Hitler, la Santa Sede y los judíos: la palabra a los archivos
Entrevista con el historiador Giovanni Sale, s.j.

ROMA, miércoles, 9 junio 2004 (ZENIT.org).- Sesenta años después de la ofensiva aliada que derrotó al nazismo, ha salido en las librerías italianas un libro del historiador de la Universidad Pontificia Gregoriana, Giovanni Sale, s.j., en el que recoge documentación inédita.

El libro «Hitler, la Santa Sede y los judíos» --(«Hitler, la Santa Sede e gli Ebrei» - Editorial Jaka Book, 556 páginas)-- analiza las relaciones entre el Tercer Reich y la Santa Sede en los años 1933 y 1945, basándose en documentos hasta ahora desconocidos del Archivo Secreto Vaticano relativo a las nunciaturas de Munich y Berlín --recientemente abierto por el Papa--.

Según esta investigación, la Santa Sede con los papas Pío XI y Pío XII comprendió ya desde el inicio de los años veinte los peligros propios del nazismo.

Para conocer con más detalle las revelaciones de este libro, Zenit ha entrevistado al profesor Sale.

--La historiografía no habla de la posición del clero católico a la llegada al poder de Hitler y del nacionalsocialismo en Alemania. ¿Cómo se comportó la Iglesia católica en esa situación?

--Giovanni Sale: Con la reciente apertura de los archivos vaticanos relativa a las nunciaturas de Munich y Berlín (1922-39) ahora tenemos la posibilidad de evaluar mejor la manera en que aquel «fatídico giro político» del 30 de enero de 1933 fue comentado y juzgado por los máximos responsables de la Iglesia católica.

Una serie de «Informes», redactados por el nuncio apostólico en Berlín, el arzobispo Cesare Orsenigo, nos da la posibilidad de evaluar mejor aquellos acontecimientos. El primer obispo que tomó medidas contra el nacionalsocialismo fue el arzobispo de Maguncia, quien en septiembre de 1930 publicó algunas normas que tenían como objetivo impedir el que los católicos quedaran contagiados por la epidemia nacionalsocialista; sin embargo, no todos los obispos las aprobaron, por considerar que eran demasiado duras. En todo caso, consideraban que el documento episcopal era prematuro, dado que el movimiento hitleriano se encontraba todavía en evolución.

Algunos obispos, además, pensaban que no había que creer demasiado a las teorías de algunos intelectuales del movimiento hitleriano, como el ideólogo anticristiano Alfred Rosenberg, mientras que había que tener en cuenta que el partido nacionalsocialista era el único que se oponía con determinación al avance de los bolcheviques en Europa.

Con el paso del tiempo, a la línea de conducta adoptada por el obispo de Maguncia, se asoció poco a poco todo el episcopado alemán, «apoyado --escribía el nuncio Orsenigo-- por la actitud irreligiosa persistente de algunos jefes del nacionalsocialismo». En la conferencia episcopal de los obispos prusianos reunidos en Fulda del 17 al 19 de agosto de 1932 se acordó, «dado el presente peligro que el movimiento nacionalsocialista podría constituir para las almas», publicar disposiciones que prohibieran a los católicos la participación en el partido hitleriano. El documento fue aprobado por unanimidad.

En la campaña electoral para las elecciones políticas del 5 de marzo de 1933, por primera vez salió a la luz la oposición entre nacionalsocialismo y mundo católico. En un despacho del 16 de febrero de 1933, enviado a la Secretaría de Estado del Vaticano, monseñor Orsenigo afrontaba la gravedad de la situación y la dureza del enfrentamiento político que tenía lugar entre los partidos, así como la orientación política de los católicos y la manipulación de la religión con fines partidistas: «La lucha electoral en Alemania --escribía el nuncio-- ha entrado ya en su clímax [...]. Por desgracia, también la religión católica es utilizada con frecuencia por unos y por otros con objetivos electorales. El Zentrum [Centro] cuenta naturalmente con el apoyo de casi la totalidad del clero y de los católicos y, con tal de lograr la victoria, actúa sin preocuparse de las penosas consecuencias que podrían derivarse para el catolicismo en caso de plena victoria adversaria».

De hecho, durante la campaña electoral, el elemento religioso fue sumamente aprovechado con motivos de propaganda política tanto por los partidos gubernamentales como por el Zentrum. Éste, considerado por muchos como un «partido confesional», se inspiraba en los valores cristianos para condenar y combatir los principios del nacionalsocialismo. Este último, por su parte, recurría a la lucha contra el comunismo para movilizar a las fuerzas católicas contra el enemigo común. Y sabemos también que muchos hombres de Iglesia no eran para nada insensibles a este argumento.

En general, la actitud de la jerarquía católica alemana durante toda la campaña electoral estuvo caracterizada por una gran prudencia y sentido de responsabilidad. En general, hizo todo lo posible para no alimentar, con declaraciones partidistas o improvisadas, el conflicto existente entre el nacionalsocialismo y el Zentrum.

Lo mismo hizo la Santa Sede. De la documentación que hemos consultado, resulta de hecho que ni la Santa Sede ni el nuncio en Berlín intervinieron de ninguna manera para influenciar a los obispos o a los jefes del partido Zentrum en una determinada dirección.

La Secretaría de Estado en aquellos meses se limitó a observar lo que estaba sucediendo en Alemania y trató con todos los medios de no involucrarse en las complicadas cuestiones políticas alemanas. Esto no significa, sin embargo, que no estuviera preocupada por lo que sucedía en aquellos meses en una nación tan importante para Europa.

Si bien compartía el punto de vista de los obispos alemanes sobre la condena de la ideología nacionalsocialista y sentía profunda preocupación por el destino de la Iglesia católica en aquel país, en el Vaticano eran también conscientes del peligro de que Alemania abrazara a los bolcheviques, empujando a toda la Europa continental en el caos y poniéndola en manos del comunismo. Esto explica el motivo por el cual en el Vaticano, en aquel período, no se juzgaba con excesivo rigor la llegada al poder de Hitler, ni su proyecto político de crear en Alemania un gobierno fuerte, autoritario, siguiendo el modelo de Benito Mussolini.

El punto más debatido por los historiadores es, sin embargo, el del apoyo determinante dado por el Zentrum a la consolidación de la dictadura hitleriana, con la votación de la ley sobre los plenos poderes del 23 de marzo de 1933. Hay que recordar que el paso de plenos poderes legislativos del Reichstag al canciller era un procedimiento excepcional pero previsto por la Constitución y, por tanto, legítimo.

La responsabilidad del Zentrum en la consolidación del poder del nacionalsocialismo se limita, desde mi punto de vista, al hecho de que a través de su voto se hizo posible la ampliación de los poderes del canciller; esto no significa sin embargo la toma del poder absoluto (que quedaba en manos del ejército y del presidente de la República) por parte de Hitler, del que sin embargo fue investido sucesivamente, con un simple decreto firmado por él mismo, después de la muerte del presidente Hindenburg.

Por tanto, responsabilizar al Zentrum de la llegada de la dictadura hitleriana, como sucede con frecuencia entre algunos escritos, me parece no sólo injusto sino también erróneo desde el punto de vista de la verdad histórica.

Las fuerzas reaccionarias y conservadoras del Estado permitieron que el nacionalsocialismo llegara al poder en Alemania y estas fuerzas permitieron que Hitler --a pesar de que conocían sus ideas y su proyecto político-- fuera investido de plenos poderes, creyendo que podrían dominarlo y manejarlo según sus intereses. Tampoco hay que olvidar que fueron los electores, en las elecciones del 5 de marzo de 1933 quienes confirmaron esta opción, concediendo al partido hitleriano un elevado porcentaje de votos.

Si el partido Zentrum el 23 de marzo se hubiera negado a votar los plenos poderes a los nacionalsocialistas --quienes para amedrentar a los diputados habían rodeado el edificio en el que se celebraba la sesión--, los nacionalsocialistas hubieran utilizado la fuerza para alcanzar este mismo resultado, derramando sangre inocente.

Desde mi punto de vista, los diputados del Zentrum que votaron en marzo de 1933 la ley de delegación de poderes actuaron en buena fe, pensando que de este modo estaban ofreciendo un buen servicio a la Patria, preservando la paz social y política y salvando la Constitución. Ciertamente no tenían ante sus ojos todos los efectos negativos, muchos de los cuales entonces no podían preverse, y que tendrían lugar con la toma de poderes.

--La ideología nacionalsocialista se demostró pagana y claramente anticristiana. Pero el enfrentamiento más duro entre los nazis y la Iglesia católica tuvo lugar con motivo de la ley sobre la esterilización obligatoria de 1933. Con esta ley, los nazis comenzaron a aplicar de manera criminal la selección de la raza. ¿Cómo reaccionó la Iglesia católica?

--Giovanni Sale: En realidad, los desacuerdos entre la Santa Sede y el nacionalsocialismo habían comenzado ya tras la estipulación del Concordato de julio de 1933, cuando Hitler comenzó sin demasiados reparos a violar no sólo su espíritu sino también su letra, limitando según le daba la gana los derechos de la Iglesia en materia de asociación, formación, etc.

Ya en abril de 1933, la Santa Sede había comunicado a Hitler, tanto a través de los canales de la diplomacia pontificia como a través de la mediación de Mussolini, que se oponía a la legislación antisemita adoptada por el nuevo Gobierno, pues violaba el derecho natural e hizo todo lo posible para atenuar su rigor.

Hay que decir, de todos modos, que la ley sobre la esterilización obligatoria, que entró en vigor a inicios de 1934, se convirtió en el primer motivo de enfrentamiento entre las autoridades vaticanas y las del nuevo Reich germánico, decidido a aplicar sus teorías eugenésicas en materia de selección racial: teorías que Pío XI había condenado abiertamente en la encíclica «Casti Connubii» de 1931.

A petición de la Santa Sede, el episcopado alemán hizo todo lo posible (incluidas cartas pastorales, contactos personales con dirigentes del régimen, etc.) para lograr la modificación de la ley sobre la esterilización. Esta movilización del mundo católico alemán llevó, de hecho, a modificar el reglamento de aplicación de la ley, que fue publicado el 5 de diciembre de 1933.

Éste contenía dos cláusulas importantes, incluidas en el texto definitivo por los representantes de los obispos después de extenuantes encuentros con las autoridades gubernamentales y contra la oposición del ala radical del partido nacionalsocialista: la primera permitía a las personas con enfermedades hereditarias que no querían ser esterilizadas ser internadas en una clínica; la segunda, garantizaba al personal sanitario no efectuar o a asistir a operaciones de esterilización por motivos de conciencia.

Tuvo más éxito, en 1941, la valiente denuncia de algunos obispos alemanes contra el programa (secreto) de eutanasia de personas con enfermedades hereditarias, en particular los enfermos de mente --los mismos que habían sido esterilizados en virtud de la ley de 1933-- cuya manutención era considerada como demasiado cara para el Estado.

El obispo de Münster, monseñor Clemens August Graf von Galen, en una homilía del 3 de agosto de 1941, reveló detalles sobre la manera en que eran asesinados los enfermos en casas especialmente preparadas para ello y la manera en que se comunicaban noticias falsas a sus seres queridos sobre su fallecimiento.

El obispo condenó con fuerza estos hechos, definiéndoles auténticos delitos, y pidiendo que se castigara a sus responsables. La falta de respeto de la vida humana, denunció, llevaría a la eliminación física de todas las personas consideradas discapacitadas para el trabajo, como los enfermos graves, los ancianos, los soldados heridos que regresaban del frente.

La homilía causó una profunda conmoción entre la población civil y entre los soldados alemanes que combatían en el frente. Los jefes nazis reaccionaron con violencia: algunos pidieron incluso que von Galen fuera ahorcado, acusado de alta traición.

Sin embargo, Hitler, a regañadientes, decidió --para no crear malestar entre la población civil de esa importante región ni entre los numerosos soldados católicos--, aplazar el ajuste de cuentas con la Iglesia hasta que acabara la guerra.

Lo ciertos es que una orden del Führer del mismo 3 de agosto de 1941 bloqueó oficialmente la ejecución del programa de eutanasia. En los años sucesivos, a pesar de la orden de Hitler, se siguió aplicando en algunas situaciones particulares; pero el programa oficial no se reanudó.

ROMA, jueves, 10 junio 2004 (ZENIT.org).- Una vez aclarada la posición de la Santa Sede y de los católicos alemanes ante la llegada al poder del movimiento político de Hitler, en esta segunda parte de la entrevista el historiador Giovanni Sale sj., analiza la posición de Pío XI y de Pío XII ante el nazismo y en particular ante la persecución de los judíos.

La teoría de que Pío XII se «calló», constata Sale, profesor de Historia de la Universidad Pontificia Gregoriana, autor del libro recién publicado «Hitler, la Santa Sede y los judíos» --(«Hitler, la Santa Sede e gli Ebrei» - Editorial Jaka Book, 556 páginas)-- está infundada.

--La encíclica «Mit brennender Sorge» y el hecho de que Hitler no pudiera visitar el Vaticano muestran la hostilidad de la Santa Sede al régimen nazi. ¿Qué opina usted sobre la conducta de Pío XI ante el régimen nazi?

--Giovanni Sale: La reciente apertura de los archivos vaticanos relativos a las nunciaturas de Munich y Berlín (1922-1939) arroja nueva luz tanto sobre la truncada visita de Hitler al Vaticano --durante la visita de Estado que hizo a Roma en 1938-- como sobre la redacción y divulgación en Alemania de la encíclica «Mit brennender Sorge» (1937), es decir, la encíclica de Pío XI contra el nazismo.

La nueva documentación vaticana disponible nos informa de manera sorprendentemente detallada sobre las vicisitudes ligadas a la recepción de esta encíclica por parte de los Estados y de los ambientes de la diplomacia internacional. Las fuentes muestran que la encíclica fue interpretada en aquel tiempo, por la mayor parte de los países occidentales no ligados a Alemania, como un valiente acto de denuncia del nazismo, de las doctrinas racistas y de idolatría del Estado que profesaba, así como de sus métodos violentos de disciplina social.

La «Mit brennender Sorge» fue una de las primeras encíclicas papales y tuvo una resonancia realmente mundial. Por motivos sobre todo políticos fue uno de los primeros actos pontificios que superó las fronteras del mundo católico: fue leída por creyentes y no creyentes, por católicos y protestantes, es más, por primera vez estos últimos tributaron a un documento papal reconocimientos públicos que eran impensables poco antes.

Según un prestigioso periódico protestante holandés, la encíclica «sería valida» también para los cristianos de la Reforma, «pues en ella el Papa no se limita a defender los derechos de los católicos, sino también los de la libertad religiosa en general». Ciertamente la «Mit brennender Sorge» fue acogida de manera diferente según la sensibilidad y la cultura política de las muchas personas que la leyeron.

El hecho es que, como hemos constatado, fue interpretada generalmente no sólo como un acto de protesta de la Santa Sede por las continuas violaciones del Concordato por parte del gobierno alemán, o como una desautorización doctrinal de los errores del nacionalsocialismo, sino sobre todo como un acto de denuncia del nazismo mismo y de su Führer, y esto lo comprendieron inmediatamente los jerarcas del Reich.

Es verdad, como han subrayado los que han comentado la encíclica, que no menciona nunca ni al nacionalsocialismo ni a Hitler, pero si se va más allá de la «letra» del documento, es fácil percibir detrás de cada página, de cada frase, una auténtica acusación contra el sistema hitleriano y contra sus teorías racistas y neopaganas.

Esto lo comprendieron la gran mayoría de los lectores del documento papal. Por eso, se convirtió en una de las mayores y más valientes denuncias de la barbarie nazi, pronunciada de manera autorizada por el obispo de Roma, cuando todavía la gran parte del mundo político europeo veía a Hitler con una mezcla de admiración, sorpresa y miedo.

--Otros de los grandes debates es el de el Papa Pío XII y el holocausto. ¿A dónde ha llegado tras sus investigaciones históricas? ¿Qué hizo el Papa Pacelli ante la persecución de los judíos?

--Giovanni Sale: Por lo que se refiere a los judíos deportados en los territorios ocupados por el Reich, la acción desarrollada a su favor por la diplomacia de la Santa Sede se orientó en dirección de los gobiernos de los países aliados de Alemania, donde existía una mayoría católica y un episcopado «combativo».

Una nota de la Secretaría de Estado del 1 de abril de 1943 decía: «Para evitar la deportación de masa de los judíos, que se verifica actualmente en muchos países de Europa, la Santa Sede ha solicitado la atención del nuncio de Italia, del encargado de asuntos en Eslovaquia, y del encargado de la Santa Sede en Croacia».

Utilizando los canales diplomáticos vaticanos, hizo todo lo que pudo para obtener algo --con frecuencia, por desgracia, muy poco-- a favor de los judíos por parte de aquellos gobiernos (en ocasiones amigos). Se sabe, además, que exhortaba al episcopado local, en particular al alemán, a denunciar con fuerza los horrores cometidos por los nazis contra católicos y judíos.

Hay que recordar que la mayor parte de las intervenciones pontificias tenían como objetivo principal defender a los judíos católicos y garantizar la indisolubilidad de los matrimonios entre judíos y católicos, basándose en los Concordatos estipulados con estos Estados. Realmente la Santa Sede no podía pedir o hacer más a través de los canales diplomáticos oficiales.

Alemania, tras la ocupación de Polonia, había replicado a la Santa Sede que pedía la aplicación del Concordato alemán a los territorios polacos «englobados» en el Reich. En realidad no era aplicado ni siquiera en el territorio alemán.

Los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich están llenos de periódicas intervenciones del nuncio apostólico, el arzobispo Cesare Orsenigo, sobre los judíos. Pero los despachos que envió a la Secretaría de Estado muestran lo difícil que era su situación.

Uno, del 19 de octubre de 1942, dice: «A pesar de las previsiones, he tratado de hablar con el ministro de Asuntos Exteriores, pero como siempre, especialmente cuando se trata de personas que no son arias, me respondió "no hay nada que hacer". Todo asunto sobre los judíos es sistemáticamente rechazado o desviado».

En las palabras de los diplomáticos vaticano se percibe con frecuencia un sentido de impotencia y de desaliento en este sentido. La actividad diplomática de la Santa Sede a favor de los judíos no fue, sin embargo, como algunos dicen, totalmente inútil o ineficaz. A veces logró «ralentizar» las operaciones de deportación o, cuando no podía hacer otra cosa, excluir de ella a algunas categorías de personas.

Una parte de la historiografía reciente, en especial la estadounidense, ignora esta actividad realizada por la Santa Sede a favor de los judíos. Denuncia los «silencios» de Pío XII, por considerarlos «culpables». Según ellos, el Papa tenía el deber de denunciar lo que estaba sucediendo en Europa, aunque tuviera que poner en peligro la propia vida.

La verdad es que esto no sólo hubiera expuesto a la represalia nazi la vida del Papa --que en varias ocasiones dijo que estaba dispuesto a entregar-- sino la de todos los obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos, que vivían en los territorios ocupados, así como la seguridad de millones de católicos.

Sobre la así llamada «solución final» [exterminio del pueblo judío, ndr.], por las fuentes que he consultado, algunas de ellas conservadas en nuestro archivo de la «Civiltà Cattolica» [revista quincenal de los jesuitas en Italia, ndr.], se constata que el Papa no tenía información: basándose en noticias algo nebulosas y a veces contradictorias, sabía que muchísimos judíos, sin culpa ninguna y sólo por motivo de su estirpe, eran asesinados por los nazis de diferentes maneras. De hecho, poco antes, había sucedido lo mismo a muchos católicos polacos, por el único motivo de su nacionalidad.

Pero no sabía nada de la «solución final». Hasta 1944, en el Vaticano se ignoraba incluso la existencia de Auschwitz. La misma propaganda aliada, a pesar de que describía las atrocidades alemanas, las represalias salvajes, y otras cosas, no decía nada sobre los campos de exterminio.

Las primeras noticias ceritas se tuvieron con el famoso Protocolo de Auschwitz, en el que dos jóvenes judíos, huidos del campo de concentración de Auschwitz, en la primavera de 1944, denunciaron al mundo el exterminio de sus hermanos en las cámaras de gas. El texto, conocido en parte ya en junio del mismo año, no fue publicado integralmente hasta el mes de noviembre.

¿Qué sabían los aliados de la «solución final»? Ciertamente más que el Papa. Según el historiador Richard Breitman, tanto Roosevelt como Churchill sabían mucho sobre el exterminio sistemático de los judíos, pues sus servicios secretos descifraban las comunicaciones codificadas de las SS.

Una fuerte denuncia de los crímenes por parte de los aliados, según Breitman, habría constituido un serio obstáculo a la aplicación de la «solución final», pero no tuvo lugar (Cf. «Il silenzio degli alleati: La responsabilità morale di inglesi e americani nell'Olocausto ebraico», Mondadori, 1999).

--En su libro, usted dedica dos capítulos al radiomensaje de Pío XII en 1942. ¿Podría explicarnos por qué es tan importante ese radiomensaje?

--Giovanni Sale: El radiomensaje navideño de Pío XII de 1942, dedicado a la pacificación de los Estados, presentando la ley moral y natural como criterio para la refundación de un nuevo orden entre las nacionales, es uno de los actos más significativos y al mismo tiempo más controvertidos del pontificado del Papa Eugenio Pacelli.

En el momento en que fue pronunciado, tuvo un eco enorme en todos los continentes y fue escuchado y apreciado incluso fuera del mundo católicos. Periódicos y revistas de diferente orientación cultural y política publicaron amplios pasajes y comentarios, en la mayoría de los casos benévolos.

Fue diferente la acogida que depararon al mensaje papal los gobiernos y el mundo de la diplomacia: fue acogido con abierta hostilidad por las potencias del Eje, en particular por Alemania, y con abierta frialdad por las aliadas, en particular por los ingleses.

En él, el Papa no sólo repudiaba el nuevo «orden europeo» que el nacionalsocialismo pretendía realizar, sino que condenaba explícitamente las atrocidades de la guerra, ya sea los bombardeos en alfombra efectuados por los aliados sobre las ciudades alemanas, ya sea las atrocidades realizadas por los alemanes contra civiles inocentes. En particular, el Papa denunciaba el exterminio de los judíos europeos: «Este deseo de paz --decía el Papa-- la humanidad lo debe a los centenares de miles de personas que, sin culpa alguna, en ocasiones sólo por razones de nacionalidad o estirpe, son destinados a la muerte o que son dejados morir progresivamente».

Si este pasaje del radiomensaje pasó prácticamente ignorado en la prensa internacional, no sucedió así en el caso de la atenta censura nacionalsocialista. El ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop, encargó inmediatamente al embajador alemán ante la Santa Sede que informara al Papa sobre la posición del gobierno alemán: «Por algunos síntomas da la impresión que el Vaticano está dispuesto a abandonar su actitud normal de neutralidad y a tomar posiciones contra Alemania --dice el comunicado--. A usted le corresponde informarle que en tal caso Alemania no carece de medios de represalia».

--¿Qué pensaba el propio Papa sobre el contenido del mensaje navideño de ese año? ¿Estaba convencido de haber denunciado al mundo los horrores de la guerra, de la deportación y de la masacre de poblaciones inocentes, como los judíos?

--Giovanni Sale: Por las relaciones de los embajadores de los países aliados, parece que sí: el Papa estaba totalmente convencido de haber cumplido hasta el final con su deber ante Dios y ante el tribunal de la historia.

En una carta del 30 de abril, dirigida al arzobispo de Berlín, monseñor K. von Preysing, escribe con tono sereno que «ha dicho una palabra sobre lo que se está haciendo actualmente contra los que no son arios en los territorios sometidos a la autoridad alemana. Fue una breve mención pero fue bien comprendida».

También con el director de «Civiltà Cattolica» Pío XII hizo referencia al mensaje navideño, en el que evidentemente descargó su corazón y su conciencia de pastor: «El Santo Padre --refiere el padre Martegani-- habló ante todo de su reciente mensaje navideño, que parece haber sido bien acogido en general, a pesar de que fuera ciertamente más bien fuerte».

El Papa, por tanto, estaba «subjetivamente» convencido de haber denunciado ante el mundo lo que estaba sucediendo a los que no eran arios en los territorios sometidos a la autoridad alemana, de haber hablado «fuerte» contra los horrores de la guerra y, en particular, contra los crímenes nazis.

Algunos historiadores consideran, sin embargo, que esta denuncia fue insuficiente, dictada por razones de prudencia político-diplomática y no tanto por sentimientos de humanidad. En todo caso, según estos intérpretes, era «objetivamente» inadecuada a la gran tragedia que estaba teniendo lugar en el corazón de Europa.

La actitud de «prudencia» por la que había optado la Santa Sede durante la guerra ante los beligerantes se reveló sobre todo en ese momento, comentan estos historiadores, inadecuada, insuficiente para responder a las graves exigencias del momento.

El mundo civil, según ellos, se esperaba del Papa, suprema instancia moral y espiritual del Occidente cristiano, no tanto palabras «prudentes», «equilibradas», incluso justas, sino más bien «palabras de fuego» a la hora de denunciar las violaciones de los derechos humanos, a pesar de que esto pusiera en peligro la vida de innumerables católicos, tanto clérigos como laicos, que vivían en los territorios del Reich. De este modo, el Papa hubiera realizado su elevada misión profética.

Desde mi punto de vista, este juicio histórico sobre la acción de Pío XII es excesivamente simplista a nivel de los hechos históricos, e injusto desde el punto de vista subjetivo. No tiene en cuenta las reales dificultades del momento histórico en el que se desarrolló la labor del pontífice y, al mismo tiempo, prescinde totalmente de la sensibilidad y cultura del Papa Pacelli.

Algunos historiadores hablan del Papa y del papado de manera abstracta, ideológica, sin considerar el hecho de que el «ministerio petrino» se concreta a nivel histórico en la persona de individuos particulares, con sus virtudes y sus límites humanos, y que la Iglesia en su acción concreta, al igual que todas las instituciones que tienen una larga tradición, mira al pasado y al mismo tiempo al futuro, así como a las necesidades y urgencias de presente.

He tratado de demostrar que Pío XII estaba «subjetivamente» convencido de haber hablado «fuerte». Pensaba que la manera en que había expresado su denuncia era la más adecuada, la más justa para aquel momento particular. Estaba convencido de haber dicho «todo» y «claramente» y de haberlo hecho de una manera que no expusiera a las represalias nazis a los fieles católicos que vivían en los territorios del Reich y a los judíos.

Para él, este era un punto de máxima importancia al que hubiera sacrificado cualquier otra cosa, como dijo con claridad tanto durante la guerra como inmediatamente después. En definitiva, se puede discutir hasta el infinito sobre el hecho de que la denuncia del Papa fuera adecuada o no a la gravedad del momento, y sobre esto se pueden tener legítimamente a nivel histórico posiciones diferentes. Ahora bien, no se puede decir, como hacen algunos «propagandistas», que el Papa se «calló» conscientemente ante lo que estaba sucediendo a los judíos, por ser filonazi o simplemente por falta de sensibilidad a causa del antijudaísmo o antisemitismo.