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PROFUNDA REALIDAD DE LOS MISTERIOS

 

Una de las disposiciones más afortunadas de la vida sobrenatural es la que nos hace acoger los misterios en nuestra fe como auténticas y profundas realidades.

 

Dios no hace más que obras reales, obras sinceras. Es necesario que las acojamos tales como son y que reaccionemos contra la despreocupación, contra una cierta superficialidad, contra el espíritu de disminución y empequeñecimiento: «Espíritu de rebeldía (Ef 2,2).» Pues todo concurre en nosotros para borrar en nuestro pensamiento la realidad viva e intensa de los misterios.

Se trata de acontecimientos incomprensibles que nos sobrepasan: nuestro entendimiento sólo se presta gustoso a lo que puede medir; por tanto, las cosas nos parecen naturalmente increíbles cuando están por encima de nuestra inteligencia o cuando sobrepasan nuestra voluntad y nuestros afectos.

Se trata de antiguos acontecimientos, perdidos en la historia, sobre los que los siglos han pasado y que la masa de acontecimientos nuevos, venidos después, nos roba en alguna medida.

Son acontecimientos familiares, de los que se nos ha hablado mucho; los libros y los hombres nos los han transmitido, y si existe una familiaridad que es motivo de atención porque nace de la intimidad afectuosa, existe también otra que embota nuestra atención y no nos deja en adelante percibir distintamente lo que juzgamos que está demasiado visto; se dice, incluso, que hay una familiaridad que provoca nuestro desdén.

Para concluir, ya veis que estamos obligados a restablecer estos acontecimientos en su medida normal cada vez que hablemos de ellos. Al hablar de las cosas de Dios, en lugar, como se debería, de no emplear más que palabras nuevas, creadas para eso, palabras que nunca antes se hubiesen utilizado; en lugar de esto, hablamos de los acontecimientos sobrenaturales y de los misterios con palabras desgastadas y sin relieve por ese uso cotidiano. Y de igual modo que el mismo Dios se vela cuando se muestra, estamos nosotros como forzados a humillarlo incluso cuando queremos homenajearle.

De aquí nació casi necesariamente un empequeñecimiento de los misterios, un sentido menos vivo de su intensa realidad, un esfuerzo para escapar a su grandeza obsesiva e importuna.

Los Cafarnaítas, los Socinitas, el Arrianismo* : Dios no tiene necesidad de eso. Todo puede hacerse con menos coste... Esta doctrina, si fuera verdadera, sería demasiado exigente.

Dios ama realmente.

La Encarnación es una obra real;

la presencia del Señor es una presencia real; es la herejía la que lleva al límite esta tendencia a empequeñecer los misterios.

Aunque esto no se haya formulado en doctrina, esta merma de realidad en los misterios sobrenaturales constituye el auxiliar más seguro de la tibieza y de la vulgaridad: la vida no tiene ningún motivo para salir de su egoísmo y de su banalidad cuando los misterios no son para nosotros más que viejos acontecimientos cuya importancia ha quedado borrada en su misma lejanía y en nuestra despreocupación.

Hay tantas cosas nuevas que se ofrecen a nosotros...

La liturgia, para remediar esta falta de relieve de las realidades sobrenaturales, nos las representa cada año a fin de hacérnoslas vivir de nuevo,

y es por ello, también, por lo que nuestra inteligencia, nuestra oración y nuestra contemplación se esmeran en restituirles cada día su realidad intensa y viviente.

«Nuestra mirada no se detiene en las cosas visibles, sino en las invisibles.» (2Co 4,18).

 

Hoy vamos a ocuparnos de la Encarnación, y es costumbre monástica que se hable sobre todo de la Santísma Virgen.

La Liturgia se sirve de una palabra precisa para designar la fiesta de la Encarnación: «La novedad del nacimiento.» ¡Verdaderamente es una novedad! Es una obra de Dios inesperada. No solamente porque es un despliegue de caridad y de ternura, en lugar de la afirmación de poder que se manifestó en el Antiguo Testamento.

Fue una novedad porque fue verdaderamente una excepción, algo inaudito e inesperado, una dislocación en las cosas y hasta en la vida de Dios.

Una de nuestras contemplaciones más habituales y, también, una de las más dulces es la que nos muestra a todos los seres pendientes de Dios y recibiendo su gracia.

Existe un foco de vida y de ser en donde se alumbra toda existencia, de quien recibe toda vida creada.

Esta ley vale para el mundo increado y trasciende al mundo creado:

-un niño,

-la inmensidad creada reposando en las manos de Dios, en sus brazos, tanto tiempo como dure: «Él lo sostiene todo por la fuerza de su Palabra.» (Ef 1,3).

Esta ley resuena, sobre todo, en el mundo sobrenatural; allí volvemos a encontrar todavía esta pulsación eterna del corazón de Dios llevando a los Ángeles y a los hombres la savia, la sangre, la vida de Dios.

Recibir de Dios,

recibirlo todo de Él,

recibir conscientemente,

recibir de Dios y retornarlo a Dios,

restituirlo todo a Dios

y permanecer en contacto con este estado de eterna dicha, en adhesión con Dios, con el centro de todo ser, de toda vida, de toda gracia, de toda caridad:

esto es el orden, parece,

ésta es la armonía,

ésta es la criatura recibiendo del Creador,

esto es, en las cosas y en la vida de Dios, el cumplimiento de la palabra del apóstol Santiago: « Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces.» (St 1,17).

 

La Encarnación es una excepción a esta ley. Aquí no es Dios quien da y la criatura quien recibe:

es la criatura quien da y Dios quien recibe.

Es Dios quien está obligado a su criatura. Que Dios me perdone: el hágase de la criatura puede infinitamente más que el hágase de Dios mismo. El uno hizo la creación, el otro hizo al Creador.

El Señor había deseado un lugar en su creación. Como si ella se hubiera alejado de Él más de lo que él hubiera querido y proyectara traerla de nuevo en su totalidad, acercársela a la distancia donde se puede hablar, hacerse oír, amar, él quiso tener un lugar en su creación.

¿Con qué intención? No es el momento ahora de buscarla; el Calvario y la Eucaristía y la Eternidad nos lo dicen; en fin, que el Señor tenía una pena, un deseo, el deseo de estar con nosotros: «Es el equivalente de su nombre: Enmanuel.» (Is 7,14). Ponerse a la cabeza de la creación para retornarla a Dios como un trofeo, como una conquista, como una recolección.

Él había soñado desde el principio:

-con la necesidad de un pueblo al que, gracias a la garantía del proyecto de Dios, que no podía realizarse más que en él mismo, le tranquilizaba contra todas las amenazas de destrucción;

-con la necesidad de una familia;

-con la necesidad de una mujer de la que quería recibir su lugar, su sitio, su vida.

«Dispones de nosotros [nos gobiernas] con un gran respeto.» (Sap 12,18), no de cualquier manera. Ella no ignoró nada, y es revelación de Dios, y una revelación también de la Virgen, ¿no es cierto?, que el cumplimiento del proyecto de Dios se subordinó al consentimiento de la Santísima Vigen, a la Unión que debía realizarse.

Es Dios quien recibe:

-su cuerpo, la vida, el alma, el primer alimento de su vida,

-su educación y su formación sobrenatural y moral.

No tenía necesidad de eso. Los teólogos nos enseñan que en el Señor se conciliaban sin perjudicarse, sin empequeñecerse, sin suprimirse, sin desbordarse, las gloriosas realidades que existían en Él: el Dios y el hombre, y, en cuanto hombre, la variedad de sus órdenes de conocimiento:

-la ciencia beatífica,

-la ciencia angélica,

-la ciencia y la experiencia humana.

El profeta nos lo mostró pasando sucesivamente por las diferentes etapas de la infancia: «Comerá cuajada y miel hasta que aprenda a rechazar el mal y escoger el bien.» (Is 7,15). El Evangelio nos lo presenta creciendo cada día en ciencia y en sabiduría: «Jesús progresaba en sabiduría y en talla delante de Dios.» (Luc 2,52).

No era Él a medias el Hijo de su Madre la Virgen.

No era ella a medias la Madre de su Hijo Único.

La obra de la Encarnación no fue una obra de apariencia o de fachada: fue una obra sincera y real. No podemos concederle al hereje unas ventajas que le permitirían poner en duda, con razón, la profunda verdad de las obras de Dios. Según la doctrina de Suárez, nadie ha sido Madre como la Santa Virgen, y la relación del Hijo con la Madre en la Encarnación ha sido la más verdadera y la más estrecha que jamás ha existido.

Y si el Señor consintió en ser enseñado por el espectáculo de las cosas creadas, ¿cómo no había de recibir en el orden natural, en el orden moral, en el orden sobrenatural, la enseñanza, la promulgación, la intimación de la ciencia maternal?

Este es quizás el tema de estudio más atrayente del Misterio.

¿Cómo era la explicación? ¿Cómo la enseñanza? Juntos leyeron los Salmos; juntos, el relato de la Creación; juntos repasaron los acontecimientos de la historia sagrada: la Inmaculada Concepción, la Encarnación; juntos leyeron a Isaías; juntos, el capítulo 53...

Hay rasgos del carácter del Señor que a los santos les gustaba remontar hasta la Santísima Virgen. Yo me inclinaría de buen grado a creer que son todos los rasgos.

¡Madre Virgen!...

 

Todo esto para llegar a esta conclusión tan natural: ¡aprendamos nosotros en la escuela de la Santísima Virgen! Esta doctrina está experimentada, y la enseñanza maternal entra por influencia, por dulce y vigorosa sugestión.

«MISSUS EST» 1902.