XIII

 

LA ESCENA

DE

LA ANUNCIACIÓN

 

 

De todos los Evangelios contenidos en el Misal, nos han dicho que san José de Cupertino no sabía más que uno: el de la Santa Virgen: «Sucedió que, estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer de entre la gente... » (Luc 11,27-28), pero lo sabía muy bien, y lo explicó magistralmente el día de su examen para el sacerdocio.

Hay otro Evangelio que la Iglesia, durante casi todo el Adviento y, en particular, estos últimos días, no ha cesado de repetirnos: el pasaje de san Lucas en el que la tradición de la Orden benedictina nos invita hoy a detenernos. Parece como que la Iglesia no tenga nada más que añadirnos ni que nosotros, por nuestra parte, tengamos nada más que saber. Y en efecto, nuestro Adviento en su totalidad y nuestra vida, que no es más que un Adviento y una preparación a la venida de Dios, no podrían estar mejor ocupados que en estas palabras doblemente benditas. Benditas porque provienen de Dios: el Ángel no es, en efecto, más que un embajador, él no habla por sí mismo; sus palabras y su mensaje se las ha comunicado Dios. Son benditas también porque vienen de la Virgen: sólo ella pudo darnos este relato con esa precisión de detalles que revela al testigo y su experiencia inmediata.

Yo quisiera, poniendo aparte toda reflexión humana, limitarme al análisis del texto sagrado, por lo que descompondré en sus detalles la escena de la Anunciación, persuadido de que las almas no necesitan, para recoger el fruto del Evangelio, más que las palabras mismas del Evangelio: la enseñanza sobrenatural brota de su misma fuente. Los dos primeros versículos, 26 y 27, nos permiten conocer a las personas; el versículo 28, el saludo.

 

Todas las palabras son de Dios, y el mensaje es un mensaje alegre. La alegría se encontraba ausente del mundo desde hacía mucho tiempo, había desaparecido desde el pecado. Toda la antigua economía y toda la historia de la humanidad estaban empañadas de tristeza, como si en sus relaciones con Dios el hombre hubiera sido en todo momento consciente de una enemistad aún sin expiar: el hombre tenía naturalmente miedo de Dios. El mensaje actual está precedido de un saludo feliz y de una apelación pacífica y cariñosa: Ave: es la primera palabra de este saludo, la cual, pronunciada una vez, se repetirá eternamente.

No se pronuncia el nombre de la Virgen, pero se afirma ya su dignidad única: el Ángel y Dios la saludan como plena de gracia, como toda ella llena del favor divino: «Kékaritoménè». Es un principio de la teología y casi del buen sentido que quien se encuentra más próximo del origen de la gracia recibe de ella una influencia más directa y abundante. ¿No es ésta la condición de la Virgen? Ella pertenece al orden divino. Dice: mi Hijo, del mismo de quien el Padre dice: mi Hijo. Esta simple reflexión nos dice más de la dignidad y santidad de la Virgen que muchos volúmenes. ¡Y todavía esta santidad no está más que en su aurora! Sé muy bien que las palabras del Ángel presienten ya el cumplimiento de todos los misterios que, en ese momento, no están más que en preparación, y que, antes incluso del consentimiento dado, es con la Madre de Dios por predestinación con quien el Ángel trata en nombre de Dios; sin embargo, es preciso decir que, a la hora de la Encarnación, Aquella que es saludada con el título de gratia plena no se encuentra más que en los primeros peldaños de su santidad, no es aún más que

-la gracia de la preparación,

-la gracia dispositiva.

Aún no vemos en la Virgen la gracia de la Encarnación, no está todavía santificada por este sacramento de pureza y belleza divina que surgirá en ella más tarde.

Tampoco vemos la gracia de esta intimidad de treinta años en la que día a día sigue el crecimiento de la hermosura de su Hijo;

-ni la gracia del Calvario ni la consagración, en el sufrimiento, de su divina Maternidad;

-ni la gracia de la Eternidad. Es llena de gracia para sí misma, y no lo llegará a ser también realmente para nosotros más que entrando en el mundo de la unión hipostática y preparando en su virginidad el misterio de Cristo.

 

El Señor está contigo... Antes incluso de la Encarnación ésta es la fórmula de la Encarnación: Dios con nosotros; y es también la gloria más pura de la Virgen: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Sentimos que Dios está seguro de su éxito.

 

Bendita tú entre las mujeres... Dios presume, cuenta por adelantado con el beneficio del consentimiento que solicitará a María. Sin embargo, no es bendita entre todas las mujeres más que en razón de un estado que aún no ha adquirido, pero que ha sido tan bien preparado por Dios que la respuesta de la Virgen está asegurada.

 

En su conjunto, este saludo era extraordinario, inusitado y realmente inédito. No hay duda de que, consultando las Escrituras, podemos encontrar aquí y allá fragmentos esparcidos de este saludo, pero, tomado en su conjunto, no se parecía a ningún otro. Todavía hay que añadir al carácter especial e inusitado de este mensaje divino la actitud del Ángel, lleno de respeto y de veneración: la Santísima Virgen, como todos los humildes, se ignoraba, y ella conocía no obstante la Escritura: este saludo la sorprendió, y no respondió más que con el silencio al mensaje divino, preguntándose lo que podía significar, sin darse por aludida.

Su misma turbación es el indicio de la humildad de la Virgen. Hay personas que no se sorprenden nunca ante el elogio que se les hace: lo saben todo de antemano, saben mucho más que nosotros y serían muy capaces de completar nuestra información. La sorpresa en este caso es indicio de humildad.

-e indicio de en qué consiste la humildad.

Un alma humilde no está constantemente pendiente de sus propias faltas e imperfecciones: tal ejercicio de humildad no era propio de la Virgen.

Tampoco es que pensara ponerse por debajo de todo, considerarse más vil que nada, más que el barro de los caminos y más que el diablo en persona: yo no sé si se llega a la humildad por estos procedimientos, pero me parecen desviados y un poco falsos.

¿No consistirá la verdadera humildad en mirar a Dios y en ignorarse a sí mismo? No hay camino más directo para conseguirla que mirar a Dios -eso nos devuelve a nuestro rango de criatura y de criatura pecadora, -y mirar la humildad del Señor para imitarlo. Podemos también mirar la humildad de María, pero prometí dejarle la palabra únicamente al texto sagrado.

 

Después del saludo,

después de la sorpresa,

viene el mensaje y el anuncio formal. El Ángel iluminado de Dios tranquiliza la humildad de la Virgen: «Ne timeas. » Es la misma recomendación hecha a Zacarías. Entramos verdaderamente en el cristianismo. Se temió y se tembló durante cuatro mil años de pecados, pero he aquí que viene el Salvador, el que libra a su pueblo de sus pecados, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: ya no ha lugar para temblar,

y, en lo que concierne a la Virgen, la benevolencia de Dios reposa en Ella.

La concepción,

el alumbramiento,

la misión de su Hijo,

la dignidad de su Hijo: en este mensaje angélico se encuentra un singular ejercicio de la fe de María:

la grandeza de su Hijo, su nombre y su dignidad de Hijo de Dios,

su realeza,

su realeza eterna, elementos todos del orden sobrenatural, del orden de la fe. Reconozcamos también la presencia de un elemento simbólico que tiene que ver con el pensamiento mismo de Dios. Esto puede sernos útil al leer la Escritura. El apóstol, al hablar de diversos hechos del Antiguo Testamento, afirma que estos acontecimientos eran figuras, sin dejar por eso de ser acontecimientos reales e históricos: «Todo esto les acontecía en figura» (1 Co 10,11). Percibimos aquí de hecho

una costumbre del pensamiento de Dios, y

un ejercicio del poder de Dios, quien enseña a través de los acontecimientos, y se sirve de los hechos para significar alguna cosa más allá de ellos mismos. Es una clave de interpretación de la Sagrada Escritura. «El Altísimo, el Señor le dará el trono de David su Padre. El reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos, y su realeza no tendrá fin.»

Estas afirmaciones angélicas son verdaderas, pero siempre que nos elevemos hasta el pensamiento de Dios, que hace del Antiguo Testamento un esbozo del Nuevo, y del Nuevo, un esbozo de la Eternidad, y concibe el todo sobre un plano simétrico, ordenado. Materialmente, el Señor no se sentó sobre el trono de David: hacía mucho tiempo que ese trono no existía; literalmente, el Señor, a pesar de haber llevado hasta la cruz el título de rey de los Judíos, no reinó sobre la casa de Jacob: David y Jacob son representativos: ambos son expresión de una realeza y de un pueblo, de los cuales eran el calco anticipado. Pero la Virgen María era cristiana y comprendía a la vez la Escritura y el pensamiento de Dios.

Queda sin embargo el hecho de que todo esto pertenecía al futuro y al poder de Dios, y que este mensaje angélico era un objeto de fe, una prueba de fe para la Virgen. Nada de todo esto se había cumplido todavía, ni parecía humanamente plausible: quedan incluso en el mensaje angélico partes que, todavía hoy, permanecen para nosotros como objetos de fe y de espera sobrenatural: « Y su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Aún no se ha cumplido todo: Dios no ha dicho su última palabra.

 

La fe de la Virgen fue perfecta, y la pregunta con la que ella acoge el mensaje no tiene de ningún modo el sentido de una prórroga, ni de una demora voluntaria de su acto de fe. Sería una injusticia equiparar el «Quomodo fiet istud: ¿Cómo será esto?» de la Virgen con el «Unde hoc sciam: ¿En qué lo conoceré?» de Zacarías. La Santísima Virgen no duda de la veracidad divina aun cuando pregunta al Ángel la manera como se cumplirá el misterio divino. Y mientras que Gabriel había respondido a la incredulidad de Zacarías con severidad y con un castigo, a Nuestra Señora el Angel le revela el modo virginal de la concepción prometida, y, en nombre mismo de Dios, solicita su consentimiento para la unión hipostática: es Dios el que quiere obtener de la Virgen, como un honor para Ella y para la naturaleza humana, el lugar que ocuparía Él en su creación.

El ejemplo de Isabel no hubiera sido en absoluto decisivo si el Ángel no hubiera apelado a la omnipotencia de Dios.

 

Y entonces fue pronunciada libremente, con conciencia, la palabra divina, que sonará hasta el umbral de la Eternidad: «Yo soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» ( Lc 1,38).

 

La humildad,

la fe,

la obediencia,

¿no es esto la vida monástica en su plenitud?

 

 

«MISSUS EST» 1908.