IGLESIA Y JESÚS
– “La Iglesia y Jesús son
inseparables. No podemos encontrar a Jesús sin
la realidad que Él creó y en la que se comunica. Entre Cristo y la Iglesia no
hay contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que
componen la Iglesia. Por tanto, no puede conciliarse con las intenciones de
Cristo un eslogan que hace unos años estaba de moda: -Jesús sí; Iglesia no-”.
La Iglesia, consciente de su misión en el mundo, no cesa de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo su mirada conmovida hacia los hombres y los pueblos de todos los tiempos.
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La Iglesia católica no es de los
hombres, es de Dios y aquí es donde duele: representa la belleza, la verdad, la
bondad, la trascendencia de Dios y, aunque está hecha por hombres, no ha
sucumbido en estos más de veinte siglos. A los hombres, lo que les ofrece es
una versión moral de la existencia y un conjunto de senderos con norte claro
para no desorientarse. ¿Por qué? Porque –queramos reconocerlo o no– el suceso de
la manzanita de Eva ha dejado herida –no muerta– la naturaleza del hombre. Quizá
sea éste el origen de los ataques a la Iglesia católica y a sus instituciones:
no querer aceptar que el hombre debe ser sanado con un tratamiento eficaz –por
cierto, muy radical, porque afecta a la totalidad del ser humano–, y recetado
por los representantes de Dios en la tierra. Y en esa receta mágica se contempla
cómo vivir con dignidad, porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios;
cómo ser feliz a través de la familia; cómo entender que es más importante ser
que hacer o tener; o cómo morir con dignidad de hijo de Dios, entre otras
numerosas afirmaciones o vibraciones positivas.
¿Por qué es tan difícil conseguir una convivencia pacífica, basada en el respeto
a la libertad de las conciencias, que no es lo mismo que libertad de conciencia?
Porque el cristianismo va a la raíz de las cosas, no postula soluciones aguadas,
ni banaliza los problemas, ni, mucho menos, trivializa la verdad... Al
contrario, ofrece alternativas exigentes, pero basadas en el amor que Dios nos
tiene, y con el que podemos afrontar todo aquello que nos parezca un escollo u
obstáculo insalvable. Por eso, existen minorías minoritarias incapaces de asumir
esta realidad, y, en lugar de respetarla o pasar olímpicamente, se revuelcan,
atacan, buscan cómplices, y hacen daño. Lo mejor es ignorarlas, no hacerles
propaganda, no colaborar con la mentira y dejar que transcurra el tiempo, ése
que coloca las cosas y personas en su sitio.
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La Iglesia está
extendida por los cinco continentes;
pero la catolicidad de la Iglesia no depende de la extensión geográfica, aunque
esto sea un signo visible. La Iglesia era Católica
ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón de Cristo. Ahora, como
entonces, extender la Iglesia a nuevos ambientes y a nuevas personas requiere
fidelidad a la fe y obediencia rendida al Magisterio de la Iglesia. Desde hace
dos mil años, Jesucristo quiso construir su Iglesia sobre una piedra: Pedro, y
el Sucesor de San Pedro en la cátedra de Roma es el Vicario de Cristo en la
tierra. Hemos de dar gracias a Dios porque ha querido poner al frente de la
Iglesia un Vicario que la gobierne en su nombre. En estos días hemos de
incrementar nuestra plegaria por el Romano Pontífice y esmerarnos en el
cumplimiento de cuanto disponga.
San
Pablo, a quien el Señor mismo llamó al apostolado, acude a San Pedro para
confrontar su doctrina: “subí a Jerusalén para ver a Cefas, escribe a los
Gálatas, y permanecí a su lado quince días”.
(I,18).
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Iglesia – “Cada cual mira a la Iglesia según el estado de su propio corazón: Unos ven en la Iglesia solo pecadores y la condenan.
Otros miran a sus santos con la esperanza de llegar a ser como ellos. Prefiero mirar a los santos, sabiendo que, de pecadores que eran, Cristo los transformó en hombres nuevos. Esa es la grandeza incomparable de la Iglesia”. Pbro. Jordi Rivero
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Iglesia - San Agustín a sus fieles: «Los santos mismos no están libres de pecados diarios. La Iglesia entera dice: Perdónanos nuestros pecados. Tiene, pues, manchas y arrugas (Ef 5,27). Pero por la confesión se alisan las arrugas, por la confesión se lavan las manchas. La Iglesia está en oración para ser purificada por la confesión, y estará así mientras vivieren hombres sobre la tierra» (Sermo 181, 5,7 en PL 38, 982)
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Historia e Iglesia
- Lo que tiene lejos a ciertas personas de la Iglesia institucional son, en la
mayoría de las ocasiones, los defectos, las incoherencias, los errores de los
líderes: inquisición, procesos, mal uso del poder y del dinero, escándalos.
Todas cosas, lamentablemente, ciertas, si bien frecuentemente exageradas y
contempladas fuera de todo contexto histórico. Los sacerdotes somos los primeros
en darnos cuenta de nuestra miseria e incoherencia y en sufrirla.
Los ministros de la Iglesia son «elegidos entre los hombres» y están sujetos a
las tentaciones y a las debilidades de todos. Jesús no intentó fundar una
sociedad de perfectos. ¡El Hijo de Dios –decía el escritor escocés Bruce
Marshall-- vino a este mundo y, como buen carpintero que se había hecho en la
escuela de José, recogió los pedacitos de tablas más descoyuntados y nudosos que
encontró y con ellos construyó una barca –la Iglesia-- que, a pesar de todo,
resiste el mar desde hace dos mil años!
Hay una ventaja en los sacerdotes «revestidos de debilidad»: están más
preparados para compadecer a los demás, para no sorprenderse de ningún pecado ni
miseria, para ser, en resumen, misericordiosos, que es tal vez la cualidad más
bella en un sacerdote. A lo mejor precisamente por esto Jesús puso al frente de
los apóstoles a Simón Pedro, quien le había negado tres veces: para que
aprendiera a perdonar «setenta veces siete».
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La Iglesia "...no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los daños que ella ha padecido". Juan Pablo II, discurso del 1 de Septiembre 1999
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La Iglesia llama a todos a encarnar la fe en la propia vida, como el mejor camino para el desarrollo integral del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y para alcanzar la verdadera libertad, que incluye el reconocimiento de los derechos humanos y la justicia social. A este respecto, los laicos católicos, salvaguardando su propia identidad para poder ser "sal y fermento" en medio de la sociedad de la que forman parte, tienen el deber y el derecho de participar en el debate público en igualdad de oportunidades y en actitud de diálogo y reconciliación. Asimismo, el bien de una nación debe ser fomentado y procurado por los propios ciudadanos a través de medios pacíficos y graduales. De este modo cada persona, gozando de libertad de expresión, capacidad de iniciativa y de propuesta en el seno de la sociedad civil y de la adecuada libertad de asociación, podrá colaborar eficazmente en la búsqueda del bien común.
La Iglesia, inmersa en la sociedad, no busca ninguna forma de poder político para desarrollar su misión, sino que quiere ser germen fecundo de bien común al hacerse presente en las estructuras sociales. Mira en primer lugar a la persona humana y a la comunidad en la que vive, sabiendo que su primer camino es el hombre concreto en medio de sus necesidades y aspiraciones. Todo lo que la Iglesia reclama para sí lo pone al servicio del hombre y de la sociedad. En efecto, Cristo le encargó llevar su mensaje a todos los pueblos, para lo cual necesita un espacio de libertad y los medios suficientes. Defendiendo su propia libertad, la Iglesia defiende la de cada persona, la de las familias, la de las diversas organizaciones sociales, realidades vivas, que tienen derecho a un ámbito propio de autonomía y soberanía (cf. Centesimus annus, 45). En este sentido, "el cristiano y las comunidades cristianas viven profundamente insertados en la vida de sus pueblos respectivos y son signo del Evangelio incluso por la fidelidad a su patria, a su pueblo, a la cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído... La Iglesia está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas ante la corrupción del poder político o económico; no buscando la gloria o los bienes materiales; usando sus bienes para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez de la vida de Cristo" (Redemptoris missio, 43). Esta es una continua y permanente enseñanza del Magisterio social, de la así llamada Doctrina social de la Iglesia.