Adán (Cfr Rom 5,12.21).

Naturalmente, las fuertes expresiones y personalizaciones literarias del pecado no pueden ser interpretadas como si el pecado fuera una criatura, un espíritu maligno con existencia personal. Es más bien la situación irremediable para el hombre mismo, en la que éste es impotente y se encuentra esclavizado, y de cuyas mallas no puede salirse, aun contando con el libre albedrío, con la inteligencia y la voluntad (Cfr Rom 7,7-25). La situación trágica de empecatamiento es la realidad patente que Pablo expresa mediante múltiples y crudas imágenes y expresiones literarias.

b) La carne.- El significado de carne en el Antiguo Testamento abarca no sólo los músculos del hombre, sino generalmente todo el cuerpo y aun todo el ser inferior del hombre, comprendidos los sentidos, los instintos, los sentimientos, las pasiones ...: todo lo que es material, caduco y que contrasta con las facultades superiores del espíritu humano. Este es el uso que hace también San Pablo. Tras el pecado original, todas estas capas inferiores del ser del hombre se rebelaron y actúan sin el control de las facultades superiores, la inteligencia y la voluntad: éstas ya no ejercen el dominio adecuado sobre aquéllas, las cuales actúan como anárquicamente, en oposición y contraste con lo más elevado del alma. Esa carne se constituye así en el aliado del pecado contra el espíritu, en una especie de quinta columna de la que se vale el pecado para arrastrar al mal a todo el hombre (Cfr Gal 5,16-21.24; Rom 6,19; 7,14-24; 8,3-4; 13,14). Pecado y carne no son lo mismo (Cfr Rom 6,12-14;12,1; 2 Cor 4,10-11), pero el pecado encuentra su cómplice en esa parte inferior del hombre que, en el amplio significado del Antiguo Testamento y de San Pablo, se llama carne.

c) La muerte.- El pecado, con la complicidad de la carne, arrastra a todo el hombre a la enemistad con Dios, a la desgracia, a la enfermedad, en definitiva a la muerte: "Así como por medio de un solo hombre (Adán) entró el pecado en el mundo, y a través del pecado la muerte, y de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque todos pecaron" (Rom 5,12). La muerte es el castigo del pecado (Cfr Rom 6, 23). En suma, el hombre sin Cristo es un esclavo del pecado, traicionado por la carne y destinado inexorablemente a la muerte, pues "cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados, ocasionados por la Ley, obraban en nuestros miembros dando frutos para la muerte" (Rom 7,5). Finalmente, el pecado del hombre ha proyectado también su desgracia sobre los seres irracionales: "La creación se ve sujeta a la vanidad, no por su voluntad, sino por quien la sometió (el pecado del hombre) (...). Gime y sufre toda ella con dolores de parto hasta el momento presente" (Rom 8,20-22).

d) La Ley.- En Rom 7, 5 acabamos de ver un cuarto elemento, la Ley, que excita los pecados. Este elemento afecta a los judíos directamente, pero de modo indirecto a todos los hombres. ¿Cómo puede explicarse que la Ley mosaica, Ley de Dios, pueda convertirse también en un aliado del pecado, que excita al hombre a acciones pecaminosas, siendo buena y santa en sí? Porque, aunque indica el bien, no contiene la gracia para evitar el mal; deja al hombre en su situación carnal. De modo semejante ocurre con toda ley, aun con la Ley moral natural, impresa en la conciencia del hombre (Cfr Rom 2,15; 1,21). Toda ley, pues, da el conocimiento del pecado, pero nada más (Cfr Rom 3,20); así, la violación de la ley se convierte en una violación formal de la voluntad de Dios.

No perdamos de vista el contexto histórico en que habla San Pablo: los judíos se jactaban de su propia justicia ante los gentiles e incluso ante Dios: ellos pensaban cumplir la Ley cuando, al contrario, sólo cumplían unos actos externos y rituales, mientras su corazón permanecía ajeno a la caridad y a la misericordia. Pensaban que Dios, relegado al papel de un mero árbitro, estaba obligado a reconocer y retribuir las acciones justas que ellos ejercitaban por sus propios medios: ellos, y no Dios, eran sus propios liberadores. Algunos cristianos convertidos del judaísmo arrastraban todavía sus antiguas concepciones: era la Ley mosaica lo que les salvaba, y querían imponer tal concepción a otros cristianos procedentes de la gentilidad. Según algunos cristianos convertidos del judaísmo, los cristianos procedentes del paganismo debían cumplir también las prescripciones de la Ley de Moisés. Pablo vio en toda su gravedad el error, pues según esa concepción era el hombre el que se hacía bueno y justo a sí mismo, de tal modo que la obra redentora de Cristo quedaba vaciada de todo valor y realidad; no habían entendido lo fundamental de la fe cristiana.

San Pablo -mejor, Dios por medio de él- luchó en esta polémica doctrinal contra los judaizantes, y venció; y libró a la primitiva Iglesia y a todos nosotros del peor error recalcitrante. Hoy día tampoco podemos olvidar que somos salvados no por nuestras propias fuerzas, sino por la gracia que Cristo nos mereció, a la cual nos adherimos por la fe; sólo después de esta Redención de Cristo podemos dar frutos para la vida eterna.

e) La humanidad irredenta.- La enseñanza de San Pablo es terminante: el hombre por sí solo, sin Cristo, está radicalmente incapacitado para liberarse del estado miserable en que cayó tras el pecado original. Este, aumentado por los pecados personales, tiene sojuzgado al hombre. El pecado aposentado en la carne como en un caldo de cultivo, tiraniza la existencia del hombre irredento, que no puede salir de su condición de enemistado con Dios, excluido de la vida eterna y destinado al dolor y a la muerte. Incluso la Ley -sea la ley moral natural y, sobre todo, la ley divino-positiva dada por medio de Moisés- se convierte en agravante al no poder ser cumplida. San Pablo no niega la libertad humana, ni las facultades de entendimiento y voluntad, pero advierte sin ambages la situación real del hombre, incluso después de recibir los frutos de la redención: "Pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago" (Rom 7,15). "Así pues, al querer hacer el bien encuentro esta ley en mí: que el mal está junto a mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí!.¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7,21-24).

3. La Salvación en Cristo

La respuesta a la terrible pregunta de Rom 7,24 es: Cristo Jesús. Lo que ningún hombre puede hacer, lo que incluso "era imposible para la Ley, al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo) Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en la carne" (Rom 8,3). Esta es la enseñanza insistente del Apóstol y constituye la clave para entender la obra de la Redención operada por Cristo: que Cristo es el Salvador del hombre. A la luz de este horizonte salvífico, San Pablo irá, en unos lugares u otros, desarrollando sus enseñanzas acerca de Cristo, Dios y Hombre, que hace posible la Redención de la humanidad. Con ese horizonte salvífico revelará la altísima misión de la Iglesia y la dignidad del hombre redimido, llamado a ser hijo de Dios por adopción, a participar de la misma santidad de Dios en Cristo Jesús. Por lo mismo, nuestro intento de síntesis tendrá también siempre ante la vista el aspecto salvífico o soteriológico.

a) El «misterio» salvífico.- El "Evangelio de Pablo" ("mi evangelio", como él mismo lo llama) (Cfr Rom 2,16; 16,25) es sobre todo un mensaje soteriológico, esto es, la revelación y puesta en efecto de un plan o designio de Dios para la salvación de la humanidad. San Pablo expresa este plan divino de la salvación con unas breves fórmulas, muy semejantes: Misterio de Cristo, Misterio del Evangelio, Misterio de Dios, Misterio de su voluntad, Misterio de la fe, Misterio de la piedad, o simplemente el misterio.

A lo largo de los escritos paulinos se encuentra este tema dando una unidad sistemática, que aflora de vez en cuando y que, de modo coherente y homogéneo, se desarrolla hasta llegar a su punto máximo conceptual en Efesios. Puede decirse que, desde el punto de vista de su formulación, es peculiar de San Pablo. El misterio es sustancialmente el mismo: resumidamente, un plan divino de salvación en favor de todos los hombres, sin distinción de pueblos ni razas, concebido por Dios desde la eternidad, sólo ahora (en el tiempo apostólico) revelado, aunque preanunciado en el AT, y cuya plenitud de realización, aunque ya comenzada en este siglo, sólo será alcanzada en el venidero.

El contenido sustancial del misterio salvífico paulino hunde sus raíces y encuentra su base en el AT y, sobre todo, en las afirmaciones de Jesús e, incluso, en la doctrina tradicional del judaísmo. Ello no quita para que San Pablo, debido precisamente a su esforzada lucha por la defensa del "Evangelio de Cristo" contra los judaizantes, primero, y con motivo de la crisis doctrinal de Colosas, después, haya penetrado y formulado con singular expresividad y personalidad ese misterio o "evangelio suyo" (Cfr Gal 1,11-12).

Para Pablo, tal misterio procede y está en estrecha relación con la Sabiduría divina. El primer texto de esta relación es 1 Cor 1,17 ss. En él el Apóstol opone la sabiduría de este mundo a la de Dios. La primera es buscada ávidamente (v. 20) por los griegos, pero es necia a los ojos de Dios. Por el contrario, Pablo predica una sabiduría que es, a su vez, locura para los griegos y escándalo para los judíos, porque esa sabiduría no es otra cosa que Cristo crucificado (v. 23). Es Cristo mismo quién para nosotros ocupa el lugar de la sabiduría, y también de la justicia, de la santificación y de la redención (v. 30). El plan divino de la salvación que Pablo predica es una sabiduría de Dios, misteriosa (1 Cor 2,7). La relación entre el misterio y la sabiduría, tan enraizada en la más pura tradición bíblica, latente siempre en el pensamiento paulino (Cfr p. ej. Rom 16,25-26), aparecerá sobre todo en Colosenses y Efesios. En la primera, San Pablo introduce el tema fundamental de la reconciliación, una reconciliación de todos los seres, realizada en Cristo y ante la que el Apóstol se extasía (Cfr Col 1,27). Ella reconcilia con Dios a los paganos, aunque no hayan tenido la Ley mosaica, y a los judíos, a los que la Ley misma acusaba ante Dios por su incumplimiento. La Cruz de Cristo implica la superación de la etapa preparatoria del Antiguo Testamento, sustituida por la nueva etapa de la salvación en Cristo (Cfr Col 2,13-15).

Ya en Colosenses la concepción del misterio asocia a la Iglesia y a Cristo (Cfr Col 1,24-2,19), que es su Cuerpo y el instrumento para realizar la salvación y, desde cierto punto de vista, la misma realización, puesto que en la Iglesia se produce la reconciliación de judíos y gentiles entre sí mismos y con Dios (Cfr Col 1,21-29).

La revelación del misterio paulino termina en la Carta a los Efesios, en la que adquiere su último desarrollo conceptual (Cfr p. ej. Eph 1,3-22). Junto a esta aportación eclesiológica, Efesios añade también el tema medular de la recapitulación (Cfr Eph 1,10): en Cristo se "recapitulan" todos los seres, tanto terrestres como celestiales; en El recobran su principio y cabeza; en El es restaurado, unificado y sublimado el primer orden divino de la Creación, descoyuntado por el pecado. La "recapitulación de todas las cosas en Cristo" viene a ser una formulación nueva, la más profunda y sugestiva, del plan salvífico divino. En Efesios se realiza el esfuerzo de síntesis más perfecta del Apóstol acerca de la concepción del plan divino de salvación. Así, la doctrina paulina sobre la salvación, sobre Cristo y sobre la Iglesia encuentra en Efesios la más alta explicación que hallamos en las epístolas de San Pablo.

b) La divinidad de Jesucristo.- Jesús es, pues, el único que podía realizar este plan de salvación y para eso fue enviado al mundo. Cuando San Pablo habla de El, suele utilizar los nombres de "Señor" o de "Cristo"; pero, nada más empezar la primera de sus epístolas, el Apóstol explica que aquél Cristo Jesús que resucitó de entre los muertos y que nos redimió es el Hijo de Dios (Cfr 1 Thes 1,10), o como más tarde repetirá en otra carta, el Hijo que Dios entregó por todos nosotros (Cfr Rom 8,32) y cuya muerte causó nuestra reconciliación con El (Cfr Rom 5,10).

En todas las epístolas paulinas se muestra con evidencia que Jesús, a quien Pablo predica, es el Hijo de Dios (Cfr 2 Cor 1, 19). La divinidad de Cristo y su filiación divina por naturaleza le fueron reveladas a San Pablo en el camino de Damasco, el día en que con una luz cegadora Dios le hizo ver su vocación. Desde ese momento empezó a enseñar que Jesús es el Hijo de Dios (Cfr Act 9,20).

Esta forma de designar a Jesucristo, sin ser tan frecuente como los otros nombres mencionados -"Cristo" y "Señor"- muestra claramente, por especial revelación divina, la consustancialidad del Hijo con su Padre. Esta doctrina revelada a San Pablo y transmitida por él, nos la encontramos después repetida en el Credo, donde afirmamos que el Hijo es "de la misma naturaleza que el Padre", esto es, Dios. San Pablo reserva este último nombre para la primera Persona de la Santísima Trinidad, y casi siempre que habla de Dios se refiere al Padre, excepto en Rom 9,5 y Tit 2,13. En estos dos últimos textos llama "Dios" también a Jesús; pero la divinidad de Cristo, en la enseñanza paulina, no podemos basarla sólo en estos dos textos ni en cualquier pasaje concreto, pues late en el interior de todas las epístolas de San Pablo y es la que alimenta su fe, mucho antes de escribirlas, ya desde el primer momento -como hemos dicho- en el que Dios se cruzó en su camino.

San Pablo llega a decir que vive "en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20), proporcionándonos un ejemplo de vida, pues Jesucristo es "nuestro gran Dios y Salvador que se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad (Tit 2,13); y "es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos" (Rom 9,5).

Es Jesús, ¡Dios!, el que existía antes de todos los seres, "primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra (...). Todo fue creado por él y para él; y existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15-17), pues "en él reside la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,10).

Esta preexistencia eterna de Cristo antes de ser enviado al mundo, antes incluso de que el mundo existiera, es una manifestación más de la divinidad del Hijo de Dios, que es el Hijo propio y por naturaleza del Padre (Cfr Rom 1,3; 8,3.32; Gal 4,4; Heb 1,2; 5,8), engendrado y no adoptivo, "resplandor de la gloria (de Dios) y figura de su sustancia" (Heb 1,3), coeterno al Padre y enviado por El, por amor a los hombres, que somos hechos hijos de Dios al ser conformados por la gracia con el Hijo de Dios natural.

c) La Encarnación del Hijo.- El misterio salvífico es pura misericordia de Dios (Cfr Rom 15,8-9; 11,32), y puro amor (Cfr Rom 5,8). No es posible hallar otras razones para la Encarnación del Hijo único del Padre celestial. La Encarnación muestra que la salvación del hombre no es hecha por Dios como un ser benevolente pero extraño y distante, sino del modo más íntimo al hombre: desde el hombre Jesús, que sin dejar de ser Dios ha asumido realmente la existencia humana, con todas sus limitaciones excepto el pecado, anonadándose a Sí mismo (Cfr Phil 2,7). Por la Encarnación, el Hijo asumió nuestro estado de irredención, de pecado (Cfr 2 Cor 5,21); constituyéndose libremente en víctima de pecado, venció al pecado en la propia carne de Cristo (Cfr Rom 8,3; Col 1,22), revestido de la naturaleza de esclavo, humillado y obediente hasta la muerte (Cfr Phil 2,7-8), "nacido de mujer, nacido bajo la Ley" (Gal 4,4). De este modo, por la Encarnación, todos los elementos que esclavizaban al hombre -el pecado, la carne, la muerte y la Ley- pudieron ser vencidos por Cristo. Esa total victoria y liberación ha sido posible porque Jesucristo es Dios y es hombre. La fe de San Pablo en este dogma es absoluta e iterativamente expresada, de modo que la lista de los pasajes citables se haría enojosamente larga: basta leer las cartas del Apóstol.

d) Teología de la Muerte de Cristo.- Sería también excesivamente largo resumir, e incluso citar, todos los textos en los que Pablo se refiere al poder y al valor redentor de la Muerte de Cristo. Sólo algunos ejemplos: Cristo ha sufrido el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados (Cfr Rom 4,25; 8,32); con su sangre derramada hemos sido redimidos (Cfr 1 Cor 6,20; 7,32; Rom 3,24; Col 1,14); su muerte es la mayor demostración del amor de Dios por el hombre (Cfr Rom 5,8); fue una ofrenda grata a Dios (Cfr Gal 2,20; 1 Cor 11,25; Eph 5,2.26); apaciguó la justa ira de Dios (Cfr Rom 3,25). En 2 Cor 5,21 llegará a decir Pablo: "A aquél que no conoció pecado (Cristo), lo hizo por nosotros pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él".

Cristo, al asumir la naturaleza humana, se constituye en representante y cabeza de toda la humanidad, en el nuevo Adán (Cfr 1 Cor 15,20-22; 2 Cor 5,14; Rom 5,14; Col 1,18). Cuando Cristo muere en la Cruz, todos hemos muerto con El. "Cristo murió por todos, para que los que vivan ya no vivan para sí, sino para el que murió por todos" (2 Cor 5,15). La muerte de Cristo ha constituido la reparación perfecta del pecado; pero, como consecuencia, es la introducción a una vida nueva, en la que, precisamente por la reparación del pecado, cambian radicalmente las relaciones entre Dios y los hombres. De este modo se produce el tránsito a la contemplación del valor redentor de la Resurrección de Cristo, que "fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación" (Rom 4,25).

e) Teología de la Resurrección de Cristo.- San Pablo coincide con los demás Apóstoles en partir del acontecimiento histórico de la Resurrección gloriosa del Señor como la prueba de la verdad de lo que Jesús hizo y dijo de Sí mismo. Todos los que le negaron quedan privados de toda razón para oponerse a Cristo. Los acusadores en el juicio inicuo contra Jesús han quedado convertidos en acusados y reos.

San Pablo desarrolla la prueba de la realidad histórica de la Resurrección de Jesús en el capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios. Y, además, incluye ahí que la Resurrección de Cristo es la prueba de nuestra futura resurrección, también gloriosa. Si por el rito de la inmersión en el agua del Bautismo se significa y se produce nuestra muerte con Cristo al pecado, por el rito de la emersión del agua del Bautismo se significa y se produce el nacimiento de la nueva criatura a la vida de la gracia y esperanza de la futura resurrección gloriosa (Cfr Rom 6,5-11).

Con la Resurrección de Cristo comenzó la glorificación y exaltación de su Humanidad sobre todos los seres creados: "Para esto murió y volvió a la vida Cristo, para dominar sobre muertos y vivos" (Rom 14,9; cfr 1 Cor 15,25; Phil 2,9; Eph 1,20). La vida de Cristo Resucitado no es la misma que El entregó en la Cruz, sino que es existencia del Hijo de Dios en poder (Cfr Rom 1,4), también en cuanto hombre; es el paso de la Humanidad de Cristo pasible, humillado desde su Encarnación, a la existencia gloriosa, impasible, juntamente con su Divinidad. Cristo, ya desde su Encarnación, pero aún más intensamente por los méritos de su Pasión y Muerte, asume en sí y es el representante y cabeza auténtico de todos los hombres: éste es el principio de la solidaridad de Cristo con la humanidad. Si tenemos en la mente este principio, nos será más fácil ir penetrando en el conocimiento del valor que tiene la Resurrección de Cristo en nuestra redención y justificación: tal aspecto salvador de la Resurrección de Cristo subyace constantemente en la enseñanza del Apóstol: recuérdese, por ejemplo, la frase antes citada de Rom 4,25. En cuanto que Cristo es la cabeza de los que creen en El, ya hemos resucitado de alguna manera -en esperanza- y hemos sido glorificados con El, cuando El resucitó. Como cabeza de la Iglesia, Cristo influye en todos sus miembros y los vivifica (esta enseñanza paulina, comenzada en Romanos, será desarrollada en Colosenses y, sobre todo, en Efesios).

Además, Cristo glorificado vive en los cristianos por medio de su Espíritu sólo se ha producido tras la Resurrección, después de la cual envía a su Espíritu a los que se adhieren a Cristo por la fe y el Bautismo: "Vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de él. Pero si Cristo está en vosotros, ciertamente el cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el espíritu tiene vida a causa de la justicia" (Rom 8,9-10).

Advertencia. La doctrina católica suele llamar redención objetiva a la obra redentora y salvífica de Cristo, operada, de una vez para siempre, por medio principalmente de su Pasión, Muerte y Resurrección. Esta dimensión de la Redención se verifica, pues, en Cristo y mediante Cristo, y va dirigida a toda la humanidad: Cristo es el Salvador de todos los hombres. Ahora bien, Dios ha tomado tan en serio la dignidad de la criatura humana que cuenta con ella, con su libertad plenamente respetada, como respuesta libre y, por tanto, meritoria. De este modo entramos a considerar la que suele llamarse redención subjetiva, es decir, la aplicación de los méritos salvíficos de Cristo a cada criatura humana, esto es, el proceso de justificación y santificación que se opera dentro de cada hombre, una vez realizada la obra salvífica universal del Hijo de Dios Encarnado. Hasta ahora hemos considerado principalmente la redención objetiva. A partir de este momento, en cambio, nos fijaremos más bien en la redención llamada subjetiva. San Pablo no hace expresamente tal distinción, pero su enseñanza es coherente con ella y muchas de sus expresiones contemplan al mismo tiempo ambos aspectos.

4. La conversión del hombre

a) El proceso de justificación del hombre en particular.- ¿Cómo puede el hombre, dominado por el poder del pecado, atrapado en las mallas de la carne, destinado a la muerte, participar de la salvación operada por Cristo? ¿Cómo puede darse el paso del estado de irredención al de redención en el hombre individualmente considerado? En otras palabras, ¿cómo se pasa de la redención objetiva a la subjetiva?.

Podemos responder que según el siguiente proceso, extraído del conjunto de las cartas de San Pablo, Dios toma la iniciativa y llama a una persona determinada por medio de la predicación del Evangelio, a la que acompaña una gracia. Si el hombre acepta la palabras que se le propone, hace un acto de fe con ayuda de la gracia y comienza a creer -que es ya un conocimiento- en el poder salvador de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, que obra mediante la fe en la palabra que se le predica. El proceso normal sigue con el deseo y la recepción del Bautismo, por el cual le son perdonados los pecados y renace a una nueva vida de unión con Cristo, es incorporado a la Iglesia, recibe el Espíritu Santo con las virtudes infusas y los dones, y es adoptado como hijo de Dios. A todo este proceso San Pablo llama justificación. Más adelante hablaremos de la culminación de este camino, culminación que constituye la santificación del hombre en particular.

Tres consideraciones conviene subrayar: primera, la justificación se da por iniciativa divina, en su gracia primera; no es mérito de las acciones precedentes del hombre: "A los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó" (Rom 8,30). Segunda, Dios tiene una voluntad salvífica universal: "Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,3-4). Tercera, aunque Dios tenga la iniciativa de la gracia y lleve la parte principal en la justificación, el hombre concreto debe poner también su parte: "Pero gracias a Dios, vosotros que fuisteis esclavos del pecado, obedecisteis de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis confiados, y, liberados del pecado, os hicisteis siervos de la justicia" (Rom 6,17-18).

b) La fe.- San Pablo habla reiteradamente de la fe, con lo que nos ha dejado las bases de la doctrina cristiana acerca de esta virtud teologal, que es el inicio de todas las otras virtudes. En primer lugar, como hemos dicho, la fe es un donde Dios: "Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios" (Eph 2,8). La fe no procede de la evidencia interna de las cosas, sino del poder divino que acompaña a la predicación: "Ya que os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo" (1 Thes 1,5). "Yo, cuando vine a vosotros, hermanos, no vine a anunciaros el misterio de Dios con sublime elocuencia o sabiduría, pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado (...). Mi mensaje, y mi predicación, no se han basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no esté fundamentada en sabiduría humana, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2,1-5).

Por parte del hombre que recibe el don de la fe, ésta permanece siempre siendo un acto libre, por el que meritoriamente se adhiere el hombre y obedece a lo que se le propone de parte de Dios o a través del Evangelio de Jesucristo, "por quien hemos recibido la gracia y el apostolado para la obediencia de la fe entre todas las gentes para gloria de su nombre" (Rom 1,5).

c) Contenido de la fe.- ¿Qué ha de creer la persona que es llevada a la fe y corresponde libremente a tal don?. La respuesta resumida es que ha de creer en el Evangelio (Cfr Rom 1,16-17). Pero, ¿qué lleva consigo creer en el Evangelio?. "Os recuerdo,hermanos, el Evangelio que os prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvados (...), pues os transmití, en primer lugar, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue visto por Cefas, y después por los Doce.

Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron" (1 Cor 15,1-6). Así pues, lo que ha de creer el que ha correspondido al don divino de la fe no es una teoría personal de Pablo ni de ningún otro, sino la doctrina comúnmente enseñada por los Doce, testigos de la vida, muerte y resurrección de Cristo; en una palabra, el contenido de los artículos de la fe -diríamos después- que se resumen en el Credo o Símbolo, que tiene su origen en los Apóstoles. Tal contenido de la fe no es tanto una teoría abstracta acerca de Dios, sino más bien creer en el Dios activo, Todopoderoso y Salvador, que se nos reveló en el Hijo Jesucristo, quien nos ha redimido, mediante su Muerte y Resurrección, y en el cual se han cumplido las antiguas promesas hechas a los Patriarcas y Profetas del Antiguo Testamento.

Pero esa creencia de la fe cristiana no es lo mismo que la aceptación de una noticia verídica del pasado o del presente, como pueda ser la de que Julio César conquistó las Galias, o la de que una expedición ha partido en un nuevo viaje espacial. El Evangelio, por el contrario es una "Buena Noticia" que nos compromete a todos y a cada uno en particular. Es -ya lo hemos dicho- obediencia a la voluntad de Dios (Cfr 2 Cor 10,5; Rom 1,5; 6,17; 16,26; etc.). Es, al mismo tiempo, confianza completa en Dios, que es siempre fiel y cumplirá sus promesas futuras, como ya ha cumplido en Cristo, y con nosotros, las que correspondía cumplir hasta el presente: "Fiel es el Señor; El os afianzará y os guardará del Maligno" (2 Thes 3,3). "Que El, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fieles el que os llama y es El quien lo hará" (1 Thes 5,23-24).

d) Exigencias morales de la fe.- La degradación moral a que se está llegando en la sociedad permisiva de nuestros días puede hacernos entender las dificultades que presentaba la inmoralidad ambiental del mundo grecorromano en que vivían aquellos primeros cristianos a los que se dirigía San Pablo en sus cartas. Con la diferencia de que la degradación moral en el siglo I era aún mayor, al menos en muchos aspectos, que la de nuestro mundo de hoy, en el que todavía gravitan de alguna manera los principios morales que configuraban la cristiandad de los últimos siglos. En tiempos de San Pablo, cuando una persona que había recibido la primera gracia de la fe se decidía a bajar a las aguas bautismales, siendo ya adulto, debía dejar, junto a sus antiguas vestiduras, toda una vida pasada, sumida generalmente en el pecado. Cuando salía del agua del Bautismo debía ser realmente una nueva criatura (Cfr 2 Cor 5,17).

El Apóstol describe dolorido la depravación moral del mundo en que tenían que vivir aquellos primeros discípulos: "Por esto los entregó Dios a pasiones deshonrosas; pues sus mujeres hasta cambiaron el uso natural por el que es contrario a la naturaleza; e igualmente los varones, habiendo dejado el uso natural de la mujer, se abrasaron en los deseos impuros de unos por otros: cometiendo torpezas varones con varones y recibiendo en sí mismos el pago merecido por su maldad. Y por desinteresarse del verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a un réprobo sentir, que les lleva a realizar acciones indignas, repletos de toda iniquidad, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidio, riñas, engaños, malignidad; chismosos, calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales (...)" (Rom 1, 26-31). Era menester mucha gracia de Dios y gran generosidad por parte de los conversos para abandonar, de hecho, muchas de sus antiguas costumbres paganas. Por eso vuelve Pablo a aclarar a los corintios: "Os escribí en mi carta que no os mezclaseis con los fornicarios. Pero no me refería, ciertamente, a los fornicarios de este mundo, o a los avaros o a los ladrones, o a los idólatras, pues entonces os tendríais que salir de este mundo. Lo que os escribí es que no os mezclaseis con quien, llamándose hermano, fuese fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón" (1 Cor 5, 9-11).

La fe cristiana lleva, pues, consigo unas serias y concretas exigencias morales: "No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios. Y esto erais algunos. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor 6,9-11).

Concluyamos, pues, que la conversión a Cristo comportaba serias y difíciles exigencias morales; pero es un hecho que los primeros cristianos pudieron cumplirlas, no ciertamente por sus meras disposiciones humanas, sino por la vida divina injertada en ellos. De la mano de San Pablo vamos a ver cómo tal fenómeno espiritual e histórico se cumplió entonces y se cumple en cada etapa posterior de la historia de la Iglesia; cómo debe realizarse también en nuestra época, que va pareciéndose a la de los primeros cristianos, al menos desde el punto de vista de la inserción en una sociedad que, en este momento, ha recorrido un largo camino hacia la paganización.

5. La existencia cristiana en Cristo

Dios, hablando por boca de San Pablo, nos presenta la sublimidad del estado de redención no como propio de una minoría de privilegiados, sino como la condición normal de vida de todo cristiano, que debe alcanzar la estatura espiritual también normal de su vocación. No existe en la enseñanza paulina un nivel moral rebajado para las masas del pueblo de Dios y otro más alto para unas pocas almas selectas. A todos aquellos primeros cristianos, apenas venidos del paganismo, les presenta el mismo alto ideal y las mismas exigencias morales y espirituales de la común fe cristiana: "Porque antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz, pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Eph 5,8-9).

a) La filiación divina.- Sentir que somos hijos de Dios, es algo por lo que clama nuestra fe cristiana. En Cristo, es decir, al adherirnos a El por la fe, somos hechos hijos de Dios mediante la gracia: "A los que de antemano conoció (todos los cristianos) también los predestinó (Dios) para que estos lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él fuese primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29). Esta cualidad de ser hijos de Dios, aunque tenga su cumplimiento perfecto sólo en el Cielo, sin embargo ya en esta vida es una realidad palpitante que, por medio de la fe, debemos captar y sentir: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios" (Gal 4,4-7).

La existencia cristiana en Cristo mediante la gracia, por la cual empezamos a ser hijos de Dios, esto es, hijos de Dios por adopción, en cuanto nos configuramos al Hijo de Dios por naturaleza, esa nueva existencia comienza en el Bautismo: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte?. Pues fuimos sepultados juntamente con él por medio del bautismo en orden a la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos sido injertados en él con la semejanza de su muerte, también lo seremos con la de su resurrección (...). Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,3-5.8).

Muchísimas veces indica San Pablo que la nueva existencia del hombre redimido es una vida en Cristo: "Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura" (2 Cor 5,17; Cfr 1 Cor 1,30; Rom 6,11; etc.). Pero hay que advertir que en las epístolas paulinas las fórmulas "estoy en Cristo" o "Cristo está en mí" son equivalentes. Un ejemplo lo tenemos en el siguiente texto: "Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2,19-20). Es claro que el Apóstol no quiere decir que, tras haber sido hecho cristiano, no vive su propia vida, sino que ésta está configurada, animada por una fuerza vital que viene de Cristo; El está en el cristiano con una presencia que es mucho más que el sentimiento del recuerdo entre los que se aman: se trata de la presencia del Espíritu de Cristo -el mismo Espíritu Santo- en el alma del cristiano. Esa presencia del Espíritu Santo también coopera a la filiación divina del hombre en Cristo: "Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá,Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados" (Rom 8,14-17).

b) El don del Espíritu.- Hemos podido apreciar cómo la vida en Cristo se identifica de alguna manera con la filiación divina. Pero también hemos visto que esa vida en Cristo conlleva el don del Espíritu Santo al alma cristiana. La razón es que ya en el Bautismo el creyente recibe, junto con la gracia y las virtudes infusas, el Espíritu Santo y sus dones: "El amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). El Espíritu Santo, que el Hijo glorificado envía de parte del Padre, habita en el cristiano en gracia, y coopera con Cristo para que el creyente tenga una nueva vida, la existencia en Cristo, al cual nos vamos conformando.

Es Jesucristo quien, con su Muerte y Resurrección gloriosa, nos ha merecido el envío del Espíritu. El Espíritu de Jesús, que nos ha sido dado, coopera para hacernos conformes a Cristo, de manera que el Padre pueda reconocer en nosotros la imagen de su Hijo Unigénito, y adoptaremos como hijos en el Hijo (Cfr Rom 8, 29-30).

c) Valor del sufrimiento.- Antes hemos citado a propósito de la filiación divina del cristiano, el texto de Rom 8, 14-17. Precisamente los dos últimos versículos de este pasaje unen la nueva condición filial del cristiano con el sufrimiento: "El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos Hijos de Dios (...), coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con él, para ser con él también glorificados" (Rom 8,16-17). San Pablo insiste en el tema de que el nuevo nacimiento conlleva necesariamente la participación en los sufrimientos de Cristo: "Llevamos siempre en nuestro cuerpo los sufrimientos mortales de Jesús, para que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestra carne mortal" (2 Cor 4,10-11).

Es evidente la existencia del dolor y de los sufrimientos en la humanidad. De algún modo son inevitables; pero éstos se acrecientan en la vida del cristiano, como ocurrió con Jesús y ocurre con los Apóstoles. Sin embargo, el dolor adquiere un valor nuevo a la luz de la fe en Cristo: es una distinción de honor, un paso necesario hacia la unión con Cristo y una prueba de que ya se ha alcanzado algún grado de esa unión: "En adelante que nadie me moleste, pues llevo en mi cuerpo las señales de Jesús" (Gal 6,17).

Finalmente, la esperanza de la gloria futura hace soportar con alegría el dolor, incluso desearlo: "Por eso no desfallezcamos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, nuestra ligera aflicción presente, que es pasajera, nos prepara para un caudal de gloria eterna que está fuera de toda medida" (2 Cor 4,16-17). El Apóstol, durante su primera cautividad romana, escribe: "Ahora me alegro por los sufrimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). Quiere esto decir que los padecimientos de Cristo, su Pasión, de alguna manera se perpetúan hasta el fin de este mundo en los cristianos que sufren a limitación de Cristo y junto a El. Por tanto, el dolor continuará, como prenda de la gloria eterna, mientras dure el mundo presente; pero aunque pueda parecer una paradoja, precisamente en el dolor, llevado por la Iglesia junto a Cristo, hay una honda felicidad del cristiano en la vida presente.