XXI

 

LA ENCARNACIÓN

OBRA DEL

ESPÍRITU SANTO

 

 

En la mayoría de nuestros estudios nos sostiene y anima la esperanza del descubrimiento,

-el amor por una verdad nueva,

-una legítima curiosidad,

-el placer del hallazgo y de la conquista personal.

En el estudio de las cosas de Dios, y en particular en nuestra oración, es más prudente moderar e, incluso en determinados momentos, desterrar absolutamente este amor por la novedad, esta búsqueda de lo desapercibido. No es, incluso, imposible que haya, para el desarrollo del alma, un peligro sutil en este amor por lo inesperado, por causar efecto, por la doctrina rebuscada y profunda.

Lo que Dios nos pide no es el refinamiento intelectual, sino

-complacernos en la mirada tranquila y dulce,

-bañar nuestra alma en su luz y su belleza: «Que el Señor sea tus delicias y Él te dará lo que anhela tu corazón» (Sal 36,4). En ninguna parte es más exacta esta observación que cuando se trata del misterio de la Encarnación.

El hecho ha llegado a sernos tan familiar... hasta tal punto el Señor se ha apoderado por completo de todos los derroteros de nuestra vida, que:

nuestra más tierna infancia conoció las dulzuras de Navidad;

nuestra juventud gustó sus alegrías, escuchó sus invitaciones;

nuestra madurez comprendió sus armonías y sus profundas dulzuras.

Nos hemos acostumbrado –y esto quizás sea el primer beneficio de nuestra vida religiosa- a reconocer a Nuestro Señor Jesucristo en todas partes:

- su lenta preparación en el Antiguo Testamento,

- su manifestación en el Nuevo,

- su desarrollo y crecimiento en la Iglesia.

La Encarnación se estableció en nuestra vida como en su propia casa: no contenta con llenar nuestra inteligencia, se convirtió para nosotros en un objeto de contacto y experiencia.

Pues la Encarnación irradia y se prolonga en la Misa, en la Eucaristía, en la Comunión, en la presencia real, en el ejercicio cotidiano de la obediencia y de la caridad. Nuestra vida, en cierta medida, está bañada en el misterio.

El Señor parece mostrar un cuidado especial en envolver toda nuestra vida, en multiplicar en ella su presencia, en no dejar ningún sitio que no lo contenga. Su amor se complació en crear estos encuentros con la intención de mantenernos cara a cara con Él,

y prepararnos para la unión y la visión sin fin.

 

Y sin embargo, sabemos que todavía no se trata más que de una imitación y aprendizaje. Aunque parezca que el Señor, según la palabra de la Escritura, sea, desde aquí abajo, todo en todos: «Ut sit Deus omnia in omnibus », sabemos, sin embargo, que la culminación definitiva de esta intención de Dios se reserva para los días sin fin de la eternidad. La Encarnación no es para Dios un medio temporal, un procedimiento precario; es el procedimiento único, definitivo, mediante el cual Él nos une a sí en el tiempo y en la eternidad.

No, no se trata de descrubrir aquí cosas nuevas, aspectos escondidos:

el tema es demasiado familiar y ha sido demasiado amorosamente estudiado y explorado como para prestarse a pequeños descubrimientos. De lo que se trata es de saborearlo más. Por esa razón, volvamos al pensamiento de que la Encarnación es libre,

de que es un don libre, un misterio de la gracia que nos viene de la pura misericordia de Dios. En este sentido, la familiaridad de la que acabamos de hablar podría a veces perjudicar nuestro reconocimiento. La Encarnación no hace cuerpo con las cosas .

No era necesaria.

Aun cuando, de hecho, no alcancemos a concebir la vida fuera de Nuestro Señor Jesucristo

y lejos del Verbo Encarnado,

aun cuando no hayamos jamás formulado, ni siquiera mentalmente, la hipótesis de que la Encarnación y la Eucaristía y la presencia real no hubieran existido para nosotros, conviene sin embargo que la continuidad y la familiaridad del don no nos velen, a nosotros, su carácter de don.

Y para mostraros una vez más que no entra en mi intención decir cosas nuevas, me pregunto de qué voluntad nos viene este don.

Sin ninguna duda, este don nos viene de Dios: «Toda dádiva buena viene de lo alto, del Padre de las Luces» (St 1,18).

Y, a título superior, este don es Dios mismo.

Sólo Dios puede donarse: nadie tiene autoridad ni señorío sobre Él.

Este don pertenece al haber de Dios, del verdadero Dios, de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No es éste el lugar para repetir tras san Agustín, y toda la Escuela, que las obras de Dios son indivisibles, como indivisible es su misma naturaleza entre las tres personas: «Indivisa sunt opera Trinitatis sicut et indivisa Trinitatis essentia.» Por tanto, la Encarnación es seguramente la obra de esta ternura increada y profunda, de esta ternura viva y primigenia que es el Padre: y es a esta fuente primigenia a la que el Apóstol prefiere referir el inestimable don: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). Es la misma doctrina de la Carta a los Romanos: «El que no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo no habría de darnos todas las cosas con Él? (Rm 8,32). - Dios amó al mundo de tal modo, que le dio a su Hijo Único» (Jn 3,16).

 

Mas este don es especialmente la obra del Hijo,

- porque es en su persona donde se cumplió,

- porque no existe ninguna coacción, antes bien un maravilloso apresuramiento en cumplir la voluntad del Padre: los Salmos nos han conservado el eco del mismo: «Dije entonces: Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad. ¡Yo la deseo, oh Dios mío!, y tu ley está en el fondo de mi corazón» (Sal 40,8-9).

¿Y no es motivo para la más dulce contemplación que en el mismo instante Dios haya recibido de la Virgen y del Hijo este doble y único testimonio de obediencia y de adoración? :

«Vengo a hacer tu voluntad» (Hb 10,7).

«He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

 

Y sin embargo, a pesar de esta parte de priviligio que parecen tener derecho a reivindicar en la obra de la Encarnación

la Persona que envía

y la Persona que es enviada, la doctrina católica parece haberse complacido en atribuir la obra divina al Espíritu Santo. Incluso en el Evangelio, el Ángel dice a la Virgen: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1,35). Y es la voz de todos los credos la que, desde los Apóstoles hasta el último día del mundo y hasta la eternidad, repetirá estas palabras: «Que ha sido concebido del Espíritu Santo.»

Los maestros de la doctrina nos han explicado a qué se debe que la Iglesia atribuya al Espíritu de Dios el cumplimiento del misterio. ¿No era natural mostrar la infinita gratuidad, la pura misericordia de la obra que aquí se cumplía, poniéndola en la cuenta y en el haber de Aquél que es el don de Dios? Pues si es el don de Dios el que actúa, entonces la obra obedece a un acto de pura bondad.

No hubo ningún mérito anterior.

Han invocado otra razón: una obra de amor pertenecía naturalmente a Aquél que es, en la Trinidad, el amor subsistente: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Único Hijo» (Jn 3,16).

Finalmente, han añadido: el término de la Encarnación debía ser una santidad creada, pero eminente. Incluso en nosotros, es en el Espíritu de Dios en quien tiene su origen la obra de la santificación: «Porque sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Ga 4,6). Y a título superior, se aplica a la santidad del Señor: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado el Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

¿Está permitido rebuscar donde otros han cosechado? ¿Extrajeron ellos absolutamente todas las armonías del misterio? ¿Nos está permitido también recordar que la obra que se realizaba en aquel momento era la unión inefable de la persona divina con una naturaleza humana?

Esta unión había tenido sus preliminares de derecho: un conjunto de precauciones respetuosas y tiernas sin las cuales la Encarnación hubiera sido un acto de poder, y la criatura, tan pasiva como en el día de la creación. No hubiera sido una unión de igualdad, justæ nuptiæ, entre Dios y la humanidad. Libre por parte de Dios, lo hemos dicho, la Encarnación fue también libre por parte de la naturaleza humana, como en un contrato, libre como en un matrimonio. Y no es solamente la plegaria litúrgica: «Acoge la palabra, Virgen María»,

que podría considerársela como una poética puesta en escena,

sino la teología más severa la que nos muestra a Dios solicitando, esperando el consentimiento de la Virgen como el consentimiento de la naturaleza humana para la unión que iba a tener lugar: «Exspectabatur consensus Virginis tamquam totius humanæ naturæ .»

Pero, una vez acabados estos preliminares, una vez obtenido el consentimiento de las dos voluntades, la voluntad de Dios y la de la Virgen, a la unión, en el seno de esta bendita Virgen, de la naturaleza divina y de la naturaleza humana, ¿a quién correspondía, por derecho y por razón de su carácter personal, formar el nudo de la unión hipostática para el tiempo y para la eternidad? Me parece que correspondía al Espíritu de Dios. A Él es a quien corresponde la obra de esa unión. Porque Él es el nudo y el vínculo de la Trinidad, porque Él prosigue en el exterior la obra que realiza en el seno de la Trinidad, todos los actos de unión le corresponden.

A Él le corresponde la unión del Padre y del Hijo,

la unión sobrenatural con Nuestro Señor Jesucristo,

la unión hipostática. Él es el vínculo estrecho, indisoluble, de todas las uniones sobrenaturales, porque Él es el amor y la pureza viviente: «Y nosotros conocemos el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1Jn 4,16). No lo pondremos en duda. «Et nos cognovimus... » -«Que nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1Jn 1,3).

Et credidimus caritati: he ahí un motivo para nuestra caridad,

un motivo para no preocuparnos: si somos amados, si Dios nos ama, todo lo demás no importa.

Todo está a salvo si somos amados

y sabemos que Dios nos ama.

 

Subrayaba, hace algunos días, la unión o, mejor aún, la unidad entre el Señor y su Madre.

No había más que un corazón y un alma.

No obstante, pueden ocurrir entre los Santos desacuerdos de detalle, y creo reconocer cuatro circunstancias en donde la voluntad de la Virgen y la voluntad del Señor se separaron:

Cuando el Señor, a la edad de doce años, permaneció en Jerusalén.

El joven adolescente quería ya ejercer su ministerio.

Él contaba con la sabiduría necesaria: stupebant.

Tenía palabras extraordinarias: «¿Por qué me buscabais?» (Lc 2,49).

¡Si no se le hubiese buscado! Él deseaba iniciar enseguida su ministerio. La Virgen, más prudente, pensaba que era demasiado pronto.

 

A la edad de treinta años volverán a chocar sus deseos, pero de manera inversa a la de la circunstancia presente. Veo aquí la ternura profunda, dulce y grave de este amor. El Señor gozaba en la compañía de la Virgen.

Se había habituado a ella,

Lo tenía todo,

A su lado habría olvidado al mundo entero,

¡Cómo se hacía de rogar! Era ella, esta vez, quien le empujaba: las bodas de Caná: «Él manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él» (Jn 2,11). Mas también esta vez, hizo lo que quería su Madre.

 

Cuando vino la muerte o el tránsito de la Virgen. El Señor creyó que ella, la Inmaculada, no tenía que satisfacer ese requisito, y que para su papel de corredentora le bastaba su asombrosa presencia en el Calvario. Pero la Virgen no pensaba de la misma manera: «¿Acaso ya no somos uno? Yo he vivido tu vida. Tú sabes cómo nos amábamos. Tú has pasado por la muerte, ¿por qué no quieres que yo también pase por ella, como Tú, después de ti? Eso será como asemejarme a ti. Y será una fuerza para mis hijos, tus hermanos.» Una vez más lo obtuvo. Y el Señor calcó lo histórico de las dos muertes.

 

d. En la glorificación: mi gloria eres Tú. Tú eres mi tesoro. No tengo necesidad de ninguna gloria creada. ¿Es que no vales para mí más que diez diademas? Necesito verte feliz, verte glorioso, ver tu gloria. Una gloria personal me sería molesta. Yo soy de la Encarnación. Yo soy del misterio del anonadamiento. Me llamarán bienaventurada, pero concédeme no tener otra gloria que Tú.

Y yo creo que, de nuevo, Ella lo obtuvo: «¿No sois vosotros mi gloria?» (cf. 1Ts 2,19-20).

«Sí, vosotros sois mi gloria y mi corona» (Flp 4,1).

 

Y la gloria de Jesús es su Madre.

 

Y la gloria de su Madre, es Jesús.