Fe cristiana y reflexión filosófica

Extraído del libro Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo. Un discernimiento intelectual cristiano (Pensées des hommes et foi en Jesús-Christ. Pour un discernement intellectuel chrétien) *

André Léonard **

Ofrecemos la amplia Introducción (dividida en cuatro capítulos) del libro Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo, por considerarlo de suma utilidad, como una guía para el estudio de las relaciones fe-filosofía. Se trata, como toda introducción, de una invitación para profundizar las relaciones fe-razón, y en concreto, la experiencia filosófica vista desde la fe cristiana.

Contenido de la Introducción

INTRODUCCIÓN: Fe cristiana y reflexión filosófica

CAPITULO PRIMERO: Planteamiento del problema

A. La afirmación cristiana

1. El admirable intercambio

2. La conmoción de la amistad

3. La humildad de Dios

B. La inevitable confrontación

1. El rechazo de la fe en nombre de la filosofía

2. La transformación de la fe en gnosis o en ideología

3. El rechazo de la filosofía en nombre de la fe

4. La búsqueda de una armonía entre fe y filosofía

CAPITULO SEGUNDO: Principios de solución

A. La relación de la gracia y de la naturaleza

B. La relación de la revelación y de la filosofía

CAPITULO TERCERO: Promoción y crítica recíprocas de la fe y de la filosofía

A. El papel crítico y liberador de la filosofía con respecto a la fe

B. El papel crítico y liberador de la fe con respecto a la filosofía

1. A la manera protestante

2. A la manera católica

CAPITULO CUARTO: Contenido y articulación de los principales temas de la reflexión filosófica


 

 

Introducción

Fe cristiana y reflexión filosófica

Como hemos indicado en el prólogo, nuestro fin es favorecer una mejor inteligencia de la fe cristiana evaluando, de manera crítica, la influencia, negativa y positiva, que ejercen sobre ella los temas más importantes del pensamiento filosófico.

Por «filosofía» entendemos, como se hace comúnmente, un esfuerzo de reflexión sistemática y racional sobre el sentido global de la existencia humana y del mundo que nos rodea. La filosofía es, pues, en primer lugar, un «esfuerzo», un proyecto jamás enteramente realizado; como lo indica su etimología, es amor de la sabiduría y no sabiduría definitivamente acabada. Luego es un esfuerzo de «reflexión»; su cometido es examinar de nuevo la experiencia común o los resultados de la cultura y de la ciencia a fin de aclararlos determinando, tanto cuanto sea posible, su sentido y su alcance últimos, velados aún en el nivel de la práctica corriente. Esta reflexión será «sistemática», no se contentará con consideraciones inconexas, sino que buscará una totalidad organizada y coherente, en la medida en que la materia estudiada se preste a ello. Esta reflexión será también «racional», no le bastará con intuiciones gratuitas, y no fundadas, por geniales que puedan a veces ser, ni se apoyará, sin más, sobre la autoridad de una revelación religiosa, por elevada que sea; sino que intentará dar cuenta de lo que afirma recurriendo a las luces naturales del entendimiento humano en su discursividad metódica. La filosofía es, finalmente, un esfuerzo de reflexión sistemática y racional sobre el «sentido global» de la existencia humana y del mundo que nos rodea. A diferencia de las ciencias humanas (psicología, lingüística, sociología, etc) o de las ciencias naturales (física, química, biología, etc), la filosofía no se limita a un aspecto determinado del hombre ni a una porción o estratificación determinada de su mundo, se aplica más bien al sentido global del hombre y del universo histórico y natural en el que él se sitúa.

Así pues, nuestro fin será establecer una confrontación entre la fe cristiana y las grandes articulaciones del pensamiento filosófico. Antes de entrar en el detalle de esta confrontación, es conveniente que nos interroguemos sobre la existencia misma de un nexo entre la fe cristiana y la reflexión filosófica, así como sobre la naturaleza eventual de este nexo. Tal es el propósito de esta introducción que, precisamente por esta razón, hemos titulado: «Fe cristiana y reflexión filosófica».

Capítulo Primero

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Algunos textos del Nuevo Testamento parecen disuadir de la búsqueda de un nexo cualquiera entre la fe cristiana y el caminar de la filosofía. ¿No escribe San Pablo a los Colosenses: «Tened cuidado no vaya a haber alguno que os engañe con la filosofía, que es una insulsa patraña forjada y transmitida por hombres, fundada en los elementos del mundo y no en Cristo» (Col, 2,8)? Y en un célebre pasaje de su primera epístola a los Corintios (1 Cor 1, 17-2, 5), ¿no ha opuesto vigorosamente la locura de la predicación a la sabiduría del mundo? Sin duda alguna. Hay que tener en cuenta, sin embargo que, en la epístola a los Colosenses, como lo indica el contexto, Pablo, al hablar de «filosofía», se refiere más a las especulaciones religiosas esotéricas que a un sistema de pensamiento racional. Y, en su carta a los Corintios, si quita la máscara a la falsa sabiduría de los inteligentes y presenta la predicación cristiana como una locura, es únicamente para mostrar a continuación cómo este Cristo crucificado, que es locura para la sabiduría griega, es en verdad potencia de Dios y sabiduría de Dios, «porque la locura de Dios es más sabia que los nombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres» (1 Cor 1,25). Y un poco más adelante, en un pasaje menos célebre, pero igualmente importante (1 Cor 2, 6-16), Pablo afirma que lo que él enseña a los cristianos adultos es una sabiduría, mas no una sabiduría puramente humana, sino una sabiduría inspirada por el Espíritu de Dios. En otro lugar se apoya explícitamente sobre el «conocimiento» del Misterio que le ha sido comunicado por revelación e invita audazmente a sus cristianos a caer en la cuenta de la «inteligencia» que posee del Misterio de Cristo (Ef 3, 2-4). Así pues, no hay que oponer la fe cristiana a toda forma de sabiduría o de conocimiento. El problema consiste más bien en saber si, con algunas condiciones, la sabiduría humana puede contribuir a la elaboración de esta sabiduría de Dios que Pablo enseña a los cristianos adelantados. En el caso mismo de Pablo, la respuesta es ciertamente positiva cuando vemos el provecho que él ha sacado de su amplia cultura humana en la exposición del misterio cristiano. Pero, más allá del caso de Pablo, nos es necesario ahora plantear el problema en su generalidad y ver cómo está ligado a la naturaleza misma de la afirmación cristiana.

A. La afirmación cristiana

Si, desde su aparición, el cristianismo ha escandalizado en el plano intelectual, entre otros, y ha suscitado el problema de la relación entre la fe cristiana y la reflexión filosófica, es debido al contenido mismo de sus afirmaciones capitales.

1. El admirable intercambio

Lo que anuncia el cristianismo en pleno centro del mundo griego, y luego en el romano, es verdaderamente escandaloso para el hombre antiguo. Lo que proclama el Nuevo Testamento es, en efecto, según la bella fórmula de la liturgia, «el admirable intercambio» entre Dios y el hombre. Dios es un Padre para el hombre, puesto que lo ha creado, pero no es solamente esto, sino que, como dirá un día San Agustín, «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios». Este maravilloso encuentro se realiza en Jesucristo, quien, siendo a la vez plenamente Dios y plenamente hombre, es el lugar vivo donde Dios y el hombre pueden encontrarse e intercambiarse. Entonces, lo esencial del mensaje cristiano consiste en afirmar que el hombre, y con él el universo entero (cf. Rm 8, 18-23), está invitado a entrar en la intimidad misma de Dios y a ser de este modo divinizado compartiendo la felicidad del mismo Dios. Y esto no vale solamente para «la humanidad» en general, el individuo mismo es llamado a la glorificación: Dios ama tanto al hombre que éste es llamado, incluso en su cuerpo, (y ¿qué hay de más propio a cada uno que su cuerpo?), a ser divinizado viviendo de la misma vida de Dios. Sí, «lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9).

Esto es lo que introduce, en las perspectivas humanas y religiosas de la Antigüedad, una conmoción inimaginable, la conmoción de la amistad.

2. La conmoción de la amistad

La filosofía antigua se negó a imaginar una amistad, en el sentido propio del término, entre Dios y el hombre, porque la amistad supone una cierta igualdad1. «Sería ridículo, escribía Aristóteles, acusar a Dios porque el amor que recibimos de él en retorno no es igual al amor que nosotros le damos, como sería ridículo que un súbdito hiciera semejante reproche a su príncipe. Ya que lo que corresponde al príncipe es recibir el amor, no el darlo, o, por lo menos, el no amar sino de una manera completamente diferente» (Eth. Eudem. VII, 3, 1238 b 26-29). Se vuelve a encontrar una actitud parecida, en el siglo XVII, en Spinoza, cuando afirma: «Quien ama a Dios no puede hacer esfuerzos para que Dios le ame a su vez» (Eth. V, prop. 19) o: «Dios no ama —en el sentido propio del término— ni odia a nadie» (Eth. V, prop. 17, cor.).

Ahora bien, lo que el judeo-cristianismo anuncia es precisamente la amistad propiamente dicha entre Dios y el hombre. Dios es trascendente, cierto, pero su trascendencia es justamente la de su amor. El nos aventaja infinitamente, pero es precisamente por el poder que posee de amar y de comunicarse. Por eso, el Antiguo Testamento emplea ya imágenes muy fuertes, la del amor paternal o maternal, e incluso la del amor conyugal, para expresar el lazo de amistad entre Yaveh y su pueblo. Esta amistad, en su significación fuerte y, por decirlo así, en un plano de igualdad, encuentra su realización en el momento en que, por la Encarnación, el Hijo de Dios se hace un hombre entre los hombres y nos enseña a llamar a Dios, siguiendo su propio ejemplo, con ese diminutivo que emplean los niños para dirigirse a su padre: Abba (papá), Padre (Rm 8,15; Ga 4,6). Llamar así a Dios revela una audacia inaudita y una manera de concebir a Dios que es un escándalo para la representación que los filósofos se hacían de la trascendencia divina. El escándalo será tanto mayor cuanto que, en Jesucristo, que es el rostro humano del amor de Dios, esta amistad desconcertante toma la forma de la humildad y de la debilidad.

3. La humildad de Dios

En el centro de la revelación cristiana se encuentra la figura desfigurada de un Dios crucificado, «escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,25). Lo que ahí se revela es la fuerza de Dios (v. 24), pero no una fuerza como la concebía la filosofía pagana. Pues Dios es Amor (1 Jn 4,16) y el amor es la mayor fuerza que existe, pero se trata de una fuerza que incluye, por naturaleza, la disponibilidad y, por lo mismo, la vulnerabilidad. El que no ama no corre ningún riesgo, está protegido por el caparazón de su indiferencia. Mas amar, es arriesgarse a ser herido. Es eso exactamente lo que se manifiesta en la Cruz del Hijo: en ella, la sobreabundante ternura de Dios y su fidelidad hasta lo último se abajan hasta el extremo de la pobreza escarnecida y humillada.

Dios aparece así como aquel que quiere colmar al hombre con su propia vida divina y que, para convencerle de ello, para convencerle del cambio radical introducido por el admirable intercambio, se abandona a él sin reservas, como un juguete entre sus manos. He aquí una demostración de fuerza que trastorna todos los cánones de la grandeza, puesto que es, a la vez, una revelación de esta humildad de Dios que va hasta la Pasión donde sufre las consecuencias de todas las miserias. [2] Frente a la suficiencia bien comprensible de este pagano admirable que es el hombre en la plenitud de su sabiduría, de su ciencia y de su competencia, la fe cristiana no es ya la revelación de una fuerza divina que sería infinitamente más grande dentro del mismo orden, es más bien el descubrimiento desconcertante de una grandeza completamente diferente: la humilde grandeza de un amor enteramente despojado de sí. [3] Por tanto la finalidad del Evangelio es que el hombre responda con la humildad de la fe y de la adoración a la humillación voluntaria del Dios crucificado.

Tal es el reto lanzado por la afirmación cristiana a toda sabiduría puramente humana. Se comprende que haya hecho inevitable una confrontación de la fe cristiana con el pensamiento filosófico.

B. La inevitable confrontación

Al celebrar el admirable intercambio entre Dios y el hombre, al proclamar la Buena Nueva de la amistad de Dios con el hombre, al descifrar el amor transfigurante de Dios en la humilde figura del mayor desfigurado de la historia, la fe cristiana parece comprometer la transcendencia divina tal como la razón filosófica se la representa la mayoría de las veces. Dios, ¿no es el Absoluto? Entonces ¿cómo podría ser visto como un individuo determinado? ¿No es Espíritu y, por lo mismo, invisible? ¿Cómo pretender reconocerle en Jesús de Nazaret? ¿No es El la Vida eterna en su potencia soberana? ¿Cómo atreverse a identificarle con un crucificado? Podríamos alargar la lista de las afirmaciones cristianas escandalosas para la razón filosófica. No retendremos más que tres, independientemente de las que han sido expuestas más arriba.

—El cristianismo, lo mismo que el judaísmo, se presenta como esencialmente ligado a la historia. Dios es concebido como el que se revela a través de los acontecimientos históricos ofreciendo a toda la humanidad la salvación en este individuo histórico que es Jesús de Nazaret. Tenemos aquí un doble escándalo. Primero: que el Dios eterno se manifieste a través del tiempo y, lo que es más, en un momento determinado y privilegiado del tiempo. Luego: que una salvación, universal por principio, esté ligada constitutivamente a un individuo particular. Este último escándalo tiene la misma actualidad hoy que en la Antigüedad. El hombre que piensa, el filósofo, podría aceptar de buen grado que se ofreciera a la humanidad una salvación universal por un medio que fuera él mismo universal siendo proporcionado a las capacidades naturales del hombre en general: la ascesis, el recogimiento, la reflexión, la oración, etc. Pero que la salvación de todos se desprenda de un acontecimiento único de la historia, eso se opone profundamente a la sana razón. Y, sin embargo, es eso, precisamente lo que constituye la esencia del cristianismo. [4] Es verdad que las otras religiones, lo mismo que las grandes filosofías de la humanidad, tienen también un origen histórico, se refieren a un fundador o a un iniciador que es, ciertamente, un individuo de la historia. Pero, este individuo está en el origen de esa religión o de esa filosofía sin ser él mismo el objeto central y, por decirlo así, único de ellas. Ahora bien, la fe cristiana se atreve a hacer esta barbaridad: afirmar, en Jesús, la identidad del que revela y de lo revelado. Jesús no es solamente el portador histórico de un mensaje eterno de verdad, El dice: «Yo soy la Verdad» (cf. Jn 14,6). Eso es único y completamente escandaloso.

—Un segundo ejemplo del escándalo que, dentro del cristianismo, choca con la razón filosófica: la llamada a la fe en una materia en la que se juega el destino último del hombre. De una manera o de otra, la filosofía está siempre, en efecto, en busca de evidencia racional autónoma. Ahora bien, he aquí que en la religión cristiana, el acceso a la verdad más esencial y a la vida la más indispensable depende de la adhesión a una palabra que viene de más allá de la razón y de la acogida de una energía que ella no puede controlar. La confrontación, o el conflicto, será inevitable.

—Una última ilustración del carácter chocante de la fe cristiana: la afirmación de una Providencia personal de Dios. Es verdad que la religión griega abunda en dioses antropomorfos que cuidan del hombre. No obstante, los grandes filósofos paganos desconocen casi esta noción de providencia. Pensemos en Aristóteles en el momento del apogeo de la filosofía griega. En la cumbre del mundo llevado por el movimiento, coloca el primer motor inmóvil, necesariamente inmaterial, que concibe como una pura Inteligencia. Mas ¿qué puede pensar esta Inteligencia divina? Nada fuera de sí porque entonces sería arrastrada, por su objeto, a la imperfección del cambio. Dios es, pues, puro Pensamiento del Pensamiento, Pensamiento pensándose eternamente a sí mismo. El universo entero, para Aristóteles, se mueve bajo la atracción inmóvil del Pensamiento divino, siendo atraído por su perfección como por un imán, pero Dios en sí mismo no piensa en el mundo y no se ocupa de él. [5] Frente a esto, se comprende el escándalo causado por la afirmación cristiana de la Providencia divina; «¿no se venden dos gorriones por un as? Sin embargo ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10, 29-30). La inevitable confrontación entre la fe cristiana y el pensamiento filosófico se ha traducido desde el principio y se traduce aún hoy en cuatro reacciones principales. Vamos a verlas rápidamente.

1. El rechazo de la fe en nombre de la filosofía

Este primer resultado de la confrontación lo ilustra, desde el siglo segundo, la posición del filósofo platónico Celso en su obra polémica titulada Discurso verdadero. El se preocupa, ante todo, de denunciar el peligro que la nueva religión hace correr al Estado. Pero su crítica acerca del cristianismo no es sólo política; tiene también algo filosófico dirigido contra las principales afirmaciones cristianas y, claramente, contra la divinidad de Jesús. Su objeción mayor es la siguiente: la razón no puede aceptar una divinidad que se encarne en una humanidad corruptible, sufra, muera, resucite. Todo lo que los cristianos dicen de Jesús es indigno de Dios y manifiesta un antropomorfismo inaceptable para la razón filosófica. Dios debe ser transcendente, inmutable, impasible. ¿Cómo reconocerle en un hombre frágil de la historia?

Esta eterna objeción es la del racionalismo de todos los tiempos. Entendiendo por ello, en este caso, una concepción tal de la razón que, en su nombre, se limita, a priori, el ejercicio de la libertad divina al prohibirle tal o cual forma de revelación o de acción: Dios es eterno, por consiguiente no puede entrar en la historia; es transcendente, luego no puede encarnarse; es impasible y no puede sufrir, etc.

El callejón sin salida del racionalismo ha sido bien estudiado por Claude Bruaire en un librito suyo que lleva el sugestivo título de «El derecho de Dios». [6] La tesis defendida por el autor puede resumirse brevemente.

Ciertamente, ante el tribunal de la razón filosófica, parece que el Dios cristiano ha perdido su proceso. ¿Por qué? Porque a los ojos del racionalismo moderno, como ya al juicio de Celso, el cristianismo no respeta el derecho más estricto de Dios, a saber, el de ser Dios, el de ser el Absoluto y, por lo tanto, el de no ser confundido con lo que no es Dios, con lo finito, lo temporal, lo contingente. En efecto, ¿qué hace el cristianismo? Defiende exactamente lo contrario del derecho de Dios al identificar a Dios con un individuo cuando El es infinito, al reconocerle en un hombre de la historia cuando El es eterno, etc. El resultado del juicio es inevitable: en el tribunal de la razón, el Dios de Jesucristo no puede sino perder su proceso. La intención de Bruaire es mostrar que hay que volver a abrir el proceso de Dios y que el cristianismo tiene todas las probabilidades de ganar la apelación. A condición de mostrar con precisión, con rigor, en qué consiste el verdadero «derecho de Dios». Entramos aquí en la idea central de la obra: el resultado negativo del proceso de Dios en el mundo contemporáneo, como en el tiempo de Celso, descansa en un grave equívoco en cuanto al derecho de Dios. En reacción contra el racionalismo, Bruaire intenta restaurar el verdadero derecho de Dios, el de ser libre, libre incluso de establecerse en el tiempo, libre, en fin, con relación a su propio carácter de Absoluto. Sólo una razón demasiado limitada, sólo la razón demasiado simple, prohíbe a Dios la entrada en la historia representándose equivocadamente la trascendencia, la eternidad o la infinidad divina bajo la forma vacía de una ausencia total de determinaciones. Una razón más verdaderamente racional (y aquí el autor se inspira visiblemente en Hegel) puede, por el contrario, reconocer el auténtico derecho de Dios, el de ser Trinidad y el de encarnarse en Jesucristo. Basta para ello con pensar, en verdad, la libertad del Absoluto. El interés de este debate es evidente. Es claro —volveremos sobre ello ulteriormente— que la razón filosófica debe desempeñar un papel crítico para con la fe viva, particularmente purificándola de algunos antropomorfismos. Pero con la condición de que esta misma razón acoja la complejidad de lo real y no sucumba a prejuicios mezquinos sobre lo que la realidad puede ser o sobre lo que Dios está autorizado a hacer. En una palabra, la razón debe permanecer flexible, debe entregarse a una perpetua autocrítica para no cerrarse prematuramente y para seguir siendo lo que es por definición: la apertura infinita del espíritu a lo real. Su vocación es de ser racional, ciertamente, y en todo su rigor, pero no de ser racionalista. De lo contrario, corre el riesgo de negarse a sí misma en el mismo momento en que limita a priori lo real y prohíbe a Dios ser Dios.

2. La transformación de la fe en gnosis o en ideología

Esta segunda solución dada al problema de la confrontación entre la fe cristiana y la cultura humana no consiste ya en rechazar la fe en nombre de la filosofía, sino más bien en transformar la fe misma en un conocimiento (gnosis, en griego) superior, apoyado principalmente en doctrinas filosóficas y reservado a una élite de «espirituales». Ya se trate de la gnosis antigua, al principio del cristianismo, o de las gnosis medievales, modernas o contemporáneas, el gnosticismo se caracteriza, entre otras cosas, por el abandono de la confesión de la fe apostólica como criterio de la verdad cristiana, y esto en provecho de especulaciones ajenas al Evangelio y tomadas del esfuerzo del hombre por conocerse a sí mismo según sus propios recursos. El gnóstico profesa aún buen número de artículos del Credo (sin embargo, nunca todos), pero no lo hace por obediencia a la Palabra de Dios transmitida por el testimonio apostólico y episcopal: él se adhiere porque estos artículos de fe puedan ser anexionados a una visión del mundo que no se apoya sobre la fe eclesial, sino que cae dentro de la competencia de la razón humana, aunque ésta se revista gustosa con el prestigio de una revelación secreta. [7] Así, por ejemplo, los gnósticos cristianos de la Antigüedad profesaban la encarnación del Verbo, pero en lugar de entenderla, siguiendo a los Apóstoles, en conformidad con la recta confesión eclesial de la fe, como una verdadera encarnación de donde se derivan la dignidad de la carne y la esperanza de la resurrección, ellos la vinculaban en seguida a una visión platónica del mundo: por la resurrección y la Ascensión, Jesús se despoja de su envoltura carnal y despierta así en la élite privilegiada de los «espirituales» el conocimiento salvador de su naturaleza puramente espiritual.

La versión contemporánea de la gnosis más ampliamente extendida hoy es la ideología, es decir, una doctrina cuyo objetivo es social o político, pero que se apoya en una amplia visión del mundo presentada como garantizada por la ciencia y mereciendo, a causa de su infalibilidad, casi mágica, una adhesión absoluta de naturaleza casi religiosa. De esta manera, muchas doctrinas que nos prometen «cambiar la vida» se apoyan sobre ideologías ruidosas que son otras tantas pseudo-ciencias: la ideología comunista, la ideología psicoanalítica (el freudismo vulgar), la ideología estructuralista, etc. El gnosticismo cristiano contemporáneo consistirá, pues, en abandonar el magisterio auténtico de la Iglesia como criterio de la verdad cristiana para buscar el lugar de interpretación en una o en otra de estas ideologías. Es el caso de todos los cristianos que practican lo que M. J. Le Guillou llama «la hetero-interpretación» de la fe cristiana, es decir, que interpretan la Revelación no ya según la regla de la misma fe cristiana, sino según las exigencias de una cultura ajena al cristianismo ortodoxo: así, por ejemplo, interpretarán el Evangelio «a la luz» de un marxismo, de un nietzscheanismo o de un freudismo de bolsillo. En vez de bautizar o de tran-substanciar dentro de la fe cristiana la parte de verdad que contienen estas ideologías o, en el mejor de los casos, filosofías, disuelven la verdad de la Iglesia en un sistema intelectual impermeable al misterio del Padre que se revela en Jesucristo. Entonces, el nombre de Jesús «venido en la carne» (1 Jn 4,2) ya no es sino un pretexto para una visión del mundo que podría igualmente prescindir de él. El conflicto entre la fe cristiana y la cultura humana queda así solucionado, pero es por la reabsorción del cristianismo auténtico dentro de un sistema ético, psicológico, filosófico o político donde, sin ser explícitamente repudiado, está, no obstante, alienado.

3. El rechazo de la filosofía en nombre de la fe

Se comprenderá fácilmente que esta tercera actitud tenga sus comienzos en los Padres que combatieron los excesos especulativos de la gnosis, particularmente en San Ireneo de Lyon, que tan vigorosamente luchó contra los gnósticos en el siglo II. «Vale más, escribía, no saber absolutamente nada, ni una sola de las razones por las que ha sido hecha la menor de las cosas creadas, creyendo en Dios y perseverando en el amor, que, hinchado de conocimientos, perder este amor que es la vida del hombre» (Adv. Haer. 2,26,1). En Ireneo no se trata, sin embargo, de un simple y puro rechazo de la filosofía en nombre de la fe. Así, en todo el segundo libro de Adversus Haereses («Contra las Herejías»), Ireneo se dedica a echar abajo las doctrinas gnósticas recurriendo a argumentos puramente racionales. Y, más positivamente, pese a su recelo de la especulación, ¿no es él el primer autor cristiano que ha dado una formulación dogmática orgánica y, con frecuencia, original al conjunto de todas estas tradiciones doctrinales de las que se ha hecho el fiel relator bebiéndolas en la fuente segura de las Iglesias apostólicas? ¿Cómo habría podido llevar a cabo esta tarea sin apoyarse al mismo tiempo sobre un instrumento intelectual?

Las célebres fórmulas de Tertuliano, en la misma época, son claramente más antifilosóficas: «¿Qué hay de común entre el cristiano y el filósofo, entre el discípulo de Grecia y el del cielo?» (Apol., 46) «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué acuerdo puede existir entre la Academia y la Iglesia? » (De praescr., 7). Va, incluso, hasta tratar a Aristóteles de «miserable» (ibid). Se le atribuye también, sin razón, la famosa paradoja de la fe: Credo quia. absurdum («creo puesto que es absurdo»). [8]

De hecho, Tertuliano, fuertemente influido por los estoicos, ha buscado muy a menudo hacer la síntesis de su cultura pagana y de su fe cristiana, y su oposición retórica a la filosofía se explica en parte por sus polémicas contra los herejes. Esto no impide que haya en él una severidad incontestable con relación al pensamiento filosófico y que esta actitud hostil no sea totalmente ajena a su incapacidad de agrupar sus opiniones dispares en un sistema teológico coherente.

Tal actitud de recelo con respecto a la razón filosófica, e incluso de puro y simple rechazo, se vuelve a encontrar en todas las épocas de la historia de la Iglesia. Uno de los ejemplos más eminentes de esta manera de resolver el conflicto es el de Lutero, a quien su antihumanismo nutrido, es cierto, por los excesos opuestos del Renacimiento, condujo a tratar a la razón de «prostituta» dispuesta a venderse a cualquier tesis. Según él, la Palabra de Dios solamente resuena en su estado puro en la Escritura, y toda intervención de la razón humana para comprenderla o explicarla no haría sino contaminarla y pervertirla. El protestantismo de estricta observancia se hará eco frecuentemente de esta posición característica de la Reforma. Su testigo más fuerte en nuestro tiempo ha sido Karl Barth, del que hablaremos más adelante, detalladamente, aportando los matices necesarios.

Entre las actitudes de sub-estimación de la filosofía, podemos aún citar, pero en un nivel completamente diferente y de una gran mediocridad, el fundamentalismo americano, cuyas posiciones estrictamente conservadoras se apoyan en una interpretación literal de la Biblia, excluyendo todo método crítico y racional.

Más ampliamente, sería necesario citar aquí, de la misma manera, todas las corrientes de inspiración fideísta, según las cuales las verdades de la fe no descansan sobre ningún preámbulo racional y no requieren ninguna justificación ante la razón, siendo la fe su propia razón y su propia justificación. La actitud fideísta ha sido recientemente ilustrada con brío por Maurice Clavel en su célebre Lo que yo creo. [9] El objetivo del libro es liberar a los cristianos franceses intimidados por filosofías o ideologías ruidosamente ateas y escandalosamente a la moda. La tesis es radical: la fe no tiene nada que temer a esos cocos, pues ningún pensamiento humano tiene ascendiente legítimo sobre ella con tal que ella misma se abstenga de filosofar y se mantenga en el puro don de la Revelación. El grito de Clavel es efectivamente liberador, puesto que deshace el engaño de las «vacas sagradas» de la Universidad francesa y ajusta las cuentas al «marxo-freudo-sartro-husser-lo-heideggero-nietzscheo-estructuralismo de la Sorbona». Pero, en cuanto se ha terminado de aspirar a pleno pulmón esta bocanada de aire fresco —lo cual sienta estupendamente bien— las dificultades del fideísmo reaparecen: a fuerza de injuriar a la Razón («la Razón es un pecado»; «Cuando yo pienso, soy ateo», etc), a fuerza de repetir que la fe sólo puede comentarse por sí misma, ¿no se pisotea la universalidad del espíritu y se encierra uno en el ghetto de las convicciones in-verificables e incomunicables? Vamos a ver cómo la posición auténticamente católica en la materia es infinitamente más flexible y se mantiene armoniosamente a igual distancia del racionalismo que del fideísmo.

4. La búsqueda de una armonía entre fe y filosofía

Esta actitud positiva de reconciliación está representada desde el siglo II por San Justino en las Apologías que dirige a los paganos para justificar la fe cristiana. Justino ha tenido la gran suerte de ser un convertido que, antes de su adhesión al cristianismo, ha frecuentado asiduamente la filosofía estoica, aristotélica y platónica y, a pesar de su decepción, ha conservado una profunda estima por ciertos puntos de vista de la filosofía pagana. Al descubrir en la fe cristiana la única filosofía totalmente verdadera y provechosa, se vio existencialmente obligado a buscar una armonía entre sus dos patrias espirituales y a tender un puente entre la fe y la cultura filosófica pagana. Así es como, en su esfuerzo por acreditar el cristianismo ante los paganos, hará resaltar los puntos de convergencia entre la enseñanza de la Iglesia y las doctrinas filosóficas griegas, especialmente las de Platón. Para explicar esta convergencia positiva, a despecho de las oposiciones irreductibles, Justino recurre esencialmente a un argumento teológico y metafísico de gran peso: la preexistencia del Verbo afirmada por San Juan en su Prólogo. Es verdad que sólo en Jesús ha aparecido en plenitud «el Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo»; sin embargo, una semilla del Verbo eterno estaba ya presente en la razón del hombre desde antes de la encarnación del Logos, y así, iluminados por el Verbo preexistente, los filósofos, en la medida de su docilidad a la Verdad, han podido entrever, de antemano, algo de la revelación cristiana. A título secundario, Justino intenta también basar este universalismo cristiano en un argumento histórico, en verdad mucho menos consistente: los filósofos paganos, especialmente Platón, habrían sacado del Antiguo Testamento muchas de sus proposiciones verídicas. Sea lo que sea de este argumento, retendremos, como actitud típica, la voluntad de Justino de buscar, siempre que sea posible, una armonía entre la fe y la filosofía.

Esta búsqueda se intensificará en Clemente de Alejandría que, más aún que Justino, estuvo vivamente convencido de que la Iglesia no podía cumplir su misión de educadora de la humanidad si no integraba los valores positivos de la razón filosófica. Clemente concedió así derecho de ciudadanía dentro de la Iglesia a la teología especulativa, demostrando que la ciencia profana y la fe pueden cooperar a la irradiación de la única verdad del Logos. Es sobre todo en su obra Stromata, [10] donde Clemente, apoyándose como Justino en la doctrina del Verbo, propone la elaboración de una verdadera gnosis cristiana, no de la gnosis orgullosa y esotérica de los herejes, sino del auténtico conocimiento, que consiste en la inteligencia espiritual de la revelación del Verbo contenida en Cristo y en la Escritura. Por esta búsqueda de una armonía positiva y explícita entre la fe (pistis) y el conocimiento (gnosis), Clemente se distingue notablemente de su contemporáneo, Ireneo de Lyon. Este, apegado únicamente a la predicación apostólica, no veía en la cultura pagana sino peligros y amenazas, mientras que Clemente, más audaz aún que Justino, llegará hasta considerar la filosofía pagana como una especie de segundo «Antiguo Testamento» que, casi como el Antiguo Testamento judío, ha preparado en los griegos el advenimiento de la plena verdad cristiana y que, incluso después de la encarnación del Logos, sigue siendo de gran valor para los cristianos preocupados por profundizar en el conocimiento de su fe. «Dios, en efecto, escribe, es la causa de todas las cosas bellas, pero de algunas de una manera esencial, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras secundariamente, como de la filosofía. Y quizás ésta ha sido dada fundamentalmente a los griegos, antes que el Señor los llamara también: pues ella conducía a los griegos hacia Cristo como la Ley a los Hebreos. Y, todavía ahora, la filosofía es una preparación que orienta a aquel que es perfeccionado por Cristo» (Stromata, 1,5,28).

Siguiendo las huellas de pensadores como Justino y Clemente, llegará a desarrollarse la comprensión católica del célebre adagio fides quaerens intellectum: la fe es un don de Dios, pero, en su esfuerzo por comprenderse a sí misma, recurre legítimamente a las luces de la razón filosófica. Como veremos en seguida, esta posición fue canonizada por Tomás de Aquino en el siglo XIII y, hoy todavía, define la actitud católica en la materia.

Capítulo Segundo

PRINCIPIOS DE SOLUCIÓN

Después de haber planteado, de una manera principalmente histórica, el problema de la relación entre la fe cristiana y la reflexión filosófica, ahora nos es necesario profundizar en el enfoque teórico de la cuestión. Lo haremos desarrollando sucesivamente los dos famosos temas de la relación entre la gracia y la naturaleza de una parte y entre Ja revelación y la filosofía, de otra.

A. La relación de la gracia y de la naturaleza

La problemática de la relación entre la naturaleza y la gracia descansa sobre tres grandes afirmaciones del dogma cristiano.

1. Dios es absolutamente transcendente, es decir, que él se basta a sí mismo, sin tener necesidad de la creación para ser verdaderamente Dios. Más su suficiencia no es la de una eterna soledad: Dios se basta como Amor. Afirmación hecha posible teológicamente por la fe en la Trinidad. Dios es absolutamente transcendente, pero su transcendencia no es la de un egoísmo infinito, es la de una eterna comunión: la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu.

2. Libremente, Dios ha hecho, fuera de sí mismo, un compañero creado, el hombre, con el cual quiere compartir su beatitud. Encontramos de nuevo el tema del «admirable intercambio».

3. Todo lo demás de la creación existe con vistas a esta divinización del hombre, con miras al admirable cambio que debe glorificarlo.

Que el hombre sea llamado a ser divinizado, se deduce del Nuevo Testamento. Es verdad que éste no emplea nunca la palabra «divinización», pero la implica. A propósito de esto no existe solamente el célebre texto de la segunda epístola de San Pedro (2 P 1,4) donde se habla de una «participación en la naturaleza divina»; tenemos sobre todo el enfoque general de todo el Nuevo Testamento. En San Mateo y en San Lucas encontramos la solemne afirmación: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27; Le 10,22). San Juan se hace eco de esto cuando escribe: «Nadie ha visto nunca a Dios; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él, lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Aparece claro, a través de estos textos, que conocer a Dios es lo propio del Hijo único, es privilegio de Quien es Hijo por naturaleza. Pero es el mismo San Juan quien afirma: «Amadísimos, desde ahora, somos ya hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Así pues, como hijos adoptivos que somos, estamos llamados a compartir la visión y el conocimiento de Dios que es privativo del Hijo por naturaleza. El Hijo quiere revelarnos al Padre e introducirnos así, por gracia, en esta intimidad con Dios que es, por naturaleza, lo propio del Hijo único.

Pero, justamente, esta divinización es presentada por el Nuevo Testamento como una gracia, como un don gratuito: «aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo». En teología, se designará por medio de esta noción de «gracia», el don de Dios al hombre, a saber, el don de la divinización, en cuanto que excede a la vez el poder y la exigencia «naturales» del hombre y se presenta por lo mismo como esencialmente «indebido». Los términos claves de la problemática que nos ocupa han sido así introducidos. Basta con aclararlos. El don de la divinización es una «gracia»; primero, en el sentido de que sobrepasa el poder natural del hombre: el hombre no puede divinizarse con sus propios recursos, no puede con sus propios medios penetrar por la fuerza en la intimidad divina. Pero este don es igualmente gratuito en el sentido de que transciende la exigencia natural del hombre: el hombre no tiene «derecho» a la divinización; no puede exigir como algo que le es debido el ser introducido en la vida personal del mismo Dios.

La analogía de la amistad humana permitirá sin duda darse cuenta más exactamente de este misterio de la gracia. El amor o la amistad por las que yo entro en la vida íntima de una persona humana, solamente me pueden ser entregados bajo la forma de un regalo: yo no puedo introducirme por efracción en la intimidad personal de un ser humano, no puedo hacer valer ningún título que me permita exigir su amistad como algo que me debe. El amor es un don gratuito o, si no, no es amor. Sucede lo mismo con el amor con que Dios nos diviniza. Es un don gratuito, totalmente indebido.

Tal es el orden de cosas que justifica, en teología, la introducción del concepto preciso de «gracia» que puede definirse de la siguiente manera: la gracia es un don de Dios totalmente indebido, que hace participar al hombre de la vida misma de Dios y le eleva así a un estado sobrenatural, es decir, a un estado que sobrepasa el poder y la exigencia naturales de la criatura. Es necesario insistir en esta noción de gratuidad que es capital para la comprensión del cristianismo. Desde el momento en que es substituida por la de necesidad al afirmar, como Hegel por ejemplo, que Dios «debe» crear el mundo y revelarse al hombre sin lo cual no sería verdaderamente Dios, se pierde a la vez el sentido de la transcendencia de Dios y el sentido de la consistencia del hombre. Dios no es entonces, a fin de cuentas, sino una máquina para comunicarse y el hombre es un simple engranaje en el devenir de Dios. Al contrario, en la perspectiva cristiana auténtica, Dios no tiene necesidad del hombre para ser verdaderamente Dios, pues, en cuanto Trinidad, Dios es ya en sí mismo el amor eterno. Si Dios crea al hombre, es generosamente por la felicidad del hombre mismo y si, además, lo diviniza, es gratuitamente, en virtud de la libre sobreabundancia de su amor. La creación y la divinización del hombre no proceden pues de una indigencia en Dios, sino de su plenitud. Dios no ha creado al hombre en la avidez sino en la alegría. Por esto mismo el amor que ha creado el mundo y que destina al hombre a la visión de Dios es necesariamente indebido. Cuando Dios crea libremente al hombre al cual puede amar así gratuitamente lo crea infaliblemente tal que sea capaz de recibir este amor que lo diviniza como el milagro gratuito y siempre sorprendente, como el don inesperado e indebido de la adopción filial.

Ahora bien, —y aquí está el punto decisivo— para que el hombre pueda recibir el don de la gracia, tal cual es, es decir, como grada, el hombre debe tener una cierta consistencia propia independientemente de ese don. Sin lo cual, el don ya no aparecería como gratuito, ni en este sentido, como contingente. Sería absolutamente necesario para que el hombre tuviera un sentido. Formaría parte de su definición; ahora bien, nada es más necesario y menos gratuito que lo que forma parte de la definición absoluta de una cosa. En consecuencia, nuestro razonamiento implica que la gracia divinizante no puede pertenecer a la inteligibilidad necesaria ni, en este sentido, a la naturaleza del hombre. Sin esto la divinización dejaría de ser un don gratuito e indebido: sería el fruto del desarrollo necesario de la humanidad y no la libre introducción del hombre en la vida íntima, propiedad exclusiva de Dios. Dicho de otra manera, si, sin la gracia de la divinización, la criatura humana fuera absurda, entonces la divinización formaría parte de la definición del hombre y habríamos destruido la transcendencia de Dios (que estaría «obligado» a darse) y la consistencia del hombre (que sólo tendría sentido en función de la divinización). Por eso la teología, con el fin de mantener en toda su fuerza el concepto de gracia, tiene que introducir el concepto correlativo de naturaleza, que, en este caso, designa lo que el hombre es necesariamente por esencia o por definición, y sin lo cual él sería absurdo, ininteligible o irrealizable. Nuestro razonamiento puede resumirse de la siguiente manera: la gratuidad de la divinización implica que ésta no forme parte de la naturaleza necesaria del hombre y que así esta naturaleza tenga, o al menos, pueda tener un sentido auténtico independientemente de la gracia.

Cuando se habla así, debe evitarse un grave escollo que, siguiendo a Blondel, podernos llamar extrinsecismo. En efecto, la distinción entre gracia y naturaleza puede convertirse fácilmente en aislamiento, separación, discontinuidad radical. Es un peligro que amenaza siempre y el extrinsecismo consiste precisamente en la concepción errónea según la cual la relación entre la gracia y la naturaleza sería «exterior», «extrínseca», en el sentido de que no habría afinidad profunda entre la naturaleza del espíritu humano y su destino sobrenatural a la intimidad divina. En esta falsa concepción, la gracia no sería más que una superestructura totalmente contingente, añadida arbitrariamente a la naturaleza humana en virtud de un decreto soberano de Dios. Entre la naturaleza y la gracia no habría conveniencia positiva, sino únicamente una ausencia de contradicción. La gracia sería en sí un buen regalo, pero un regalo ajeno al corazón del hombre. Tal concepción extrinsecista es incompatible con las conclusiones más significativas de la metafísica y de la antropología. Estas muestran, contrariamente, que el hombre se define por la apertura infinita de su inteligencia y de su voluntad al absoluto del ser, de lo verdadero y del bien. Ni siquiera la suma de todas las realidades finitas podría colmar esta apertura transcendental del espíritu humano. El hombre es, pues, por naturaleza, no un ser divinizado, sino un ser con capacidad de infinito y, por consiguiente, capaz de recibir el don de la divinización. Una piedra no puede divinizarse, un animal no puede estar destinado a ver a Dios. El hombre sí. Incluso si no puede exigirlo como un «derecho», el hombre es susceptible de esta divinización y obscuramente la desea como el único objeto que, en último término, puede colmarle. Es lo que se llama, en teología, el «deseo natural» de ver a Dios.

La posición exacta consiste, pues, en plantear simultáneamente las dos afirmaciones siguientes:

—La gracia de la divinización llena al hombre desde el interior, sin violentar su naturaleza. Con esto se evita el extrinsecismo. La gracia excede la naturaleza, pero al sobrepasarla, realiza su deseo más profundo. Transciende su poder y su exigencia, pero no su anhelo.

—Aunque no estuviera destinada a la gracia de la divinización, la naturaleza humana tendría un sentido auténtico. De este modo se mantiene la gratuidad de la gracia y la consistencia de la naturaleza humana. En esta hipótesis, la naturaleza humana sería una búsqueda siempre insatisfecha de Absoluto, un deseo de infinito jamás colmado. Pero esta insatisfacción no tiene en sí nada contradictorio y no haría incoherente la naturaleza humana. Toda la filosofía y la psicología contemporánea ¿no proclaman que el hombre es un ser esencialmente móvil, un ser de deseo, siempre en marcha? Y la antropología filosófica, desde Husserl y Heidegger, ¿no va unida a una filosofía de la finitud que subraya el carácter inagotable del proyecto humano de existir?

La distinción necesaria entre la gracia y la naturaleza podría aún hacer surgir un segundo escollo. En efecto, podría sugerir la falsa idea de que en el designio creador hay dos planos «sucesivos». En realidad, Dios no ha creado un hombre en estado de naturaleza pura, al que habría «luego» destinado, desde el exterior, a la visión beatífica. No hay más que un único destino humano concretamente existente. El hombre concreto, el hombre que existe efectivamente, y que somos cada uno de nosotros, está positivamente ordenado a la amistad personal con Dios. De hecho es su única vocación incluso si esta vocación precisa habría podido o podría no existir puesto que es gratuita. Una vez que esta vocación concreta existe, es la única real, nada hay ya de realmente existente sino la naturaleza humana abocada por gracia hacia la posesión íntima de Dios. Sin embargo es cierto que, dentro de este todo único, existe una zona, muy difícilmente determinable, que debe corresponder a la naturaleza esencial del hombre y que habría podido tener una consistencia real independientemente de la gracia. Es lo que los teólogos llaman la «naturaleza pura», expresión que designa una condición enteramente hipotética del hombre, ya que éste está destinado efectivamente a la divinización. No obstante, dentro del único destino efectivo del hombre, esta naturaleza esencial, sin estar delimitada con una cuerda, conserva su consistencia propia y constituye lo que los teólogos llaman la «naturaleza absoluta» del hombre. Hemos visto, en efecto, que esta consistencia de la naturaleza humana estaba exigida por el carácter indebido de la gracia divina. [11]

Si se evitan estos dos escollos, se obtiene —y este era el fin de esta exposición— la gran idea cristiana de la glorificación recíproca, de Dios y del hombre: Dios revela mucho mejor su gloria al crear un hombre libre y consistente, y el hombre, cuanto más se abre a la voluntad de Dios sobre él, tanto más se realiza. Esto significa, en este caso, que la gracia divina, por ser gracia, exige la consistencia propia de la naturaleza humana. Lejos de competir con ella, la pide. Tal es el sentido del célebre adagio de Santo Tomás de Aquino, según el cual «la gracia supone la naturaleza» (ST, I, q.l, a.8, ad 2) y «lejos de suprimirla, la eleva» (ST, I, q.2, a.2, ad 1). O según la bella fórmula de Ireneo «la gloria de Dios es el hombre que vive y la vida del hombre es la visión de Dios» (Adv. Haer., IV, 20,7). Resumiendo, la gloria de Dios no resplandece sobre las ruinas del hombre y su gracia no construye sobre la base de la inconsistencia humana.

Esto implica incluso que el hombre puede ser ateo y que puede prescindir de su destino sobrenatural y de la revelación que le esclarece sin perder por ello todo su sentido, sin hacerse enteramente incoherente. Existe, ciertamente, una incoherencia dramática para el hombre en desconocer su único destino real, pero, por grave que sea, esta incoherencia no es absoluta. Se puede ser inteligentemente no cristiano e, incluso, ateo. [12] Desconocer el destino sobrenatural del hombre es, en verdad, una terrible y ruinosa abstracción, pero es una abstracción necesariamente posible y cuya posibilidad forma parte de la dignidad del hombre y de la gloria de Dios, pues Dios se revela mejor como Dios creando un hombre capaz de ateísmo que creando un esclavo que le adoraría sin libertad.

Quizás es este uno de los significados del fenómeno actual de la secularización y, más ampliamente, de la desacralización, que consiste en que el hombre y, a través de él, el mundo (saeculum, en latín) tomen conciencia de su autonomía «secular», de su consistencia propia frente a la esfera de «lo sagrado».

El pagano en el hombre no es un pobre pagano inconsistente, es, en muchos aspectos, un pagano admirable. Cierto, la única vocación del hombre y del mundo es la de ser divinizados por el amor transfigurante de Dios y entrar así en el templo de su gracia pero, aun antes de entrar y durante todo el tiempo que permanezca «delante del templo» (profanum, en latín), el mundo «profano» tiene ya en sí mismo una cierta coherencia. Dentro de la lógica de lo que hemos dicho sobre la relación de la naturaleza y de la gracia hay que decir aún que esta toma de conciencia de la autonomía relativa del mundo y del hombre puede ser una condición positiva de su libre apertura al don siempre indebido de la gracia. El hombre contemporáneo, que ha caído en la cuenta del valor de su consistencia propia y esto hasta el callejón sin salida del ateísmo, tiene, por lo mismo, una oportunidad de poder volverse libremente hacia Dios, no principalmente por indigencia, por tapar los agujeros de una naturaleza humana que falla, sino sencillamente porque el amor libre de Dios merece la pena de ser amado y porque allí se encuentra, para el hombre, el secreto de una alegría inesperada. Teilhard de Chardin pensaba sin duda en esta situación cuando decía que después de nuestro siglo de ateísmo, el siglo XXI sería probablemente el siglo de la adoración.

B. La relación de la revelación y de la filosofía

Después de la larga exposición precedente, podemos ir más rápidamente al fin. Efectivamente, la relación existente entre la revelación y la filosofía no es sino un aspecto particular de la relación entre la gracia y la naturaleza. La revelación es una forma de la gracia, su forma «noética», es decir, el aspecto a través del cual Dios se «dice» libremente a la «inteligencia» humana. Esta «manifestación» forma parte del don global por el cual Dios comunica gratuitamente al hombre su propia vida. Lo mismo que la gracia en general, la revelación que se propone a la fe y que aclara la teología es esencialmente gratuita e indebida. Dios no es una máquina que se revela y el hombre no tiene ningún «derecho» a la más íntima manifestación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo. ¿No sucede lo mismo a nivel de la comunicación profunda entre personas humanas? Esta comunicación es producida por una libertad que excluye toda exigencia de algo debido. La revelación cristiana debe ser recibida por el hombre como una libre confidencia que Dios le hace de su vida íntima y de su proyecto de amor para con el hombre y el mundo. Pero lo mismo que la gracia, para poder ser recibida como gracia, presupone una naturaleza humana consistente, así esta confidencia gratuita que es la revelación, sólo puede ser recibida como una confidencia indebida si, fuera de ella, el hombre es ya capaz, por sí mismo, de comprender y de expresar algo sobre Dios, y sobre el sentido del mundo y de su propia existencia. De lo contrario, la revelación sería absolutamente necesaria para que la existencia humana no fuera totalmente incoherente, y entonces ya no podría ser gratuita. Afirmar que el hombre debe poder enunciar, por sus propias fuerzas, algo que tenga sentido sobre Dios, sobre el mundo y sobre sí mismo, equivale a decir que el hombre debe ser capaz de filosofar, si es verdad que la filosofía es ese esfuerzo de reflexión sistemática y racional que tiende a explicar el sentido global de la existencia humana y del mundo. La acogida de la revelación no supone que cada creyente sea un filósofo de oficio. Simplemente, Dios no puede hablar libremente sino a hombres libres. Su palabra soberana no excluye la palabra humana, al contrario, la presupone y la pide. El hombre que recibe la palabra de Dios como una gracia debe ser un hombre capaz, en cualquier grado que sea, de reflexión autónoma. Lejos de ser incompatible con la fe, el pensamiento filosófico es más bien exigido por la misma revelación. Es cierto, repitámoslo una vez más, que Dios no ha creado efectivamente al hombre sino con miras a revelarse a él gratuitamente, a través de una confidencia imprevisible. Pero, justamente, esta revelación sobrenatural, que es finalmente la única patria concreta del espíritu humano, sólo puede ser acogida en su libertad y su gratuidad si, independientemente de ella, el hombre dispone de una cierta autonomía intelectual. La filosofía es pues ciertamente una abstracción en comparación con la fe y con la teología que la prolonga, si es verdad que Dios nos habla efectivamente, pero es una abstracción necesaria e indispensable, y cuya coherencia interna es requerida por la revelación misma. [13] Por eso, desde el punto de vista cristiano, la filosofía puede tener dos estatutos:

—el de filosofía autónoma, que tiene un valor real incluso si, en comparación con la revelación efectiva, constituye una abstracción; en efecto, aun cuando Dios se revela o más bien, puesto que Dios se revela, la evidencia racional autónoma subsiste con su propio valor y hasta es consagrada con ello: el cristiano no está dispensado de la reflexión filosófica; al contrario, es llamado a ella si es cierto que la gloria de Dios es el hombre que vive;

—el de filosofía integrada en la teología, asumida en la difusión de la Palabra libre de Dios: la filosofía es entonces como ancilla theologiae (servidora de la teología), es decir puesta al servicio de la fe para iluminar los presupuestos de la revelación, descartar las objecciones, ilustrar la Palabra de Dios con analogías naturales, captar la conexión de los misterios entre ellos, etc. [14]

Creemos que de esta manera hemos demostrado, por una argumentación teórica, y no únicamente histórica, que la fe cristiana no excluye la reflexión filosófica, sino, al contrario, la presupone, la promueve e, incluso, la suscita.

 

Capítulo Tercero

PROMOCIÓN Y CRITICA RECIPROCAS DE LA FE Y DE LA FILOSOFÍA

Lo que acabamos de decir sobre la relación de la gracia y de la naturaleza y de la revelación y la filosofía tiene forzosamente un aire un poco abstracto: hemos comparado, en cierta manera, esencias o entidades abstractas, la de la gracia y la de la naturaleza, la de la revelación y la de la filosofía. De hecho, las cosas no son tan sencillas. Lo que existe concretamente no es la gracia en general ni la naturaleza humana en general, es Dios obrando en el mundo de los hombres y estos respondiéndole (o no respondiéndole) en la historia. Y, del mismo modo, la confrontación de la que tratamos aquí no es solamente la de la revelación en general con la filosofía en general, es el debate concreto, histórico, de tal filosofía determinada con tal forma de comprender y de vivir la fe en una época determinada. Nuestra pregunta concisa será: ¿cómo se presenta este debate? ¿bajo qué formas principales va a articularse concretamente? Desearíamos defender aquí la tesis de que este debate consistirá, positivamente, en una promoción recíproca y, negativamente, en una crítica o purificación mutuas de la fe y de la filosofía en sus diferentes situaciones históricas.

A. El papel crítico y liberador de la filosofía con respecto a la fe

La fe vivida nunca es totalmente pura: está siempre sometida a desviaciones o a malas interpretaciones. Es verdad que, en una comunidad como la Iglesia católica, la presencia vigilante de un magisterio autorizado permite preservar en su pureza lo esencial del dato revelado, pero la fe vivida y la teología que intenta reflexionar sobre ella no están libres de malentendidos e incluso de ciertas perversiones. Bajo este punto de vista, tendrán que recibir alguna luz, entre otras, de la filosofía. Si es cierto que la reflexión humana tiene una consistencia real, si es verdad que este pagano admirable que somos cada uno de nosotros, como filósofos, es capaz de hablar un lenguaje con sentido, entonces es normal que la filosofía pueda contribuir a aclarar, e incluso a corregir, nuestra manera de acoger la revelación o nuestra forma de expresarla. Este papel a la vez crítico y liberador de la filosofía con respecto a la fe vivida y a la teología que la refleja será una de las tareas de la filosofía de la religión.

Aquí no podemos hacer sino señalar este tema importante, pues, para desarrollarlo, tendríamos que apoyarnos sobre temas filosóficos precisos que serán abordados más tarde. Digamos únicamente que los grandes filósofos de la religión se han esforzado constantemente y se esfuerzan aún, con razón o sin ella, en despertar a los teólogos de su sueño dogmático. Estos, a los ojos del filósofo, se apoyarían demasiado fácilmente en fórmulas recibidas y no criticadas y tomando como base este patrón presupuesto, juzgarían prematuramente las intuiciones centrales de los filósofos, como inconciliables con la fe. Estos últimos preguntarán ¿qué quiere decir exactamente el teólogo, cuando afirma, casi como si fuera evidente, que Dios se revela, que habla, que es libre de crear o no el mundo, etc.? Si el teólogo se liberase de sus falsas evidencias y de sus fáciles simplificaciones ¿no sería más abierto para con las concepciones filosóficas que él califica gustoso de racionalistas con el pretexto de que introducen demasiada claridad y necesidad allí donde él mismo prefiere mantenerse prudente y (¿confortablemente?) en las profundidades insondables del misterio. [15]

Se adivina al punto lo que semejante crítica de la religión puede tener de superficial si la filosofía que la inspira carece de tacto. Pero vemos también el beneficio que la fe y la teología pueden sacar de estas críticas, sobre todo si están matizadas, e incluso cuando son excesivas. Los ejemplos de filosofías de la religión que han ejercido, más o menos bien, esta función son numerosos en la historia.

Citemos solamente, en el siglo XVII, Baruch Spinoza en su Tratado teológico-político, en el XVIII, Immanuel Kant en su obra La religión en los límites de la sola razón; en el XIX, Fichte y su Iniciación a la vida bienaventurada, Schelling y su Filosofía de la mitología, Hegel y sus Cursos sobre la filosofía de la religión; en la época contemporánea, Blondel en La Acción de 1893, así como en sus escritos ulteriores, y Bergson en Las dos fuentes de la moral y de la religión. Más recientemente aún, dos filósofos franceses de nuestros días, Henry Duméry y Paul Ricoeur, han publicado una obra considerable que gravita en torno al problema filosófico de la religión. Ulteriormente tendremos ocasión de abordar, con cierto detalle, el pensamiento de la mayor parte de estos filósofos de la religión.

B. El papel crítico y liberador de la fe con respecto a la filosofía

La fe vivida no es nunca totalmente pura y la filosofía puede ejercer a veces para con ella un papel purificador. Pero la misma observación vale para la filosofía. Esta es en principio una compañera admisible de la revelación, ya que el hombre está dotado de un poder autónomo de reflexión. No hay que deducir de esto que todas las filosofías elaboradas por el espíritu humano están a la altura de esta tarea. Hay que reconocer que, por definición, la filosofía corre siempre el riesgo, no obstante su valor indispensable e inalienable, de quedarse muy corta frente a la libertad soberana de Dios que se revela y cuyo misterio insondable trastocará siempre todo lo que podamos decir de él. Hay que tener también en cuenta el hecho de que nuestra naturaleza humana está herida por el pecado. Sin duda alguna, ella conserva su consistencia, como lo hemos visto anteriormente, y el catolicismo afirma con fuerza que la naturaleza humana está solamente herida por el pecado original y no totalmente corrompida, como lo quería el protestantismo radical. [16] Si bien es verdad, que nuestra inteligencia está oscurecida por nuestro orgullo nativo y que, en consecuencia, la filosofía, con las mejores intenciones del mundo, puede, a veces, extraviarse dentro de construcciones especulativas que dañan la revelación al mismo tiempo que la comprensión del hombre por sí mismo.

Por esto, la palabra de Dios, continuada por la fe de la Iglesia y aclarada por la teología, estará llamada con frecuencia a representar un papel crítico y liberador con respecto a la filosofía y, más exactamente, con respecto a ciertas filosofías situadas históricamente. Sin embargo, esta función crítica tendrá un matiz muy diferente según se ejerza a la manera protestante o a la manera católica. Veamos de qué se trata.

1. A la manera protestante

Sólo examinaremos aquí el protestantismo radical, de obediencia estrictamente luterana o calvinista. Es evidente que el pesimismo de la Reforma en cuanto a las posibilidades naturales del hombre llevará a una concepción muy particular del papel crítico ejercido por la fe con respecto a la filosofía: la autoridad absoluta de la Palabra de Dios tendrá que arrancarla de su innata marcha errante y despertarla de su sueño dogmático.

El ejemplo contemporáneo más representativo de esta postura es el del célebre teólogo suizo Karl Barth (1886-1968), en su gran obra, de varios volúmenes, titulada Dogmática eclesiástica. [17] Su posición es particularmente interesante por el hecho de que, dentro del antihumanismo de la Reforma, es relativamente matizada. Contra ciertos excesos protestantes, él afirma, al menos a partir de una determinada época, que existe una esencia creada del nombre, una estructura fundamental de la humanidad y que, por muy profunda que sea la corrupción introducida por el pecado, la perversión del hombre no puede hacer mala la obra fundamentalmente buena del Creador. Hasta aquí su posición es conciliable con la fe católica. Sólo que Barth precisa que no conocemos ni poseemos esta naturaleza buena sino en Jesucristo, mientras que lo que nosotros poseemos y conocemos en nosotros mismos es únicamente nuestra naturaleza corrompida y rota. Esto le lleva a una posición muy dura frente a la antropología, es decir, frente a la doctrina filosófica sobre el hombre. Barth excluye toda teología natural o, en otros términos, todo conocimiento filosófico de Dios y asimismo rechaza toda antropología filosófica autónoma. No solamente el hombre no puede, por sus propios recursos, hablar sobre Dios (ya que sólo Dios puede hablar de Dios, y el hombre puede únicamente escuchar la Palabra de Dios) sino que el hombre no está tampoco en condiciones de elaborar por sí mismo un discurso pertinente sobre el hombre. [18] Sólo en Jesucristo conocemos verdaderamente lo que es el hombre, su destino divino, su relación con el prójimo, su temporalidad. Por lo tanto, es la filosofía la que, según Barth, está encerrada en su ghetto humanista y la que debe ser sometida a prueba, en vertical, por la pura transcendencia de la palabra de Dios.

Ciertamente, nuestros discursos filosóficos dicen algo sobre el hombre, pero no alcanzan al hombre real: no entregan más que fenómenos de lo humano en los que se pueden reconocer, como máximo, algunos indicios o síntomas del hombre real. Pues el hombre tal cual es verdaderamente sólo lo conocemos en su relación histórica con Jesucristo. En realidad, para Barth, la antropología debe estar estrictamente cimentada sobre la cristología. En la elaboración de esta antropología cristológica, la filosofía podrá y deberá aportar su contribución, pero las indicaciones que dé para el conocimiento del hombre permanecerán enteramente sometidas al juicio de la Palabra de Dios y no tendrán sentido sino en su referencia al hombre real conocido en Jesucristo. [19]

Desde el punto de vista católico, hay aquí un exceso, ciertamente. Barth hace bien en subrayar vigorosamente la transcendencia de Dios y de su revelación. Si quitamos esto, el cristianismo pierde seriedad. Pero queda aún que la revelación supone un sujeto capaz de recibirla y por lo mismo, lo hemos visto, un hombre capaz de conocerse realmente, aunque imperfectamente, a sí mismo en su verdadera realidad. Pues bien, es justamente lo que Barth rechaza: según él, el hombre sólo conocería de él mismo por sí mismo una «no-naturaleza» o una «desnaturaleza» (Unnatur). Además la posición barthiana implica una dificultad importante: ¿Cómo es posible situarse de buenas a primeras y constantemente en el punto de vista de Dios sobre el hombre escamoteando el punto de vista del hombre sobre sí mismo y sobre Dios? Es cierto que la cumbre de la inteligencia humana es abrirse a la Palabra transcendente de Dios, pero el caminar racional a través del cual el hombre se abre libremente a esta palabra y puede dar cuenta filosóficamente de la legitimidad de esta adhesión, no puede ser omitido, ni siquiera minimizado, como lo exige Barth.

De todo esto se desprende una actitud característica frente a la filosofía, a saber: negarse absolutamente a apoyar la teología sobre una filosofía e incluso a justificarla ante ella. La cuestión de saber qué juicio debe emitir la filosofía sobre la teología no tiene ningún sentido para Barth. Sólo tiene sentido la pregunta invertida: ¿Qué juicio debe emitir la teología sobre la filosofía y sobre sus pretensiones de autonomía? Evidentemente, no está prohibido que el teólogo «se sirva» de la filosofía —es casi inevitable— pero con la condición expresa de que los esquemas de pensamiento sacados de ella permanezcan enteramente sometidos a la autoridad crítica de la pura y desnuda palabra de Dios en la Escritura. [20]

Nuestra conclusión en cuanto a Barth será muy matizada. Quizás su actitud excesivamente crítica proviene de que piensa demasiado en tal o cual filosofía determinada, incompatible con la fe, sin tener suficientemente en cuenta la exigencia filosófica en general, en cuanto que ésta forma parte necesariamente de las condiciones de posibilidad de la acogida de la Revelación como don gratuito dirigido a un hombre libre. Pero si se prescinde de las polémicas inútiles y de las evidentes incomprensiones de Barth, entonces su posición firmemente teocéntrica y cristocéntrica y fuertemente crítica para con la filosofía puede ser reintegrada, en lo esencial, en la teología católica. Teniendo muy en cuenta dos condiciones: que los excesos barthianos sean corregidos y que la teología católica se inspire en el cristocentrismo del gran teólogo protestante. Esta convergencia, factible desde el punto de vista barthiano y católico, ha sido magníficamente subrayada y realizada por Hans Urs von Balthasar, otro teólogo suizo en su gran obra sobre Karl Barth. [21] Su posición en la materia nos servirá de ilustración para la manera católica de comprender el papel crítico y liberador de la fe con respecto a la filosofía.

2. A la manera católica

La preocupación de Balthasar, en su interpretación de Barth, es demostrar cómo una teología católica vigorosamente cristocéntrica puede y debe satisfacer a la vez las exigencias inalienables de la Iglesia católica en cuanto a la consistencia de la naturaleza humana y al valor de la razón filosófica y las intuiciones penetrantes de Barth sobre la prioridad de la gracia. La solución presentada por Balthasar es la que, a grandes rasgos, hemos propuesto en el estudio de la relación entre la gracia y la naturaleza. Consiste, esencialmente, en reconocer, con Barth, que la única realidad absolutamente concreta es el don de la gracia al hombre pecador y que, por lo mismo, el hombre ha sido creado únicamente con miras a esta gracia que le desborda totalmente. [22] Pero, añade Balthasar, no porque el orden de la gracia sea el único orden último concreto ni porque la razón haya sido creada para la fe y no encuentre sino en la fe su sentido último, hay que concluir que la razón sólo es razón a través de la fe y que sólo dentro de una fe acabada puede conocer a Dios, al mundo y a sí mismo. Al contrario, la misma revelación exige y presupone, como preámbulo indispensable de la fe, una cierta autonomía de la razón. En una palabra, hay que mantener unidos estos dos aspectos complementarios que son la prioridad absoluta de la gracia y de la revelación divinas y la prioridad relativa de la naturaleza humana y de sus posibilidades. [23]

Esta posición matizada da lugar a un estilo algo diferente del de Barth en la concepción de Balthasar sobre el papel crítico y liberador de la fe con respecto a la filosofía. Explicaremos esta actitud de Balthasar referente a la aportación cristiana a la filosofía por lo que él dice sobre la responsabilidad crítica del cristiano frente al maravillarse filosófico y sobre una justa posición del problema del mal. [24]

Desde Aristóteles, se considera el maravillarse como la fuente de la filosofía. La base de la reflexión filosófica auténtica es, en efecto, una interrogación que no acaba nunca de deslumbrarse y de asombrarse. Pero, este asombro está siempre amenazado de extinción, sobre todo en una época utilitarista como la nuestra. En vez de maravillarse ante el ser de las cosas, ante el milagro de que existan, dirigimos hacia lo-que-es, hacia los «seres», una mirada captativa con vistas a explotarles técnicamente. Lo mismo sucede con el maravillarse metafísico ante el ser que corre siempre el riesgo de degradarse en simple admiración ante el orden de los seres. Entonces la filosofía se convierte en un sistema cerrado que encierra lo real en un juego de conceptos en lugar de permanecer abierta al misterio del ser. Es aquí donde, según Balthasar, la fe cristiana debe cumplir una misión crítica y liberadora para con la filosofía. En virtud de su fe el cristiano vive pendiente de la maravilla imprevisible, inagotable y siempre «incalculable» de la gloria de Dios y de su amor loco. Por eso, el cristiano es, en principio, más apto que ningún otro para asombrarse ante el misterio de la existencia y por lo mismo para suscitar y reactivar indefinidamente la capacidad de maravillarse que es el centro de la interrogación filosófica. Desde este punto de vista, el cristiano es en este mundo el guardián del asombro metafísico, el pastor de la filosofía. Enfrentado a una filosofía excesivamente sistemática, él preguntará: «Filósofo, ¿no has cerrado demasiado pronto tu sistema?». Frente a una filosofía que se encierra en la no-sistematización absoluta o en la pura interrogación, él preguntará: «Filósofo, ¿no has hecho del destello del pensamiento el blando almohadón del intelecto, no has encarcelado la interrogación humana al no permitirle ir más allá de sí misma?»

Otro ejemplo: el problema del mal. También el mal es un misterio ante el cual el hombre permanecerá siempre boquiabierto, entregado a una perpetua pregunta: ¿por qué? La filosofía no puede conocer peor tentación que la de querer resolver el problema del mal. [25] Sin embargo, regularmente y de diferentes maneras, cae en ella. Ya declarando que el mal es un absurdo puro y simple y por lo tanto irrecuperable: es la solución llamada «existencialista»; ya haciendo depender el mal de un fallo de la libertad humana: es la solución «ética» o «moral»; ya haciendo del mal un momento inevitable de una ley necesaria ordenada armoniosamente a un bien mayor: es la solución «racionalista» o «estética». La fe cristiana impide que la filosofía pierda su potencia interrogativa y que se pose en una de las tres «soluciones». El misterio del mal, el cristiano lo descifra indefinidamente, a partir de la cruz. Ahora bien, la Cruz propone un sentido que excluye el absurdo absoluto, pero se trata de un sentido del cual no «disponemos» porque está habitado por una libertad que excluye cualquier ley estéticamente calculable y por una amplitud cósmica que transciende el juego de la única libertad moral del hombre. En la Cruz de Jesús brilla la gloria cada vez mayor del amor eterno. La Resurrección que es su fruto es ciertamente una promesa de integración. Pero ¿quién dispone de la potencia pascual del Resucitado? Frente a la Cruz, nos descubrimos pecadores, pero el drama que ahí tiene lugar sobrepasa nuestra simple responsabilidad ética y deja entrever un misterio de iniquidad en el que también trabaja el príncipe de este mundo. Y ante la Cruz gloriosa, podemos exclamar: «Feliz culpa que mereció tal Redentor», sin embargo, la armonía así entrevista, lejos de entenderse como una ley necesaria del ser, aparece como el final imprevisible del encuentro entre dos abismos: la locura del pecado del hombre y la locura, mayor aún, del Amor misericordioso. Ante el enigma del mal, la fe cristiana no abdica, pero rechaza las falsas «soluciones» filosóficas del problema: ella vive de una experiencia de la que no dispone conceptualmente, pero cuya prueba le es ya ofrecida en el misterio pascual de Jesús.

Así pues, la fe y la teología tienen verdaderamente una misión crítica y profética frente a la filosofía. Aquí, Balthasar se une a Barth en la convicción de que el cristiano no debe ponerse ante la filosofía en una actitud de pseudo-humildad. La Palabra de Dios tambalea a menudo las construcciones demasiado sistemáticas de los filósofos, esta Palabra debe resonar y la teología que la expresa no debe avergonzarse de ello. Sin embargo, hay que tomar en serio y respetar en su propia dignidad al compañero que se critica, tanto más cuanto que, desde el punto de vista católico —lo hemos visto—, el acto filosófico está reclamado por el acto de fe y es, por lo mismo, intrínseco al acto teológico, aunque conservando su consistencia propia. Sobre este punto Balthasar sería sin duda más exigente que Barth. En todo caso, es muy duro con los teólogos que juegan frívolamente con los sistemas filosóficos. El cristiano no está autorizado en nombre de la Palabra transcendente de Dios a hacer pasar rápidamente las filosofías por el tribunal de la teología. Como hombre, el cristiano continúa siendo determinado por el acto filosófico, no puede dispensarse de la metafísica. Antes de juzgar las filosofías, debe, para respetarlas en su consistencia propia, repensarlas desde dentro y esforzarse por pensar él mismo de una manera auténticamente filosófica. Sólo con esta condición podrá y deberá conducir las filosofías a interrogar más profundamente aún. Entonces estará capacitado para someterlas a lo que Balthasar llama una «prueba decisiva» o un «criterio refrigerante»: el absoluto, de cualquier orden que sea, que los filósofos presentan al hombre, ¿es de tal naturaleza que éste pueda vivir o, lo que es lo mismo, morir por él?26. Es el criterio del martirio. La fe cristiana auténtica sostiene este criterio: el cristiano que confiesa la fe de la Iglesia (no una ideología inspirada en el cristianismo) puede vivir y morir por el Dios de Jesucristo. Pero ¿quién se inflamará de amor por el primer Motor de las esferas celestes (Aristóteles)? ¿quién morirá por la Substancia única de infinitos atributos (Spinoza)? ¿quién entregará su vida al Espíritu absoluto (Hegel)?, ¿quién danzará o llorará de alegría ante el Ser heideggeriano? Aquí aparece la verdadera misión crítica y liberadora de la teología para con las filosofías. Esta no consiste en que la teología tendría «respuestas» a las «preguntas» no resueltas por los filósofos. Su función consiste más bien en realizar uno mismo el acto del pensamiento, en asumirlo, desde dentro y en volver a lanzar eventualmente la interrogación filosófica preguntándose si a la luz de la revelación cristiana del Dios siempre más grande no se manifiesta que el filósofo ha puesto fin prematuramente a un sistema o ha vuelto a cerrar apresuradamente el horizonte de su interrogación. Esta es la manera típicamente católica de la que, en lo concreto de la historia, podría ejercerse la función crítica de la fe con respecto a la filosofía.

Con el examen de esta cuestión, hemos terminado el recorrido de los temas esenciales que jalonan la problemática general del nexo entre fe cristiana y reflexión filosófica. Ahora entraremos en el meollo del tema y examinaremos de manera crítica, es decir, intentando formarnos un juicio, el impacto ejercido por el pensamiento filosófico sobre nuestra manera de vivir y de comprender la fe cristiana.

Empezaremos por indicar los grandes temas de la reflexión y su manera de articularse. Será el último punto de este capítulo introductorio y al mismo tiempo el comienzo de las partes siguientes.

Capítulo Cuarto

CONTENIDO Y ARTICULACIÓN DE LOS PRINCIPALES TEMAS DE LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA

En la filosofía de nuestros días, como en toda la historia del pensamiento, encontramos, en cuanto a lo esencial, tres polos principales en torno a los que se organiza la reflexión filosófica, a saber: el mundo, el alma y Dios. Si queremos que nuestra problemática sea suficientemente englobante, conviene tomar estos términos en su más amplia generalidad.

Por el mundo, designamos todo lo que rodea al hombre constituyendo así su situación objetiva, su cuadro externo de referencia. Se trata, en primer lugar, del medio físico en el que el hombre echa raíces y evoluciona, es decir, de la naturaleza. A continuación, se tratará del medio social y cultural en el que está sumergida la humanidad, la historia. Naturaleza e historia conjuntamente definen el mundo del hombre.

Por el alma, en el sentido más amplio, designamos ya no lo que rodea al hombre, su medio ambiente, sino lo que vive en él y constituye el misterio íntimo de su espíritu, de su libertad, de su conciencia, de su subjetividad. Por «alma» entendemos por lo tanto la dimensión interior o subjetiva de la existencia humana.

Por la palabra Dios, no designamos únicamente el ser subsistente y personal de la divinidad. Designamos también por ella todo lo que el hombre reconoce que viene de más allá que del mundo y que de su propio espíritu y ante lo cual se inclina en una actitud de acogida y de respeto. Pensamos en todo lo que los hombres han expresado por palabras con mayúscula: la Verdad, el Bien, lo Absoluto, el Valor, la Razón o el Logos universales, el Otro, etc. Todos estos términos serán mejor explicados más adelante. Por el momento retenemos solamente esta idea: a menudo, aun sin admitir un Dios personal, los hombres se refieren a un absoluto que no es, sin más, una parte del mundo o un producto de la libertad humana, sino más bien cierta razón o valor transcendente.

Algunos ejemplos mostrarán de manera más concreta cómo la mayor parte de las realidades que vivimos implican estas tres dimensiones y las integran.

En una demostración geométrica, por ejemplo, hay primero un aspecto natural e histórico. Por un lado, la demostración de un teorema efectuada por un estudiante se escribe objetivamente en el encerado por medio de signos físicos: hay que trazar los signos con una tiza y progresar etapa por etapa. Análogamente, esta demostración tiene lugar dentro de un contexto social y cultural históricamente localizable. Pero hay un segundo aspecto en este proceso, su aspecto espiritual, diríamos. La demostración no se efectúa solamente en el encerado y en la escuela, se hace también toda ella en el espíritu del estudiante y, desde este punto de vista, es el fruto de su reflexión y de su creatividad. Sin embargo, este teorema de geometría no es verdadero ni porque ha estado escrito objetivamente en el tablero ni porque ha sido demostrado subjetivamente por el estudiante. Es verdadero porque lo es absoluta y eternamente en sí mismo y es finalmente esta verdad absoluta lo que es primero, a tal punto que todos los signos trazados en el encerado y todo el esfuerzo consciente del estudiante no han sido más que los instrumentos de la manifestación de esta verdad que es el tercero y más importante aspecto de la demostración.

Segundo ejemplo: el de la obra de arte. También aquí volvemos a encontrar los tres polos: objetivo, subjetivo y absoluto. Toda obra de arte es un objeto dentro del mundo, inscrito en el universo natural de los sonidos, de los colores, de la piedra, etc., y en el universo histórico de alguna tradición estética. Pero además de los materiales físicos y culturales de la obra de arte, está su dimensión propiamente espiritual. La obra es concebida por la libertad creadora del artista, es producida, según los casos, por el esfuerzo lúcido de los que la ejecutan (por ejemplo de los músicos) y por fin es recibida en el espíritu y en el corazón de los que la admiran y gozan de ella. Desde este triple punto de vista, la obra de arte tiene su sede en la libertad del sujeto. La obra de arte tiene, finalmente, su sentido transcendente o absoluto, es decir, su eterna belleza. El alcance de la obra bella sobrepasa las intenciones subjetivas del autor, así como la significación natural de su material o la influencia cultural de su medio histórico. ¿No decimos que, en la creación estética, el artista está inspirado, que tiene talento? y ¿no reconocemos que, en la obra realizada, el material que la encarna está como transfigurado? Todas estas expresiones sugieren que el centro de gravedad de la obra de arte es su sentido transcendente, su logos eterno [27] que sobrepasa las contingencias del mundo y de nuestras libertades y frente al cual la naturaleza material y la creatividad del espíritu son como los instrumentos de su revelación.

Tomemos un último ejemplo, el de la libertad misma en su vinculación con el problema moral. Nuestra libertad está encarnada, echa raíces, de mil maneras, en la no libertad. Lejos de ser libertades puras, dependemos de nuestra herencia, de nuestro medio social, estamos marcados, hasta en el ejercicio más alto de nuestra voluntad, por nuestra salud, nuestro inconsciente, etc. En una palabra, la libertad humana hunde profundamente sus raíces en el mundo de la naturaleza y de la historia. Y, no obstante, nuestra libertad emerge de este basamento natural e histórico en la forma de la autonomía: somos capaces de hacer ciertas opciones, capaces incluso de liberarnos parcialmente de los involuntarios que nos condicionan y de encauzarlos hasta el punto de apoyarnos sobre ellos para disponer libremente de nosotros mismos. Es el segundo polo de la libertad: la libertad como subjetividad autónoma. Con todo, la libertad humana no puede replegarse sobre sí misma en una pura autonomía. No sólo es arrastrada constantemente por la no-libertad donde echa sus raíces, sino que se abre también, hacia lo alto, a todo lo que la fecunda e interpela. Sólo puede afirmarse verdaderamente en la acogida y en el don. La libertad se abre así a un sentido que la transciende: la verdad, el bien, lo bello, lo absoluto, el otro, Dios, etc. Es el tercer polo, el del Valor.

Como en todos los tiempos, los grandes tipos de moral que encontramos hoy se diferencian según que, en la aventura humana de la moralidad, se acentúe uno u otro de los tres aspectos principales de la libertad. Así tenemos, en todo tiempo, morales reductoras, es decir: morales que se esfuerzan por comprender el sentido del hombre y de su compromiso ético hablando exclusivamente del enraizamiento natural e histórico de la libertad en las diversas formas de lo involuntario: la vida, el inconsciente, la sociedad, etc. Tal es el origen de las morales biológicas, psicológicas, sociológicas, etc. Otras morales, al contrario, favorecen el polo de la autonomía de la libertad humana. La tendencia más representativa de esta manera de ver es la moral de la autenticidad, según la cual, en moral, no hay una verdad objetiva: basta, para obrar bien, con actuar conforme a la conciencia tomando libre y sinceramente sus responsabilidades. Finalmente, otras invitan al hombre a obrar libremente, es cierto, pero estando abiertos a ciertos valores objetivos capaces de inspirar su acción y de darle un contenido. Podemos llamarlas morales teleológicas, [28] puesto que proponen a la acción un fin, un objetivo capaz de fecundarla.

Estos pocos ejemplos bastan para mostrarnos que en la reflexión | filosófica hay tres grandes temas: 1) el campo del mundo natural e histórico que rodea y sostiene al hombre; 2) el ámbito del alma o del es-| píritu, que está centrado sobre la libertad humana; 3) la esfera de lo transcendente, del absoluto, de Dios.

En su Crítica de la razón pura, Kant (1724-1804) presenta el alma, el mundo y Dios como las tres grandes Ideas de la razón, consagrando así a su estilo —volveremos más tarde sobre ello— la convicción de que se trata de los temas principales de la «filosofía eterna» (philosophia perennis). Pero es sobre todo en Hegel (1770-1831) donde encontramos una reflexión sistemática sobre la significación y la armonización de los tres polos de la filosofía. Por eso le tomaremos como guía en esta última parte de nuestra introducción, inspirándonos en las articulaciones principales de su obra más sistemática, titulada Enciclopedia de las ciencias filosóficas.

Los tres términos principales de la reflexión filosófica se llaman, en Hegel, el Logos, la Naturaleza y el Espíritu, que corresponden a la tríada Dios-mundo-alma de la que hemos hablado más arriba. Por Logos Hegel designa el pensamiento divino puro, Dios pensándose a sí mismo «en su esencia eterna antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito». [29] En cuanto a los otros dos términos del sistema, Hegel los ve de una manera que es relativamente próxima de lo que confesamos en la fe cristiana. De hecho Hegel consideraba su filosofía como la transposición racional (nosotros diríamos: gnóstica) de la fe eclesial. Según esta última, el mundo es creado por Dios y el hombre es, en el centro del mundo, la criatura natural y espiritual a la vez por la cual el mundo vuelve a Dios y se dirige finalmente hacia su origen. Tomada en su generalidad abstracta, esta concepción no es específicamente cristiana. Volvemos a encontrar aquí la antiquísima idea, explotada por Plotino (207-270), de la «gran curva» que sale de Dios y vuelve a Dios. De manera semejante, la Naturaleza., para Hegel, ha salido del Logos, es como su caída en el espacio y en el tiempo, su petrificación en la forma finita de la inmediatez sensible. Por lo que se refiere al Espíritu finito, aparece en el seno mismo de la Naturaleza, como su negación y su superación. Es la negación eterna de la Naturaleza, la cual a su vez es la eterna negación del Logos. Y así, como la negación de la negación, el Espíritu es en este mundo la verdadera afirmación, la afirmación concreta, la de la libertad reconquistada a su contrario. Por fin, este Espíritu finito que tiene su sede en el hombre, se desarrolla en el arte, la religión y la filosofía hasta encontrarse con el Espíritu absoluto, es decir, hasta captar la esencia eterna del Espíritu o, en otros términos, hasta alcanzar el Logos. El sistema se termina así como un círculo, ya que, saliendo del Logos, vuelve al Logos a través de la Naturaleza y del Espíritu.

Pero el interés de Hegel, en esta materia, reside sobre todo en su manera de disponer los tres términos de su sistema a fin de pensarlos en verdad. [30] El orden de exposición adoptado más arriba le parece unilateral: Logos-Naturaleza-Espíritu. Todo sucede como si el Logos fuera solamente un punto de partida (mientras que el pensamiento divino es omnipresente en el desarrollo), el Espíritu absoluto, solamente un punto de llegada (mientras que es la eterna captación de sí del Logos) y como si la Naturaleza fuera la pieza central del sistema, cuando en realidad, es el momento más pobre, el más marcado por la finitud. Es por lo que esta primera articulación tiene que ser corregida y completada con otras. Hegel llama «silogismos» a estas articulaciones racionales. En efecto, un silogismo es, clásicamente, un razonamiento en el que dos términos extremos (por ejemplo: «Sócrates» y «mortal») son relacionados por un término medio (por ejemplo: «hombre»): «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal». El enlace Logos-Naturaleza-Espíritu forma una especie de silogismo puesto que el Logos se hace Naturaleza y la Naturaleza Espíritu, de manera que los dos extremos del Logos y del Espíritu están relacionados por esta especie de término medio que es en este caso la Naturaleza. Este primer silogismo Logos-Naturaleza-Espíritu (L-N-E) debe ser corregido y completado, si se quiere evitar toda unilaterali-dad, con otros dos silogismos. El segundo será el silogismo Naturaleza-Espíritu-Logos (N-E-L) y el tercero: Espíritu-Logos-Naturaleza (E-L-N). Así, queda suprimida toda parcialidad desde el momento en que cada uno de los tres términos ha tenido el papel de los dos extremos y del término medio. Veamos lo que filosóficamente quiere decir todo esto, comentando rápidamente cada uno de los tres silogismos. [31]

Lo que determina el «ambiente» especulativo de un silogismo es su elemento central, es decir: su término medio. En el primer silogismo L-N-E, el elemento central en función del cual se piensa todo el resto es la Naturaleza. El Logos divino sólo es pensado como el presupuesto de la Naturaleza, como lo que está en el origen de la Naturaleza. En cuanto al Espíritu, es considerado principalmente como el producto de la Naturaleza, el resultado cada vez más elaborado de su complexificación. Digamos, de entrada, que es el modo de pensamiento más familiar a los espíritus positivistas.

En el segundo silogismo N-E-L, es el Espíritu finito quien está en el centro, así pues es en función del espíritu humano como son pensados los otros términos. Y entonces la Naturaleza ya no aparece sino como el simple trampolín del Espíritu, como su presupuesto: ella es aquello de lo que el Espíritu se desprende y sobre lo que se apoya a fin de afirmar su autonomía. En cuanto a la eterna verdad del Logos, es comprendida como el producto del espíritu humano, como el resultado de su esfuerzo creador: todo sentido, incluso el sentido de lo que, aparentemente, transciende al hombre, se considera cómo fruto de la libertad. Es la dirección de pensamiento de los espíritus seducidos por el existencialismo en todas sus formas.

En el tercer silogismo E-L-N, es por fin el término más englobante, más universal, el Logos mismo, quien se coloca en el centro y tiene el papel de término medio. Esta vez, los dos otros términos, la Naturaleza y el Espíritu finito se pensarán en función del Absoluto y de su verdad. El Espíritu humano y la Naturaleza se considerarán sólo como los instrumentos subordinados de la revelación del Absoluto o del Logos en su eterna verdad, bondad y belleza.

Podemos ilustrar concretamente este trabajo austero volviendo a tomar dos de los ejemplos mencionados más arriba, el de la demostración geométrica y el de la obra de arte. La demostración geométrica puede y debe ser examinada desde tres puntos de vista diferentes, conforme a los tres silogismos.

En primer lugar, podemos considerarla a partir de su elemento natural. Lo central entonces es el aspecto objetivo de la demostración: los signos y las construcciones escritas en el encerado. En este caso, la verdad lógica del teorema es, diríamos, presupuesta (¡en el libro del maestro, por ejemplo!) y, si todo sale bien, el resultado es que esta verdad, a través de las construcciones, va a surgir dentro del espíritu del alumno y llegará a ser posesión de su inteligencia.

Pero podemos considerar también el conjunto del proceso en función del espíritu del alumno y colocar así en el centro el aspecto subjetivo de la demostración: el esfuerzo de reflexión del estudiante. En este caso, los signos naturales escritos en el tablero son solamente la base en la que el estudiante se apoya para elaborar su demostración. En cuanto a la verdad lógica del teorema, aparece como el producto de la reflexión del alumno, como el fruto de su esfuerzo creador.

Una tercera mirada, más decisiva, es finalmente necesaria, pues, en último término, la demostración no es verdadera ni porque el teorema haya sido escrito en el encerado, ni porque haya sido pensado por el estudiante, sino porque es verdadero en sí mismo. Desde este punto de vista, lo que es central es la eterna verdad lógica del teorema en sí mismo, mientras que los signos naturales escritos en el tablero y el esfuerzo espiritual del estudiante no son más que los instrumentos indispensables, pero subordinados, gracias a los cuales es manifestada esta verdad interna del teorema que es el aspecto absoluto de la demostración.

Igualmente, podemos interpretar la obra de arte en la perspectiva de los tres silogismos hegelianos. En la perspectiva del primer silogismo, la obra de arte es aprehendida a partir y en función de sus condicionamientos naturales, que aparecen como el material que encarna el Logos artístico (el «sentido» de la obra) y que se transfigura en instrumento del Espíritu. El proceso por el que el Logos se convierte en Naturaleza y la Naturaleza en Espíritu puede verse desde fuera bajo la forma histórica de una serie de etapas. Pero la elaboración de la obra de arte no se desarrolla solamente en el mundo de la naturaleza y de la historia, se desarrolla también en el espíritu creador del artista y en el de los que la conocen y coinciden por simpatía con su esfuerzo inventivo. La reflexión activa del espíritu humano es así colocada en el centro de la perspectiva, conforme al segundo silogismo, y es ella quien, apoyándose en los instrumentos naturales de los que se sirve libremente, engendra el Logos ideal que resplandece en la obra como su belleza eterna. Sin embargo, más profundamente no debe buscarse el sentido último de la obra de arte ni en el esfuerzo antropológico de la creación artística ni en el condicionamiento natural de la obra bella, sino en la Belleza misma que, sirviéndose de las realidades materiales de la naturaleza y de la espontaneidad creadora del espíritu, se manifiesta a través y más allá de ellas en su esplendor eterno. Desde más alto que cualquier objeto del mundo y desde más lejos que toda libertad humana, ella es quien ha «inspirado» el trabajo creador del espíritu y «transfigurado» el mundo natural en el que se encarna. En este sentido, la belleza de una obra transciende el material que la constituye y la libertad del artista que la crea.

Tal es, conforme al tercer silogismo, la percepción más penetrante de la obra de arte. Ella no quita nada a la validez de los dos puntos de vista precedentes, que tienen su parte inalienable de verdad, pero dice la última palabra sobre ello y hace su unidad definitiva. [32]

Gracias a estos dos ejemplos, se comprenderá más fácilmente en qué sentido (según Hegel) toda realidad debe ser comprendida según una triple articulación que escapa a toda parcialidad. La obra de Hegel es la mejor ilustración de esto. Podríamos decir que Hegel ha escrito su sistema tres veces, según tres perspectivas que se plasman en tres tipos de obras. En sus Cursos, dados en Berlín, sobre la filosofía de la historia, sobre la estética, sobre la filosofía de la religión y la historia de la filosofía, Hegel ha adoptado el punto de vista objetivo e histórico que caracteriza el primer silogismo. En la Fenomenología del Espíritu, presenta el conjunto de su sistema desde el punto de vista subjetivo de la conciencia y de su devenir espiritual, conforme al segundo silogismo. En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (así como en la Ciencia de la Lógica y en los Principios de la filosofía del derecho), expone, finalmente, el sistema desde el punto de vista absoluto del Logos en su despliegue natural y espiritual.

Aclaremos esto de nuevo con dos ejemplos tomados del sistema hegeliano, el del cristianismo en general, el de la fe en particular.

Cuando habla de la religión absoluta, es decir, del cristianismo, Hegel le designa con tres nombres diferentes según las obras en las que trata de él. En los Cursos de Berlín, habla de él como de la religión consumada: en efecto, históricamente, el cristianismo es para él la religión que corona el edificio de las grandes religiones de la humanidad. En la Fenomenología del Espíritu, lo presenta como la religión manifiesta: desde el punto de vista subjetivo de la conciencia, el cristianismo es, en efecto, para Hegel, la religión en la que Dios está totalmente manifiesto al espíritu humano. En la Enciclopedia, lo designa como la religión revelada: desde el punto de vista absoluto del Absoluto, el cristianismo tiene, en efecto, su fuente en Dios, es la religión donde se revela en plenitud.

Idéntica manera de expresarse en lo que se refiere más particularmente a la fe. [33] En los Cursos de Berlín, Hegel habla de la fe bajo el ángulo de sus aspectos institucionales y desde el punto de vista histórico: se trata allí del dogma cristiano, de la Sagrada Escritura y de la Tradición, de los sacramentos y de la vida de la Iglesia, etc. En la Fenomenología del Espíritu, Hegel aborda la fe bajo el ángulo subjetivo del papel que tiene en la aventura espiritual e incluso mística de la comunidad cristiana y de cada creyente: se trata de la fe como etapa en el itinerario ascético del espíritu hacia Dios. Por fin, en la Enciclopedia, la fe es abordada desde el punto de vista teologal como don de Dios y lugar de una manifestación absoluta del Espíritu divino al espíritu del hombre.

Así, pues, siguiendo los pasos del pensamiento de Hegel, podemos terminar diciendo que hay, grosso modo, tres grandes vías en filosofía. En correspondencia con el primer silogismo hegeliano «Logos-Naturaleza-Espíritu», tendremos la vía cosmológica, donde el conjunto de lo real es pensado a partir y en función del «cosmos» en el sentido amplio, es decir, del doble mundo de la naturaleza y de la historia. En correspondencia con el segundo silogismo hegeliano «Naturaleza-Espíritu-Logos», tendremos la vía antropológica, donde el conjunto de lo real es pensado a partir y en función del «hombre» (anthropos, en griego), es decir, esencialmente, de la libertad humana. En correspondencia con el tercer silogismo hegeliano «Espíritu-Logos-Naturaleza», tendremos la vía metafísica donde el conjunto de lo real es pensado a partir y en función de este Logos «transcendente» (meta-físico) que se expresa en todas las formas de absoluto reconocidas por el hombre.

Vamos a estudiar sucesivamente cada una de estas vías filosóficas en las tres partes de este libro. Al mismo tiempo, mostraremos que cada una de estas vías lleva a una manera correspondiente de pensar la fe cristiana y de concebir la misión de la teología. Es cierto que esta última obedece siempre, en principio, a su lógica propia que es la de la Palabra de Dios y no en primer lugar la de la reflexión filosófica. Pero como no vive aislada de las culturas, la teología sufre infaliblemente la influencia de las corrientes filosóficas en lo bueno y en lo malo. Aquí la examinaremos bajo este ángulo preciso. La articulación de nuestro discurso será primordialmente filosófica, pero nuestra preocupación principal y permanente será indicar el impacto teológico de los grandes temas de la filosofía. Cada parte de nuestra obra, a partir de este momento, estará dividida en dos capítulos consagrados, el primero, a las perspectivas filosóficas y el segundo al enfoque teológico correspondiente.
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* Traducción por las hermanas trapenses de Carrizo (León) España, Ediciones Encuentro, Madrid, 1997, 335 páginas.

** André Leonard nació en Namur (Bélgica), en 1940. Se ordenó sacerdote en 1964. Licenciado en teología por la Universidad Gregoriana de Roma. Doctor y profesor agregado en filosofía de la Universidad Católica de Lovaina. Profesor en el Institut Supérieur de Philosophie de esta misma Universidad y presidente del Séminaire Saint-Paul en Lovain-la Neuve.
 

Notas

[1] Cf. sobre este tema las bellas páginas de J. MARITAIN, La philosophie morale. I. Examen historique des granas systémes, París, Gallimard, 1960 pp. 111-114.

[2] Sobre este tema de la humildad de Dios, cf. el trabajo de F. VARILLON, L'humilité de Dieu, París, Le Centurión, 1974.

[3] «El hombre que somos cada uno de nosotros es, en primer lugar, ese pagano admirable cargado de riquezas, de gloria, de esperanzas fundadas, prometido a la alegría pura de la vida soberana. El cristiano nace en nosotros cuando en las profundidades de nuestro corazón (no de nuestro espíritu) se realiza, de repente, esta inversión que nos hace reconocer en este hombre, Jesucristo, a aquél que nos libera de nuestra propia grandeza y que nos revela el misterio de la pobreza, no la nuestra, que es bien insignificante, que no es verdaderamente pobreza, sino la suya, que es la pobreza de Dios.» (J. LADRIÉRE, Pourquoi la foi, en La science, le monde et la foi, Tournai, Casterman, 1972, p. 220).

[4] Cf. sobre este punto el librito, siempre actual, de ROMANO GUARDINI, L'essence du christianisme, Colmar, Alsatia, 1948.

[5] Cf. ARISTÓTELES, Metafísica, libro XII, cap. 9, 1074b-1075a.

[6] CLAUDE BRUAIRE, Le droit de Dieu, París, Aubier, 1974.

[7] Sobre la oposición irreductible de la auténtica fe cristiana y de la gnosis, antigua y moderna, se puede leer con gran provecho la obra fundamental de M.J. LE GUILLOU, Le Mystere du Pere, París, Fayard, 1973.

[8] Sin embargo, TERTULIANO recurre, por procedimiento retórico, a fórmulas parecidas, gravemente provocantes: «El Hijo de Dios ha muerto: es creíble, porque es inepto. Enterrado, ha resucitado: es cieno, pues es imposible» (De carne Christi, 5,4).

[9] MAURICE CLAVEL, Ce que je crois, París, Grasset, 1975

[10] Esta palabra significa literalmente «tapicería»». Hoy hablaríamos de «Ensayos».

[11] No entraremos más en el detalle de esta complejísima problemática. Se puede encontrar un estado de la cuestión y una solución equilibrada de las dificultades en K.ARL. RAHNER, Écrits théologiques, 3. De la relation de la nature et de la grâce, Desclée de Brouwer, 1963, pp. 9-33.

[12] Pascal ha dicho todo sobre este punto cuando ha escrito: «Ateísmo, signo de fuerza de espíritu, pero sólo hasta cierto punto» (Pensées, Édition Lafuma, n° 157; Édition Brunschvicg, n° 225).

[13] Cf., sobre ello, el artículo de KARL RAHNER titulado Philosophie et théologie, en Écrits théologiques 7, Desclée de Brouwer, 1967, pp. 39-52.

[14] Esta actitud positiva frente a la razón humana es, lo sabemos, la posición típicamente católica, adoptada por el Concilio Vaticano I, en la 3ª. sesión en abril 1870 en la Constitución dogmática sobre la fe católica. Releer especialmente el capítulo 4, titulado «de la fe y de la razón». Es la única posición que hace justicia simultáneamente a la gloria de Dios y a la grandeza del hombre. Se aparta tanto del fideísmo como del racionalismo y constituye el único terreno en el que cristianos y no creyentes pueden encontrarse con alguna posibilidad de comprenderse.

[15] Se encontrará un ejemplo sugestivo de esta actitud amablemente crítica con relación a la teología en la obra de GEORGES VAN RIET, Philosophie et religion, «Bibliothéque philosophique de Louvain», n.° 23, Louvain, Publications universitaires de Louvain, 1970.

[16] Cf. en este sentido las célebres declaraciones del Concilio de Trente, de Enero 1547, en el Decreto sobre la justificación. Ver especialmente el capítulo I sobre la impotencia de la naturaleza y de la ley para salvar a los hombres. Cf. G. DuMEIGE, La Foi catholique, París, Éditions de l'Orante, 1975, p. 346.

[17] En lo que toca a Barth, consúltese la obra fundamental de H. BOUILLARD, Karl Barth, 3 volúmenes, París, Aubier, 1957.

[18] Barth hace pensar aquí en las palabras profundas, pero excesivas de Pascal: «No solamente no conocemos a Dios más que a través de Jesucristo, sino que sin Jesucristo no nos conocemos a nosotros mismos. Sólo en Jesucristo conocemos la vida, la muerte. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es nuestra vida ni nuestra muerte, ni lo que es Dios, ni lo que somos nosotros mismos» (Pensées, Édition Lafuma, n° 417; Edición Brunschvicg n° 548).

[19] Para la doctrina antropológica de Barth, cf. Die Kirchliche Dogmatik, III, 2; Die Lehre von der Schöpfung (das Geschöpf), Zürich, Evangelischer Verlag, 1948.

[20] Para la actitud de Barth con respecto a la filosofía, cf. sobre todo el volumen I, 2 de Die Kirchliche Dogmatik, titulado Die Lehre vom Wort Gottes, Zürich, 1938, pp. 865-867.

[21] HANS URS VON BALTHASAR, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie. Colonia, Hegner, 1951 (2° edición, 1962).

[22] Cf. lo que hemos dicho más arriba sobre la unicidad del destino humano.

[23] H.U. VON BALTHASAR, Karl Barth, pp. 389-393.

[24] Sobre estos dos puntos, cf. especialmente Herrlichkeit III/I. Im Raum der Metaphysik, Einsiedeln, Johannes Verlag, 1965, pp. 974-983.

[25] Cf., a este propósito, el librito estimulante de ÉTIENNE BORNE, Le probléme du mal. París, P.U.F., 1960.

[26] Cf. HANS URS VON BALTHASAR, Cordula ou l'épreuve décisive, París, Beauches-1968, p. 9.

[27] «Logos» es una palabra griega que significa a la vez razón, sentido, palabra, discurso. La volveremos a encontrar a menudo.

[24] Del griego «télos» que significa fin, meta.

[29] Cf. G.W.F. HEGEL, La ciencia de la lógica, trad. por S. Jankélévitch, París, Aubier, 1947, p. 35. Es evidente que presentamos aquí el pensamiento de HEGEL evitando toda tícnicidad esotérica y, por lo tanto, de manera extremadamente sumaria.

[30] Cf., sobre este tema, ANDRÉ LÉONARD, La structure du systéme hégélien, «Revue philosophique de Louvain», tomo 69, 1971, pp. 495-524.

[31] Cf. G.W.F. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1830), par. 575-577.

[32] Para una interpretación del arte que va en esta dirección, cf. MARTIN HEIDEGGER, L'origine de l'oenvre d'art, en «Chemins qui ne ménent nulle part», París, Gallimard, 1962, pp. 11-68.

[33] Cf., sobre este punto, ANDRÉ LÉONARD, La foi chez Hegel, París-Tournai, Desclée, 1970, y en forma abreviada, los dos artículos La théologie hégélienne de la foi y La foi chez Hegel et notre traité «De fide» aparecidos en la «Revue théologique de Louvain», 1972, fascículo 1, pp. 40-54 y fascículo 2, pp. 160-176.