El hombre «light»
Autor: Enrique Rojas
es.catholic.net
Sumario
El Hombre «light».
Perfil psicológico.
El ideal aséptico.
A) Hedonismo y permisividad:
El final de una civilización.
Revolución sin finalidad y sin proyecto.
Perfil psicológico
Estamos asistiendo al final de una civilización, y podemos decir que ésta se
cierra con la caída en bloque de los sistemas totalitarios en los paises del
Este de Europa. Aún quedan reductos sin desmantelar, en esa misma línea
política e ideológica, aunque por otra parte se anuncian nuevas prisiones para
el hombre, con otro ropaje y semblantes bien diversos.
Así como en los últimos años se han puesto de moda ciertos productos light--el
tabaco, algunas bebidas o ciertos alimentos--, también se ha ido gestando un
tipo de hombre que podría ser calificado como el hombre light.
¿Cuál es su perfil psicológico? ¿Cómo podría quedar definido? Se trata de un
hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy
entregado al pragmatismo, por una parte, y a bastantes tópicos, por otra. Todo
le interesa, pero a nivel superficial; no es capaz de hacer la síntesis de
aquello que percibe, y, en consecuencia, se ha ido convirtiendo en un sujeto
trivial, ligero, frívolo, que lo acepta todo, pero que carece de unos
criterios sólidos en su conducta. Todo se torna en él etéreo, leve, volátil,
banal, permisivo. Ha visto tantos cambios, tan rápidos y en un tiempo tan
corto, que empieza a no saber a qué atenerse o, lo que es lo mismo, hace suyas
las afirmaciones como «Todo vale», «Qué más da» o «Las cosas han cambiado».
Y así, nos encontramos con un buen profesional en su tema, que conoce bien la
tarea que tiene entre manos, pero que fuera de ese contexto va a la deriva,
sin ideas claras, atrapado--como está--en un mundo lleno de información, que
le distrae, pero que poco a poco le convierte en un hombre superficial,
indiferente, permisivo, en el que anida un gran vacío moral.
Las conquistas técnicas y científicas--impensables hace tan sólo unos
años--nos han traído unos logros evidentes: la revolución informática, los
avances de la ciencia en sus diversos aspectos, un orden social más justo y
perfecto, la preocupación operativa sobre los derechos humanos, la
democratización de tantos paises y, ahora, la caída en bloque del comunismo.
Pero frente a todo ello hay que poner sobre el tapete aspectos de la realidad
que funcionan mal y que muestran la otra cara de la moneda:
a) materialismo: hace que un individuo tenga cierto reconocimiento social por
el único hecho de ganar mucho dinero.
b) hedonismo: pasarlo bien a costa de lo que sea es el nuevo código de
comportamiento, lo que apunta hacia la muerte de los ideales, el vacío de
sentido y la búsqueda de una serie de sensaciones cada vez más nuevas y
excitantes.
c) permisividad: arrasa los mejores propósitos e ideales.
d) revolución sin finalidad y sin programa: la ética permisiva sustituye a la
moral, lo cual engendra un desconcierto generalizado.
e) relativismo: todo es relativo, con lo que se cae en la absolutización de lo
relativo; brotan así unas reglas presididas por la subjetividad.
El consumismo: representa la fórmula posmoderna de la libertad.
Así, las grandes transformaciones sufridas por la sociedad en los últimos años
son, al principio, contempladas con sorpresa, luego con una progresiva
indiferencia o, en otros casos, como la necesidad de aceptar lo inevitable. La
nueva epidemia de crisis y rupturas conyugales, el drama de las drogas, la
marginación de tantos jóvenes, el paro laboral y otros hechos de la vida
cotidiana se admiten sin más, como algo que está ahí y contra lo que no se
puede hacer nada.
De los entresijos de esta realidad sociocultural va surgiendo el nuevo hombre
light, producto de su tiempo. Si aplicamos la pupila observadora nos
encontramos con que en él se dan los siguientes ingredientes: pensamiento
débil, convicciones sin firmeza, asepsia en sus compromisos, indiferencia sui
generis hecha de curiosidad y relativismo a la vez_; su ideología es el
pragmatismo, su norma de conducta, la vigencia social, lo que se lleva, lo que
está de moda; su ética se fundamenta en la estadística, sustituta de la
conciencia; su moral, repleta de neutralidad, falta de compromiso y
subjetividad, queda relegada a la intimidad, sin atreverse a salir en público.
El ideal aséptico
No hay en el hombre light entusiasmos desmedidos ni heroísmos. La cultura
light es una síntesis insulsa que transita por la banda media de la sociedad:
comidas sin calorías, sin grasas, sin excitantes_ todo suave, ligero, sin
riesgos, con la seguridad por delante. Un hombre así no dejará huella. En su
vida ya no hay rebeliones, puesto que su moral se ha convertido en una ética
de reglas de urbanidad o en una mera actitud estética. El ideal aséptico es la
nueva utopía, porque, como dice Lipovetski, estamos en la era del vacío. De
esas rendijas surge el nuevo hombre cool, representado por el telespectador
que con el mando a distancia pasa de un canal a otro buscando no se sabe bien
qué o por el sujeto que dedica el fin de semana a la lectura de periódicos y
revistas, sin tiempo casi --o sin capacidad-- para otras ocupaciones más
interesantes.
El hombre light es frío, no cree en casi nada, sus opiniones cambian
rápidamente y ha desertado de los valores trascendentes. Por eso se ha ido
volviendo cada vez más vulnerable; por eso ha ido cayendo en una cierta
indefensión. De este modo, resulta más fácil manipularlo, llevarlo de acá para
allá, pero todo sin demasiada pasión. Se han hecho muchas concesiones sobre
cuestiones esenciales, y los retos y esfuerzos ya no apuntan hacia la
formación de un individuo más humano, culto y espiritual, sino hacia la
búsqueda del placer y el bienestar a toda costa, además del dinero.
Podemos decir que estamos en la era del plástico, el nuevo signo de los
tiempos. De él se deriva un cierto pragmatismo de usar y tirar, lo que conduce
a que cada día impere con más fuerza un nuevo modelo de héroe el del
triunfador, que aspira --como muchos hombres lights de este tramo final del
siglo XX-- al poder, la fama, un buen nivel de vida_, por encima de todo,
caiga quien caiga. Es el héroe de las series de televisión americanas, y sus
motivaciones primordiales son el éxito, el triunfo, la relevancia social y,
especialmente, ese poderoso caballero que es el dinero.
El hombre light es frío, no cree en casi nada, sus opiniones cambian
rápidamente y ha desertado de los valores trascendentes. Por eso se ha ido
volviendo cada vez más vulnerable; por eso ha ido cayendo en una cierta
indefensión. De este modo, resulta más fácil manipularlo, llevarlo de acá para
allá, pero todo sin demasiada pasión. Se han hecho muchas concesiones sobre
cuestiones esenciales, y los retos y esfuerzos ya no apuntan hacia la
formación de un individuo más humano, culto y espiritual, sino hacia la
búsqueda del placer y el bienestar a toda costa, además del dinero.
Podemos decir que estamos en la era del plástico, el nuevo signo de los
tiempos. De él se deriva un cierto pragmatismo de usar y tirar, lo que conduce
a que cada día impere con más fuerza un nuevo modelo de héroe el del
triunfador, que aspira --como muchos hombres lights de este tramo final del
siglo XX-- al poder, la fama, un buen nivel de vida_, por encima de todo,
caiga quien caiga. Es el héroe de las series de televisión americanas, y sus
motivaciones primordiales son el éxito, el triunfo, la relevancia social y,
especialmente, ese poderoso caballero que es el dinero.
Es un hombre que antes o después se irá quedando huérfano de humanidad. Del
Mayo del 68 francés no queda ni rastro, las protestas se han extinguido; no
prosperan fácilmente ni la solidaridad ni la colaboración, sino más bien la
rivalidad teñida de hostilidad. Se trata de un hombre sin vínculos,
descomprometido, en el que la indiferencia estética se alía con la
desvinculación de casi todo lo que le rodea. Un ser humano rebajado a la
categoría de objeto, repleto de consumo y bienestar, cuyo fin es despertar
admiración o envidia.
El hombre light no tiene referente, ha perdido su punto de mira y está cada
vez más desorientado ante los grandes interrogantes de la existencia. Esto se
traduce en cosas concretas, que van desde no poder llevar una vida conyugal
estable a asumir con dignidad cualquier tipo de compromiso serio. Cuando se ha
perdido la brújula, lo inmediato es navegar a la deriva, no saber a qué
atenerse en temas clave de la vida, lo que le conduce a la aceptación y
canonización de todo. Es una nueva inmadurez, que ha ido creciendo lentamente,
pero que hoy tiene una nítida fisonomía.
Algunos intelectuales europeos han enunciado este tema. Alain Finkielkraut lo
expone en su libro La derrota del pensamiento. Por otra parte, Jean François
Revel, en El conocimiento inútil, resalta que nunca ha sido tan abundante y
prolija la información y nunca, sin embargo, ha habido tanta ignorancia. El
hombre es cada vez menos sabio, en el sentido clásico del término.
En la cultura nihilista, el hombre no tiene vínculos, hace lo que quiere en
todos los ámbitos de la existencia y únicamente vive para sí mismo y para el
placer, sin restricciones. ¿Qué hacer ante este espectáculo? No es fácil dar
una respuesta concreta cuando tantos aspectos importantes se han convertido en
un juego trivial y divertido, en una apoteósica y entusiasta superficialidad.
Por desgracia, muchos de estos hombres necesitarán un sufrimiento de cierta
trascendencia para iniciar el cambio, pero no olvidemos que el sufrimiento es
la forma suprema de aprendizaje, otros, que no estén en tan malas condiciones,
necesitarán hacer balance personal e iniciar una andadura más digna, de más
categoría humana.
Finalmente, es preciso resumir esa ingente información, la náusea ante un
exceso de datos y la perplejidad consiguiente, y para ello lo mejor es extraer
conclusiones que pueden ser de dos tipos:
1. Generales: ayudan a interpretar mejor la realidad actual, en su rica
complejidad.
2. Personales: conseguirán que surja un ser humano más consistente, vuelto
hacia los valores y comprometido con ellos.
A) Hedonismo y permisividad
El final de una civilización
Estamos ante el final de una civilización. Releyendo el libro de Indro
Montanelli, Historia de Roma, pienso que nos encontramos en una situación
parecida: posmodernismo para unos, era psicológica o posindustrial para otros.
La década de los sesenta nos deparó la polémica del positivismo con la
confrontación entre Karl Popper y Theodor Adorno. La de los setenta, el debate
sobre la hermenéutica de la historia entre Jurgen Habermas y Hans Gadamer. Los
ochenta, el significado del posmodernismo, y los noventa están presididos por
la caída de los regímenes totalitarios. Se ha demostrado que una de las
grandes promesas de libertad no era sino una tupida red en la cual el ser
humano quedaba atrapado sin posible salida.
El panorama hoy es muy interesante: en la política hay una vuelta a posiciones
moderadas y a una economía conservadora; en la ciencia ha tenido lugar un
despliegue monumental, ya que los avances en tantos campos han dado un giro
copernicano brillante y con resultados muy prácticos; el arte se ha
desarrollado también de forma exponencial, pero ya es imposible establecer
unas normas estéticas: hemos llegado a un eclecticismo evidente en el que
cualquier dirección es válida, todos los caminos contienen una cierta dosis
artística; igualmente, en el mundo de las ideas y su reflejo en el
comportamiento se ha producido un cambio sensible, que es lo que pretendo
analizar a continuación.
Las dos notas más peculiares son --desde mi punto de vista-- el hedonismo y la
permisividad, ambas enhebradas por el materialismo. Esto hace que las
aspiraciones más profundas del hombre vayan siendo gradualmente materiales y
se deslicen hacia una decadencia moral con precedentes muy remotos: el Imperio
Romano o el período comprendido entre los siglos XVII-XVIII.
Como ya hemos avanzado, hedonismo significa que la ley máxima de
comportamiento es el placer por encima de todo, cueste lo que cueste, así como
el ir alcanzando progresivamente cotas más altas de bienestar. Además, su
código es la permisividad, la búsqueda ávida del placer y el refinamiento, sin
ningún otro planteamiento. Así pues, hedonismo y permisividad son los dos
nuevos pilares sobre los que se apoyan las vidas de aquellos hombres que
quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en un caleidoscopio de sensaciones
cada vez más sofisticadas y narcisistas, es decir, contemplar la vida como un
goce ilimitado.
Porque una cosa es disfrutar de la vida y saborearla, en tantas vertientes
como ésta tiene, y otra muy distinta ese maximalismo cuyo objetivo es el afán
y el frenesí de diversión sin restricciones. Lo primero es psicológicamente
sano y sacia una de las dimensiones de nuestra naturaleza; lo segundo, por el
contrario, apunta a la muerte de los ideales.
Del hedonismo surge un vector que pide paso con fuerza: el consumismo. Todo
puede escogerse a placer; comprar, gastar y poseer se vive como una nueva
experiencia de libertad. El ideal de consumo de la sociedad capitalista no
tiene otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de
objetos por otros cada vez mejores. Un ejemplo que me parece revelador es el
de la persona que recorre el supermercado, llenando su carrito hasta arriba,
tentada por todos los estímulos y sugerencias comerciales, incapaz de decir
que no.
Revolución sin finalidad y sin proyecto
El consumismo tiene una fuerte raíz en la publicidad masiva y en la oferta
bombardeante que nos crea falsas necesidades. Objetos cada vez más refinados
que invitan a la pendiente del deseo impulsivo de comprar. El hombre que ha
entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil.
La otra nota central de esta pseudoideología actual es, como se ha dicho, la
permisividad, que propugna la llegada a una etapa clave de la historia, sin
prohibiciones ni territorios vedados, sin limitaciones Hay que atreverse a
todo, llegar cada día más lejos. Se impone así una revolución sin finalidad y
sin programa, sin vencedores ni vencidos.
Si todo se va envolviendo en un paulatino escepticismo y, a la vez, en un
individualismo a ultranza, ¿qué es lo que todavía puede sorprender o
escandalizar? Este derrumbamiento axiológico produce vidas vacías, pero sin
grandes dramas, ni vértigos angustiosos ni tragedias_ «Aquí no pasa nada»,
parecen decirnos los que navegan por estas aguas. Es la metafísica de la nada,
por muerte de los ideales y superabundancia de lo demás. Estas existencias sin
aspiraciones ni denuncias conducen a la idea de que todo es relativo.
El relativismo es hijo natural de la permisividad, un mecanismo de defensa de
los que Freud estudió y diseñó de forma casi geométrica. Así, los juicios
quedan suspendidos y flotan sin consistencia: el relativismo es otro nuevo
código ético. Todo depende, cualquier análisis puede ser positivo y negativo;
no hay nada absoluto, nada totalmente bueno ni malo. De esta tolerancia
interminable nace la indiferencia pura.
Estamos ante la ética de los fines o de la situación, pero también del
consenso: si hay consenso, la cuestión es válida. El mundo y sus realidades
más profundas se someten a plebiscito, para decidir si constituye algo
positivo o negativo para la sociedad, porque lo importante es lo que opine la
mayoría.
Hablamos de libertad, de derechos humanos, de conseguir poco a poco una
sociedad más justa, abierta y ordenada. Por una parte, defendemos esto, y, por
otra, nos situamos en posiciones ambiguas que no hacen más humano al hombre ni
lo conducen a grandes metas. Es la apoteosis de la incoherencia. Entonces,
¿dónde puede el hombre hacer pie?, ¿dónde irá a buscar puntos de apoyo firmes
y sólidos?
Un ser humano hedonista, permisivo, consumista y centrado en el relativismo
tiene mal pronóstico. Padece una especie de «melancolía» new look: acordeón de
experiencias apáticas. Vive rebajado a nivel de objeto, manipulado, dirigido y
tiranizado por estímulos deslumbrantes, pero que no acaban de llenarlo, de
hacerlo más feliz. Su paisaje interior está transitado por una mezcla de
frialdad impasible, de neutralidad sin compromiso y, a la vez, de curiosidad y
tolerancia ilimitada. Este es el denominado hombre cool, a quien no le
preocupa la justicia, ni los viejos temas de los existencialistas (Soren
Kierkegaard, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus_), ni los
problemas sociales ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la
verdad, el sufrimiento_). Ya no lee el Ulises de James Joyce, ni En busca del
tiempo perdido de Marcel Proust, ni las novelas de Hermann Hesse.
Un hombre así es cada vez más vulnerable, no hace pie y se hunde; por eso, es
necesario rectificar el rumbo, saber que el progreso material por sí mismo no
colma las aspiraciones más profundas de aquél que se encuentra hoy hambriento
de verdad y de amor auténtico. Este vacío moral puede ser superado con
humanismo y trascendencia (de tras-, atravesar, y scando, subir); es decir,
«atravesar subiendo», cruzar la vida elevando la dignidad del hombre y sin
perder de vista que no hay auténtico progreso si no se desarrolla en clave
moral.