IMITANDO AL PADRE

Les invito ahora a iniciar una reflexión sobre la imitación del Padre, pues Jesús nos lo entregó para que fuéramos como Él. Esta es su invitación a todos en el SM: “sean perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y san Pedro, igualmente, nos exhorta: “El que les llamó es santo; también ustedes sean santos como Él en toda su conducta” (1Ped 1,15). Es necesario que hagamos nuestra esta apremiante invitación de Cristo y su vicario. Terminados los presentes ejercicios, es necesario que reiniciemos nuestro camino de bautizados. Y vivir el Bautismo es vivir la santidad. Pues, este sacramento es una verdadera entrada en la santidad del Padre. En efecto, descubierto el regalo del Padre, estamos urgidos de responder a la llamada a la santidad, para caminar como hijos queridos de nuestro Padre en este compromiso: “Esta es la voluntad de Dios: su santificación” (1Tes 4,3).

Sería un contrasentido, descubrir al Padre y continuar viviendo una vida mediocre, superficial. Los hijos del Padre estamos llamados a ser santos en cualquiera de los estados de vida, pues todos son caminos aptos para la santidad.

Qué es la santidad

Esta palabra viene del latín sánctitas, santidad. Viene de la voz semítica Qodes, cosa santa, santidad, derivada a su vez de una raíz que significa “cortar, separar”, hace pensar en separar de lo profano.

El término hebreo qadosh (santo) del AT es mucho más rico. No es simplemente lo no profano, sino que es la revelación de Dios mismo: Él es qados –santo-. Es este un concepto sumamente positivo que indica “plenitud”: “nada se le puede añadir ni quitar” (Sir 42,21). Define la santidad en su misma fuente: Dios, de quien deriva la santidad, que más que un atributo es su esencia, su naturaleza misma. Yahveh es el tres veces santo: “qados, qados, qados” (Is 6,3). Su santidad exige que, también, el hombre sea santificado, separado de lo profano, purificado del pecado. Insiste en una idea ritualista. Por eso, algunas personas piensan que ser santo es acudir a los sacramentos, insistir en el cumplimiento de unas leyes. Algunos salmos manifiestan algo más. Así se preguntan: “¿quién puede subir al monte del Señor? El hombre de manos inocentes y puro corazón” (Salm 24,4). De todos modos persiste la idea de que la santidad está fuera del hombre, en una pureza ritual, en la observancia de ciertos preceptos. Para el AT la santidad de Dios es inaccesible al hombre: aparece como un poder aterrador y misterioso, capaz de aniquilar a quien se acerque (1Sam 6,19-20), así, el hombre no puede ver a Dios y quedar vivo (Ex 33,18-23); también aparece como un poder que bendice a quienes reciben el arca donde Él reside (2Sam 6,7-11).

En el NT, Jesucristo es el “santo de Dios” (Jn 6,69). Él es Santo por su filiación divina y por la presencia del Espíritu Santo en Él. Su santidad es idéntica a la de Dios, su Padre santo (Jn 17,11). Esta santidad le hace amar a los suyos hasta comunicarles el Espíritu Santo, la gloria recibida de su Padre: “Yo me santifico”para que ello sean santificados” (Jn 17,19-24).

Los sacrificios del AT sólo purificaban exteriormente; el sacrificio de Cristo santifica de verdad a los creyentes y les comunica la santidad. Por la fe y por el bautismo los cristianos participan de la vida de Cristo resucitado. Son santos en Cristo por la presencia en ellos del Espíritu Santo, agente principal de la santificación del cristiano: “a todos los que anima el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8,14-17), que es en sí la fuente de la santidad divina. Pentecostés, manifestación del Espíritu Santo, dio origen a la concepción neotestamentaria de la santidad.

Por eso, se llama santos a los cristianos, y se les convoca a “ser santos e irreprochables ante Dios por el amor” (Ef 1,4). Aquí la santidad ya no es un hecho ritual o legal, sino moral, no reside en las manos sino en el corazón; no es algo que se decide fuera, sino dentro del hombre y se resume en el amor. La santidad ya no está en los lugares, en los objetos o leyes, sino en una persona: Jesucristo. Y ser santo consiste, por lo tanto, no en realizar unos ritos, una liturgia, sino en estar unido a Jesucristo, pues en Él llega a nosotros la santidad de Dios. El es el “santo de los santos” (Jn 6.69). Por el Espíritu Santo el cristiano participa de la misma santidad divina, que exige romper con el pecado y con las costumbres paganas, “obrar según la santidad que proviene de Dios y no según la prudencia carnal” (2Cor 1,12; Ef 4,30-5,1; Rm 6,19; Tit 3,4-7). La vida santa es la base de toda la tradición ascética cristiana; ella no reposa en una ley exterior, sino en que el cristiano “alcanzado por Cristo”,”participe en sus sufrimientos y en su muerte para llegar a su resurrección” (Flp 3,10-14).

El camino hacia la santidad

Como hijos del Padre estamos llamados a la santidad, porque nuestro Padre es santo, como lo recuerda la Virgen en su himno: “su nombre es santo” (Lc 1, 49). Por el Bautismo hemos sido hechos hijos de Dios, santos, colocados en el camino de la santidad y por eso recibimos en la Iglesia las gracias necesarias que proceden de los méritos de Jesucristo. Todos: sacerdotes, religiosos o laicos deben responder libremente a esas gracias para lograr la santidad.

La santidad se nos comunica de dos maneras: por apropiación y por imitación. La más importante es la primera que se nos da por la fe y por los sacramentos: “Han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1Cor 6,11). Según esto, la santidad es don, gracia y obra de la Trinidad. Junto a este medio fundamental que es la fe y los sacramentos, están también la imitación, las obras, el esfuerzo personal. No como independiente y distinto del primero, sino como único medio apropiado para manifestar nuestra fe, traduciéndola en hechos. Y es que las obras buenas, sin la fe, no son obras “buenas”, y la fe sin obras buenas no es verdadera fe. Es una fe muerta. No nos salvamos por las buenas obras, pero tampoco nos salvaremos sin las buenas obras.

El Concilio en el capítulo V de la LG, sobre la Vocación universal a la santidad, pone de relieve estos dos aspectos de la santidad, el objetivo y el subjetivo, fundamentados en la fe y en las obras. Dice así: “Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron” (LG 40). La obra de la fe no se agota en el bautismo, sino que se renueva en los demás sacramentos. La santidad es, por tanto, don y obra de la Trinidad, pero requiere nuestra colaboración, nuestro esfuerzo personal para vivir en gracia. La fe que se nos regala la traducimos sen obras. Somos santos y tenemos que ser santos. Hemos sido santificados y tenemos que santificarnos. Es don de la Trinidad y esfuerzo nuestro.

La vida según el Espíritu

La santidad está minuciosamente organizada y elaborada por el Espíritu, con la condición de que nosotros la acojamos, colaboremos con El. Si lo seguimos, obramos el amor, si no colaboramos con El obramos desde nuestro egoísmo. Por eso, el dilema es: el egoísmo o el amor, expresado en otras palabras: “procedan según el Espíritu y no den satisfacción a las apetencias de la carne” (Gal 5, 16).

Para Pablo hay un dilema que no se puede evadir: o la carne o el Espíritu. La santidad nos hace seguir al Espíritu, viviendo así los rasgos de Cristo. Para esto, es decisivo superar la carne, que no es sensualidad sino egoísmo, oposición al Espíritu. Las obras del egoísmo son: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes” (Gal 5, 19-21).

Seguir el Espíritu nos lleva a dejar nuestros intereses, nuestros cálculos, nuestras costumbres, y seguir lo que nos hace decir sí al Señor, a los otros. Esto nos abre un horizonte positivo, que construye la santidad y cuyas obras son: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 22-23).

El amor, que es don, oblatividad, nos hace superar el egoísmo y vivir la alegría que nos da la santidad. Esta alegría no es de diversión, sino la alegría de quien, obedeciendo al Espíritu, se hace don para los otros al estilo de Cristo, el santo de los santos.